Kitabı oku: «Diario de un maldito», sayfa 2
3. MONSTRUOS
Pienso en María. En mi esperma derramado sobre su carne trémula. Pienso en el desprecio de mis padres, en mi primer desengaño amoroso, en mi asquerosa depresión, en mi acoso escolar, en mi fracaso como ser humano, y lo hago mientras le doy puñetazos a las paredes de mi cuarto hasta casi romperme las manos. Habían pasado tantos años que ya no conseguía recordar el verdadero rostro de mi madre. Tan solo me quedaban de ella unos viejos zapatos negros que me regaló en unas navidades, destrozados gradualmente por mis múltiples paseos matutinos, donde me debatía entre suicidarme o no. Me perseguía la sombra de la soga allí donde iba. La soga aparecía incluso en mis dibujos más abstractos, quieta, esperando, eterna. La frase favorita de mi madre era «es lo que hay». Mi padre se retiró de la mesa de juego con sesenta y un años. Ya se había cansado de apostar. Sus ojos azul cobalto se perdían en la lejanía del campo. Ahora comprendo que no tenía la menor idea de cómo era yo; no le interesaban mis sueños. Su pensamiento se acercaba más al de un oficial nazi. Jamás me dijo que me quería. Su frase favorita era «la vida es dura». Y luego estaba la casa familiar, cerca del cementerio, fría y vacía, con vistas a la carretera nacional, por donde pasaban los camioneros en dirección al burdel. Las raíces de los árboles centenarios llegaban casi hasta la puerta, levantando las baldosas del viejo paseo, un lugar de fantasmas perdidos que ansían los cálidos recuerdos de un pasado mejor, paredes agrietadas en las que resuenan los ecos de un pis femenino.
Ahora mismo sueño que nevaba copiosamente. Un tren de color rojo con dos vagones descarrilaba al pasar por la ciudad. Caía muy cerca de mi apartamento y una persona moría decapitada. Un policía llevaba la cabeza ensangrentada del maquinista dentro de una bolsa. Después los de emergencias retiraban en una camilla el cadáver tapado con una manta. ¿Qué significa? ¿Qué significan los sueños?
El depredador de caricias ha despertado. No puede dejar de oler el sexo de las hembras. ¿Soy yo el depredador? Sí, porque mi polla se llama Akira y me encanta follar. Busco a María, porque todo su cuerpo irradia vida. Es tan luminoso como una de esas lámparas de araña en una gran fiesta de la alta suciedad. Me pierdo besando su nuca, lamiendo sus redonditas orejas, mordiendo su delicado cuello de cisne. El tacto de su piel me crea adicción. Me resulta imposible separarme de sus labios. Exploro la intimidad de su boca. Su fresca saliva es mi nuevo vicio. Y sus manos milagrosas. ¿Qué tienen esas manos que al tocarme nada me duele? Pero ella no era mía. No poseía sus ojos. No era su dueño. No tenía ninguna autoridad sobre sus decisiones. Apenas la conocía, y deseaba fervientemente ser una pequeña pieza en su extraño mundo.
Encuentro una botella de whisky en la guantera del coche. Tiene una nota pegada que dice: “Ingerir en caso de extrema soledad”. Un trago largo me advierte. La indiferencia es un insulto para las personas que sufren. Me convierto en un repugnante monstruo, me vienen a la cabeza reminiscencias o ensoñaciones que soy incapaz de distinguir. Toda la ciudad es una tumba para poetas.
Os contaré que cuando vivíamos en el pueblo, lejos de la gran urbe infernal, iba montado en la moto de mi primo Simón, bien agarrado a su cintura, subiendo cuestas hacia el campanario, dando brincos mortales en cada bache, levantándoles las faldas a las muchachas en flor para después huir a la carrera, quemando ruedas por la carretera comarcal a la máxima velocidad, sin casco, sin problemas, sin preocupaciones, con el aire golpeando alegremente en nuestras sonrientes caras, pasando del instituto y de sus tediosas clases, leyendo a escritores prohibidos y libros censurados, derrapando por los polvorientos caminos, mientras las chinas saltaban y reventaban las lunas de los coches que se quedaban atrás, para terminar meando en modo “limpiaparabrisas” en los portales de los pisos, acordándonos de aquella chica guapa que lavaba el todoterreno con un chorrito de agua fría.
Ahora mismo recuerdo a gente dormida en los vagones del metro, cansada del trabajo o de la misma vida, como cuerpos inertes abandonados a su suerte, dirigiéndose a donde viven los monstruos. La sombra de nuestros errores son las peores bestias, nuestro temor a equivocarnos, nuestra gigantesca culpabilidad, nuestro pánico a decir la verdad, nuestra insana manía de mirar siempre al pasado, nuestra infidelidad para cumplir los sueños. La más terrorífica criatura inmunda es no quererse. Se llama depresión.
Me asalta el brillo de las alianzas de los judíos amontonadas en una caja, las chimeneas vomitando un humo negro de hedor inefable, la vaca mutilada a machetazos por los locos en una selva venenosa, el soldado destrozado por la metralla y atrapado en la alambrada, las bombas cayendo…
4. LA CAJA EMOCIONAL
Ahora llueve. La lluvia tiene ese instinto homicida y esa dulce letanía tan femenina. El frío me corta las manos y me abre los labios. La ciudad es una jaula de animales solitarios, donde el sexo y la violencia son la única válvula de escape frente a la desesperación.
