Kitabı oku: «El mensaje de los profetas»
Sinopsis
Los profetas del Antiguo Testamento fueron, sin duda, hombres inspirados y con una clara conciencia de que Dios era quien les hablaba y se consideraban ser portavoces del Señor. Fueron también hombres públicos que en el cumplimiento del deber de transmitir la palabra de Dios estaban en contacto con la gente. Cumplían su función no en lugares de retiro o reflexión, ni en los espacios limitados del templo sino en la calle y en la plaza pública. Es decir, en los lugares donde las personas solían reunirse, donde el mensaje que anunciaban era necesario y la problemática humana era acuciante. El mensaje profético era pronunciado en contacto directo con la realidad social, económica, política y religiosa y con pleno conocimiento del discurso de los políticos, las intenciones de los gobernantes, el mundo lujoso de los poderosos, el clamor de campesinos pobres y la indiferencia de muchos sacerdotes.
El autor de este libro nos ofrece un atento y diligente estudio de una selección de mensajes de los profetas que fueron dirigidos tanto a los dirigentes como a todo el pueblo con la finalidad de confrontarlos en función del propósito de Dios para la vida humana. Convoca a los lectores a formar parte de una conversación sobre asuntos cruciales de la actualidad y movilizadora de la vocación profética y voz pública de las comunidades de fe.
El mensaje de los profetas
Una verdad pública
© 2020 Darío López Rodríguez
© 2020 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma
Primera edición digital: julio 2020
ISBN N° 978-612-4252-44-0
Categoría: Religión - Estudios bíblicos - Estudios del Antiguo Testamento
Primera edición impresa: febrero 2020
ISBN N° 978-612-4252-37-2
Editado por:
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Ediciones Puma es un programa del Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip)
Edición: Jim Breneman
Diseño de carátula: Eliezer D. Castillo P.
Diagramación: Hansel J. Huaynate V.
Reservados todos los derechos
All rights reserved
Prohibida la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro por algún medio mecánico, electrónico, fotocopia, grabación u otro, sin autorización previa de los editores.
A los pastores Roberto Aldana y Carlos Napoleón Canizalez, dilectos amigos, compañeros de misión y profetas del Dios de la vida en la patria grande: América Latina.
Prólogo
Si el propósito hubiera sido expresar grandes ideas
Ia profecía tendría que haber sido aclamada como un gran triunfo.
No obstante, el propósito de la profecía es conquistar a la insensibilidad,
cambiar al hombre interior así como revolucionar la historia1.
— Abraham J. Heschel
Ya quisiera que todos los del pueblo del Señor fueran profetas
y que el Señor pusiera su Espíritu sobre todos.
— Nm 11.29 (ntv)
Con la excepción de una pequeña selección de textos, las palabras de los profetas bíblicos casi no se oyen desde los púlpitos evangélicos. Quizás en ocasiones se oye un pasaje que anuncia el arribo del Mesías prometido. O tal vez algún bocadillo inspiracional sobre cómo el justo vivirá por su fe. Las palabras de los profetas no son fáciles de domar y de convertir en prédicas que entretengan y arrullen a una congregación en busca de afirmación y pertenencia.
Pero el autor de este libro trata de manera muy diferente a las palabras de los profetas y a las personas a quienes dirige su mensaje. Como buen predicador (en el sentido del que escribió Escobar hace tantos años2), Darío López escucha muy atentamente, y con la ayuda del Espíritu del Dios de la Vida, las palabras inspiradas de los profetas y, a la vez, a las esperanzas y experiencias de sus oyentes. Con profunda percepción pastoral de su propio tiempo y lugar, los exhorta a reconocer su vocación profética y pública.
Porque los profetas fueron personajes públicos y sus discursos fueron —y deben seguir siendo— mensajes públicos, dirigidos a confrontar y movilizar no solo a los dirigentes, sino también a todo el pueblo de a pie (tomando prestada una frase de Darío López). Para su momento, fueron mensajes urgentes de Dios, mensajes punzantes que buscaban recordarle a un pueblo adormecido cuál era su identidad y su propósito. Ese mensaje también es urgente hoy.
