Kitabı oku: «Un viaje al silencio», sayfa 2
EN EL PARQUE DE LOS CIERVOS
En casa ya me habían dado el ultimátum: «O apruebas y acabas, o cortaremos el grifo del dinero y habrás de espabilarte por tu cuenta y buscarte la vida» —me habían advertido—. ¡Cosas de los padres! —pensé yo—. Consideraba que no era para tanto. Cuando se es joven, no va de unos meses ni siquiera de un año, o de dos; hay tiempo para todo —o para casi todo—, porque todo está por delante, todo está aún por vivir. A eso se añadía —ahora lo sé— que por aquel entonces decidí cursar ingeniería como podría haberme decidido por las artes marciales (si bien mi constitución física, tirando a delgaducha, no me lo habría facilitado) o por el aprendizaje de la crianza del canario o del cultivo del garbanzo… o qué sé yo qué. Pero la verdad es que no estaba ahora en estas. Aprovechando cuatro días que me permitía el paréntesis de la Semana Santa, había decidido viajar a Barcelona para pasarlo con mis padres y, de paso, quedar con algunos de los viejos amigos. O, para ser más exacto, pasarlo con algunos de los viejos amigos y de paso visitar a mis padres.
Érica, Renzo, Klaus y Joanna —como ya referí—, hartos de deambular de aquí para allá durante horas, se habían ido retirando a la residencia, próxima a nuestra UCD, en el parque de Belfield. Había sido una de tantas noches locas de alcohol, de risas desenfrenadas y de vagabundeo gregario sin objetivo. Trinh y yo andábamos o tambaleábamos —no sabría precisarlo— a aquellas horas de la madrugada, haciendo no pocos equilibrios, si bien la finísima y tenue lluvia que comenzaba a caer parecía diluir parte del alcohol injerido, lo que vino a alegrar nuestra noche y a hacerla, si cabe, aún más feliz. Y no es que fuéramos unos inconscientes debido a nuestra juventud o fruto de nuestro estado a aquellas horas de la noche, no. Caminar bajo la lluvia —lo habíamos experimentado en múltiples ocasiones desde que llegamos a Dublín— nos producía una indescriptible sensación de placer y libertad. Como si el mundo fuera nuestro, despojándonos de nuestras camisetas, comenzábamos a gritar y a cantar como primitivos en la selva liberados de toda norma y de cualquier restricción. ¡Una verdadera fiesta!
Trinh Thanh, tres o cuatro años mayor que yo —si bien, me parecía tan maduro y sabio que lo veía como si me sacara una docena—, se había ido convirtiendo de modo natural en un auténtico hermano para mí. Y creo no equivocarme si afirmo que lo mismo le sucedía a él respecto de mí (Dan, que es como solía llamarme cuando se ponía íntimo). Desde el primer momento en que nos conocimos —de eso hacía casi tres años—, dos peculiaridades suyas me llamaron la atención: de una parte, su aspecto menudo y de otra, su apariencia serena y despierta. Había un secreto encanto en él que, aunque no sabría definirlo con precisión, me atraía poderosamente o, por decirlo con mayor exactitud, me seducía sobremanera: cuando estaba sentado, estaba sentado; cuando estaba de pie, estaba de pie; cuando caminaba, caminaba; si escuchaba, escuchaba; cuando comía, comía.
