Kitabı oku: «Estados Unidos versus China», sayfa 2

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“Es demasiado temprano para valorarlo”, sugirió el expremier chino Zhou Enlai cuando le preguntaron en 1972 acerca de la convulsión generada cuatro años antes por el Mayo Francés. Lejos de este espíritu cauteloso, tradicional en la cultura oriental, el temblor mundial del Covid-19, está en pleno desarrollo como para aventurar el devenir de esta crisis, que se podría haber previsto, de no haber mediado el ocultamiento de información por parte del régimen chino. No obstante, el impacto y la magnitud de las primeras reacciones de los principales actores de la globalización exceden cualquier comparación con los sismos mencionados anteriormente. Empezando por China, primer afectado directo y foco de propagación del virus, que tendrá su primera expansión económica modesta desde 1976, año de fallecimiento de Mao. En especial, en sectores ligados a la producción de manufacturas y exportación de bienes de marcas emblemáticas como JCB, Nissan, Tesla y Geely, entre otras.

Por su parte, Estados Unidos aprobó un paquete inédito en tiempos modernos de US$2 billones, un 10% de su PBI, que abarca desde pagos tipo asignación universal hasta fondos para empresas pequeñas y grandes.

A los efectos de comparar la magnitud de los diferentes eventos, negro sobre blanco, basta con ponderar el impacto financiero generado en la industria del transporte aéreo. Mientras que los atentados terroristas ejecutados con aviones de bandera estadounidense en 2001 derivaron en la creación de un fondo de rescate por un valor de US$15 000 millones, la pandemia del Covid-19 está generando reclamos por un valor que supera el tripe del anterior: US$50 000 millones. Asimismo, también impacta la contraposición con la crisis financiera de 2008. Aún siendo el mayor colapso económico tras la depresión de los años treinta, engendró un paquete asistencial de US$860 000 millones, versus los US$2 billones actuales. En términos de seguro de desempleo, esta crisis arrancó con tres millones de solicitudes, frente a los quinientos mil de 2001 y los setecientos mil de 2008.

En resumen, un panorama catastrófico para la economía estadounidense, que no difiere del escenario ruinoso que prevén los países líderes de la Unión Europea, Alemania y Francia, al lanzar un plan de rescate por un valor equivalente al 22% y al 12% de su producto doméstico, respectivamente. El calibre de semejantes medidas económicas excepcionales marca el tiempo que viene por delante. En lo inmediato, estados nacionales más activos, redefinición de sus roles principales y, en paralelo, una esperable revisión del actual proceso de globalización guiado por fuerzas económicas, en detrimento de otras dimensiones visiblemente subestimadas, como la salud pública. En particular, la abrumadora evidencia a favor de algunos países orientales como Corea del Sur, China y Japón, explicada tanto en términos de culturas como de aplicación de recursos organizacionales y tecnológicos, deja sobre la mesa una serie de grandes interrogantes para muchos países occidentales, con excepción de Alemania, quizás.

“A la vista de la epidemia, quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa cierra fronteras, sigue aferrada a viejos modelos de soberanía”, planteó el filósofo coreano-alemán, bestseller, Byung-Chul Han, en una reciente columna en El País, de Madrid. ¿Ocurrirá ello a instancia de esta crisis que convierte en realidad la catástrofe de ficción del film Contagio? Quizás una gran respuesta provenga pronto de Estados Unidos a instancias del proceso electoral en puerta, el mayor plebiscito de Occidente. En particular, está por verse si el modelo aislacionista y de ataque a todas las instancias de cooperación mundial promovido por Donald Trump deja espacio a enfoques superadores en lo organizacional, político y tecnológico. ¿Generará este nuevo terremoto un nuevo hito en la carrera por el liderazgo mundial entre estas dos súperpotencias, donde Estados Unidos, además de sus constatadas debilidades de seguridad y económicas, acuse ahora recibo de sus flaquezas sanitarias?