De verdad hay que valorar cómo el autor invita a sus oyentes —y ahora a nosotros, sus lectores— a ser parte de una conversación actual y movilizadora acerca de nuestra vocación profética y la voz pública de nuestras comunidades de fe.
Un mensaje que “arde en el corazón”. Eso es algo que entendieron muy bien los profetas del Antiguo Testamento. Y es eso precisamente lo que este autor busca compartir con nosotros en esta serie de exposiciones y prédicas. Con claridad y lujo de detalle explica las palabras incisivas de los profetas e ilumina el contexto en el cual las pronunciaron: nos pone a andar en sus zapatos y a ver su mundo a través de sus ojos. Pero insiste en que esa forma de mirar también la dirijamos hacia donde andan nuestros propios pasos.
Debemos contagiarnos de lo que ha escrito Darío López: “todos los creyentes son misioneros naturales empoderados por el Espíritu, cuya tarea indeclinable consiste en proclamar en todos los auditorios humanos lo que han visto y oído. Tienen un mensaje que les arde en el corazón, un mensaje liberador que ha transformado su vida, y un encargo misionero que no puede ser postergado ni subastado en ningún momento”3
Al leer este libro de Darío López uno no puede —y quizás no debe— dejar de notar cómo resuena con otros de sus libros.4 Este libro sobre los profetas y su mensaje continúa y extiende las reflexiones y exhortaciones del autor acerca de nuestro testimonio cristiano en la sociedad.
Ciertamente corresponde agradecer a Darío López por su excelente trabajo y celebrar la oportuna publicación por parte de Ediciones Puma. Confío en que será un gran aporte para todos aquellos que anhelan ver, en la conducta y voz pública de los cristianos de hoy, un reflejo más genuino del “propósito del Dios de la Vida de una vida plena y justa para todas las personas”5.
Jim Breneman
1 Abraham J. Heschel, Los profetas
2 “La predicación es un acto público por excelencia. Predicar es anunciar la Palabra de Dios y en esa naturaleza de anuncio está su carácter público. Quizás nosotros los evangélicos, refugiados en nuestra situación minoritaria o sumergidos en la atmósfera cálida de la comunión fraternal con su fácil aceptación mutua, olvidamos el carácter eminentemente público de la predicación, bien sea el anuncio profético en el Antiguo Testamento o el anuncio apostólico en el Nuevo. Y precisamente por tratarse de un acto público, no se puede evitar la confrontación con la realidad.” (Samuel Escobar, La predicación evangélica y la realidad peruana. Boletín Teológico 18, 1985).
3 La fiesta del Espíritu (2006), p. 54.
4 Menciono aquí los que tengo a mano: Pentecostalismo y transformación social (2000); Cuando Dios incomoda (2005); La fiesta del Espíritu (2006); Artesanos de la paz (2006) y La política del Espíritu (2019).
5 Tomado del capítulo “El mensaje social y político de los profetas” de este libro.
Capítulo 1
El mensaje social y político de los profetas
…En ningún lugar la demanda por la justicia es más clara y más poderosamente expresada como en los profetas hebreos6
— Emil Brunner
...había terminado el primer curso de teología y comenzaba a leer los profetas. Me impresionó que su sensibilidad con la justicia y la pobreza era mayor que la de muchos cristianos7
— José Sicre
¿Cuál fue el mensaje de los profetas hebreos? ¿Fue su mensaje una verdad pública o un discurso limitado al ámbito religioso de la vida, sin ninguna referencia a los problemas sociales y políticos de su entorno? Los profetas hebreos, como voceros del Dios de la Vida, desnudaron públicamente la religiosidad hipócrita, inhumana e insensible que caracterizaba a los que estaban en la cima del poder. Denunciaron que la injusticia, la explotación y opresión de los indefensos, la quiebra del derecho, la cosificación de los seres humanos eran pecados individuales y sociales que contradecían el propósito de Dios de una vida plena y justa para todas las personas.
