Kitabı oku: «La Comedia de Dante»
Este libro ha sido traducido gracias a la Ayuda a la traducción del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Cooperación italiano.
Questo libro è stato tradotto grazie a un contributo del Ministero degli Affari Esteri e della Cooperazione italiano.
Título original: La Commedia di Dante
© 2017 Giunti Editore S.p.A., Firenze-Milano
www.giunti.it
Autor: Ermanno Detti
Traducción: Cristina Bracho Carrillo
© 2021 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano
www.edicioneslaberinto.es
ISBN: 978-84-1330-911-8
IBIC: YFA / BISAC: JUV007000
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A los lectores
En este libro narro el viaje de Dante Alighieri a través del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. En él, conoceréis los extraordinarios acontecimientos de aquel viaje tal y como los contó el poeta de la Divina comedia, pero también reviviréis la historia de grandes personajes como Francesca de Rímini, Ciacco de Florencia, Filippo Argenti, Farinata degli Uberti, Pier della Vigna, Ulises, el conde Ugolino, Manfredi, Piccarda Donati, Justiniano, San Francisco o Cacciaguida.
No me he centrado en los detalles por cuestiones de espacio (habría necesitado un libro que ocupara el triple), más bien he destacado la historia y la vida de los personajes. En algunos casos, como el capítulo sobre Pia dei Tolomei, a la que Dante dedicó solo unos pocos versos, he recurrido a datos históricos, a las leyendas o a la tradición popular.
Por otra parte, he introducido dos conceptos: la sencillez y el humor. Lejos de retratar a Dante como un académico sabio, anciano y adusto, he preferido representarlo como un toscano bromista, irónico y mordaz, al igual que nos lo ha legado cierta tradición literaria: por ejemplo, en el siglo xv, Poggio Bracciolini nos presentó en su Libro de chistes a un Dante agudo, capaz de reírse de sí mismo y de divertir a los demás. Creo que los hechos y los versos de la Divina comedia se han vuelto tan famosos y conocidos (incluso por personas que apenas saben leer o escribir) gracias a esta imagen que se difundió del poeta.
También he omitido las reflexiones filosóficas, las enseñanzas morales y las innumerables alegorías destacadas de la obra, no porque no sean importantes, sino porque habrían recargado demasiado la narrativa. En cuanto a los versos originales, me he limitado a incluirlos ocasionalmente para plasmar alguna idea concreta. Invito a los lectores a que lean el poema original cuando terminen el libro para profundizar en la concepción del mundo de una época que nos queda ya tan lejana y para disfrutar mejor de las metáforas dantescas, únicas en su especie.
¡Que tengáis buen viaje por los múltiples y diversos mundos de esta aventura!
Infierno
La selva
A mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado.
¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!
Disculpad si comienzo el libro con un error, porque debería haberlo escrito en prosa, pero lo he empezado con rimas. Veréis que me pasa de vez en cuando: a veces, se deberá a mi pasión por la poesía; otras, a una especie de enfermedad que se podría denominar «distracción poética», y es que, como tantos otros poetas, suelo distraerme a menudo.
De todas formas, como habréis inferido por esos breves versos, resulta que me había perdido en una selva oscura y vagaba por allí con la remota esperanza de encontrar una salida. ¿Cómo había podido desviarme tanto del camino correcto? Quizá me ensimismé demasiado en mis pensamientos, pues no dejaba de reflexionar sobre los últimos acontecimientos que habían alterado mi vida, pero el caso es que había acabado allí, en un lugar donde los árboles eran tan altos y sus ramas tan oscuras que impedían que los rayos del sol se abrieran paso por la maleza hasta el punto de que parecía noche cerrada. Estaba aterrorizado: me sobresaltaba con cualquier ruido inexplicable, y un sudor frío me recorría la espalda al ver aparecer aquellas sombras gigantescas que danzaban por todas partes. ¡Me daba la impresión de que, en cualquier momento, aparecería un monstruo terrible con los ojos inyectados en sangre para devorarme! ¡Un dragón, por lo menos!