De verificarse tal tendencia, ello implicará un enorme giro en la evolución política más reciente. Sin ir más lejos, el magnate inmobiliario convirtió en pilar de su campaña 2016 la impugnación a la reforma de salud impulsada por Barack Obama en 2010, prometiendo sustituirla por otra que nunca llegó a ver la luz. En ese aspecto, el proceso electoral 2020 abrirá la oportunidad de una profunda revisión en esta materia y, eventualmente, su amplificación al terreno de la cooperación internacional, un área que, en términos generales, también sufrió un duro embate en la campaña política anterior. Al presente, la prédica trumpista abarcó desde una ruptura con diferentes acuerdos internacionales, hasta un duro cuestionamiento al rol de los organismos multilaterales creados en la posguerra. El último, a la Organización Mundial de la Salud. A la luz de la crisis en desarrollo, quedó a la vista que la salud pública corrió muy por detrás de una globalización económica liderada por grupos transnacionales con nombre y apellido.

Reverdecimiento del espíritu de cooperación inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial versus profundización de los rasgos de populismo nacionalista que marcaron el devenir político de la última década. Esta es la difícil encrucijada global presente tras este sismo originado en un área minimizada —y hasta casi olvidada— como la salud pública. En particular, un sector donde la Argentina, con luces y sombras, exhibe una cierta y verificada fortaleza, en comparación con el resto de América Latina. En nuestro país, resulta tan factible encontrar servicios sanitarios que funcionan bien, como otros que lo hacen mal. De ningún modo puede hablarse de un malestar generalizado. La Argentina es más bien una Torre de Babel, con evidente incomunicación entre quienes padecen los problemas y aquellos que administran las soluciones. En particular, hay un gran déficit de coordinación entre los tres principales actores del sistema, los hospitales públicos, las obras sociales y los servicios privados prepagos.

En tal aspecto, esta pandemia que aún está haciendo sentir sus primeras terribles e inéditas consecuencias, nos hará sentir su rigor económico, más que en la salud pública propiamente dicha. ¿Quién podría objetar que funcionamos con menos problemas en este último ámbito que en el plano material, cuando el ingreso per cápita no crece desde hace una década en el marco del flagelo estanflacionario, apenas interrumpido por algunas subidas efímeras en 2011 y 2017? Ni qué hablar del largo plazo, donde la Argentina decae en participación económica desde mediados de los años 70 ante cualquiera de los patrones de comparación razonables, para un país que tuvo y aspiró históricamente a cierta gravitación mundial. A raíz de ello, la “criogenia” obligada por el sars-CoV-2, causante del Covid-19, nos trajo una mezcla de ocasión y exigencia de articular y racionalizar el sistema de salud pero, en simultáneo y de forma urgente, de reorganizar las bases de un sistema económico maltrecho y marcado a fuego por el fracaso recurrente durante casi medio siglo.

Esta es la pregunta del millón. La que abordo en este hermoso recorrido de escritorio y moto. Cambiaron el contexto global y las fuerzas políticas, pero siempre chocamos contra la misma pared. Lo misterioso es que ello ocurrió en entornos opuestos, donde la plasticidad del peronismo para adaptar su guión ideológico a los vientos mundiales no alteró el final, frente a las tozudas caídas de las administraciones de De la Rúa y Macri, que ensayaron políticas sin anclaje de época. “Conmigo, un peso un dólar”, “en diciembre no hay más cepo”. Gloria de Menem 1991-1994, Tequila 1995, rebote 1996-1999, explosión 2001. Esplendor de Kirchner 2003-2007, crisis financiera 2008-2009, recuperación 2010-2011, estanflación 2012 en adelante. Éxtasis, susto, reanimación y caída. “Vos siempre cambiando, ya no cambias más”, El Cuarteto de Nos, dixit. Este es el desafío que me propuse en esta hibernación forzada, exorcizarme del maleficio argentino de seguir cambiando para no cambiar más y, a la par, soñar juntos con un final feliz inédito.

1989. BERLÍN. THE WALL

“Defíneme el siglo XX en una sola palabra”. La respuesta a semejante desafío tiene múltiples opciones posibles, todas correctas. “Colectivismo”, “Estado”, “guerra” y “Berlín”, entre otras. En cuanto a la primera, la Revolución Rusa de 1917 abre una nueva dimensión en la historia mundial. En cierta forma, ese trascendental episodio es el monolito misterioso introducido por Stanley Kubrick en la película 2001: Odisea del espacio. A partir de su aparición, ya nada será igual en la marcha de los acontecimientos mundiales. El asalto al Palacio de Invierno del zarismo por parte de los bolcheviques no solo generó un nuevo paradigma, sino que activó un sinnúmero de novedosas referencias, comportamientos y fuerzas políticas a escala planetaria. Por empezar, la fundación de partidos comunistas en el propio seno de países occidentales, algunos de ellos, con democracias consolidadas inclusive. Alemania 1918, Estados Unidos 1919, Francia 1920, Italia y España 1921, Gran Bretaña 1928.

