Kitabı oku: «Leyendas del rugby», sayfa 2

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3 Botines, la decisión correcta

1965. Un viaje agotador con escalas en ciudades africanas de nombre difícil de pronunciar. La llegada a Johannesburgo y la sorprendente recepción. Conferencia de prensa, algo inédito para los jugadores argentinos. Firma de autógrafos, más inédito todavía. Otro viaje, esta vez más corto, y el equipo ya instalado en Rodesia, sede del partido inaugural de la gira. Primer entrenamiento. De pronto, el grito de Papuchi Guastella: “¡Vos no podés jugar con eso!”.

Roberto Cazenave, fullback del SIC, era uno de los más jóvenes del plantel y su inclusión en la lista se decidió luego de un drop de mitad de cancha que configuró un milagro doble. Por un lado, el drop en sí mismo, a más de cincuenta metros del ingoal, en línea oblicua a los palos y con una potencia tal que la pelota pasó con mucho resto por el medio de la hache. Una patada que no solía verse en aquellos tiempos. La otra parte del milagro fue que ese partido amistoso con Alumni era presenciado por Alberto Camardón, entrenador del seleccionado, quien al llegar a casa llamó a su compañero Guastella para avisarle que ya tenían pateador.

“¡Vos no podés jugar con eso!”.

“Eso” era un par de botines Sacachispas, conocida marca de aquellos años que con solo nombrarla arranca un lagrimón a los nostálgicos. Para Bove Cazenave, los gloriosos Sacachispas eran su calzado de toda la vida. Incluso el drop que lo llevó a Sudáfrica había sido ejecutado con el botín de tapones de goma. Pero claro, no parecía lo más adecuado para entrar a la cancha en un partido internacional.

Acompañado por Guastella, Bove recorrió algunas tiendas deportivas y se hizo de un par de botines nuevos, brillantes, con tres tiras y tapones de madera. Los Sacachispas quedaron en el fondo del bolso, traicionados por su compañero de tantos años.

Por fin llegó el momento del debut del seleccionado en la gira del 65. Frente a Rodesia, Los Pumas jugaron un gran partido y marcaron cuatro tries. Pero el resultado final no fue favorable: Rodesia le ganó a Argentina 17-12. ¿La razón? El pateador argentino tuvo una tarde negra. Roberto Cazenave, incómodo y ampollado, casi sin saber cómo pararse sobre esos zapatos nuevos, desperdició todas las conversiones y los penales que tuvieron Los Pumas a favor. Ni un punto salió del pie de Bove ese día.

Luego del partido, ya en el vestuario, a alguien le pareció escuchar una risotada socarrona que venía desde las entrañas de la pila de bolsos de la delegación. A partir de ese momento Eduardo Poggi reemplazó a Cazenave como pateador de la gira, sorprendiendo a los sudafricanos con su famosa guadaña.

1988. Francia ganó el primer Test y se espera una batalla durísima para la revancha en cancha de Vélez. Porta no juega. ¿Quién será el pateador? Los Pumas, concentrados en el predio de Adidas en Tortuguitas. Último entrenamiento antes del Test. De pronto, el grito de Michingo O’Reilly: “¡Vos no podés jugar con eso!”.

En los años ochenta, todo el mundo usaba botines con largos tapones de aluminio, pero Daniel Baetti jamás se acostumbró a ellos. Las pocas veces que los probó terminó el partido con la planta del pie destrozada. Definitivamente, el brillante jugador rosarino era fiel a los “Adipan”, los botines que habían provocado el grito del entrenador de Los Pumas.

O’Reilly conminó a Banana Baetti a jugar el partido con tapones de aluminio. En su puesto de medio scrum y con la responsabilidad de ser el pateador del equipo, el jugador rosarino no podía dar ventajas.

Pero Banana tenía un plan.

El día del partido escondió los Adipan en el fondo del bolso, y hasta un instante antes de emprender el camino a la cancha lució a la vista de todos unos brillantes zapatos con tiras verde flúo y, por supuesto, tapones de aluminio. Pero en el último minuto, haciéndose el distraído en un rincón del vestuario, los cambió por sus botines de toda la vida. En el pasillo que conducía hacia el césped de Vélez el medio scrum se retrasó un poco junto a Madero, su compañero en la pareja de medios, y a Rafa le sorprendió que los tapones de Banana no hacían ruido cuando chocaban contra el piso de cemento. Hubo risas, un cruce de miradas, algún guiño cómplice y todo estuvo bien.

