Kitabı oku: «Tener una vida»

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Daniel Jándula


Daniel Jándula (Málaga en 1980). En 2009 publicó El Reo, ficción sobre la biografía del disidente alemán Dietrich Bonhoeffer, tras realizar unos cursos de Teología en Madrid.

Algunos relatos suyos han aparecido en The Barcelona Review, Bcn Mes, Vulture y Paralelo Sur. Colabora en radio (El Prat Ràdio) y prensa escrita (en las revistas Quimera y Viaje a Ítaca), explorando nuevas formas de periodismo cultural, y ha ejercido de redactor en medios decanos como Ruta 66 y Revista de Letras.

Candaya Narrativa, 46

TENER UNA VIDA

© Daniel Jándula Martín, 2017

Primera edición impresa: octubre de 2017

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-77-6

Depósito Legal: B 24739-2017

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Table of Content

Portada

Autor

Créditos

ÍNDICE

DESPERTAR

RESPIRAR

CAMINAR

ESCONDER

ALIMENTAR

LLENAR

OBSERVAR

PENSAR

DESCUBRIR

TRABAJAR

ESPERAR

DESCANSAR

RECORDAR

VIAJAR

TEMER

CRECER

FRACASAR

SALIR

DESPERTAR

En la pared del salón de mi casa hay un agujero que no deja de crecer. Es del tamaño de una manzana. Anoche, antes de irme a dormir, probé a soplar un puñado de harina en su interior: la voluta quedó en suspensión por unos segundos, y luego se dispersó en minúsculas migajas que marcharon obedientes hacia el borde del agujero, trazando una ensayada espiral hacia el centro.

Desconozco cuánto lleva ahí. Lo descubrí a principios de semana, mientras bajaba el cuadro que ha estado colgado sobre el espacio que ocupó el sofá. He visto esa misma reproducción en montones de pisos habitados por personas de mi edad: una playa desierta, en blanco y negro, con una hilera de estacas de madera que conduce a una barca inutilizada y hundida en la arena. Lejos de transmitir serenidad, la imagen me pone nervioso. No dice mucho de mí. He tardado casi cuatro años en tomar conciencia de su aspecto desangelado, y esto no ha sucedido de un modo reflexivo, tras un análisis profundo, sino por una simple exposición a su presencia.

Ese cuadro forma parte de un pequeño grupo de objetos que ya estaban en la casa antes de que llegara yo, como la mesa cuadrada que queda a mi derecha al entrar al salón y un mueble oscuro donde guardaba los libros. He vendido el resto del mobiliario y cerrado todas las puertas. En cada habitación hay un reloj parado a las tres menos diez. La cocina y el baño desprenden todavía olor a amoniaco y a pino industrial. Duermo en un colchón junto al televisor, para paliar la fuerte sensación de desconcierto que me invade en el piso vacío. Tengo la tele encendida toda la noche, y a menudo me he desvelado sumergido en su resplandor azul. Como un sonámbulo recorro el pasillo que conduce a la puerta de la entrada y reviso que todo esté en orden. Regreso a mi colchón y compruebo que el agujero sigue en su sitio. Cuando me cuesta dormir, cierro los ojos y le planteo a mi mente acertijos que ayuden a vencer al cuerpo. Me pregunto en qué momento el agujero decide crecer esos centímetros diarios que llaman mi atención. Me pregunto por qué se abre de modo asimétrico, qué cantidad de pared se ha tragado, por qué le atribuyo capacidad de decisión, cuándo podré verlo desde el exterior del edificio.

Las preguntas resisten hasta que se hace de día. Estoy acostumbrado a clasificarlo todo en carpetas, a buscar un sistema detrás de cada montaña de información, así que las preguntas acumulan preguntas nuevas y percibo los pensamientos más desordenados y atropellados de lo que seguramente están. Pienso que tal vez las respuestas las tengan otros, los que se despedazan y se levantan de la cama quejándose, los que no tienen anomalías en sus paredes y no se paran a preguntarse estas cosas, porque justo al contrario que yo tienen demasiadas actividades que consumen su tiempo.