¡Qué mal lo pasé! ¡Solo de recordarlo me echo a temblar!
No es que me faltaran las fuerzas: aún era joven, tenía treinta y cinco años. Pero la energía no lo es todo y, cuanto más me asustaba, más me enredaba entre los arbustos, me enganchaba en sus espinas y se me hundían los pies en el barro, así que había acabado con la túnica rasgada y lleno de arañazos por todo el cuerpo. Además, escuchaba los latidos de mi corazón desbocado perfectamente en aquel silencio aterrador.
Al final, tras luchar en vano durante horas, me rendí. No podía soportarlo más. Asumí que me moriría allí, así que me recosté sobre el tronco nudoso de un árbol y traté, al menos, de recuperar el aliento. Pero entonces, de repente, vislumbré un atisbo de luz que se filtraba con dificultad por entre las hojas oscuras. Sentí una leve esperanza a la que me aferré para sacar fuerzas y proseguir el camino. Con un último esfuerzo, me abrí paso entre los árboles espinosos, siempre caminando hacia la luz, que parecía aumentar a medida que me acercaba.
Entonces lo vi: ¿un claro? ¿Qué pintaba un claro allí? Con la túnica hecha jirones y la carne aún lacerada, dejé atrás las espinas y salí al aire libre. ¡Aire, por fin! Allí terminaba la selva oscura que tanto me había aterrorizado. Frente a mí se alzaba una hermosa colina iluminada por la luz del sol. ¡Era mi salvación! El miedo comenzó a remitir, volví a respirar con normalidad y se me estabilizaron los latidos del corazón. Me di la vuelta y contemplé la selva que había dejado atrás: me entraban escalofríos de pensar en lo mal que lo había pasado. No volvería allí en la vida. Sentí la necesidad inmediata de alejarme de aquel horror, así que descansé unos minutos y me encaminé hacia la colina.
Pero mis problemas no habían hecho más que empezar. No había dado ni unos pasos cuando vi algo que me heló la sangre: a mi izquierda había una fiera de piel moteada que me contemplaba con mirada impasible. Quizá fuera un jaguar o un leopardo, no sabría decirlo con exactitud, pero me daba la impresión de que me destrozaría de un momento a otro. Mi primer instinto fue huir, salir corriendo y volver por donde había venido, ¿pero adónde iría? ¡A mis espaldas solo me aguardaba aquella selva terrible!
«¡Relájate!», me dije. «¡Tranquilízate, piensa! Al menos estás a plena luz del día. Aquí brilla el sol y, por tanto, hay esperanza. Delante tienes una colina verde y luminosa; detrás te espera la triste oscuridad de la selva, la muerte. No me queda otra salida: ¡debo encontrar la forma de deshacerme de esta bestia!».
Justo cuando buscaba alguna herramienta para enfrentarme al animal (un palo, un garrote o una simple piedra), me percaté de que, a mi derecha, había aparecido nada más y nada menos que un león, que rugía con furia con la cabeza bien alta, como si fuera a saltar sobre mí en cualquier momento.
«Pero bueno, ¿qué estoy, en el zoológico?».
Yo soy así: me gusta hacer bromas de vez en cuando, sobre todo en las situaciones de mayor tensión, para intentar armarme de valor, pero en este caso no sirvió de nada: el león seguía allí, no dejaba de rugir y me mostraba los dientes. Sabía que, si seguía avanzando, acabaría directamente en sus fauces. ¡Hasta el aire parecía tenerle miedo! De nuevo, mi instinto fue darme la vuelta, pero el recuerdo de la selva me lo impidió.
«¿Y si todo esto no es más que un sueño?».
¡Pues menudo sueñecito! A mi izquierda tenía al felino de piel moteada; a mi derecha, al león, así que solo me quedaba una opción: ofrecerme como almuerzo.