No obstante, en Oriente y por simple cercanía geográfica al epicentro revolucionario, el brote prendió más fuerte que en ninguna otra área del planeta. En simultáneo con Occidente, emerge el Partido Comunista de China en 1921, un actor preponderante de la política internacional actual que, mediante sucesivas mutaciones, se adaptó a la perfección a los cambiantes vientos de época. “No importa que el gato sea blanco o negro, mientras cace ratones”. Así describió ese preciado atributo de plasticidad del régimen chino el líder reformista Deng Xiaoping en 1962, a poco más de una década de la revolución que encaramó a Mao en el poder. Que la economía capitalista pudiese funcionar con un régimen autoritario de partido único no cabía en el libreto de muchos intelectuales influyentes, empezando por Milton Friedman. La libertad comercial no redujo el área de influencia del poder político chino, como lo vaticinó el famoso economista y creían, con cierta inocencia, sus más fieles seguidores.

En ese aspecto, si el siglo XX dejó un primer saldo nítido, fue el auge de un gran polo de poder colectivista, cuya esfera de influencia no solo se concretó en el terreno de flamantes gobiernos comunistas o socialistas, sino en la difusión internacional de un clima, así como de un modelo político, que estimuló reformas e incrementó el poder del Estado en áreas sociales y de regulación de la actividad económica. Puntualmente, las ideas colectivistas se fueron plasmando en una seguidilla de países asiáticos como de Europa del Este, aunque tras la depresión de 1930, también al interior de los grandes faros democráticos de Occidente. Abandono del patrón oro, seguro de desempleo, vivienda social, nacionalización de la minería, aumento de impuestos a la clase media. Una enumeración de iniciativas encaradas por el gobierno británico durante aquella década que, no solo, impulsaron la recuperación económica en sectores industriales, sino en actividades relativas al espectáculo: radio, TV, cine y teatro.

Del otro lado del Atlántico, el presidente Franklin Roosevelt tomó en paralelo en Estados Unidos una serie de resoluciones estatales englobadas bajo la bandera del New Deal, que también alcanzaron con el tiempo la categoría de monolito de Kubrick en el ámbito del intervencionismo público. Así como la toma del Palacio de Invierno de los zares fue una referencia hasta romántica para muchos simpatizantes de la causa socialista, el Nuevo Trato adquirió el mismo estatus para los defensores del rol del Estado. Muchos de ellos, incipientes escuderos de las ideas del economista John Maynard Keynes. En Europa continental, la historia para Alemania no transcurrió por un carril diferente. Control de precios, de salarios, de industrias estratégicas y del comercio exterior. En resumen, la última gran contienda bélica mundial del siglo XX no tuvo asistencia —más allá de cierta estigmatización— de ninguna democracia con Estado mínimo, tampoco de ningún capitalismo de libre mercado funcionando en su esplendor.

En este sentido, la foto de Yalta protagonizada por Franklin Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill, representó la aniquilación de uno de los tres vértices del triángulo político de mediados del siglo XX pero, de ninguna manera, un debilitamiento del proceso de colectivización mundial en auge con la revolución bolchevique de 1917. Quienes imaginaron que al brutal balance de muertes que había dejado la guerra lo sucedería un profundo proceso de liberalización y de retracción del Estado, en sus funciones militares en particular, terminaron decepcionándose. A los 32 millones de muertos de la Unión Soviética, a los 17 de millones de China, a los 7 millones de Alemania, a los 4 millones de Polonia y a los 2 millones de Japón o Yugoslavia, no sobrevino una contracción drástica del gasto militar sino, por el contrario, su estabilización hasta mediados de los 70, en 8% del producto doméstico de Estados Unidos o de la Unión Soviética.