Veo que el reloj digital conectado a la corriente, el que he venido utilizando como despertador, parpadea. Eso me confirma que durante la noche ha habido un apagón. La claridad que entra por la ventana hace que me incorpore de un brinco. Es raro que recuerde lo soñado durante la noche, pero esta vez es distinto y algunas imágenes me asaltan en cuanto aliso las sábanas. Me balanceo como un equilibrista que hace una pausa en medio de su ejercicio. Una voz que no es mía pero que llevo dentro y me resulta familiar, me dice que abra los ojos.

Obedezco y me estiro tratando de aliviar el dolor muscular de la espalda. Busco el canal de noticias para ver la hora de verdad. Tardo unos segundos en darme cuenta de que hace un rato despegó el avión en el que debía volar hacia Santiago de Chile. Después, una serie de cortas escalas me habrían llevado hasta la península de Magallanes.

Deseo que el agujero sea lo suficientemente grande como para esconderme en él. Si uno se encuentra en una situación así, no sabe qué decisión tomar, aunque ahora todas las opciones se han reducido a la resignación. Llamo a la empresa que se encargó de transportar mi equipaje para evitarme el molesto procedimiento de la facturación. Salta un contestador con el horario de oficina. Me tiembla el pulso. Voy al baño y me lavo la cara. Trato de imaginar mi nombre resonando en el amplio espacio del aeropuerto. Poca gente sabe todavía que un avión cruza el Atlántico con ochenta kilos menos de peso, ahorrando 2’3 litros de combustible cada 100 kilómetros. Y espero que esto siga así durante un buen rato, por lo menos hasta que sepa cómo explicar que he perdido el avión y por qué me he quedado dormido.

No he usado el retrete, pero tiro de la cadena. Ante situaciones de bloqueo como esta, tiendo a los movimientos mecánicos. Intento seguir como si no hubiera pasado nada, como si el problema lo tuviera otro que se llama igual que yo. De manera que sacudo las sábanas y apago el televisor.

Una de las puertas que llevaba días manteniendo cerrada se encuentra abierta de par en par. Es la del antiguo dormitorio, la primera que hay en el pasillo, junto al cuarto de baño. La luz natural que penetra por la ventana de esta habitación es bien distinta a la intensa luminosidad del salón. No recuerdo haber entrado aquí desde hace una semana, cuando saqué la ropa para empezar a preparar mi maleta. Tampoco recuerdo lo que hice anoche aparte de investigar el agujero, lo que por cierto me mantuvo bastante ocupado. Desde que lo descubrí es como si se hubiese tragado mi vida, mi atención se ha visto atraída hacia él del mismo modo que las partículas de harina o los granos de arroz de la noche anterior.

RESPIRAR

Me salto el desayuno y me quedo de pie en la puerta, con las llaves colgando del índice. Tengo buena memoria para lo extraordinario, pero no para lo cotidiano. Recuerdo cada uno de los incendios, terremotos, inundaciones y tsunamis que han devastado mi ciudad, a menudo exagerados y descontextualizados por los testimonios de mis conciudadanos. Pero no recuerdo nada de lo que hice ayer, cuando fui a imprimir los pasajes. He olvidado cómo hice las maletas. Sé que tuve que entregarlas a un repartidor para su envío. Busco sin éxito una copia del resguardo de entrega en el estante de la entrada donde suelo dejar las llaves y la correspondencia. Los catálogos de propaganda caen al suelo como hojas en la calle. Empujo los papeles con la punta del zapato. Aunque me conviene salir y tratar de ordenar las ideas, mi perplejidad me mantiene paralizado en el recibidor. Desde el interior del piso es verdaderamente complicado saber qué tiempo hace fuera. Ni siquiera contemplando el cielo desde la ventana estoy seguro de salir con la ropa apropiada.