Menos mal que soy muy testarudo y no me rindo fácilmente.
«¡Relájate!», me repetí. «¡Tranquilízate, piensa! Si sigo recto y no voy a la izquierda ni a la derecha, saldré directo a la colina. Probaré a pasar por entre las dos fieras muy despacito, como si nada...».
Y así lo hice: me puse incluso a silbar una cancioncilla con aire distraído. Pero entonces, justo en el centro, entre las dos fieras, apareció una loba. Ahora sí que estaba perdido. Estaba tan delgada que se le veían las costillas, y por cómo me miraba, no había lugar a dudas: ¡tenía un hambre de loba!
«¡Relájate!», pensé por tercera vez. «¡Tranquilízate, piensa!».
Al final, me di cuenta de que mantener la calma no me serviría de nada y que era mejor dejar para otra ocasión lo de razonar y centrarme en actuar rápido. No tenía forma de escapar, ¡como me quedara allí, la loba me desgarraría! ¡De hecho, ya venía a mi encuentro! Vamos, que en cualquier momento pasaría a la historia y comenzaría mi viaje hacia el otro mundo. Uno que habría pospuesto encantado.
Me pregunté si no me convendría más regresar a la selva, a la oscuridad, al terror, a la muerte segura, antes que acabar directamente en las fauces de la fiera. Sabía que ya no tenía posibilidades de salvarme, pero al menos retrasaría un poco mi final. Me invadió la desesperanza: ¡todos mis esfuerzos serían inútiles!
Me encaminé hacia la selva muy despacio, cabizbajo y resignado. ¿Y si la loba me seguía y me devoraba de todos modos? Paciencia, ¡mi sufrimiento terminaría pronto!
Mientras divagaba, vislumbré lo que me pareció una figura humana, aunque tenía los ojos empañados por las lágrimas y la veía muy borrosa, casi como una sombra... Di un respingo y entorné los ojos: efectivamente, había aparecido un hombre ante mí completamente de la nada, como si fuera un fantasma. Además, iba vestido de una forma muy extraña: con una sencilla túnica blanca que le cubría el cuerpo entero, descalzo y con una corona de hojas de laurel en la cabeza, como las que llevaban los grandes poetas.
«Seguro que es un fantasma», pensé. Pero, tras el sobresalto inicial, adquirí conciencia de que aquel hombre me resultaba agradable. En condiciones normales los fantasmas dan miedo, pero en aquella situación, hasta la sombra de un hombre me aportaba un ligero consuelo.
—¿Qué haces? —me preguntó—. ¿Por qué regresas a esta selva tan terrible, repleta de peligros, y no te diriges hacia la colina donde, sin duda, hallarás la salvación?
Reconozco que uno de mis defectos es que me cambia el humor muy rápido. Paso de un estado de ánimo a otro con facilidad, y si alguien me saca de mis casillas, me pongo hasta a gritar. Ahora, tras el inmenso placer del encuentro, sentí que me invadía un arrebato de furia y lo miré de soslayo. ¿Cómo que «por qué regresas a esta selva tan terrible y no te diriges hacia la colina»? ¡Qué fácil era decirlo! ¡Ya me gustaría verlo en mi situación! ¿Por qué no lo intentaba él, a ver qué tal le iba? ¡Las fieras seguían allí, dispuestas a hacerme pedacitos!
Se las señalé con un gesto y él asintió con la cabeza. Lo comprendió.
—¿Qué eres, sombra u hombre de verdad? —le pregunté un poco brusco, intentando contener la rabia. Dadas mis circunstancias, en el fondo podría necesitar su ayuda.
—Ya no soy hombre, pero lo fui hace miles de años. ¡Nací en la época de Julio César y viví cuando Augusto era emperador de Roma!