Sin propósito alguno y sin saber muy bien cómo, fuimos a caer en aquella noche lluviosa y de luna llena a las puertas de Cabra Gate, en el mismísimo Phoenix Park. En esta ocasión no tuvimos necesidad de colarnos sin ser vistos. A diferencia del St. Stephen’s Green y del resto de parques de Dublín que nosotros conocíamos, el Parque de los Ciervos —como es conocido popularmente— permanece abierto a todas horas, todos los días del año. Varias manadas de ciervos campan a sus anchas por el extenso recinto. De haber llevado manzanas, a buen seguro que hubiéramos conseguido su amistad al instante. Animados por la sorpresa inesperada de encontrarnos ante el parque más grande no solo de Dublín, sino también de Europa —más de 700 hectáreas de extensión—, no tardamos en adentrarnos por el bosque frondoso que en buena parte lo compone. A aquellas horas, no solo los ciervos, sino el resto de fauna que albergaba el parque, descansaban plácidamente sobre las enormes extensiones de pradera. Debía de ser comenzando a clarear el día, entre el crepúsculo y la salida del sol. Aunque eso no lo recuerdo muy bien.
Sí, ahora lo acabo de ver claro: era su atención. Eso es exactamente lo que me seducía más que nada de Trinh. ¡Estaba! Quizá era algo parecido a lo que mi madre con tanta frecuencia me decía siempre con las mismas palabras: «Hijo, hay que estar en lo que se hace». ¿Quizá me veía un tanto atolondrado? ¿Quizá algo ausente? ¿O poco presente en lo que hacía? Trinh ¡estaba! Ese era su verdadero encanto.
Entre fresnos, robles, limas, hayas, sicómoros y castaños de indias, praderas y senderos naturales, vagabundeamos por aquel océano infinito. Digo océano porque, pese a sus once kilómetros perimetrales de muralla, parecía no tener límites, tal es su extensión. Fuera por encontrarnos ¿solos? en medio de la noche y de aquel magnífico paraje, fuera por el influjo de la luna llena que lucía para nosotros, o quizá debido al placer inenarrable que producía la lluvia fina sobre nuestros cuerpos semidesnudos, lo cierto es que nuestro gozo iba en aumento por momentos, eso no podía negarse. ¿Cómo describirlo? Ahítos de felicidad, más como locos que como cuerdos, más como niños que como adultos de veintitantos años, comenzamos a dar volteretas frenéticamente sobre la hierba mojada de una de aquellas praderas inmensas. ¿O era debido al efecto de las pintas acumuladas durante las horas anteriores? ¡Qué más da! La noche, la lluvia, la luna llena, los bosques, las praderas, los ciervos… ¡esa era la gran maravilla! Todo parecía decirnos que existía para nosotros, dos estudiantes extranjeros en una noche de juerga de aquel 26 de marzo. Solo años después he sabido que todo es de una absoluta simplicidad: basta abrir los ojos y mirar.
—Usted perdone —le dijo un pez a otro—, es usted más viejo y con más experiencia que yo y probablemente podrá usted ayudarme.
—Dígame: ¿Dónde puedo encontrar eso que llaman Océano? He estado buscándolo por todas partes, sin resultado.
—El Océano —respondió el viejo pez— es donde estás ahora mismo.
—¿Esto? Pero si esto no es más que agua… Lo que yo busco es el Océano —replicó el joven pez, totalmente decepcionado, mientras se marchaba nadando a buscar en otra parte.
«Deja de buscar, pequeño pez. No hay nada que buscar. Solo tienes que estar tranquilo, abrir tus ojos y mirar. No puedes dejar de verlo» —había intuido hace ya varias décadas un tal Anthony de Mello.
Voltereta por aquí, tumbo por allá y algunas que otras eses, amanecimos —como dije, debía de ser al despuntar el alba— ante el monumento del Ave Fénix. Quedaba claro por qué el nombre del parque. Aquel pájaro mitológico, según la leyenda renaciendo de sus propias cenizas cada quinientos años —inspiración, por otra parte, de poetas, escritores y artistas—, era también el origen nominal del suelo que pisábamos. ¿Quizá ahora transformado en espejo para Trinh y para mí? Aquella ave elevada sobre una columna corintia, con sus alas al viento, cuello erguido y cabeza altiva, ¿insinuaba acaso la conveniencia —o la necesidad— de nuestro propio renacimiento? A decir verdad, ni Trinh ni yo reuníamos las condiciones idóneas para preguntarnos tales cosas y menos aún para responderlas. De lo que sí estoy seguro es de que debíamos dormir si deseábamos renacer y estar en condiciones al día siguiente. El panel explicativo a los pies del monumento del Ave Fénix vino a disipar nuestras precipitadas conjeturas. Nada que ver con la mitología egipcia o grecorromana. En realidad, según rezaba aquel panel, el nombre de Phoenix proviene de una mala pronunciación del nombre gaélico irlandés Fionn Uisce, significando algo así como ‘agua clara’. Eso es justo lo que nosotros necesitábamos en aquel momento: agua, agua clara para atenuar y disipar el alcohol ingerido. Pero eso sería horas más tarde, ya en nuestra residencia.
