Kitabı oku: «Para esta mañana diáfana»
Fárragos finalmente (Preludio)
Cuatro instantáneas de un regreso a Quito
Balcón al mar
Dos veranos
Atget
Boca del cielo
Para esta mañana diáfana
Fin de fiesta
Feriado
Larroque
Lluvia temprana
Paisaje fluvial
A Sebastián.
A Pablo y a Laura.
A mi sobrino Matías.
Toda sensación, si uno quiere respetar
su vivacidad y su acuidad,
induce a la afasia.
Roland Barthes
Fárragos finalmente (Preludio)
Estaba hablando
sobre algo que ya había pasado
a alguien que ya había pasado
y entonces vi
con extrañeza suprema
con admiración
con la impresión de estar por siempre lejos
el paso de una estrella
sobre el cielo negro.
Se la señalé, esperanzada insulsa, afásica
al que ya había pasado, le señalé la estrella
que también había ya pasado.
Su rostro desplegó
algo parecido a un desierto
algo parecido a un océano sin vida
a un paisaje en ruinas
cuya única ruina
—totalizadora, sin embargo—
era la de la presencia.
Porque ya había pasado
la estrella
y habíamos pasado nosotros.
Y el mundo entero había pasado.
La noche, sin embargo, murmuraba sin fin.
Cuatro instantáneas de un regreso a Quito
A nuestros amores
Pero tomemos uno
con menos rigor, cierto
mapa viejo, superado
y vencido con los años:
se obtiene el rastro
a veces de una especie
vigente, subhumana
un poco desvanecida
hoy adaptada a replegarse.
Sergio Chejfec
1
El día anterior había vuelto a buscar el mapa largamente olvidado. Luego lo había extendido sobre la mesa del comedor y aplanado con la palma de una de las manos hasta que los bordes prominentes en los lugares en los que el mapa había sido doblado quedaron casi lisos.
Cerraba los ojos mientras lo hacía, de pie en el centro justo de uno de los bordes de la mesa; movía la mano lentamente, intentando no hacer de su recorrido algo pulcro o dirigido, ensayando una forma de la involuntad. Quería, parece, poner a prueba la dimensión táctil del recuerdo: donde se detuviera la mano sería un lugar especial. El papel se resistía por momentos a ser recorrido por la mano: un pliegue inesperado, una miga, impedían a los dedos continuar el paso. Pensaba —aunque procuraba no pensar— en el orden en el que recorrería ya no el mapa con la mano, sino su ciudad de nuevo con los pies y con los ojos. Pensaba en la posibilidad de respetar cualquier orden anterior a la llegada. La mano seguía su recorrido que, para cualquiera que hubiera podido verlo, hubiera sido torpe, más o menos circular, menos amplio de lo que creía.
No era posible, había concluido, recordar táctilmente. Al menos no con los ojos cerrados. Abrió los ojos. Su mano se había detenido —no podía precisar si unos segundos antes o unos segundos después de haber abierto los ojos— en uno de los márgenes del mapa, un lugar impreciso, neutro, en todo caso exterior. Era un sitio vacío.
Sintió como una necesidad: la de mirar alrededor. La planicie estaba reservada para el afuera; adentro, en el departamento, parecía no haber más que pequeñez y abarrotamiento. Miró esta vez el mapa. La mano permanecía en el margen. No sin esfuerzo visual empezó a recorrer los lugares más poblados del mapa y poco a poco la mano comenzó a acompañar —a imitar— el recorrido de los ojos, y la punta de uno de los dedos, como confirmando el trayecto invisible que iba de los ojos al papel, rozaba las líneas indiferentes de esa vaga mentira que era el mapa.
Nada había de común entre ese dibujo formado por una maraña absurda de líneas de colores y el recuerdo del lugar al que pronto iría.
Volvió a poner la mano donde la había encontrado cuando abrió los ojos: ahí, en ese espacio un poco rosa, un poco gris, vacío de referencias geográficas y de líneas, encontró algo parecido a la hospitalidad.
2
El alcohol había circulado con fluidez, y lentamente la reunión en la casa de Santiago había tomado un aspecto primitivo, como si aquellas personas ocultaran todo el tiempo un secreto que sin embargo, en ciertas noches no designadas previamente, se permitían compartir. Cada uno sabía que el otro le ocultaba el mismo secreto que disimulaba, pero el celo era grande, y todos actuaban como los miembros de una secta.