¡Hala! ¡Ahora me soltaba que había vivido hacía miles de años y se quedaba tan pancho! Entonces era un fantasma, sin duda. ¡Menudo personaje! Hablaba de la época de Julio César como quien comenta la cena entre amigos de la noche anterior.
—Mis padres eran lombardos, procedían de Mantua. Yo no fui cristiano porque, en mi época, todavía adorábamos a los dioses paganos. En cuanto a mi profesión, cultivaba la poesía —continuó.
Mientras hablaba, yo me preguntaba: «¿Por qué me plantea esta especie de acertijo en vez de decirme directamente cómo se llama?». La verdad es que no me parecía el momento adecuado para andarnos con tonterías.
—¿Quién crees que soy? —me preguntó. A ver: un poeta, nacido en la época de Julio César, de Mantua...
Intenté recordar mis conocimientos de la escuela, aunque los tenía un poco oxidados. ¡Qué bien me vendría en aquel momento acordarme de todo lo que había estudiado! Entonces, de repente, algo hizo clic en mi cabeza. ¿¡Él!? ¡Imposible! ¿De verdad se trataba de mi poeta preferido? Me quedé contemplándolo en silencio antes de atreverme a pronunciar siquiera un nombre tan célebre. ¡Si hasta colgué en la pared una figurilla recortable de él!
—Quiero ayudarte, pero debes responderme correctamente —añadió con cierta condescendencia, como si estuviera preguntándole la lección a un alumno que ha estudiado poco—. En mis obras narro la destrucción de Troya y el viaje de Eneas al Lacio...
¡Ahora todo me cuadraba! ¡Me había dado la pista definitiva! No me cabía ninguna duda, pero aquella sombra no podía tratarse de él, de uno de los artistas más grandes de la humanidad, del poeta latino que había escrito La Eneida, entre otras tantas obras. Yo, en cierto modo, lo consideraba mi maestro, y así se lo confesé al decir su nombre. Él asintió con la cabeza y añadió:
—He venido para ayudarte.
—¡Oh, maestro! ¡Oh, gran Virgilio! —exclamé, e incliné la cabeza en señal de reconocimiento y respeto.
Se hizo un silencio incómodo. Estaba pasando vergüenza, la verdad, pero intenté salir del paso como pude. Además, ¿qué culpa tengo yo? ¡Uno no se encuentra a su poeta preferido todos los días!
—¡Tienes problemas, querido Dante!
—Qué me vas a contar...
—Esta selva es muy peligrosa...
—Ya me he dado cuenta —respondí, por decir algo. Como Virgilio siguiera dándome tantos ánimos, al final me daba la vuelta yo solo.
—¡Pero he venido a ayudarte!
—¡Ah, menos mal!
—¡Si así lo deseas, esquivaremos los peligros juntos!
—¡Pues claro que lo deseo! ¡Haré todo lo que me pidas! —contesté.
Y Virgilio añadió:
Por lo que, por tu bien, pienso y decido
que vengas tras de mí, y seré tu guía,
y he de llevarte por lugar eterno,
donde oirás el aullar desesperado,
verás, dolientes, las antiguas sombras,
gritando todas la segunda muerte.
Me quedé mirándolo, perplejo. Luego, me armé de valor y le pregunté:
—Maestro, ¿por qué hablas en rima?
Ahora fue él quien bajó la cabeza, casi avergonzado.
—Pues llevas razón, me pasa de vez en cuando; sobre todo, cuando me distraigo. Es que soy muy despistado, ¿sabes? Además, he pasado toda mi vida componiendo versos y de vez en cuando se me escapan las rimas sin darme cuenta.
—¡Anda, como a mí! —exclamé, feliz.
«Él también sufre de distracciones poéticas», pensé. Y, solo porque se pareciera tanto a mí, ya me cayó bien. De repente, me pareció mucho más accesible, más simpático y humano.
Pero a mí me seguían preocupando dos cosas. La primera, que entre que me distraje yo y luego él, al final, allí seguíamos. No habíamos logrado escapar. Él, por su parte, ya estaba muerto, así que no le iba a afectar nada de lo que sucedería porque no se puede morir dos veces. Lo mío, en cambio, era otro cantar.