Siguiendo los consejos de Lidia, dirijo la atención a mi respiración. En el silencio del pasillo, cualquier sonido se percibe distorsionado. Presto mis oídos al silbido de mis inspiraciones, trato de expulsar el dióxido de carbono con toda la voluntad que puedo reunir. Sé aproximadamente dónde está mi diafragma, imagino un globo rosa en expansión, apartando y aprisionando mis entrañas. Siempre me ha contrariado la capacidad que ciertas personas tienen de concentrarse en aquello que a muchos nos pasa desapercibido durante la mayor parte de nuestra vida. En cualquier caso, me esfuerzo en respirar regularmente, con un ritmo que me proporcione ese tranquilizador aburrimiento que necesito. Me convenzo de la utilidad de permanecer un rato tumbado. Es en esta postura, que invita al sueño, cuando nuestra respiración funciona con la exactitud de un reloj. Es nuestra consciencia lo que despierta la agonía. Sin embargo, no me convence la idea de dejarme llevar, de adormecer mis sentidos. No soy nadie si no lucho, si no me doy de cabeza contra un muro. No puedo llamar vida a una existencia sin dolor. El momento de conservar el oxígeno en nuestro interior, y expulsar el aire con lentitud, me recuerda la respiración de mi madre sobre la máquina de coser, una respiración que ya no está en el mundo. Quizá por eso me resisto a revivirla con cada sesión de exhalación y recuerdo.

Lidia me enseñó a fijarme en la respiración y me enseñó también que los problemas no se esquivan, que es preciso aprender a encajar los golpes.

Una vez recibí un codazo en el estómago. No fue el dolor del golpe lo que me hizo encogerme como un erizo. Fue aquella sensación punzante tras la bocanada, la parálisis envolviendo el vacío, la que me provocó las náuseas y la terrible sacudida, como de pez moribundo, que mi cuerpo, absolutamente impotente, activó a modo de respuesta. La compañía de la respiración, esta dependencia del organismo al trabajo sincronizado de pulmones, corazón, abdomen, tórax y membranas celulares, me conduce a una forma de abandono que sería difícilmente soportable, de no ser por la gran cantidad de distracciones de que dispongo.

Mi distracción más reciente está relacionada con el método para escoger el destino de mi viaje. Fui a una tienda de decoración que vendía un enorme globo terráqueo, deliberadamente inexacto, que mezclaba reproducciones de diferentes mapamundis del siglo XVI. Lo giré y clavé el dedo en un punto del hemisferio sur. Así se presentó la idea de ir a Tierra del Fuego. El globo señalaba el Atlántico Sur como Mare Incognita, la Patagonia como Terra Ignota, y advertía: OMNIA VANITAS. En lugar de la serpiente marina gigante, un melenudo Poseidón alejaba las Malvinas con un soplido que asustaba a los incautos.

Es fácil creer que el hecho de contar con diversas posibilidades de escoger un destino para viajar supone una ventaja. Pero no es así: por cada elección aparece el fantasma de una opción distinta. Ir a Tierra del Fuego me impedía acercarme a un amarillento desierto africano, a la aglomeración de lugares turísticos, al peligro de un territorio en conflicto consigo mismo. Me evitaría también la obligación de tener que cumplir con la historia del arte, de fingir una iluminación espiritual o de entablar conversaciones con gente que no me interesa. Me apetecía la perspectiva de desaparecer. Se puede, desde luego, desaparecer voluntariamente en la propia ciudad, pero veía necesario cambiar de aires. Es lo que más me ha fastidiado de perder el vuelo: tener que quedarme en el punto de partida. Volver a dar un giro y adaptarme a una nueva circunstancia dentro de mi realidad uniforme y nada poética. Es agotador vivir así.

Parece que no logro escapar al eterno preludio de un viaje. Es cierto que me lo he buscado. Me inclino a pensar que, a diferencia de mi padre, que pudo y no quiso, yo he ido aplazando cada viaje, en unas ocasiones alegando cuestiones laborales, en otras por asuntos familiares o administrativos, o por miedo a salir de mi rutina. Y además Lidia, aunque no debería contar como excusa. Ella me propuso varias veces irnos de vacaciones, pero yo casi siempre encontraba alguna razón para no ir. Prefería emplear mi tiempo libre quedándome en casa.

Soy perezoso, pero no soy un vago. Si bien procedo de una familia con una situación económica holgada, he fracasado en todo lo demás y he optado por una indolente actitud de espera, confiando en que las cosas irían por sí solas a mejor. Después de años en semejante estado, al planear este viaje tenía la intención subterránea de estimular un cambio, comprendiese yo o no su funcionamiento, o estuviese o no en condiciones de atribuirle significado alguno. La intuición de hallarme en el lugar correcto y haciendo exactamente lo que pensaba que era preciso hacer, me parecía suficiente.