Así las cosas, por ahora lo que debíamos aclarar era si marchar o continuar en aquel lugar. En estas, extenuados por las frenéticas volteretas y presos de tanta emoción acumulada, allá estábamos los dos estirados —¿o caídos?— sobre la hierba a los pies de un vetusto roble. Refiero su edad porque, inequívocamente, así la atestiguaba su grueso tronco y sus enormes —casi descomunales— dimensiones: ¿20 0 30 metros de altura? Majestuoso, con su tronco pardusco y escamoso, e iniciando su nueva floración en la recién estrenada primavera, se alzaba sobre nosotros como un Hércules heroico, más dispuesto a la paz que a la guerra y totalmente seguro de sí mismo, a juzgar por la apariencia de su vigorosa figura.
La luna llena, con su aura luminosa y clara, como una novia pletórica, contrastaba en un cielo nocturno grisáceo a punto de iluminarse con los primeros destellos del alba. Su resplandor, jugueteando con las sombras entre las ramas caprichosas del roble, lo hacía —si cabe— aún más bello, dándole un inigualable aire de encanto y de misterio. Más semejaba un dios sagrado que un roble. No cabía la menor duda: el universo entero se había reunido en aquel punto y en aquel instante del 26 de marzo para mostrar con contundencia toda su maravilla. «Es para ti, soy para vosotros» —parecía susurrarnos al oído o, por ser más exacto, al corazón—. Un desbordamiento de entrega, mientras la lluvia fina seguía repiqueteando sobre los brotes incipientes fruto de la primavera.
Fascinados por aquella maravilla centenaria, tanto Trinh como yo, pasmados, permanecimos a los pies del roble sumergidos en un largo y quieto silencio durante una eternidad. Largo, pero fecundo silencio. Tanto que, por mi parte, no me atreví —lo hubiera considerado una obscenidad imperdonable— a romper aquel estado de encantamiento. Y digo de encantamiento porque viendo el rostro iluminado de Trinh era visible que él estaba encantado. También yo. Más allá, por otra parte, de nuestro dudoso estado consecuencia del alcohol, no tengo hoy la menor duda de que aquel fue el primer silencio de mi vida. Muchas veces antes había callado, pero nunca —repito, nunca— como en aquella noche lluviosa de luna llena a los pies del roble sagrado —así lo considero desde entonces— el silencio me había revelado mi propia naturaleza: ¡soy! Soy con el roble, soy con la hierba y la lluvia, soy con Trinh y también con Renzo, Joanna, Klaus y Érica; soy —en fin— con todo cuanto es. Y aún más: aquel silencio fecundo me reveló —hoy no tengo la menor duda— que soy roble, hierba, lluvia, Trinh y cada uno de los otros. Transcurridos ya algunos años puedo decir que solo en contadas ocasiones he vuelto a experimentar algo semejante. Creo estar en lo cierto si afirmo que aquel fue un verdadero momento de consciencia, el momento de una profunda atención o despertar.