Un leve resplandor externo, proveniente de algún farol del patio, iluminaba zonas del pasillo que funcionaba como mampara. Cuando alguien pisaba esos recuadros regulares de luz, la oscuridad del salón se acentuaba un poco más, aunque nadie lo notara. El gran plato estaba en el centro de la mesa, y ellos hundían ordenadamente sus dedos para extraer parte del festín. El banquete era lento, casi moroso; ella buscaba con su lengua la zona que almacena el recuerdo de los sabores. Veía a sus amigos comiendo concentrados, ajenos a la dilatación del tiempo que ellos mismos provocaban, y arrinconaba algunos sabores debajo de la lengua, otros bajo el paladar, mordía suavemente, con cautela, y miraba el movimiento espaciado del tiempo. Creía encontrar límites distintos para el espacio que ocupaban sus amigos. Cada uno invadía una pequeña zona de otro, agregaba indefinición a los contornos del cuerpo del que estuviera a su lado y al suyo propio.
Pensaba en cómo vería la escena alguien exterior: quieta, quizás, como una fotografía de antropólogo; una tribu pequeña e inestable, tragando con delicia tibios trozos de vida, asiéndose sin estar consciente de ello al instante inaprensible de compartir un espacio en un momento preciso.
Tal vez si alguien hubiera podido mirar, ajeno, la escena, habría perdido parte de la realidad —situado, como tendría que haber estado, en el patio, desde donde hubiera podido mirar hacia dentro un escenario incompleto, cortado horizontal y verticalmente por los pequeños cuadrados formados por los marcos de madera pintada de colores, brutalmente interrumpido por dos pedazos de pared de adobe que separaban el salón del pasillo— y otra vez se trataría de una mirada solo parcial, como parece que es cualquier mirada.
Ese testigo supuesto hubiera carecido, en consecuencia, de perspectiva, igual que todos los que estaban adentro y por lo tanto, aunque hubiera existido tal testigo, la escena habría permanecido como un misterio —que es lo que terminó siendo para todos los que estuvieron ahí esa noche, tan parecida, por otra parte, a tantas otras noches.
Lo cierto es que sintió, en medio de la ceremonia improvisada, lo mismo que sintió cuando abrió los ojos y encontró su mano en la zona neutra del mapa de Quito. Miró alrededor: el mutismo de la escena y la oleada de euforia que sentía aproximarse hubieran podido parecer contradictorios. En ese choque apasionado de copas y en esa pérdida paulatina de la conciencia, ajena a lo exterior como si hubieran aparecido en un lugar sin puertas ni ventanas, en aquel momento de crispada hermandad, pensó haber resuelto un enigma nunca antes planteado y sumergido poco después en una espesura hecha de pura distancia, que solo vagamente podríamos llamar olvido.
3
La ciudad se le aparecía demasiado blanca, efecto del sol del mediodía. Más tarde se le haría gris, y por la noche violeta o azul. Pero la hora del blanco era la peor: de pie en alguna esquina, sentía una soledad sin límites. La ciudad estaba desierta, a punto de estallar de tanto sol, ajena a la vida, detenida. No veía carros en ninguna calle, ni peatones.
Imaginaba formas diminutas de vida en la montaña lejana, o en el valle detrás de ella, pero se le hacían demasiado distantes, y dudaba de su existencia.
Pronto todo pareció aplanarse en un vaho provocado por el sol que daba de lleno; los sonidos se detuvieron, como suspendidos en una bruma hecha solo de calor. Ella miraba a los lados en busca de algún objeto conocido, alguna esquina familiar, pero no veía más que enormes espacios vacíos, restos de algún apocalipsis pacífico y efectivo.
Ya no pensaba tanto en cómo terminarían sus días en Quito ni en cómo comenzarían, lentos, tibios, como venidos de un planeta extraño, los días en Buenos Aires. Pensaba, más bien, que detrás de todo movimiento y de cada fragmento de vida se esconde, en silencio, algo.
La ciudad le pareció en ese momento diáfana e inmóvil; una brisa movía despacio unas hojas del piso y las arremolinaba a su alrededor. En algún lugar un pájaro chillaba despacio intentando, pensó ella, dar prueba de su existencia. El sol tostaba, indolente, las calles que el mediodía y el feriado habían vaciado. Solo un perro flaco acompañaba, sin itinerario alguno, el vuelo bajo de las hojas de los árboles. Ella permanecía quieta, apoyada de lado a una pared, mirando algo que se perdía en el aire. No esperaba la aparición de alguien conocido ni se desafiaba a sí misma a permanecer en ese lugar: como el sol que la calentaba, su obstinación, aunque fuerte aún, empezaba ya a ceder.