Fue a través de los profetas que Dios anunció juicio y castigo ejemplar para quienes habían infringido su ley, violentando el derecho de los pobres y de los indefensos, tratándolos como desperdicio social:
¡Ay de los que dictan leyes injustas, y prescriben tiranía, para apartar del juicio a los pobres, y para quitar el derecho a los afligidos de mi pueblo; para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos! ¿Y qué haréis en el día del castigo? ¿A quién os acogeréis para que os ayude, cuando venga de lejos el asolamiento?… (Is 10.1–3).
Los profetas denunciaron públicamente la situación de injusticia en la que se encontraban los sectores sociales vulnerables e indefensos (huérfanos, viudas, extranjeros), precisando que los ricos y los poderosos eran los autores materiales de esa violencia en contra de la vida y la dignidad humana. En esa realidad de violencia, generada desde la cima del poder e impuesta verticalmente, profetas como Amós denunciaron las prácticas corrientes de injusticia y proclamaron la justicia divina:
Oíd esto los que explotáis a los menesterosos y arruináis a los pobres de la tierra, diciendo: ¿Cuándo pasará el mes, y venderemos el trigo; y la semana, y abriremos los graneros del pan, y achicaremos la medida, y subiremos el precio, y falsearemos con engaño la balanza, para comprar los pobres por dinero, y los necesitados por un par de zapatos, y venderemos los desechos del trigo? Jehová juró por la gloria de Jacob: No me olvidaré jamás de todas sus obras (Am 8.4–7).
La denuncia pública de Miqueas de Moreset no fue menos enérgica que la denuncia pública de Amós el profeta de Tecoa. Miqueas constató, describió y denunció la realidad de injusticia que campeaba en sus días con estas palabras:
Dije: Oíd ahora, príncipes de Jacob, y jefes de la casa de Israel: ¿No concierne a vosotros saber lo que es justo? Vosotros que aborrecéis lo bueno y amáis lo malo, que les quitáis su piel y su carne de sobre los huesos; que coméis asimismo la carne de mi pueblo, y les desolláis su piel de sobre ellos, y les quebrantáis los huesos y los rompéis como para el caldero, y como carnes en olla. Entonces clamaréis a Jehová, y no os responderá, antes esconderá de vosotros su rostro en aquel tiempo, por cuanto hicisteis malvadas obras […] Oíd ahora esto, jefes de la casa de Jacob, y capitanes de la casa de Israel, que abomináis el juicio, y pervertís todo el derecho; que edificáis a Sion con sangre, y a Jerusalén con injusticia. Sus jefes juzgan por cohecho, y sus sacerdotes enseñan por precio, y sus profetas adivinan por dinero; y se apoyan en Jehová, diciendo: ¿No está Jehová entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros. Por tanto, a causa de vosotros Sion será arada como campo, y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas, y el monte de la casa como cumbres de bosque (Mi 3.1–4, 9–12).
La enérgica denuncia de los profetas indica que realidades innegables, como el paulatino abandono de la ley de Dios, tuvieron como correlato una cruda situación de inmoralidad e injusticia que afectó especialmente a los pobres y a los indefensos. La clase dirigente los condenó al ostracismo social, tratándoles como cosas descartables. En esa situación de desprecio por la vida humana, presentando a Dios como el protector de los pobres y de los indefensos, los profetas denunciaron la conducta social voraz y la religión hipócrita de la clase dirigente con estas palabras:
¡Ay de la ciudad rebelde y contaminada y opresora! No escuchó la voz, ni recibió la corrección, no confió en Jehová, no se acercó a su Dios. Sus príncipes en medio de ella son leones rugientes; sus jueces lobos nocturnos que no dejan hueso para la mañana. Sus profetas son livianos, hombres prevaricadores; sus sacerdotes contaminaron el santuario; falsearon la ley. Jehová en medio de ella es justo, no hará iniquidad; de mañana sacará a la luz su juicio, nunca faltará; (Sof 3.1–5).
La denuncia pública de Habacuc tuvo la misma textura profética:
¡Ay del que codicia injusta ganancia para su casa, para poner en alto su nido, para escaparse del poder del mal! Tomaste consejo vergonzoso para tu casa, asolaste muchos pueblos, y has pecado contra tu vida. Porque la piedra clamará desde el muro, y la tabla del enmaderado le responderá. ¡Ay del que edifica la ciudad con sangre, y del que funda una ciudad con iniquidad! (Hab 2.9–12).