¿Que por qué aquel roble —ese y no otro— del Parque de los Ciervos se convirtió para siempre en mi roble sagrado? Me explicaré con la mayor fidelidad de que sea capaz. En medio de aquel silencio largo, encantado y lleno, Trinh se incorporó de medio cuerpo clavando sus ojos en mí como si yo fuera el único ser que en aquel instante existiera para él en el universo; o como único en su universo. Con una mirada chispeante y luminosa como una luna llena, irrumpió balbuciendo:
—Dan, tenemos que volver a casa; pero antes escúchame: el Tao es el camino —dijo sin más.
Quedé desconcertado, casi descompuesto. No recordaba ningún camino de vuelta a la residencia con ese nombre. Atribuí tal confusión a su estado excedido. O quizá se debiera al mío, tampoco yo las tenía todas conmigo aquella noche ni andaba, por tanto, sobrado de claridad. La verdad es que, hasta caer en el Parque de los Ciervos de madrugada, habíamos dado unos cuantos tumbos.
—El Tao está dentro, no fuera, Dan —prosiguió con asombrosa sobriedad, como si jamás hubiera probado el alcohol—. El Tao es el SENTIDO y la VIDA.
Mi perplejidad fue en aumento a medida que Trinh desgranaba aquellas palabras. Pronunciadas, por otra parte, con tal convicción que quedé aún más desconcertado, si cabe, y sin reacción. ¿Qué entendía yo de aquello? Nada. ¿Qué sabía yo del Tao? Nada. Pero —lo recuerdo vivamente, como si fuera ahora— las palabras de Trinh sonaron a mis oídos como un hechizo seductor que me dejó mudo y absolutamente paralizado.
Movido por la curiosidad, averiguaría tiempo después que el Tao Te King es un texto escrito —casi por azar— en el siglo VI a. de C. por Lao Tse (que no es un nombre propio sino un apodo que podría traducirse por «el Viejo»). Averigüé también que habiendo empeorado la situación política en China, Lao Tsé decidió retirarse. Al llegar al paso fronterizo de la montaña de Han Gu montado en un buey negro —según relata la tradición— el guarda de la frontera, Yin Hsi, le pidió que le legara algo escrito. Correspondiendo a este deseo, «el Viejo» habría transcrito el Tao Te King, dejándoselo al guardia antes de dirigirse al oeste, sin que nadie supiera a dónde exactamente.
Y todavía, tras un silencio sosegado, Trinh añadió:
—La vida verdadera nace de dentro. Lo importante es que el corazón esté vacío; solo entonces podemos acceder a la realidad y distanciarnos de la ilusión.
En mis indagaciones posteriores descifraría también que Tao, la palabra inicial de la primera parte del libro, significa SENTIDO y Te, palabra que inicia la segunda parte, puede traducirse por VIDA. Finalmente, como no queriendo dejar en el olvido nada que considerara del todo esencial, Trinh Thanh remató:
—La iluminación interior conduce por sí sola a la simplicidad —y volvió a su silencio sobrio y sosegado.
Quien verdaderamente quedó rematado fui yo. Aunque juro que le escuché con la máxima atención que el alcohol me permitió, juro igualmente no haber entendido nada. Lo repito: ¡nada, absolutamente nada! Aquello era otra dimensión, una galaxia para mí desconocida. Pero confieso que sus palabras resonaron en mí como notas de una melodía nueva, afinada y armoniosa, muy armoniosa; un eco que ya jamás he dejado de percibir. Thanh me había hechizado para siempre —aunque de eso no sería consciente hasta años más tarde.