Había pensado que no había recuerdo posible. Las casas blancas, construidas alguna vez por personas que, como ella, presenciaron, seguramente sin notarlo, el momento de la muerte de lo visible, o el anuncio cercano de todo futuro, se confundían con el cielo azul e indiferente del mediodía. Esas personas, pensaba ella apoyada sobre la pared que le refrescaba el brazo derecho con el que tenía contacto, habían desaparecido sin dejar rastro: de su paso por el mundo, como del suyo más temprano que tarde, nadie podría dar razón. Para buscar el contacto de alguna de esas ausencias, cruzó la calle en diagonal sin mirar a los lados —tan vacía estaba la ciudad— y se apoyó de espaldas contra la pared frontal de la casa de Benjamín Carrión. Del paso del sol podía dar cuenta la sombra estrecha que, densa y real, venía a enfriar un rincón del paraje que, casi entero, ardía.
Desde la vereda en la que ahora estaba, pudo ver una calleja estrecha y corta en la que solo el viento parecía imprimir algo de vida. Casi le sorprendió reconocer que hasta ese momento esa callecita, Pedro de Valdivia, se había borrado de su memoria. La recorrió con los ojos, inmóvil, aceptando la perspectiva incompleta que su posición le daba. Al final de esa calleja soleada estaba, aunque no se veía, arropado por árboles altos, el Hotel La Mariscal.
En un mediodía similar al que ella ahora contemplaba, su amigo Andrés la había citado para tomar algo y conversar. Quiso recordar más, pero de aquel mediodía indistinto solo le quedaba el frescor súbito que sintió al entrar a la recepción algo sombría del hotel, la reverencia aparatosa de Andrés al verla llegar, con la cara roja por el calor, a la cafetería, y un par de miradas que le dirigió por sobre el borde superior de su taza, que ocultaba hasta el final la nariz y le empañaba los lentes, dejando por unos segundos una cara mutilada, sin ojos, igualmente bella.
Sintió, de pie contra la pared fresca de la Casa Carrión, una plenitud como de borrachera; también sintió pronto cómo desaparecía. El episodio equívoco, del que quedaban apenas unas imágenes nítidas, había quedado hasta ese momento dormido en alguna parte. Andrés, con su suicidio, le había impedido para siempre intentar completar ese conjunto de cuadros móviles y breves.
Miró otro rato la callecita y pensó en recorrerla. Tal vez entrar al hotel, reconocer con inmotivado placer su construcción plácida, de los años setenta según creía, verde y blanca, con ventanas de esquinas redondeadas y gruesos vidrios decorativos color verde botella, y tomar un té o un chocolate en la cafetería fresca, casi siempre desierta, con su único mozo engalanado de negro y blanco, un poco incrédulo ante la visita de un cliente. Tomar algo escuchando el rumor de la televisión siempre prendida, mirar de nuevo la textura de la alfombra vieja que cubría por entero el piso del lugar, cegarse un poco mirando la claridad exterior en contraste con la fresca sombra de la cafetería del hotel. Pasó el primer carro del día, y su sonido, fuerte al principio y cada vez más disperso, la convenció de caminar un poco antes de que el sol implacable diera lugar al frío vespertino de Quito.
Dejó atrás, con paso lento, la callecita y el hotel, la Casa Carrión y el barrio entero en el que se volvían a evaporar los recuerdos de ese mediodía, como si se tratara de un arcoíris, que cuando aparece en páramos inhóspitos o en medio del océano, sin que nadie lo mire, se confunde, a pesar de la intensidad de sus colores, con el azul indolente del resto del cielo, y desaparece.
4
Ahora pensaba en las posibilidades de alargar los años: imaginaba cada etapa de la vida como una extensión considerable, suficientemente vasta como para crear la ilusión de eternidad. Sin embargo, permanecía la certeza de que todo tiempo sería insuficiente. Pensaba en la gente que camina por la calle y se preguntaba cómo eso era posible, a pesar de que crecía en ellos, en silencio, cada vez más fuerte, aunque solapado, el fin.