El partido de esa tarde fue una verdadera guerra. Argentina y Francia disputaron uno de los choques más violentos que se hayan jugado en nuestro país y el resultado final fue un histórico 18-6 para Los Pumas, quienes no apoyaron ningún try en el ingoal francés. Todos los puntos argentinos surgieron del talentoso pie derecho de Daniel Baetti. Un pie que esa tarde lucía un viejo y comodísimo Adipan con tapones de goma.

Baetti no tenía ni la más mínima idea de lo ocurrido veintitrés años atrás en Rodesia. Banana apenas conocía de nombre a Bove Cazenave. Pero los grandes jugadores como él llevan una preciosa información en su ADN Puma. Esa información que en la legendaria tarde de 1988 le permitió tomar la decisión correcta.


4 El hombre

En junio oscurece temprano. Por eso aquel tercer tiempo empezó de noche.

Y en el frío anochecer de San Isidro fueron pocos los que vieron llegar a ese joven de pelo oscuro y cara conocida.

Enseguida se dieron cuenta de quién era y se sorprendieron. No debía estar ahí. Su partido en Virrey del Pino habría terminado una hora antes. Este no era su tercer tiempo.

El joven bajó del auto, caminó unos metros y llegó a la puerta del salón donde reinaba el bullicio. Era un tipo muy educado pero no saludó a nadie. Parecía retraído, ensimismado, concentrado. Como si fuera un jugador recorriendo el camino del vestuario al césped antes del test match de su vida. Él lo vivía así. Y no se equivocaba.

Los que lograban hacerse escuchar en el ruidoso tercer tiempo del SIC hablaban sobre el tema del momento, la capitanía de Los Pumas. Por eso les llamó mucho la atención cuando vieron al joven abrirse paso entre la gente. Deberían ser cien o ciento veinte, pero a él solo le importaban dos, y en cuanto esos dos lo vieron supieron por qué venía.

Desde chico el padre de su mejor amigo le había inculcado lo que significaba ser capitán. El padre de su mejor amigo era Aitor Otaño, y siempre supo que ese chico era líder. Aitor lo quería como a un hijo y él absorbía las enseñanzas del capitán del 65. Otros maestros lo habían instruido y todos destacaban que el chico además de ser un gran jugador tenía el fuego sagrado. El rugby latía fuerte en su interior. Tenía destino de Puma.

Su sueño pronto se hizo realidad. Con solo diecinueve años se había puesto la camiseta argentina y ahora con veinte estaba ahí, en la encrucijada. Frente al enorme desafío que lo había llevado al tercer tiempo del SIC.

Primero se acercó a Diego Cash, que en ese momento ya llevaba ocho años de Puma. Lo apartó, hablaron unas palabras y se despidieron con afecto. Luego repitió la ceremonia con otro Puma histórico, Diego Cuesta Silva.

La gran polémica de la semana era la designación del capitán de Los Pumas. Muchos pusieron el grito en el cielo cuando supieron que se había elegido a un chico de veinte años, dejando de lado la experiencia de dos símbolos como los Diegos de San Isidro. Pero el chico estaba preparado y era plenamente consciente de la responsabilidad que debería asumir. Lo empezó a demostrar en ese anochecer de junio cuando, con la humildad que debe tener un líder, se disculpó con los referentes y les pidió consejo y aliento para la gestión que estaba por iniciar. Cash y Cuesta Silva, verdaderos hombres de rugby, lo tranquilizaron y le dieron todo su apoyo.

El chico no estuvo más de media hora en el SIC, y cuando salió ya no era el chico. Era el hombre. Era Lisandro Arbizu, capitán de Los Pumas.


5 El Sportsman

El marrón oscuro de la madera solo se interrumpe con los cuadros de los ilustres del club. Pero el gesto severo con que posaban los señores de CUBA no ayuda a mejorar la luminosidad del salón. Es un ámbito sobrio, austero, recoleto. Un espacio que parece ahuyentar las emociones y los sentimientos.

Sin embargo, una vez los sentimientos más puros se colaron en el salón principal de la sede Viamonte y estallaron en una emoción infinita.

Esa noche de 1970, los jugadores de Pucará y CUBA se juntaron para celebrar otro aniversario redondo del inolvidable torneo de 1950. Ese año los dos clubes compartieron el título de la UAR.