Y luego estaban las palabras que Virgilio había pronunciado en verso. ¿Qué querían decir? Me había pedido que lo siguiera, luego había mencionado un lugar eterno, repleto de espíritus y no se qué gritos sobre una segunda muerte. ¿Adónde quería llegar a parar? ¡Tal y como lo pintó, aquel lugar parecía el Infierno!
—No quiero entretenerte más de la cuenta —dije con toda la amabilidad del mundo—. Con que me ayudes a salir de esta selva, me basta. Necesito encontrar el camino exacto para volver a mi hogar, en Florencia.
—Para eso he venido, ya te lo he dicho. Eso sí: ¡me temo que solo se puede salir por un sitio!
—¿Por qué dices «me temo»?
—Porque es muy largo...
—Bueno, tampoco pasa nada. No me importa un kilómetro más o uno menos.
—Creo que no me he explicado bien. Como no puedes subir la colina porque la loba se interpone en tu camino, solo te queda atravesar el mundo de los muertos.
Estuve a punto de decir que tampoco me daban miedo los cementerios, pero menos mal que no abrí la boca, porque Virgilio, que me había leído el pensamiento, añadió:
—¡Y no me refiero al cementerio, sino al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso! De momento, vayamos a lo primero.
—Disculpa, maestro, pero... ¿¡adónde!?
—Al Infierno. No te apures, no queda lejos.
Entonces se volvió y empezó a caminar a paso tranquilo, como si me acabara de invitar a su casa para charlar un rato. Vamos, que me había salvado de las fieras, pero no me libraba de un encuentro con Satanás.
La puerta del Infierno
El sol se estaba poniendo y las sombras del atardecer me hicieron sentir de todo menos seguro. ¡Virgilio había dicho que nos dirigíamos hacia el Infierno! Y seguro que luego querrá que hagamos una visita al Purgatorio y otra al Paraíso, lo veo venir. Claro, como para él pasar de un mundo a otro era como darse un paseo fuera de las murallas de la ciudad para respirar un poco de aire puro... ¡Nada, nada! Tenía que creerle. A estas alturas, ya se había acostumbrado al mundo de los muertos.
Sin embargo, yo no dejaba de darle vueltas a una pregunta: si al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso se llega cuando uno muere y nadie puede entrar antes, ¿por qué a mí se me permitía visitar los reinos de ultratumba en vida? ¿Por qué se me reservaban tantos honores?
—No puedo responderte a esa pregunta —me dijo Virgilio.
Me quedé mirándolo, perplejo.
—¿A cuál?
—A la que no deja de rondarte la mente, la de por qué se te ha reservado el honor de entrar en los reinos de ultratumba antes de tiempo.
Negué con la cabeza. No entendía nada.
—Maestro, ¡yo no te he preguntado nada!
—¡Pero lo has pensado!
—¿Cómo lo sabes?
—¡Porque puedo leerte el pensamiento!
Me entraron escalofríos. O sea, que iba a descender a los reinos de ultratumba acompañado de un espíritu que me leía el pensamiento. Si a eso le añadimos que Virgilio tampoco podía desvelarme el objetivo de mi viaje, os podréis imaginar el panorama.
—Disculpa mi atrevimiento, pero... ¿de verdad no puedes decirme la razón de este viaje tan extraño? ¿A qué viene tanto secreto?
Virgilio negó con la cabeza.
—Lo siento, pero no. Aunque prometo que te lo revelaré más adelante. Ahora tenemos que irnos, que se nos hace tarde.
Se puso en marcha y yo le seguí, pero muy poco convencido.
***
Llegados a este punto, creo que ha llegado el momento de que os hable un poco sobre mí. Me perdí en la selva oscura la noche del jueves 7 de abril del año 1300, y me encontré a Virgilio el viernes por la mañana. Dos días más tarde sería el domingo de Pascua.