Amanecía. «Lentamente» —se escuchó pensar. La luz entraba blanqueada por las cortinas, y proyectaba la textura de la tela contra la pared y el suelo. Había un cuerpo tibio que respiraba a su lado. Puso su mano abierta sobre su espalda, pero algo le impedía a esa hora de la mañana asimilar algún tipo de comunidad con él. «Nico»— otra vez se escuchó. Se sentó en la esquina de la cama, aún un poco aturdida por el sueño, y miró hacia fuera por la ventana: el paisaje reconocible de techos de teja y casas a medio ampliar, las voces de los niños en la escuela coreando el himno nacional o la campana de la iglesia contigua que siempre se escuchaban a esa hora desde ahí, y la evolución del color de la luz hacia el amarillo empezaban siempre, y esta vez también, a devolverle su confianza en esa habitación, que conocía bien.
Se acercó a Nicolás, que dormía, y le dio un beso en la boca y otro en la mejilla, un poco feliz, sintiendo una especie de jovialidad en declive, un resto de la noche anterior. Salió a la terraza, aún en ropa interior, y abrazó de buena gana el frío de la mañana en Quito. El cielo estaba azul, el sol ya había salido.
Miraba sin convicción el vuelo de las golondrinas en la mañana: se recortaban como pequeñas manchas sobre el cielo. Le parecían despreocupadas y dignas de compasión. Una de las golondrinas detuvo su vuelo en plena altura, como observando desde lo alto un mundo que debía parecerle pequeñísimo. Era una imagen inmóvil; las nubes que se empujaban tras la silueta nítida del pájaro ostentaban una quietud amenazadora. Ella imaginaba la fuerza que el viento debía estar ejerciendo sobre la golondrina y creía poder imaginar los trabajos que el pequeño cuerpo debía pasar para mantener el equilibrio y permanecer inmóvil en el aire. Le costaba entender las razones que podía tener el pájaro para llevar a cabo semejante esfuerzo, pero pronto se cansó de la escena y volvió a entrar.
Hizo el desayuno distraídamente; pensaba en el avión y en despedirse. Era su último día en Quito. Dejó el agua calentándose en la cantina y volvió al cuarto. Nico la miraba acostado, reacio, distante. Ella lo miró un rato largo y le sonrió. De algún modo los unía algo más allá de los planes y las reciprocidades; de algún modo, pensó, Quito sería siempre la ciudad que se cansó de recorrer buscándolo. La dejaba un tanto perpleja que el encuentro lograra siempre devenir en equívoco. Llegado el contacto algo quedaba fuera de lugar, como descolocado. Tantos años más tarde de su partida, eso había dejado de molestarla; quizás, pensó ella, a él también. Había sido una acumulación de desencuentros, maltratos, distanciamientos y acercamientos, destellos de alegría, cartas, peleas, la muerte del amigo. Todo lo que ocurría en los años de ausencia producía una inevitable pérdida de brillo, una metamorfosis que, por mínima y ambigua, hacía imposible la adaptación. Cada despedida había parecido la última, y en un sentido así era, también, esta vez.
Sin embargo, ella, apoyada contra el marco de la puerta, le sonreía con sinceridad; se concedió, por ser temprano y seguir aún un poco entumecida por el frío de la terraza, una nueva versión de esa larga supervivencia sentimental, ya sin el cobijo que siempre les daba la oscuridad de la noche. Ambos escucharon el silbido de la tetera en la cocina.
Volvió al lugar de la terraza desde el que había visto a la golondrina, y miró hacia el punto en el que recordaba la figura mínima contra el cielo: ese lugar estaba vacío, doblemente desierto, azul y blanco, ajeno a todo. Conjeturó sin tristeza sobre el posible destino de la golondrina: algún rincón oscuro y suave, preparado por ella antes del vuelo para volver a morir. No está exenta de placidez esa muerte, pensó con las manos bien apretadas alrededor de la taza caliente para tolerar el frío y con los ojos entrecerrados, mirando aún el segmento vacío de cielo.
Balcón al mar
En viñedos donde el himno de las abejas ahoga la monotonía dormimos en busca de tranquilidad, sumándonos a la estampida.
Él se me acercó.
Todo seguía igual que de costumbre, excepto por el peso del presente, que arruinó el pacto que hicimos con el cielo.
En verdad, no había motivo para alegrarse, ni tampoco necesidad de dar la vuelta.