Horacio Bereciartúa compartía un vino con el Ciego Fernández de Casal. Canasta Frigerio no paraba de hablar aburriendo a Alberto Conen de CUBA. Toto Giles estaba sentado al lado del capitán de Universitario Carlos Benítez Cruz. Y, por supuesto, las risotadas más ruidosas venían del sector de la mesa que ocupaba el inefable Luis Dorado, wing cubano y experto contador de anécdotas. Era una noche de amigos y recuerdos.

Las risas y el ruido de las copas chocando entre sí copaban el comedor de CUBA, pero cuando Horacio Achával pidió la palabra, el silencio fue inmediato. El legendario hooker de Universitario se incorporó lentamente y comenzó su discurso: “Hoy quiero volver sobre un hecho olvidado de aquel año que, sin embargo, es un momento que me marcó para toda la vida…”. La intensidad de las palabras de Achával conmovieron de inmediato al auditorio. “Ese día aprendí para siempre cuáles son los valores sagrados del rugby…”. El centenar de invitados seguía el discurso con atención, pero el hooker, mientras hablaba, tenía la mirada fija en una sola persona. En el más ilustre de los asistentes al evento: Guillermo Ehrman, el mejor jugador de rugby argentino de la etapa previa a 1965. Un medio scrum incomparable que ostentaba records dentro y fuera del deporte ovalado porque era un verdadero sportsman. “El Gringo”, como lo conocían sus amigos, no solo era un brillante jugador de rugby. También se destacó en softbol, participando del seleccionado argentino en los Panamericanos de 1951, y en golf, integrando el equipo nacional en la Copa de las Américas. Un caso único. No solo porque practicaba varios deportes, sino porque había integrado seleccionados nacionales en tres de ellos. Record mundial.

Como jugador de rugby Ehrman era excepcional. Un medio scrum exquisito, pero a la vez poderoso. Talentoso y con gran poderío físico, había liderado la época de oro de Pucará y con Toto Giles formaron la pareja de medios del seleccionado en varias oportunidades. Todo el ambiente del rugby admiraba su juego pero mucho más sus cualidades humanas. Los rivales aprendían a jugar cada vez que enfrentaban al Gringo Ehrman, pero el maestro había dado su mejor lección en aquel Pucará-CUBA de 1950, el partido que recordaba Achával.

En aquella época Pucará-CUBA era un verdadero clásico que enfrentaba a los dos mejores equipos. Los partidos eran muy duros y los jugadores sabían que en ese encuentro se jugaban el campeonato. Por eso nadie regalaba nada.

Cuando promediaba el clásico de 1950, en una jugada accidental, el taco del botín de Ehrman golpeó contra la frente de Horacio Achával y le provocó una herida profunda sobre la ceja derecha. Los dos jugadores quedaron al costado de la cancha mientras el partido continuaba. Incorporado y sin ningún problema físico, el Gringo miraba cómo un médico intentaba curar la herida del hooker de CUBA que sangraba cada vez más, impidiendo su retorno al campo de juego. En esa época no se permitían los cambios, y si un jugador se lesionaba dejaba a su equipo con uno menos.

“Entonces, Gringo, me dijiste: ‘Si vos no podés seguir, yo también me quedo afuera y que jueguen catorce contra catorce’”. A esta altura del discurso los ojos de Horacio Achával ya estaban húmedos.

Esa era la gran lección del maestro Ehrmann. No quiso ninguna ventaja. No le importó ganar el partido ni que se jugaba el campeonato. Solo puso en práctica su majestuosa caballerosidad deportiva. Espíritu de rugby en estado de máxima pureza. Y una amistad sellada para siempre.

“Y digo que me marcó porque a partir de ese día, gracias a tu ejemplo, me sentí una mejor persona”. Achával terminó sus palabras y fue al encuentro de su amigo para estrecharse en un abrazo eterno enmarcado por el atronador aplauso de los hombres del cincuenta.

Muchas lágrimas corrieron y el espíritu del juego iluminó la sobria sede de la calle Viamonte.

Fue mucha la emoción. Tanta que en esa noche hasta las caras severas de los cuadros devolvieron un gesto más humano.


6 La construcción de la identidad

Los dos chicos pasaban todo el día juntos. Siempre en el club. Un rato de fútbol, un pebete de jamón y queso en el buffet, algún juego infantil y, sobre todo, mucho rugby. Horas y horas con la ovalada.

Siempre juntos.

Los dos amigos se divertían con otros pibes y, como todos, eran grandes admiradores de los jugadores de la primera del club. Por eso aquel día del verano del 69, mientras comían el sándwich de la tarde, no sacaban la mirada de la mesa donde apuraban una cerveza algunos de sus ídolos.