Yo no pasaba por mi mejor momento. De hecho, si os digo la verdad, estaba pasando por una crisis bastante grande. No lograba pegar ojo por las noches, las pasaba en vela y se me hacían eternas. ¿Que qué me atormentaba? Pues muchas cosas...
Hasta aquel momento, mi vida había sido un completo desastre. Me había enamorado de Beatriz, que solo tenía nueve años, e intenté volver a verla de todas las formas posibles, pero solo lo conseguí nueve años después y en una iglesia, lo que intensificó aún más mi amor por ella, y estoy seguro de que me correspondía...
Pero nuestro amor atrajo todas las miradas, porque en mis tiempos, una muchacha joven no podía verse con un chico, ni tampoco uno se podía casar con quien amara. De hecho, Beatriz ya estaba casada; su familia la obligó a casarse con un tal Simone dei Bardi, y ella murió pocos años después. Yo, por mi parte, me había casado con Gemma Donati por expreso deseo de mi padre, y ella también había muerto.
Tras el estrepitoso fracaso de mi vida sentimental, me metí en política, un campo que siempre me había apasionado. No se me dio nada mal y ocupé altos cargos de gobierno en el municipio de mi ciudad, Florencia. Llegué a prior, una especie de ministro, para que nos entendamos. Mi partido, el de los güelfos, había ganado al de los gibelinos, pero no mediante unas elecciones populares, ¡no, señor!, sino mediante guerras, traiciones y terribles desencuentros. Y tanto esfuerzo para nada, porque los güelfos, pese a ser los patrones de la ciudad, comenzaron a disentir entre ellos y se dividieron en dos facciones: la blanca y la negra.
Sé que es normal que un partido se divida (ocurrió en el pasado y, probablemente, también ocurra en los siglos venideros), pero, en este caso, resurgieron las luchas, las guerras y los tumultos. En resumen: un caos. Yo formaba parte de la facción blanca, que me había designado como encargado de gobierno, pero la facción negra no dejaba de presionar desde la oposición y la verdad es que nadie sabía cómo acabaría aquello.
Corrían tiempos difíciles, para qué nos vamos a engañar. Además, a cierta edad, uno hace balance de su propia vida, y cuando pienso en la mía, siento que he fracasado en todos los aspectos, tanto en mi carrera política como en mi vida personal. Solo me quedaba la poesía.
La verdad es que, como poeta, destacaba bastante. Mis maestros y mis amigos decían que me desenvolvía muy bien con los versos. Sin embargo, en aquel momento me sentía tan decaído que hasta me costaba escribir.
Y ahora, de repente, se me aparecía Virgilio y me decía que nos íbamos al Infierno. No me soltaba de la mano, como para infundirme valor. Pensé que, si podía leerme el pensamiento, también notaría que estaba muerto de miedo, y no me gustaba nada la idea.
Atravesamos la selva y salimos a un claro donde había una puerta con una inscripción en el dintel. Las letras eran de color oscuro, como si las hubieran grabado a fuego. Comencé a leerlas:
Por mí se va hasta la ciudad doliente,
por mí se va al eterno sufrimiento,
por mí se va a la gente condenada.
Pues vaya cómo lo pintaban, ¡empezábamos bien! Aquella era la puerta que daba al Infierno, sin duda alguna. Pero la inscripción no terminaba ahí, sino que continuaba con una explicación muy complicada, donde se indicaba que aquel lugar había sido creado por Dios en un primer momento, al igual que todo lo que existe.
La justicia movió a mi Alto Arquitecto.
Hízome la Divina Potestad,
el saber sumo y el amor primero.
Antes de mí no fue cosa creada
sino lo eterno y duro eternamente.
«Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza».