Solo por estar de pie ya nos habíamos perdido, escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.
John Ashbery
El amanecer se demoraba ese día en que yo miraba todos los matices del cielo desplegarse detrás del enorme vidrio de la sala de espera del aeropuerto. Se demoraba, pensaba yo, más de lo que debería. Los colores no terminaban de definirse, oscilaban interminablemente esa mañana, esa casi mañana, esa casi noche, entre el violeta y el negro, entre el azul y el rosa tal vez, un poco más cerca del horizonte. Es difícil decirlo. Yo llevaba unos días ya sintiendo un hueco en el vientre, ese espacio que sabía irse abriendo cada marzo, en lo más hondo de mi vientre. Aparecía como un punto, cuando yo me había olvidado casi de su existencia, y entonces trataba de ignorarlo, tan insignificante era. Me distraía con el trabajo, con las perras, con los libros. Pero había algo que no me dejaba, ante ese vacío mínimo en el centro de mi cuerpo, vivir en paz. Con los años aprendí, entonces, que ante la aparición del vacío, pequeñísimo en principio, cerca de febrero o marzo, debajo de mi ombligo, pero más adentro, lo único que podía hacer era fingir, hasta que fuera imposible seguir haciéndolo.
En ese amanecer lento en el aeropuerto, aún trataba de fingir —tanto le temo— que el hueco no había vuelto a manifestarse tras meses de latencia silenciosa. Sin embargo esa división interior, esa suerte de espacio neutro, ese punto que había sido origen y luego fue puro desenlace, fue lo que me hizo comprar un pasaje de avión a la costa, que me imaginara tirada sobre la arena desierta, de cara al sol y escuchando el rumor del mar y actuara en consecuencia.
Una noche nos habíamos echado en una planicie a mirar las estrellas. Es poco lo que recuerdo de todo eso, salvo la magnitud del cielo que nos cubría, su negrura profunda presionada débilmente por las estrellas que brillaban, sin embargo, con toda su fuerza. Yo le pregunté dónde estaría la luna, pero no recuerdo qué respuesta me dio. Y esa inmensidad nos trajo, creo, una certeza renovada del final de todo lo que veíamos y de nosotros mismos, y nos trajo también, o al menos a mí, paz, porque supe ante la vista de ese paisaje sideral, que ningún dolor podría ser tan duradero, y que si nada podía durar lo suficiente como para ser relativamente importante con respecto, por ejemplo, a la estrella más brillante que veíamos (luego me enteré de que las estrellas que vemos en el cielo fulgurando están casi siempre muertas y su luz ya no existe en su punto de origen), poco podrían importar nuestras vidas como construcciones individuales, y menos aun nuestra vida común. Reímos también esa noche bajo las estrellas, porque era lo que más hacíamos juntos, sobre todo de cara a la pérdida.
Una voz dijo por el altoparlante que todos los vuelos estaban retrasados por las condiciones climáticas, los fuertes vientos que hacen que vuelos de treinta minutos duren cuatro horas o dos días. Yo tenía cierta expectativa de ver el amanecer desde el avión, pero ahora ya claramente eso no iba a pasar. No me moví de mi asiento ni reclamé nada. Cada vez que la vida me había tendido una trampa me había quedado paralizada, y no pretendía hacer más ante una trampa menor como esta. Solo me quedé mirando la claridad avecinarse sobre todo lo visible, iluminarlo todo y dejarlo expuesto, ineludible, desnudo.
La luz de esa mañana, tan amarilla, me recordó una película francesa que vi hace unos años. Tiene un hermoso nombre: A nuestros amores. La protagonista es una muchacha de quince o dieciséis años que una noche, tras traicionar a su novio de adolescencia con un soldado, descubre que no podrá jamás volver a serle fiel a nadie. Llora entonces, amargamente, y a partir de ahí se enamora compulsivamente de un hombre tras otro, y luego los abandona. Su padre y su hermano, y quizá también ella, piensan que es incapaz de amar. Yo creo otra cosa: que ninguno de nosotros, ni yo ni nadie que conozca, puede amar tan sinceramente como ella. Que nadie que yo conozca, y mucho menos yo misma, es tan sabio que entienda de entrega y de desapego a tal punto que se conviertan, juntos, en amor. Al final, se va a Estados Unidos, abandonando a un hombre con el que había estado casada por un tiempo, al encuentro de un nuevo amor.