De pronto entró un señor mayor al bar y en voz alta, aunque sin gritar, le apuntó al wing de la primera: “¡Baje las patas de la mesa, maleducado!”. Un silencio sepulcral siguió al reto y al inmediato acatamiento de la orden. Sin embargo, el wing no evitó un comentario por lo bajo: “Y este quién se cree que es?”, dijo sin que el señor mayor lo escuchara.

Los chicos se sorprendieron. Nunca habían visto que alguien tratara así a un jugador de la primera del club. ¿Quién era ese señor canoso de gesto severo, cuya sola presencia inspiraba temor reverencial?

Ellos no lo sabían, pero el señor mayor se llamaba Francisco Ocampo y era el nuevo entrenador del plantel superior. En el SIC ya corrían como reguero de pólvora varias anécdotas que tenían que ver con su estilo riguroso. Que exigía silencio en el vestuario, que hacía sentar y parar a los jugadores como si fueran colimbas, que trataba a las estrellas del club como si fueran jugadores de la octava. En pocos días Ocampo había marcado el terreno.

El sábado siguiente de aquel marzo inolvidable, los dos chicos, los amigos inseparables, estaban sentados al costado de la cancha mirando cómo varios jugadores de la primera jugaban una tocata. En un momento, por sobre sus cabezas, voló una voz estruendosa: “¡No hiera al rugby! ¡Así no se pasa la pelota!”. Otra vez el señor mayor, que ahora sí gritaba. Los chicos, sobresaltados, no pudieron percibirlo, pero el destinatario del grito era Arturo Rodríguez Jurado, la gran estrella del club. Arturo era Puma desde el glorioso 65 y su figura trascendía al rugby. Por eso era un verdadero dios para los pibes del San Isidro Club. Y también por eso resultaba sorprendente que el nuevo entrenador le corrigiera el pase. ¡Justo a él que le había pasado la pelota a Marcelo Pascual antes del vuelo inmortal! ¡Justo a él que era un estandarte del SIC, hijo del legendario Mono Rodríguez Jurado!

Pero Ocampo sabía lo que hacía. Sabía por qué gritaba y tenía muy claro a quién destinaba su grito. No en vano llevaba más de cuarenta años de experiencia en la enseñanza del juego y era el forjador de varios de los mejores equipos del rugby argentino.

A comienzos del 69 había llegado al SIC, un club con muy buenos jugadores que sin embargo en los últimos años flotaba en los últimos puestos de la tabla. Catamarca (le decían así, pero a él no le gustaba) sabía que el déficit del club de la zanja tenía que ver con la disciplina. Entendía que el cambio debían impulsarlo los referentes, y Arturo, el referente número uno del club, comprendió el mensaje. Por eso su reacción estuvo teñida por la sabiduría de los grandes, acatando humildemente la corrección que le hacía el entrenador. Si la figura máxima del club se subordinaba al nuevo proyecto, gran parte del camino ya estaba recorrido.

Así se gestó una de las grandes revoluciones de la historia del rugby argentino. La transformación que convirtió al SIC en un equipo exitoso y disciplinado.

Durante las siguientes cinco décadas el club de Boulogne ganó veintidós campeonatos y cuatro nacionales de clubes, respetando fielmente los valores del rugby. Los principios fundamentales que en aquel verano del 69 comenzó a inculcarles el inolvidable Francisco Ocampo y que luego fueron seguidos por muchos otros ayudaron a construir la identidad del SIC hasta convertirlo en un club modelo.

Ocampo murió en 1970. La obra que inició fue continuada por su principal discípulo, Carlos “Veco” Villegas, por el Gringo Perasso y muchos más.

Arturo Rodríguez Jurado, el referente que corrigió su pase en aquel verano, se dio el gusto de ganar cinco campeonatos con su querido club, luego de haber peleado el descenso pocos años antes.

¿Y los chicos?

Los chicos eran dos amigos inseparables que en aquel verano del 69 no tenían más de once años. Se llamaban Rafael y Marcelo.

Diez años después ya eran Rafa (Madero) y el Tano (Loffreda). Ya eran Pumas. Y ya se habían convertido en dos de los eslabones más sólidos de la cadena de respeto al espíritu del juego que revolucionó al SIC y a todo el rugby argentino.