Por lo demás, este fue el inicio de una apasionada incursión en la filosofía. ¿Filosofía? ¿Trinh me había hablado de filosofía? A decir verdad, no tenía ni la más remota idea: desconocía si se trataba de filosofía, de alguna suerte de esoterismo o quizá de alguna exótica teoría oriental. O —¡quién sabe!—, pudiera ser que bajo los efectos del alcohol, Trinh deliraba. Fuera lo que fuera, aquí comenzó el principio de una pasión, a veces excesiva, lo admito. Pero en aquel tiempo y a mis veinticinco años me pareció que adentrarme en la filosofía era entrar en la cuarta dimensión y —¿por qué no?— ser alguien especial y diferente. Especial y diferente: ¡un espejismo tan común cuando se es joven! ¡Apasionado por la filosofía!, yo que en toda la carrera —lo confieso ahora no sin cierto rubor—, aparte de mis desordenados e incompletos apuntes, no leí —creo— tres líneas más, a no ser que contabilice las de los correos recibidos o enviados; por cierto, ambos más bien escasos. Bueno, con mi madre…
Don Marcelino Lacarra, nuestro profesor de Álgebra, solía largarnos muy a menudo la misma recomendación: «Ustedes —decía en tono solemne y sentencioso— serán los mandos del futuro. Tienen, por ello, una gran responsabilidad en sus manos. Lean, lean cuanto puedan. Nunca se sabe qué van a necesitar». Y acariciándose la barba nos lanzaba una mirada sostenida con un deje de lástima. Nos conocía demasiado bien. Nuestra única preocupación —aparte de las chicas— era la de aprobar y acabar. Mi padre —a su manera— acostumbraba a insistirme en lo mismo.
Este es el porqué aquel roble del Parque de los Ciervos —testigo de un nacimiento, el de mi pasión filosófica, que me llevaría con el tiempo a otras pasiones— se convirtió para siempre en mi roble sagrado. Y Trinh en un iluminado —es decir, un portador de luz, o un músico inspirado si se quiere—, que me despertó del sueño de la ilusión a la realidad de mi auténtica naturaleza: ser el que he de ser, yo mismo. Si bien todo esto se iría desarrollando pasado algún tiempo.
Y ahora, después de los años, en ese viaje estoy.
MIRIAM
Faltaban dos días para volar a Barcelona. En el penúltimo, tenía mi último examen semestral antes de las vacaciones de Semana Santa. Habrían pasado un par de semanas desde aquel amanecer a los pies del roble sagrado. Dos semanas, por otra parte, que me parecieron una infinitud. Y no lo digo tanto por el tiempo transcurrido, o por la espera impaciente de las vacaciones, cuanto por la intensidad con que las viví. Sin saberlo, Trinh había inoculado en mí un virus que ya no me abandonaría jamás. Con el tiempo, me produciría —eso sí— algunas fiebres e incluso febrículas, y hasta alguna hipertermia de vez en cuando. Aquella noche de luna llena, el Parque de los Ciervos y el roble sagrado se habían convertido en una presencia que me acompañaba allá donde fuera e hiciera lo que hiciera.
Cuando se es joven —eso lo sé ahora que he dejado de serlo— se acostumbra a nadar en la superficie. Más que bucear se ambiciona merodear, recorrer el máximo de territorio. Las experiencias son el objetivo y vivirlas el fruto codiciado con destino a ser devorado y explicado. Se corre el riesgo de buscar únicamente experimentar lo vivido y quedarse expectante ahí, sin trascenderlo. El experimento se convierte en el fin y la experiencia en una posesión: se experimenta para acaparar, para poseer. Se experimenta, en fin, para acumular. A la caza de las novedades, nos domina lo inmediato y se olvida lo esencial. Vivimos de sensación en sensación. Cuando se es joven se vive más en la periferia que en el centro, más fuera de casa que en el interior.
Por primera vez desde que Trinh me habló del Tao, yo estaba teniendo la viva sensación de ser impelido no hacia las afueras sino hacia el fondo, como si me hubiera dirigido una invitación a abandonar progresivamente la superficie para explorar aguas nuevas y aventurarme a un buceo sin fin. Cómo viví todo esto en aquellos días no sabría precisarlo: me fascinaba a la vez que me abrumaba, me sentía ligero como el viento, mas sentía así mismo la fuerza, por no decir el peso, de la gravedad arrastrándome hacia el centro. Un cierto desconcierto vino a remover mis aguas hasta entonces tranquilas y confortables.