Ahora yo empezaba a sentir otra vez el vacío en mi cuerpo, y sentí con su aparición también una necesidad imperiosa de entregarlo todo. Todo lo que tuviera quería entregarlo, para estar vacía por fin de todo y no solo de un segmento indefinible, inexistente, inmaterial, y por lo tanto incomprobable, de mí. Quería tal vez ser como la protagonista de la película. Pero enseguida me di cuenta de que no tengo nada que entregar, de que todo se concentra en el punto que había vuelto a aparecer, que volverá siempre a aparecer, intempestivamente, aunque de modo ritual, y a pesar de los momentáneos olvidos, duraderos o fugaces; de que por esa mínima porción de ausencia, anidada en algún lugar debajo de mi ombligo, pero mucho más adentro, pasaba también yo y todo lo que me trajera la vida. Esa certeza me tranquilizó: de algún modo todos los desconciertos, todos los desajustes y todo lo que no entiendo se cifró en un punto de mi propio cuerpo, resumiéndolo y explicándolo. Todo el deseo y el desaliento, y todo el silencio acumulado, en un exacto lugar que no puede ser alcanzado sino apenas rodeado, que solo existe por defecto, y al que solo es posible acercarse a tientas, para encontrar algo hecho del instante de despertar o de entregarse al sueño, en que una conciencia se insinúa apenas pero se hunde enseguida en un silencio inmenso. Luego esa sensación de tranquilidad me abandonó.
Recordé también un sueño que tuve una noche de fines de marzo, dos o tres años atrás. Yo estaba acostada sobre la arena y le hablaba a alguien que no aparecía. Le contaba algo y me reía. Aunque no lo veía, sabía que estaba ahí, y le seguía hablando. A unos pocos metros, el mar golpeaba contra unas rocas altas, haciendo salpicar agua sobre mi cuerpo. El sol brillaba sobre las olas del mar y contra las rocas, y a mí no me importaba que todas mis palabras quedaran sin respuesta, porque tenía la certeza de que me estaban escuchando. Sentía el paso suave y horizontal de la brisa sobre mi cuerpo, y su sonido plácido se arremolinaba en mis orejas. Aunque estaba acostada bocarriba, el sol no me molestaba, pero daba de lleno sobre el mundo, aquietándolo todo, silenciándolo todo, salvo el rumor del mar. Y a pesar de mi posición, desde la cual solo hubiera podido ver el cielo azul de esa mañana de sueños, el paisaje se me presentaba clarísimo: el océano inmenso e ininterrumpido, agitado apenas por una marea débil, descompuesto en millones de fulguraciones producidas por el sol, y confundido en la lejanía con el cielo también infinito y azul. De un momento a otro el cielo se oscureció y el mar se agitó con violencia. Yo me levanté y empecé a correr buscando a la persona a la que había estado contándole cosas. Siempre sabía adónde dirigirme, pero algo me impedía llegar. Mis pies se hacían pesados y la tormenta arreciaba, ennegreciendo el cielo y el mar, y las rocas que antes me protegían del mar y me lo entregaban amablemente en forma de gotas, se habían convertido en una especie de laberinto antiguo e interminable. Escuchaba o creía escuchar que me llamaban, pero cuando seguía los sonidos me encontraba con una pared y con otra, tan altas que no me dejaban ver el mar detrás de ellas. Pero el sonido de la tormenta sí atravesaba esas paredes y me atemorizaba.
Le conté a una amiga el sueño, no tan perpleja (nada en el sueño llevaba a la perplejidad, era un sueño alegórico y más bien vulgar) como resignada, y creo que fue la primera vez que lloré, aunque sin alivio, por sentirme invadida por ese vacío recurrente.
Me preguntaba, ya por fin en el avión, si en la playa a la que llegara encontraría un paisaje similar al del sueño, sabiendo que la pregunta era estúpida y la asociación banal. Pero no pude evitar preguntármelo de todos modos, y eso me hizo sonreír para mí misma, notando con un poco de vergüenza el placer que me produciría una coincidencia como esa, algo que me dijera que entre las imágenes impersonales de mis sueños y el mundo existía algún acuerdo, alguna concordancia, aunque fuera lejana.