7 Una vida de película

La maravillosa historia de Wiliam Bary Holmes

Los aficionados al rugby argentino son muy apegados a las tradiciones. Tanto o más que sus colegas ingleses, sudafricanos o de cualquiera de los países líderes del rugby mundial. Y a los tradicionalistas argentinos les gusta rebelarse permanentemente usando términos perimidos como “montonera”, “centro tres cuartos” o “wing forward”. Algunos talibanes como Cacho Martínez Basante siguen llamando “segundo cinco octavo” al primer centro.

Otra de las rebeldías terminológicas de los rugbiers argentinos consiste en continuar llamando Cinco Naciones al torneo más importante del Hemisferio Norte, cuando todos sabemos que desde hace casi veinte años se ha sumado un sexto miembro al evento. Un poco por rebeldía y otro poco por la rabia que genera ver a un equipo al que consideramos inferior como el italiano codeándose todos los años con los mejores de Europa, lo cierto es que muchos siguen hablando del “Cinco Naciones” como si el seleccionado azzurro no existiera. El ingreso argentino al Rugby Championship atenuó la tirria.

Cuando el Cinco Naciones era un torneo de cinco, resultaba impensada la participación de un jugador nuestro en esa competencia, pero desde que se sumó Italia son muchos los argentinos que han participado del torneo más antiguo del mundo. Para pesar de nuestros simpáticos tradicionalistas, muchos jugadores criollos han protagonizado importantes matches en Twickenham, Landsdowne Road o el Parque de los Príncipes defendiendo la camiseta italiana en el Seis Naciones.

Pero frente a esa realidad, los tradicionalistas tienen una bandera que ni ellos conocen. Existe un argentino que jugó el Cinco Naciones (¡cuando realmente era de cinco!).

Norman Tomkins, viejo pilar de Old Georgian y miembro de la cofradía de los tradicionalistas del rugby, lo conoce, fue su gran amigo y siempre lo recuerda: “Si William hubiera nacido en Estados Unidos, ya habrían hecho varias películas con su historia, pero era de acá, bien argentino”.

En 1949, el seleccionado francés llegó por primera vez en gira a la Argentina. Era un equipo poderoso que venía de ganar el Cinco Naciones. ¿Venía de ganar el Cinco Naciones? Si le preguntamos a cualquiera de los argentinos que los enfrentó seguro dirá que sí. Es otra de las tradiciones. Cuando cualquier Puma recuerda una vieja gira de algún equipo europeo a la Argentina añade al país de que se trate la frase “que venía de ganar el Cinco Naciones”. “En el 68 le ganamos a Gales que venía de ganar el Cinco Naciones”. “En el 54 jugamos contra Francia que venía de ganar el Cinco Naciones”. Pareciera que un premio extra para el ganador del torneo era una gira por nuestro país. Por eso cuando se quiera saber si un equipo europeo en gira por la Argentina ha ganado el Cinco Naciones de ese año, lo menos confiable es preguntarle a un Puma que lo haya enfrentado. Mejor ir a los libros.

Lo cierto es que en 1949, Francia, que no había ganado el Cinco Naciones de ese año, llegó de gira a nuestro país. La visita de los galos fue un verdadero acontecimiento, ya que por primera vez un seleccionado nacional llegaba a la Argentina. Antes habían llegado los British Lions, los Junior Springboks y Oxford-Cambridge, pero nunca el representativo de una de las grandes naciones del rugby. Los franceses vinieron con todos los titulares y ganaron fácilmente sus primeros partidos ante equipos de club y distintos combinados.

El primer Test ante Argentina se programó para el 28 de agosto de 1949. Ese día las tribunas del estadio Jorge Newbery de Gimnasia y Esgrima rebozaban de gente. La presencia del poderoso seleccionado europeo era un acontecimiento que excedía al rugby. Todo el mundo deportivo estaba presente y ovacionó a los dos equipos cuando aparecieron en la cancha. Palermo era una fiesta.

El griterío se fue acallando y tras los himnos ejecutados por la banda del Regimiento de Patricios, los equipos se aprestaron para iniciar el match.

En ese momento se produjo un hecho que demoró el comienzo del partido y casi obliga a su suspensión. Varios jugadores franceses se agruparon y hablando entre ellos señalaban hacia el sector de la cancha donde se encontraban los jugadores vestidos de celeste y blanco. El movimiento de los franceses sorprendió a Ehrman, Giles, Eduardo Domínguez y el resto de los argentinos. Pero la sorpresa fue mayor cuando el capitán pidió la presencia del traductor, mientras señalaba de manera directa a un jugador argentino. Al fullback. “A ese lo conocemos, jugó contra nosotros hace pocos meses”, le dijo al traductor el tercera línea Prat, capitán francés. “¡Sí, ese es un inglés que nos enfrentó en Twickenham!”, agregó enojado el formidable wing Pomathios.