¡Ese final no me dejaba muy tranquilo, qué queréis que os diga! Con lo educado que habría quedado un simple «Bienvenidos», ¡como pone sobre las puertas de todas las ciudades civilizadas! Un lugar precioso, vaya. No invitaba mucho a entrar que digamos.
Virgilio, para animarme, añadió:
Debes aquí dejar todo recelo;
debes dar muerte aquí a tu cobardía.
Hemos llegado al sitio que te he dicho
en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.
—Maestro... —lo interrumpí, tirándole de la túnica. Quería recordarle que dejara de hablar en verso, y, además, prefería que cambiara de tema.
Funcionó. Virgilio se dio un golpecito en la frente, como diciendo: «¡Qué despistado soy!», y se quedó en silencio.
—¿De verdad que no hay otro camino para salir de la selva? —murmuré—. ¿Por qué hemos de pasar por aquí sí o sí? Lo pregunto más que nada porque, si por casualidad hubiera algún atajo más... normalito, pues mejor darse la vuelta, ¿no?
Virgilio me tiró del brazo como si yo no hubiera comentado nada, o más bien como si le hubiera dicho: «¡Qué contento estoy de entrar en el Infierno!». No quería resistirme mucho ni oponerme a los deseos de mi maestro, pero dadas las circunstancias, tampoco me apetecía mucho obedecer, así que, en vez de seguirlo, me dejé arrastrar.
Mientras tanto, pensaba en lo que me dijo antes Virgilio, lo de que, para salir de la selva, debía atravesar el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. ¡Menuda exageración! ¿No podía limitarse a acompañarme hasta encontrar el camino que había perdido de vista? ¡Cómo no se me ocurrió preguntarle antes! ¡Si me hacía ese favor, seguro que sabría regresar a casa solo!
—Maestro —comencé, tanteando un poco el terreno—. ¿No podrías contarme el secretillo y explicarme por qué se me ha concedido, eh..., el honor de entrar aquí? Porque verás, si uno se para a pensarlo, yo lo que quiero es encontrar una salida, no una entrada...
Virgilio me soltó el brazo. ¡Menos mal, porque se me estaba quedando dormido!
—Está bien —aceptó, y se resignó con un suspiro—. Verás: tu viaje es voluntad del Cielo. La Virgen María, que se compadece de los cristianos que se hallan en dificultades, te vio en la selva y se apiadó de ti. Entonces habló con santa Lucía para que te concediera la gracia de iluminarte, y ella, a su vez, apeló a Beatriz, que acudió a mí y me pidió que te ayudara a salir de allí. Yo te acompañaré solo un tramo; después, la propia Beatriz se encargará de ti. Ella te guiará en tu viaje...
A ver si lo había entendido bien: primero se había preocupado por mí la Virgen; luego, santa Lucía; luego, Beatriz y, finalmente, Virgilio. Entonces en el otro mundo se seguía una jerarquía, como en la vida militar o en las administraciones públicas. Cualquiera, en mi lugar, se habría sentido en la gloria con tantos honores, pero mira por dónde: ¡me hallaba a las puertas del Infierno!
—Bueno, vale —respondí, poco convencido—. ¿Pero por qué tengo que atravesar el reino de ultratumba? Algún objetivo tendrá este viaje...
—¡Pues claro!
—¿Cuál?
Virgilio suspiró, como si quisiera contarme algo que no podía decir.
—Ya te he contado lo que pasa y por qué estamos aquí. La razón de tu viaje es un misterio aún mayor, y de verdad que no puedo contártelo. ¡Lo sabrás a su debido tiempo!
Comprendí que era inútil insistir. Eso sí, me quedé con un aspecto concreto de la historia: ¡volvería a ver a Beatriz! ¡Dios mío, cuánto me alegraba saberlo! ¡Casi me habían entrado ganas de emprender el viaje y todo! Me cambió el humor de repente.
—¡Vamos! —apremié a Virgilio.
Le tiré de la manga para que se apresurara. Un instante después, nos adentrábamos en el Infierno.