Desde Manta tomé un bus tras otro, en busca de un lugar despoblado donde pudiera observar el mar sin compañía. Pasé toda esa tarde viajando, y el movimiento trajo calma a mi mente. Por las ventanas de los buses pasaba todo tipo de paisajes, atravesados por esa bruma de la tarde en la costa, que cae suavemente sobre el mar y lo tiñe todo de gris. En mi mente la playa estaría soleada, pero no me molestaba la llovizna finísima que rasgaba los vidrios ni el frío discreto que erizaba un poco mi piel en los brazos. Por el contrario, la pérdida de contornos que ejecutaba esa bruma, la indiferenciación que trajo al paisaje, y el motor ruidoso de los buses, lograron un efecto de apaciguamiento que agradecía en silencio sin darme cuenta.
Vi decenas de caseríos miserables agruparse a los lados de la ruta, y en algunas curvas el mar se dejaba ver, inmenso y gris.
Decidí quedarme entre San Jacinto y San Clemente, y alojarme en el primer hotel que encontré frente al mar, un edificio de dos pisos, con los pilares que sobresalían en lo alto —expectativas incumplidas de crecimiento vertical—, vago color salmón en las paredes y olor a fritura desde el lobby. Costaba doce dólares la noche y mi habitación, la única que sería ocupada en todo el hotel, tenía un balcón de cemento que daba al mar, una televisión ínfima y sin señal acomodada en un soporte de pared, un ventilador de techo y una cama horriblemente incómoda, con su toldo. Tomé un ron en el restaurante del hotel cuando cayó la noche, un poco satisfecha por el cuadro decadente que me busqué: sentada sobre una silla plástica blanca, en medio de un espacio de puro cemento e iluminado por focos pelados, amarillos, sin filtro alguno que suavizara su efecto sobre el ambiente, con una salsa sonando desde la radio de la cocina, y al primer sorbo de ese licor de última categoría, sentí una especie de alivio. Después del segundo sorbo me moví con mi silla a la entrada del lugar, para reemplazar las ventanas y sus mosquiteros por la negrura en la que se podía escuchar el mar, y a veces, también, ver unos fantasmas blancos, móviles y escurridizos, que se manifestaban por unos pocos segundos y luego volvían a desaparecer, movidos por la elegancia de la marea, la espuma. Estaba sentada de frente a la playa, interrumpiendo la puerta de entrada por la que, de todos modos, nadie entraría en toda la noche y seguramente en todo el mes. Sentía la luz amarillenta del restaurante a mis espaldas, y su luminosidad alcanzaba solo la parte trasera de mi cuerpo. El sonido próximo y sordo del mar, la brisa sobre mi rostro y las formas abstractas que la luz creaba en el dorso de mis manos y en una zona de mi vaso que goteaba me distrajeron un buen rato. Pedí un segundo ron, que tomé de un trago. El frío de los hielos diluyéndose en el licor me refrescaba por unos segundos, y esa frescura me animaba a tomar otro ron más, a pesar del mal sabor. En la mitad del tercero, que tomé pausadamente, noté que no había sentido el hueco desde que empecé a viajar por tierra desde Manta. Sonreí, complacida supongo por ese triunfo modesto. Pedí un cuarto ron y me lo llevé al balcón de mi cuarto. Lo tomé lentamente, apacible y un poco borracha, mirando con complacencia la negrura en que el mundo entero se había escondido. Ni una estrella asomaba para tensionar esa paz umbrosa que miraba desde mi cuadrado de cemento. Apagué la luz del cuarto para que tampoco mi presencia interviniera en esa oscuridad. Y sumida en ese espacio negro sin matices ni relieves, en el que lo único particular era el sonido indistinto del mar, me terminé mi ron como si estuviera a punto de confundirme con todo lo que me rodeaba, casi extasiada, casi feliz. Dormí con la puerta del balcón abierta, a pesar de los mosquitos, para escuchar el sonido del mar. Me desperté convencida de haber dormido largamente y sin sueños, y de hecho las sábanas estaban casi intactas. Esto me alegró, porque mi sueño tuvo que haber sido pacífico según el testimonio vago de la cama. Permanecí acostada boca arriba un buen rato, absorta en las astas del ventilador que zumbaba monótonamente, acalorada y con una leve resaca. El color de la luz que entraba por el balcón me indicó que el sol brillaba sin obstáculos. Vi el reloj, eran las diez de la mañana. Me levanté y salí enseguida a la playa, que reventaba de quietud y soledad.
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