Por ello, quien apele a la referencia válida de Berlín para describir el hilo conductor de la trama del siglo XX debería discriminar entre la primera ronda de 1945 y la segunda de 1989. Mientras que la primera fue anticipada por una carrera loca de expansión militar y de ampliación de las funciones estatales, en Alemania, Estados Unidos o la Unión Soviética, la segunda vino precedida de una revisión del modelo de intervención estatal por parte de uno de los grandes polos políticos. En particular, la crisis del petróleo de 1973 clausuró para Estados Unidos una saga de crecimiento de tres décadas posterior a la segunda guerra, donde el PBI no paró de expandirse a un 4% anual. En ese terreno, Ronald Reagan representó un punto de inflexión decisivo en la política de Estados Unidos, no por la profundidad de las reformas, sino por la promoción de un nuevo clima político. En ese plano, la antigua estrella de cine fue el cuarto gran personaje del siglo, a la par de Stalin, Roosevelt y Deng Xiaoping.

Los nuevos vientos de época trajeron, por primera vez en casi un siglo, las políticas de retracción del Estado y de promoción del libre mercado al centro del discurso político oficial. En particular, mediante alusiones acerca de reducir el gasto público, recortar los impuestos, desregular la economía y contener la expansión monetaria.

La visión del Gobierno sobre la economía se podría resumir en unas pocas frases cortas: si se mueve, ponle impuestos, si se sigue moviendo, regúlalo. (...) Las ocho palabras más terroríficas en lengua inglesa son: soy del Gobierno y aquí estoy para ayudar. (...) La primera obligación del Gobierno es proteger a la gente, no dirigir sus vidas. (...) Las mejores mentes no están en el Gobierno. Si hubiera alguna, el sector privado se las robaría. (...) El Gobierno es como un bebé. Un canal de alimentación con un gran apetito por un lado, y ningún sentido de la responsabilidad por el otro.

Ronald Reagan textual. Discurso premonitorio de los tiempos políticos por venir.

Estado a la carga

Berlín 1989 fue una debacle tan terminal para el régimen político y económico colectivista encarnado por la Unión Soviética como lo fue Nueva York 1930 para la versión de las democracias liberales materializadas, hasta ese momento, por el tándem Estados Unidos-Gran Bretaña. En especial, la depresión económica del 30 disparó una larga marcha de expansión del Estado, imparable hasta fines de los años 70. El crack financiero le picó el boleto al sector público a la Adam Smith, acotado a funciones básicas como defensa, justicia y educación. En general, el típico Estado de fines del siglo XIX y principios del XX, donde el Gobierno no insumía más de un 15% del producto doméstico generado. Desde ese momento, arranca una competencia con nuevos actores de época. En el caso de la Unión Soviética, los planes quinquenales orientados a la promoción de la industria pesada sustituyeron la Nueva Política Económica, con participación privada, de los primeros tiempos de la revolución.

La colectivización de la agricultura fue un paso necesario para que la ex URSS abandonara su perfil rural en la década del 30 y pasara a desarrollar su industria pesada. Por supuesto, no hubo ninguna mano invisible que hiciera semejante magia. Si lo sabrán los viejos productores rurales ucranianos, que sufrieron una tremenda hambruna, con millones de muertos en el camino. No obstante, el objetivo deliberadamente planificado comenzó a funcionar y la propia prensa internacional destacó esos logros durante aquellos años. Planta de tractores en Járkov y Stalingrado, planta automotriz AMO en Moscú y Nizhni Nóvgorod, planta hidroeléctrica Dniéper, acerías en Magnitogorsk y Kuznetsk, red de negocios de maquinarias y plantas químicas en los Urales. “Rusia desarrolló su propia industria de maquinarias, desde instrumentos pequeños de precisión hasta máquinas pesadas de prensado, también maquinarias agrícolas que la independizaron de las importaciones”, apuntaba el Financial Times en noviembre de 19321.

En cuanto a Alemania, el consagrado historiador inglés Ian Kershaw hizo un exhaustivo balance acerca del debate relativo a la inspiración de la política económica del régimen nazi, condensada en su plan cuatrienal de 1936. La literatura académica analizada por Kershaw en la obra La dictadura nazi abarca desde argumentos referidos a la dependencia del Estado de los intereses capitalistas, in memorian Antonio Gramsci, hasta evidencia acerca de una industria subordinada a los intereses del partido. En un plano intermedio, la idea de una coalición mixta entre la dirigencia nazi y la élite alemana de los negocios. En presencia de tanto análisis divergente, todo sustentado en investigaciones sólidas, mejor hallar un denominador común. Una conclusión rápida indica que el partido nazi y el Estado jugaron un rol que descarta la idea inocente de que las fuerzas del mercado hayan operado sin intervención colectiva centralizada, sea para expandir la producción agropecuaria, reentrenar la fuerza laboral, regular el comercio exterior o conseguir autoabastecimiento de algunos productos.