Los profetas hebreos en su denuncia pública dibujaron y denunciaron el cuadro desgarrador de corrupción y violencia, explotación y degradación moral, acaparamiento de tierras y de alimentos, injusticia y cohecho, ruptura del derecho, economía abusiva, usura y cosificación del ser humano (Is 1.21–23; 3.14–15; 5.22–23; 10.1–2; Am 2.6–8; 4.1; 5.11–13, 12; Mi 3.1–12; 6.6–12; Hab 1.1–3; 2.6–12).
Ese fue el contexto concreto de violencia y muerte en el que se encontraban los pobres y los indefensos de la sociedad, los vulnerables como las viudas, los huérfanos y los extranjeros. Dios no se quedó en silencio, no fue indiferente o insensible, no permaneció impasible ante la realidad de injusticia urdida desde los centros de poder político, religioso y económico. Dios habló y actuó. Habló y actuó porque la injusticia y la impunidad no forman parte de su propuesta de justicia y vida plena para todos. Hablar y actuar, antes que ser impasibles, complacientes, indiferentes o cómplices, ¿no debería ser también, actualmente, nuestra práctica personal y colectiva? ¿No tendría que expresarse así nuestra ciudadanía plena como creyentes en el Dios de la Vida que es justo y ama la justicia? ¿Deberíamos callar ante las injusticias, la explotación, la corrupción y el abuso de poder tan frecuentes en nuestros países?
6 Emil Brunner, Justice and the Social Order, New York-London: Harper & Collins, 1945, página 6.
7 José Sicre, “Con los pobres de la tierra”: La justicia social en los profetas de Israel, Madrid: Ediciones Cristiandad, 1984, página 13.
Capítulo 2
Misión y liberación
Jeremías 29.1–32
Introducción
Jeremías (Yahvé exalta, Yahvé derriba o Yahvé establece), que provenía de la aldea de Anatot (localizada 5 o 6 km al noreste de Jerusalén), formaba parte de una familia sacerdotal. Profetizó desde su llamamiento en el año decimotercero del reinado de Josías (626 a.C.) hasta la caída de Jerusalén (587 a.C.)8 e incluso unos años después (cf. Jer 40–44). Fue llamado para perturbar a los que tenían en sus manos el poder político, religioso y económico: “Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar” (Jer 1.10).
Cumplió su ministerio profético inmerso en los eventos públicos de su tiempo. Cuando fue llamado para ser profeta habían ocurrido, en el antiguo Cercano Oriente, eventos sociales y políticos que rediseñaron el escenario político regional. El imperio asirio se había desintegrado, y Egipto y Babilonia, las dos potencias que emergieron en esa coyuntura histórica, luchaban entre sí por el predominio político regional. Jeremías fue testigo presencial de situaciones políticas críticas que culminaron con la derrota militar de Judá durante el reinado de Sedequías, la destrucción de Jerusalén y el desplazamiento forzado de cientos de judíos que fueron llevados cautivos a Babilonia (Jer 39.1–10, cf. Jer 52.1–30; 2Cr 36.11–21). Jeremías no fue llevado cautivo a Babilonia, y después de la destrucción de Jerusalén, continuó su ministerio profético entre sus compatriotas que no fueron condenados al exilio y que permanecieron en Jerusalén.
Jeremías 29.1–32, un pasaje en el que se registra la carta que el profeta envió a los cautivos en Babilonia9, delinea varios temas clave relacionados con la misión del pueblo de Dios en una realidad de violencia y desarraigo, cautividad y desesperanza. ¿Cuáles son las lecciones que se derivan de este pasaje bíblico para la misión del pueblo de Dios en realidades históricas de violencia, desarraigo, desplazamiento forzado, cautividad social y política, y crisis de esperanza? ¿Es la liberación una experiencia humana que necesaria e inevitablemente tiene que responder a la violencia de los opresores con la violencia de los oprimidos? ¿Es la violencia la única salida que tienen los oprimidos?