El ejemplo más vívido que guardo de un gesto intuitivo fue cuando mi padre, que no creía en la intuición, tomó la serie de decisiones que propiciaron nuestra pequeña fortuna familiar. Mi padre tomó la parte que mi abuelo le había dado de un premio de lotería, vendió un terreno que había heredado e invirtió en un par de negocios que funcionaron bien durante unos años, revendiéndolos después al alza. Su obsesión era devolver todas las deudas que había contraído. Afirmaba con rotundidad que se le habían quitado las ganas de sentir nostalgia. No le gustaba improvisar y prefería pasar desapercibido. Se resistía a admitir que el mundo había cambiado. Cuando tuvo una cuenta corriente lo bastante solvente, se puso a trabajar en un quiosco de prensa. Por el mismo impulso de hacer lo que le apetecía, se sacó el carnet de conducir, aprendió claqué, se matriculó en clases nocturnas para terminar el bachillerato y entró en la junta directiva del equipo de fútbol local. Le propusieron formarse en Empresariales y trabajar en una caja de ahorros. Él se negó. No sabía cómo ni por qué las cosas le habían funcionado así, pero decía que era mejor no tentar a la suerte. Le replicaron que él parecía saber fabricar su propia suerte. Su respuesta fue que no creía en la suerte. Con un diálogo parecido se desentendió de las ofertas para entrar en política. Tampoco creía en la política. Si le preguntaban en qué creía, decía que no lo sabía con seguridad, pero que en las frases de los azucarillos definitivamente no.

Al morir dejó una herencia que me permitió (soy hijo único) dejar mi puesto en el Registro de la Propiedad Intelectual y empezar de cero. He tenido la posibilidad de recrear y vivir sueños de vidas ajenas. He acumulado gran cantidad de conocimientos absurdos. He viajado demasiado a mi interior, y sigo sin saber lo que quiero hacer con mi vida, ni siquiera sé si tengo algo que pueda llamarse vida. He descubierto lo sencillo que resulta culpar a las circunstancias. Me costó aprender que cambian las circunstancias, pero que mi cuerpo sigue hundiéndose bajo su peso como arrugas en una sábana. Mi herencia, sin embargo, tiene fecha de expiración. Aún podré estar unos cinco años, según el lugar que elija para vivir, sin tener que preocuparme por las finanzas. Y me queda la opción de vender la casa de mi padre, a la que aún no he vuelto porque permanece llena de fantasmas.

El oxígeno consumido durante la primera mitad de mi existencia va oxidando mis órganos. Aunque todavía tardaré algún tiempo en sentir la rigidez de los músculos, mi rostro, con sus profundos surcos, manifiesta ya que algún día no lejano me desintegraré sin haberme acercado siquiera a lo que imaginé que sería mi vida. La respiración es fundamental. No está demostrado que el proceso de inspiración haya de ser necesariamente por la nariz para que la limpieza que el organismo hace del oxígeno sea óptima. También podemos tomar breves aspiraciones por la boca para que los pulmones no tengan que realizar esfuerzos inútiles. Hay que ser cariñoso con los propios órganos, antes incluso que con los de los demás.

CAMINAR

La semana pasada localicé en la biblioteca una guía de viaje por la Patagonia y por Tierra del Fuego. Parece un lugar tan hostil que el menor gesto de vida, ya sea en forma de trigo o de uvas, se antoja irreal. Santa Cruz tenía que ser el lugar donde me quedaría. La guía despliega unas dunas de sal, unos matojos como erizos rodando por lomas, no muy lejos de glaciares inmensos y de los cementerios de coches y pozos que conectan la Pampa del Asador con el planeta Tierra. Un lugar al que muchos van a olvidar las atrocidades de la Triple A. Quien soñó con serpientes marinas al confeccionar mapas, se quedaría congelado ante semejante paisaje, arquetipo de lo sagrado. Las fotografías no hacen justicia a un entorno que no cabe por los ojos, pero sí permiten intuir que en aquel lugar viven gigantes. El viento bate el silencio del destierro (donde van a comer manzanas los locos y los caballos salvajes) y hace olvidar todas las utopías, hasta las de las sociedades más enfermas que han trastornando la realidad. Uno no encuentra palabras rotundas para describir la idiosincrasia del paisaje; las palabras se rompen, como si hubiesen sido golpeadas por las piedras de los bosques que distingo hacia el oeste de las páginas. En la guía, el escritor hace hincapié en la belleza metafísica que resulta del exceso de paisaje.