Las campanas de la lejana iglesia de St. Thérèse acababan de dar las nueve de la mañana. El día, como la mayoría últimamente, había amanecido soleado y apacible. En días así, pese a los tres kilómetros de distancia respecto de nuestra University, el sonido del repiqueteo marcando los cuartos y las horas era fácilmente audible. El ambiente en la residencia olía a prevacaciones: últimos exámenes, primeras bolsas por los pasillos, algunas despedidas improvisadas y —cómo no— subidas y bajadas, entradas y salidas aceleradas de estudiantes rebosando energía por los cuatro costados.
Antes de salir para la uni, pensando que me traería suerte, decidí abrir al azar uno de los varios libros que había adquirido tras aquella noche loca en Phoenix Park. No sin cierta prisa y algo de impaciencia, leí sin más lo primero con lo que mis ojos ansiosos toparon: «Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio». Quedé literalmente clavado en la silla; como si acabara de recibir un solemne puñetazo en la mejilla; tres largos minutos sin reacción.
—No entiendo un pimiento —me dije al fin—. ¿Qué coño significa esto?
Ya de camino al examen anduve absorto en lo que acababa de leer más que en el examen mismo que tenía a las diez. ¿Otro suspenso? Aquella frase de Saramago — ¿pero Saramago no se declaró siempre ateo? —se había clavado como un estilete afilado en el mar revuelto de mi interioridad en ebullición. Me resultaba tan enigmática como sugestiva. Me sabía a un cierto misterio. Como si, aun ignorando qué, hubiera descubierto un gran tesoro. Por momentos, sentí el encanto y la fascinación irresistible de la seducción.
—¡No entiendo un pimiento —me repetí de nuevo—, pero esto es heavy!… ¡Guay, tío!, ¡qué fuerte!
Del examen ni me acuerdo. La prueba más fehaciente —irrefutable iba a decir— de que seguramente lo aprobé. El jueves de madrugada viajé para España. Durante las dos horas y veintiún minutos que duró el vuelo, aquella frase me acompañó, como un martillo machacón, desde Dublín hasta Barcelona. Solo esporádicamente, otro pensamiento interfirió en mi ensimismamiento. Recordé que hacía ya algún tiempo mi madre, en una de las casi diarias comunicaciones que teníamos vía telefónica o por correo, me había comentado que la hija menor de los vecinos del tercero llevaba unos cuantos meses en el hospital y que la cosa no pintaba nada bien. Las varias operaciones que le habían practicado no parecían haber conseguido detener la enfermedad. De hecho, más allá de los cuatro saludos ocasionales en las coincidencias de ascensor, yo poco más había hablado con ella. ¿Quizá debido a nuestra diferencia de edad? Por no saber, ni de su nombre estaba muy seguro: ¿Marta, Clara, María, Montse? Mi última imagen suya, que ahora recordaba con toda nitidez, era la de habérmela cruzado en el portal de la escalera, saliendo con algún libro de primero de Bachillerato bajo el brazo y la mochila al hombro.
—¿Por qué no ir a visitarla, aunque sea un momento —pensé—, aprovechando mis tres días en Barcelona?
Una mezcla de curiosidad, de intriga —antes apenas había pisado un hospital que no fuera por asuntos puramente rutinarios— y de duda, pero también de miedo, me atravesó como un rayo de la cabeza a los pies. Temor y audacia —o cobardía, no lo sé muy bien— se entremezclaron a partes iguales en mi ánimo. ¿Qué me encontraría? ¿Cómo la encontraría?
¡Dicho y hecho! No obstante, pediría a mi madre que me acompañara. Nunca —como he dicho— me había encontrado en tal tesitura y eso me producía un notable apuro. Era la primera vez. No estaba acostumbrado a estas cosas. Además, ¿qué le diría?, ¿de qué hablaríamos? Si apenas nos habíamos cruzado dos palabras antes, más difícil resultaría ahora.