Misión en un contexto de violencia
En su carta a los exiliados en Babilonia, Jeremías se sitúa en el contexto histórico concreto (594 a.C.) y aborda directamente la situación de desplazamiento forzado y desarraigo violento en el que se encontraban sus compatriotas en Babilonia, el centro del imperio dominante de ese tiempo: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel a todos los de la cautividad que hice transportar de Jerusalén a Babilonia…” (Jer 29.4). Esta carta a los cautivos fue enviada desde Jerusalén (Jer 29.1) y en la misma, entre otros temas, se subraya la soberanía de Dios (“…que hice transportar de Jerusalén a Babilonia”), bajo cuya autoridad están las personas y los pueblos, incluso los pueblos paganos y los opresores.
La carta a los cautivos confrontaba y desnudaba públicamente a los falsos profetas; así había hecho Jeremías con Hananías cuando le dijo “…Ahora oye, Hananías: Jehová no te envió, y tú has hecho confiar en mentira a este pueblo” (Jer 28.15). Estos falsos profetas, a diferencia de Jeremías, aseguraban que el cautiverio duraría dos años y que los judíos regresarían pronto a la tierra de la que fueron arrancados con violencia (Jer 28.1–2). En la carta a los cautivos, Jeremías precisó además lo siguiente sobre los falsos profetas:
…así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: No os engañen vuestros profetas que están entre vosotros, ni vuestros adivinos; ni atendáis a los sueños que tengáis. Porque falsamente os profetizan ellos en mi nombre; no los envié, ha dicho Jehová (Jer 29.8–9).
Las palabras de Jeremías iban a contracorriente de lo que afirmaban los falsos profetas que prometían que la liberación de la cautividad estaba cerca. Puede afirmarse entonces que Jeremías fue un profeta anti-sistema; es decir, un profeta que no acomodó su mensaje a las aspiraciones del pueblo cautivo, un profeta que no habló para congraciarse con las “masas” que anhelaban que termine el cautiverio para regresar a su terruño. Jeremías no fue como los falsos profetas que buscaban el aplauso de los cautivos, que afirmaban ser voceros autorizados de Dios y que le mentían a los cautivos en Babilonia, sembrando en ellos falsas esperanzas (Jer 29.8–9, 21, 31).
¿Cuál fue el mensaje de Jeremías a los cautivos en Babilonia? ¿Qué les planteó a los cautivos, como agenda de misión inmediata, en una realidad de desplazamiento forzado, desarraigo y violencia social y política? Además de distanciarse del mensaje de los falsos profetas y de confrontar su falso optimismo, Jeremías en su carta a los cautivos afirmó que Dios les encomendaba la siguiente agenda de misión:
Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis. Y procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz (Jer 29.5–7).
Parece un contrasentido al amor y a la justicia de Dios lo que se les planteaba a los cautivos como agenda de misión para una realidad de crisis, desplazamiento forzado, desarraigo y violencia. Pero no era así. La cautividad duraría 70 años y, por esa razón, los cautivos tenían que responder a esa realidad asentándose en Babilonia y procurando la paz del pueblo que había arrasado con Jerusalén y asesinado y arrancado de su patria a cientos de personas y familias. Tenía que ser así, aunque se tratara de una realidad violenta y traumática, tal como describe el Salmo 137:
Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aún llorábamos, acordándonos de Sion. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas. Y los que nos habían llevado cautivos nos pedían que cantásemos, y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: Cantadnos algunos de los cantos de Sion. ¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños?… Hija de Babilonia la desolada, bienaventurado el que te diere el pago de lo que tú nos hiciste. Dichoso el que tomare y estrellare tus niños contra la peña (Sal 137.1–4, 8–9).