Por el lado de Japón, su política económica se ajustó más rápido que ninguna otra al shock generado por la crisis del 30. Al final de 1931, tomó el timón del área un funcionario que, tras algunos años, sería identificado como el Keynes japonés, Takahashi Korekiyo. Las consecuencias fueron inmediatas. Abandono del patrón oro, flotación del yen y depreciación de la moneda. Asimismo, expansión fiscal y monetaria, financiada con la emisión de bonos del Gobierno, al igual que con la reducción de las tasas de interés. Ello condujo a Japón a una rápida reactivación, que lo llevó a ser el primer país en dejar atrás la depresión del 30. De todos modos, los intensos vientos bélicos de época terminaron otorgándole, a partir de 1936, un rol estelar a la dirección centralizada, al estilo soviético. Ministerio de planificación, programa de movilización de recursos, ley de movilización nacional, promoción de industrias pesadas, eliminación de industrias livianas, entre otras medidas de estatización de la economía.

En el mundo anglosajón, el Reino Unido se aproximó con más timidez a la planificación que Alemania y Japón. Tal circunstancia no impidió que los británicos, aún siendo fervientes cultores del individualismo y el Estado liberal á la Adam Smith, experimentaran tras el derrumbe del 30 el avance del sector público en la planificación y el control centralizado de la economía, así como de la sociedad. En particular, Gran Bretaña abandonó el patrón oro casi en simultáneo con Japón. Ello le abrió las puertas del crédito doméstico a las empresas, así como la posibilidad de recuperar capacidad exportadora. En el plano laboral, el Gobierno sancionó la ley de desempleo en 1934 y, en simultáneo, la ley de áreas especiales que activó el desarrollo industrial en Gales del Sur, Tyneside, West Cumberland y Escocia. Qué mejor muestra de esa política que el monumento, aún en pie, de la acería Ebbw Vale Steelworks, una historia paralela a la de Bethlehem Steel Plant, rememorada por Donald Trump en su campaña 2016.

“Los primeros cien días”. Esta frase está tan incorporada al vocabulario político actual que pocos recuerdan a su autor intelectual. Franklin Roosevelt, New Deal, Estados Unidos 1933. Un sacudón de estantería que selló el tono de época tras el crack del 29. No era momento para ninguna mano invisible, sino para la planificación y la iniciativa estatal urgente. Aumento del gasto público, obras civiles, ley de emergencia bancaria, salario mínimo, jornada laboral máxima, seguro de desempleo, sistema de seguridad social, regulación de la actividad agropecuaria, sindicalización, convenciones colectivas de trabajo, construcción de oficinas postales, puentes, autopistas y parques. Todo un repertorio político al que la Segunda Guerra terminaría por darle envión, siendo no solo la columna vertebral económica, sino también la política durante casi medio siglo. A través de esas iniciativas, Franklin Roosevelt logró aglutinar a los votantes blancos del sur, del norte y a la clase trabajadora sindicalizada del Medio Oeste.

En el plano material, la conformación de la Autoridad del Valle del Tennessee fue uno de los grandes monumentos al espíritu de planificación del momento. Al igual que la ley de áreas especiales del Reino Unido, en un ámbito casi desconocido hasta ese momento: el desarrollo regional. La flamante Agencia concentró una serie de competencias legales, antes dispersas en diferentes oficinas estatales. Ello convirtió un área deprimida que sufría inundaciones periódicas en una región igualmente desbordada pero de actividad económica, sea originada por el sector agropecuario o por el transporte de mercaderías entre los estados integrantes de la cuenca fluvial. Alabama, Carolina del Norte, Georgia, Kentucky, Misisipi, Tennessee y Virginia. Sumado a ese enorme impacto como fuente de energía limpia y barata, los reactores nucleares pasaron luego a formar parte del complejo de defensa nacional, mediante sus capacidades para incinerar plutonio y producir tritio para compañías privadas del sector.

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