Era viernes. Viernes de Pasión, teniendo en cuenta que estábamos en la Semana Santa. Mi segundo día en Barcelona. Un día sosegado como tantos de la primavera. A diferencia de Irlanda, aquí percibía un sol luminoso y claro, diáfano. Hacia las doce, el metro de la línea 1 nos dejó en la estación de Hospital de Bellvitge. En seis minutos a pie estuvimos en el hospital. Aquel edificio alto, blanquecino y con forma tubular octogonal me resultaba familiar, lo había visto muchas veces desde la autovía que lo bordea, camino del aeropuerto de El Prat o de vuelta para Barcelona después de algún vuelo.
Planta 12, habitación 123. De inmediato, aquel olor entre agua oxigenada, sudor envejecido y pescado hervido (todos los hospitales, como todos los colegios, siempre huelen igual). Volvieron a asaltarme de nuevo las mismas preguntas: ¿qué le diría?, ¿de qué hablaríamos? Y también los mismos sentimientos: apuro, temor, desasosiego, inquietud, algo de miedo… Mi madre me acompañó hasta el interior de la habitación; una habitación, por lo demás, como la mayoría: de un blanco desvaído por el tiempo y el uso, con las paredes rascadas a la altura de las camillas, las boquillas de conexión para el oxígeno incrustadas en la pared y el cable con el timbre de llamadas. Discretamente — ¡por lo general las madres son así! — tras saludar, ella se quedó de pie próxima a la puerta. Al fondo, en la cama dos, estaba acostada mi vecina, aunque tres veces al día las enfermeras le ayudaban a sentarse durante unos tres cuartos de hora. Se agotaba enseguida.
Desde el 30 de septiembre que le habían realizado la primera intervención quirúrgica —ahora iba por la quinta—, no había abandonado el hospital salvo durante una semana por Navidad, cuando el equipo médico decidió enviarla a casa para «cambiar de aires» —según le dijeron—. El osteosarcoma, las cinco operaciones y los casi siete meses de hospital la habían dejado completamente debilitada. Su rostro desfigurado que la cirugía había intentado recomponer sin éxito, había acabado convertido en una caricatura física de sí misma.
En el costado derecho de la cama, sobre su mesita blanca, unas gasas, un vaso con agua y la pequeña libreta que frecuentemente utilizaba, a modo de pizarra, para escribir alguna cosa y comunicarse así con su madre o con los visitantes. Al otro lado, una silla dispuesta para un acompañante, el portasueros móvil y una cortina corrediza verdosa como separador de los espacios correspondientes a las dos camas. Ella misma había aprendido a extraerse la saliva cada pocos minutos con el aspirador mecánico. Se alimentaba vía sonda nasogástrica. La extracción del maxilar inferior izquierdo, los sucesivos injertos de piel que eso ocasionó para cubrir el vacío dejado, y la reciente reproducción del tumor bucal, le impedían hablar.
Indeciso y torpe, temeroso de que mi reacción no fuera la apropiada, me aproximé hasta la cama. Ella me reconoció inmediatamente y así me lo hizo saber con una cálida sonrisa; tan amplia como su rostro maltrecho le permitía, que era —por cierto— bien poco. Sin pensárselo, hizo ademán de alargar su mano para coger la mía. Desconcertado por la embarazosa situación, respondí asiéndosela sin saber muy bien cómo… Y allá estábamos los dos sin pronunciar palabra alguna mano con mano: ella en su cama, y yo enseguida sentado en la silla que mi madre sigilosamente me había acercado.