Si bien el apellido del jugador que señalaban los franceses era más inglés que el palacio de Buckingham, en realidad se trataba de un joven argentino, del brillante fullback William Barry Holmes, protagonista de la más maravillosa y cinematográfica leyenda que ha dado el rugby de nuestro país.

Era un porteño nacido en 1928. Se había educado en el Saint George’s School de Quilmes, y como lo pedía su sangre inglesa, abrazó el deporte desde muy chico.

Con solo diecisiete años jugó en la primera de Old Georgian y a los dieciocho viajó a Inglaterra para estudiar en Cambridge.

Como rugbier era un crack. Un fullback al que nunca se le caía la pelota y, además, gran pateador. Por eso pronto fue convocado a jugar en el tradicional combinado que unía a players de su universidad con los de la vecina Oxford.

En 1948 volvió a la Argentina como integrante de ese combinado, deslumbrando al rugby local. En cada tercer tiempo de 1948, Barry reafirmaba los lazos de amistad y consolidaba el amor por su tierra natal. Al finalizar la gira retornó a Inglaterra convencido de que algún día se afincaría definitivamente en el norte argentino. El fullback amaba esa zona del país.

Dos meses después de retornar a Cambridge se sorprendió al recibir una convocatoria al seleccionado inglés, y en 1949, con solo veinte años, fue el fullback titular del equipo de la rosa en los cuatro partidos del Cinco Naciones.

En esa época el Cinco Naciones era, para los argentinos, una competencia épica que se conocía por los cuentos de los pocos privilegiados que alguna vez habían presenciado un partido del torneo. El mito rodeaba a esos matches. ¡Y ahora un argentino era titular del representativo de los inventores del juego!

Solo sus amigos del Saint George’s se enteraron en la Argentina, pero en Europa miles de fanáticos se maravillaron con el juego del joven William. Sus actuaciones en los cuatro partidos fueron muy destacadas, sobre todo en el que Inglaterra le ganó 8-3 a Francia en Twickenham. Jugó tan bien que al finalizar ese Cinco Naciones los seleccionadores ingleses ya le habían asegurado un lugar para el torneo de 1950.

Pero él tenía firmes convicciones. Por eso no se deslumbró con las luces del Viejo Continente, y dos meses después, en mayo de 1949, decidió volver a la Argentina para radicarse definitivamente en el lugar donde había echado raíces. Su plan era casarse, jugar rugby en Old Georgian, y luego instalarse en Salta para trabajar como agrimensor. Parecía mucho para sus escasos veinte años, pero William Barry Holmes era dueño de una poderosa personalidad. Cuando retornó a la Argentina apenas jugó un par de partidos en su club y fue convocado al seleccionado. Nada lo detenía. Ni siquiera las quejas de esos franceses a los que había derrotado algunos meses atrás en Twickenham y ahora querían impedirle jugar con la camiseta de su país natal.

Las discusiones duraron algunos minutos y los franceses, verdaderos caballeros del deporte, terminaron aceptando que Holmes jugara el partido. Fue victoria francesa por un escaso 5-0 y gran actuación del fullback argentino.

El sábado siguiente, Barry Holmes fue titular en la revancha, luciendo orgulloso el yaguareté junto al corazón. Ese fue su último partido de rugby.

Un mes después de los inolvidables partidos ante Francia se casó y se radicó en Salta. Pero antes del final de ese inolvidable 1949, William Barry Holmes contrajo una fiebre tifoidea que lo llevó a la muerte en la ciudad del norte argentino. Tenía veintiún años, varios partidos jugados para Oxford-Cambridge, y test matches para Inglaterra y Argentina. Una vida de leyenda.

El ex alumno del Saint George’s era un elegido y sería un gran error decir que tuvo una vida corta, porque una hora en la vida de algunos elegidos es un año en la del común de los mortales.

William Barry Holmes tuvo una existencia intensa marcada por el rugby y por los afectos indestructibles y eternos como el del legendario pilar de Old Georgian, Norman Tomkins, un duro que no deja pasar un día sin recordar a su amigo, y que sigue soñando con la superproducción de Hollywood que cuente la vida del sensacional fullback que iluminó aquella tarde fría y gris de 1949 encandilando a los sorprendidos franceses.


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