Sueño con atravesar a pie esa vegetación atormentada por el viento, detenerme en la imposibilidad de las enormes e inaccesibles paredes pulidas por el viento, junto al lago Viedma. Sueño con dejar mi forma en la espesa sábana cubierta de hielo. De fondo vibrarían las montañas riscosas, convertidas en dinosaurios de piedra, con engañosas formas de volcán. Al cerrar los ojos me sumerjo en el barro oscuro de la Pampa, tan áspero como el lomo del diablo. Un abismo negro de arena griega, de la Grecia clásica.

Compongo un mosaico de lo que no podrá ser. La fauna austral, la memoria de extraños naufragios, de faros escondidos. Los lagos a los que los alemanes llamaban «el infierno verde». Hojas de pangue y hornos de piedra. Algas rojas en el mar. Ríos de hielo desplazándose con extrema lentitud, su espuma afilada derramando cuchillos.

Caminar por la Patagonia debe de ser complicado si se hace a solas. Uno se hunde y se salva a cada rato, con los recuerdos que quieren ser olvidados. Vivo convencido de que allí el tiempo se desvanece. Me seducía la idea de ir al extremo sur del mapa. De crío, cuando coloreaba mapas para aprender las fronteras, pensaba que, si me precipitaba por el punto sur, aparecería de repente por el norte, dando un rodeo por el dorso del mundo. Para mí el mundo era plano y se podía recorrer a pie.

Con la cara pegada a la guía, me trago las imágenes apaisadas, cuya fuerza me había sido negada hasta ese instante. Como en los sueños no hace falta ser coherente, me voy sumergiendo en la fotografías. El fondo se deshace como si fuese un tejido humano en descomposición. Sueño que camino sin cansarme por una ardiente campiña, sin importarme que se trate de un decorado. Luego vuelve el entendimiento y me dice que ese no es mi sitio.

Perdida la ocasión de volar, me consuelo pensando que aún existe la ventaja de caminar. Conozco las teorías acerca del buen caminar, pero al aplicarlas me enfrento con mi ineptitud. Cierro los ojos y pruebo a visualizar mis andares. Me veo encima de un camino abierto en la nieve, tratando de mantener el tipo, andando sereno, recto, mi largo y oscuro abrigo intacto, sin un alma alrededor que repare en el movimiento de mis piernas. Avanzo metro a metro, fijo la atención en el crujido de las pisadas, en el frío naufragando en mis mejillas y en el cambio de peso de una pierna a otra: un desplazamiento que se comporta con la obediencia de un átomo a las leyes de la física. No es el de mi imaginación un caminar acartonado, no saco pecho ni escondo el vientre, ni me dedico a mover los hombros. Allí todo funciona: sé qué hacer con las manos, no las dejo colgando ni las pego al tronco, ni las aprisiono en los bolsillos. Mi cuello se mantiene firme, es un ligero péndulo. La planta de los pies amortigua el peso, y la tracción de la gravedad es compensada por el ritmo constante del recorrido, por el sonido de las botas contra el suelo húmedo. La naturaleza deja caminar si uno es capaz de aprovechar los recursos que nos ofrece.

El movimiento de los ojos. Concentrarme en un punto lo suficientemente apartado para considerarlo una meta, pero no tan lejano como para tener que forzar la vista. Las cosas más interesantes entre ese punto y donde estoy ubicado ahora, al inicio de un puente, por ejemplo, serán vistas de modo indirecto. Es importante trabajar el campo de vigilancia. Aprender a seleccionar lo que se observa en el camino. Apartar lo efímero mientras lo efímero va a nuestro encuentro.

El paisaje influye en el caminar. No es igual la calma del cementerio que la calma a orillas del mar, con los pies desnudos destruyendo conchas minúsculas.

De camino a casa escucho las suelas de los zapatos soportando mi peso, las piernas rozándose entre sí, ese crujido vago del vaquero o de la hebilla del cinturón. Cada espiración devuelve un aire sucio y delicado. Pienso en diferentes texturas del terreno: tierra de parque infantil, hierba prohibida y recién cortada, la resbaladiza entrada al suburbano, una montaña de nieve apilada en el arcén. Pero no hay tal nieve. Lo único que permanece en blanco es la pared de mi piso. Durante años me he quejado de que siempre caigo en la tentación de dejar las cosas a medias. Ahora veo que también puedo dejar las cosas antes de empezar.