Un rayo tenue y fino como el hilo de una araña se colaba entre los agujeros de la persiana entreabierta, iluminando aquel sufrimiento indecible. Desde la cama, acarició suavemente mis dedos, a lo que tímido respondí de la misma manera. No me atrevía a preguntar. Tan pronto como había pisado la habitación, intuí que ella no estaba en condiciones de hablar. Eso era rotundamente visible. Mudos, sin articular palabra, seguimos masajeándonos con dulzura los dedos. Ambos percibíamos el calor mutuo de nuestras manos entrelazadas. Un calor amoroso, entrañable y silencioso pero elocuente, ¡muy elocuente! Éramos conscientes: nos estábamos diciendo lo que jamás nos habíamos dicho. Hasta entonces, todo había sido puro estereotipo: «¡Hola! ¿Qué tal?». «Hoy parece que ya no hace tanto frío». «¿Qué, vas para el cole?». En fin, todas esas perlas comunicativas que se suelen regalar en los ascensores para ocultar la incomodidad de la cercanía física y fingir simpatía y educación.
¿Cuánto tiempo permanecimos mano con mano? De repente, observé que, sin soltarme, ella había cerrado sus ojos —como si quisiera retener aquel encuentro para siempre—. Quizá por imitación, o creyendo que formara parte de algún ritual, también yo los acabé cerrando. Nuestras manos continuaban unidas, con discretos y cómplices apretones intermitentes. Ya más relajado, aquella conexión, como un aroma delicioso, iba penetrando hasta el fondo de mis entrañas. Digo conexión —o debería decir comunión— porque aun sin mediar palabra, tuve la certeza de que nuestra mutua presencia era total y, por tanto, nuestra comunicación absoluta. Estábamos los dos el uno para el otro, entregados en exclusiva en cuerpo y alma. Jamás antes había vivido una situación semejante. Jamás nunca me había sentido más despierto y presente (a no ser junto al roble sagrado en compañía de Trinh).
Así permanecimos, entre caricias y apretones, durante unos tres cuartos de hora. Demasiado tiempo para alguien que no sabía qué decir, ni tan siquiera si debía decir algo. Aunque ahora que lo evoco, confieso que aquello me iba resultando cada vez más sencillo. Incluso empezaba a encontrarme a gusto. De pronto, como si se tratara de una súbita visión, sin avisar, ella dejó ir mi mano con la mayor naturalidad del mundo. Se giró hacia su mesita blanca y tomó la pequeña libreta y el bolígrafo. Se reclinó como pudo sobre la almohada y, con cierto rictus de inspiración, comenzó a escribir. Yo quedé expectante. Todo aquello aún me producía —no lo negaré— algo de desconcierto. Pero me sentía —lo estoy viendo— cada vez mejor. Ella siguió escribiendo. Tras algunos minutos, arrancó la hoja de su pequeña libreta, la dobló cuidadosamente por dos veces y me la entregó ¿cómo decirlo? con una ternura transparente. La depositó sobre mi mano y cuidadosamente, uno a uno, fue cerrando mis dedos, como si se tratara de una preciosa cajita destinada a custodiar un valioso regalo que debe ser guardado amorosamente. ¿Qué me había escrito? ¿Quizá un poema? ¿O la expresión de algún deseo urgente? ¿Una despedida? Entendí que no era el momento de leerla, que ahora debía guardar aquella nota como un tesoro delicado y frágil. Y así lo hice. Llegué con mucho temor y más miedo, y ahora hubiera deseado que este encuentro durara para siempre. Pero me marchaba con un secreto entre los dos. Y sin saberlo, esto acabaría siendo lo más delicioso que poseíamos entre ambos.
Aún nos estábamos mirando, cuando apareció la enfermera con la comida. A la misma hora de todos los días: la una y cuarto. Este era el momento adecuado para despedirse y marchar —pensé—. El hospital tiene su propio ritmo. Nos volvimos a acariciar las manos de nuevo y uniendo nuestras miradas sinceras, como dos amigos íntimos de toda la vida que por los ojos se lo expresan todo, con un guiño cómplice nos dijimos adiós.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.