Jeremías en su carta, como un mandato de parte de Dios, les pidió lo siguiente a los cautivos en Babilonia:
En primer lugar, les pidió a los desplazados y desarraigados, que sean residentes. Las víctimas de la violencia de un desplazamiento forzada y de un desarraigo violento, aunque les resultase difícil en las condiciones sociales y políticas en las que se encontraban como cautivos en tierra extraña, tenían que aprender a orar por la paz y la estabilidad de la ciudad de sus victimarios. Esta demanda, por supuesto, no era ni es un mensaje popular: no produce aplausos, no genera ganancias personales, ni tiene la aprobación de quienes anhelan ser libres de toda opresión. Para nuestro caso, esta demanda misionera implica que tenemos que aprender a ejercer la ciudadanía plena en todos los campos de la vida humana, sabiendo que no siempre harán caso a nuestras demandas y que la injusticia institucionalizada frenará todos intento de cambiar la corrupción y la quiebra del derecho instalada en todos los frentes de la vida social y política. Aun así, conociendo esa realidad de injusticia, se tiene que ejercer responsablemente la ciudadanía plena. Como en el caso de los cautivos en Babilonia, hacerse residentes en tierra extraña no tenía como correlato la aceptación pasiva de la violencia de los opresores ni un llamado a la inacción o a la parálisis social. La esperanza en la liberación que Dios operaría en la historia tenía que jalonar toda la vida personal y pública. Hacerse residente constituía una forma de resistencia activa al poder de los opresores.
En segundo lugar, les pidió a quienes fueron desplazados forzadamente que se conviertan en misioneros en una tierra extraña. Les pidió que se establezcan formando familias y que se preocupen por la paz de la ciudad en la cual se encontraban cautivos. La misión en esa realidad de desplazamiento forzado y desarraigo tenía una demanda o exigencia bastante clara y directa: “Y procurad la paz de la ciudad… rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz” (Jer 29.7). La construcción de la paz, como en este caso, exige un compromiso personal y colectivo, un compromiso que se expresa en una acción militante por la estabilidad social y política de la realidad en la que el misionero se encuentra como agente de la Gracia y Justicia de Dios. La paz que se busca y procura para todos no es solamente ausencia de guerra o de conflictos sociales, sino plenitud de vida para todos, sean ciudadanos de esa tierra o migrantes voluntarios o forzados. La misma demanda se nos hace a nosotros: Paz para todos, Vida plena para todos, Justicia imparcial para todos, Inclusión social sin retaceos.
En tercer lugar, les pidió a las víctimas de la violencia de la guerra que sean visionarios, es decir, que aprendan a mirar más allá de la realidad actual de desarraigo y que sean jalonados por la esperanza. De acuerdo a Jeremías, la condición de desplazados forzados y de desarraigo violento no sería eterna, para el caso de los cautivos en Babilonia duraría 70 años (Jer 29.10), y luego regresarían a la tierra añorada y evocada continuamente. Para los cautivos de Babilonia, y también para nosotros, dejarse amordazar y paralizar por la condición de víctimas del sistema predominante, como si éste tuviera la última palabra en la historia, además de aquietar las ansias de liberación y de secuestrar la esperanza, nos roba lo más precioso que tenemos —así estemos o no en situación de cautividad— la voluntad de transformar la prisión actual en un terreno de libertad, y la capacidad de soñar e imaginar una nueva realidad. Una nueva realidad en la que la paz se abrace con la justicia, y toda forma de impunidad y de injusticia sea desterrada de las relaciones humanas y de la vida social y política cotidiana.
Los falsos profetas y el pueblo cautivo
Aprovechando la situación de incertidumbre, inquietud, desesperanza y crisis que se vivía en esos días, los falsos profetas, tanto en Jerusalén como en Babilonia, proclamaban el fin del exilio, convencidos de que Babilonia estaba a punto de caer (Jer 28.1–4; 29.8–10, 21, 31). Así lo expresó Hananías:
Así habló Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, diciendo: Quebranté el yugo del rey de Babilonia. Dentro de dos años haré volver a este lugar todos los utensilios de la casa de Jehová, que Nabucodonosor rey de Babilonia tomó de este lugar para llevarlos a Babilonia, y yo haré volver a este lugar a Jeconías hijo de Joacim, rey de Judá, y a todos los transportados de Judá que entraron en Babilonia, dice Jehová; porque yo quebrantaré el yugo del rey de Babilonia (Jer 28.2–4).