Lo difícil no es caminar, sino luchar con la idea de que el paseo, por sí solo, no ayuda.

La pared que tengo delante me sirvió en ocasiones para tener una idea aproximada de la hora del día, según se iban desplazando hacia la izquierda las agujas de luz solar. Apoyo la mano en la superficie plagada de rugosidades. El contacto con las estribaciones y protuberancias del muro activa recuerdos e inventivas: una huella dejada por un pulgar cubierto de carbón, la herida poco profunda que dejó un mueble al ser desplazado, o la afilada línea de sombra de una zapatilla de deporte. Azabaches, pardos, ocres y sienas. En aquel lugar me apoyé para rascarme la espalda. Arriba, cerca del techo alto, quise practicar un agujero para colgar un cuadro. Al descubrir el agujero del salón pensé que el anterior inquilino había cometido el mismo error que yo tratando de agujerear un muro de carga, y que el cuadro tenía la función de cubrir el desastre. Pero no es este un agujero provocado, no es como el que haría yo.

Pintar antes de marcharme fue una iniciativa que fui cargando de promesas y luego vacié por medio de excusas. Llegué a convencerme de lo apropiado de conservar los detalles impregnados, dejarlos a modo de pistas para el siguiente inquilino. Desde mi perspectiva, era el recuerdo el que unía los detalles, era la memoria la que me acusaba de ser perezoso.

El suelo retumba a cada paso. La estructura del edificio lleva soportando, desde la posguerra, las pisadas continuas de entre ochenta y cien cuerpos. Creo que de ahí viene mi costumbre de arrastrar los pies. A diferencia de la tarima desvencijada de mi piso, la arena de playa proporciona una resistencia muy estimulante. Las dunas cambian y con ellas quienes las contemplan. Incluso el asfalto de una calle desierta puede despertar cosas buenas en un corazón dispuesto. Sólo se conoce en profundidad una vida si uno se desorienta en sus calles principales, si se rinde a la rutina del peatón.

Los objetos de mi piso se desplazan solos: cae la penumbra y van adonde quieren. Estoy intranquilo, así que bajo un momento a la calle. Confío en que dando un paseo corto pensaré con más claridad. En realidad no queda nada por hacer, salvo averiguar qué pasa con mis maletas, pero el torrente de ideas en mi cabeza no se detiene. Nadie me mira a los ojos porque soy invisible. El cielo tiene la textura de una bebida tropical. Un níveo resplandor detrás de los edificios recuerda la atmósfera de una película bélica. Los letreros luminosos, las voces alzadas, las marquesinas, el temblor del metro bajo los pies, forman un barullo que de un modo inexplicable me ofrece cierta paz. Si hoy hubiera partido, los hinchas del equipo local completarían este paisaje urbano con bufandas de rayas y gritos estridentes, lanzando botellas de cerveza fría a las fuentes cortadas por culpa de la última sequía.

La manzana donde se encuentra mi edificio está dividida por una calle estrecha. Por este pasaje recorro un túnel abierto que me aísla del estruendo del tráfico exterior y accedo a mi portal. Me gusta la sensación de dejar atrás un ruido continuo, cada vez más molesto, y quedarme solo con la compañía del eco de mis pasos. Hay a quien le resulta incómodo ese cambio tan drástico de una calle principal a una callejuela que, además, suele estar a oscuras. Cuando me trasladé aquí, era común que me diera la vuelta cada vez que escuchaba un sonido que no identificaba de inmediato. Con el tiempo he ido memorizando la gama de resonancias de mi calle. A la salida o entrada del portal, distingo por los cambios de temperatura la calidad del aire y el punto cardinal de procedencia de las rachas de viento. Creo que conozco bien el lugar donde vivo.

El vecino de enfrente enciende la luz del salón y luego la apaga. La enciende por segunda vez y su silueta se agranda al acercarse a la ventana. Desde abajo parece que está buscando mi ventana, pero hace un gesto de despedida a otra persona y luego cierra las cortinas. La luna menguante me recuerda que el día finaliza, y que por más que corra no podré recuperarlo.

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