He cruzado la calle sin mirar y casi me atropellan. Entro en un supermercado para refugiarme del chaparrón. Me paro frente a la sección de perfumería y examino las nuevas colonias para caballero. Una mano me acaricia ligeramente la espalda. Un escalofrío. Es María. Su sonrisa ilumina todas las habitaciones de mi sangre. Se roció las muñecas con unas gotitas de Channel. Una rápida pulverización de Victorio & Lucchino por el cuello. Llevaba unos pantalones de cuero color burdeos que restregó contra mí. Me preguntó si me gustaba el olor. Me encogí de hombros. Ella se fue al baño de señoras. Una anciana me pidió que le bajara algo del estante. Yo no quería, pero lo hice. María se acercó a mi oído izquierdo y me susurró:
—No llevo bragas.
Me agarró del brazo y salimos de allí por el pasillo de droguería sin comprar nada. Fuimos al lavabo de una gasolinera de Cepsa. Le quité los pantalones y me enseñó su sexo en forma de tulipán. La puse frente al espejo cuadrado de la pared. En él podía ver su cara de placer reflejada. La penetré con fuerza. Estaba muy húmeda. El peligro de ser descubiertos en cualquier momento le daba más morbo a la situación. Terminé eyaculando a sesenta centímetros exactos de sus lunares. María soltó una mueca de satisfacción. Se subió los pantalones. Le dije que me besara. Me contestó que no. Entonces, abrió la puerta y se marchó. Pensé en aquel tipo gordo que había sido dibujante de cómic y que presumía de haberse acostado con 3.000 mujeres. Pensé en mi novela destruida en el lago Negro a dieciséis metros de profundidad, y pensé en que siempre echamos perlas a los puercos y regalamos flores a las putas.
El tipo que algún día fui gritó:
—Somos tan viejos como nuestros recuerdos, y tan jóvenes como nuestros sueños.
Luego salí corriendo. Bajo el toldo de la tienda de comestibles de los chinos me esperaba Melquiades Allende con su amigo rumano. Melquiades llevaba un llavero colgando de los vaqueros rotos. Del llavero llamaban mi atención un chupete de su hija y una pinza Var de cuando nació. No veía a su hijo desde que se separó y se marchó de Santiago de Chile. Caminamos cinco minutos en línea recta bajo cornisas. Fuimos al Cerro del Ahorcado, una nueva urbanización de pisos sin piscina. Nuestro amigo Florín forzó la cerradura de la puerta y enganchó la luz. Comprobamos que había agua corriente. La vivienda era propiedad del banco, que la había embargado a una familia por impago de hipoteca. Estaba amueblada con tres habitaciones y dos baños. La habitación más pequeña estaba bien iluminada, equipada con una cama de noventa, un escritorio y una silla, ideal para escribir. Era fácil de calentar con una estufa eléctrica. Las paredes estaban pintadas de color crema. Llevaba en venta un par de años y últimamente los agentes inmobiliarios la tenían un poco olvidada. Melquiades me sonrió cómplice mientras le soltaba un fajo de billetes naranjas a su amigo extranjero con ojos gris ceniza. Mi residencia temporal ya estaba lista. Allí esperaba poder terminar mi asqueroso manuscrito. Ahora me había convertido en un maldito okupa más. Fuimos al barrio latino para celebrarlo: semáforos de luces psicodélicas, bólidos tuneados y con la música reguetón a tope; grupos de Latin Kings con tatuajes de la Santa Muerte y leones con coronas de reyes; una chica gótica bajando al metro con su bolso en forma de ataúd, ropa siniestra y los labios pintados de negro; jóvenes fumando en la puerta de las discotecas con piercings en el lóbulo de la oreja, en la ceja y en la lengua; golfas bebiendo con septum en las narices y algún mafioso con la pistola metida en el cinturón escupiendo.
La cabeza es una caja de resonancias. Allí están los ecos de nuestras muertes. La hidra interior se acerca hacia mí. Sus siete cabezas de serpiente se agitan y me silban. Cada lengua va vomitando una emoción: alegría, tristeza, timidez, rencor, rabia, miedo, desesperanza… ¿Cuál será su punto débil?
Me arrastro entre la multitud que orina. Repto entre proxenetas, drogadictos y asesinas de niños. Encuentro nidos de jeringuillas usadas. Miles de agujas que picaron las venas de hermosos perdedores. Voy tambaleándome borracho por la calle mojada, apoyado en el hombro de una prostituta con piel de ébano. Estoy mirando con los ojos desenfocados los fosforescentes carteles de anuncios. Oigo al camión de la basura haciendo su ruta. Necesito mear. Alguien prepara una raya de coca encima de la tapa del retrete. Como en una pesadilla, cuando te introduces en un sucio cuarto de baño con la vejiga a punto de reventar, y entonces ves las cagadas decorando las paredes, igual que un escatológico mural. Sólo quiero volver a casa, a alguna casa, donde te espere una princesa vampira que te mire, que te abrace diciéndote: «Amor, toda esta mierda no fue culpa tuya».
Me quedé inmóvil frente a un enorme grafiti pintado en los vagones del tren. Era un rostro melancólico tapándose los ojos con las manos. ¿Dónde había visto aquello antes? Sí, creo que en un libro de Paul Auster titulado Invisible, o tal vez, en la portada de un disco de Radiohead llamado Amnesia. Ahora las alucinaciones me hacen soñar con Melquiades, transformado en una especie de chamán, ofreciéndome un poco de “enredadera del alma”. Me hallo en un estrecho pasillo infernal hacia una pequeña habitación azul, donde hay un gran pez espada pintado en un cuadro. Veo a Ernest Hemingway en una silla, con el cañón de la escopeta de caza metida en su boca y la culata apoyada en el suelo, apretando el gatillo con el dedo gordo del pie. ¡Pum!
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