Es interesante notar cómo a través de estos personajes, los falsos profetas, la mentira se institucionaliza, con el propósito de aquietar y amordazar a las víctimas de la violencia de la guerra y a los inmigrantes forzados, sembrando falsas esperanzas.
Jeremías no se quedó callado, no eludió el problema, no evadió la confrontación directa con los falsos profetas. Denunció públicamente, como vocero de Dios, la práctica mentirosa de los falsos profetas:
…así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: No os engañen vuestros profetas que están entre vosotros, ni vuestros adivinos, ni atendáis a los sueños que soñáis. Porque falsamente os profetizan en mi nombre; no los envié, ha dicho Jehová (Jer 29.8–9).
A los cautivos se les pidió que no se dejaran engañar por estos falsos profetas y que no tuvieran en cuenta sus falsas afirmaciones y promesas. Y se subraya que profetizaban falsamente, utilizando el nombre de Dios para validar sus afirmaciones. Más aún, Jeremías acotó que estos falsos profetas no habían sido comisionados por Dios ni tenían su aprobación:
Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, acerca de Acab hijo de Colaías, y acerca de Sedequías hijo de Maasías, que os profetizan falsamente en mi nombre: He aquí los entrego yo en manos de Nabucodonosor rey de Babilonia, y él los matará delante de vuestros ojos (Jer 29.21).
El juicio justo, imparcial e inapelable de Dios llegaría sobre aquellos que utilizaban su nombre en vano para justificar y legitimar su mensaje de falsa esperanza y de mentira institucionalizada. Y, como en este caso, Dios puede utilizar incluso a los no creyentes para sancionar ejemplarmente a los que utilizan a Dios y a la religión como mercancía y como instrumento para posicionarse en los espacios de poder como mediadores autorizados de lo divino. La sanción decretada contra Semaías, uno de los falsos profetas que hizo de la mentira un instrumento de poder político-religioso, da cuenta de la justicia divina y expresa que Dios no es amigo de la impunidad, la mentira y la injusticia:
…Así ha dicho Jehová de Semaías de Nehelam: Porque os profetizó Semaías, y yo no lo envié, y os hizo confiar en mentira; por tanto, así ha dicho Jehová: He aquí que yo castigaré a Semaías de Nehelam y a su descendencia; no tendrá varón que more entre este pueblo, ni verá el bien que haré yo a mi pueblo; porque contra Jehová ha hablado rebelión (Jer 29.31–32).
Como se subraya en este pasaje, los falsos profetas (Ajab, Sedequías, Semaías) utilizaban la mentira como instrumento para sembrar en el pueblo falsas esperanzas. Sin embargo, Dios conocía esa realidad; él no avalaba ni avala la mentira, y la impunidad no formaba ni forma parte de su presencia activa en la historia humana. Dios en su justicia, imparcial y ejemplar, como lo hizo con estos falsos profetas, sancionará a quienes utilizan su nombre para granjearse la simpatía del pueblo que vive confiando en el engaño de los que se presentan a sí mismos como voceros autorizados de Dios.
La cautividad física o la esclavitud mental, como ocurrió con los judíos desterrados en Babilonia, continúa siendo un problema real en el mundo contemporáneo. Los falsos profetas todavía están activos y la mentira sigue siendo su instrumento favorito para mantener cautivo al pueblo de a pie. Cautivo de una religión vendida al poder político, secuestrada por quienes están en el poder, y de una religión instrumentada por los poderosos para continuar oprimiendo y explotando a quienes se dejan seducir por un lenguaje religioso que parece revelación divina, pero solo es falsedad disfrazada de piedad o hipocresía adornada con lenguaje religioso.
A los falsos profetas se les tiene que confrontar y denunciar públicamente, como lo hizo Jeremías en su tiempo. Jamás se les debe hacer concesiones, nunca se tiene que ignorar sus pretensiones mesiánicas y siempre se tiene que denunciar sus mentiras adornadas con lenguaje religioso. Para esta tarea, que es permanente, siempre serán necesarios tanto el discernimiento como el coraje, así como la capacidad de indignación y una palabra que no se negocia ni se subasta. Sobre todo, cuando la religión se enlaza con la política o viceversa.
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