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2 La meta de la vida cristiana
¿Cuál es el fin principal del hombre? Generaciones de niños que fueron criados con la enseñanza del Catecismo Menor de Westminster aprendieron a contestar, “El fin principal del hombre es el de glorificar a Dios y gozar de él para siempre”. Es una buena respuesta. Tan buena, incluso, que pocos se detienen a preguntarse por qué el catecismo comienza con esta primera pregunta. Solamente los niños que no han memorizado la respuesta preguntarán, “¿qué significa ‘fin principal’?”, o “¿por qué se hace esta pregunta?” No es tan fácil.
El Catecismo Menor presupone que hay un propósito supremo para el hombre, alguna meta (telos) que hace que el hombre se realice, algún bien superior de valor intrínseco que debemos buscar en esta vida más que ninguna otra cosa. La pregunta del Catecismo se ubica dentro de la tradición cristiana expresada por Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”.10 El Catecismo comienza con esta pregunta, porque los autores comprendieron que el ser humano vive de acuerdo con un propósito, que “como sea el hombre - emocional, racional, mortal, rudo, comprensivo, lo que sea - es un ser muy teológico”.11 La pregunta busca establecer la meta de la vida en general, porque esa meta determina los demás conceptos acerca de virtudes y deberes, y nos ayuda a comprometernos con ellos.12
En la época cuando Agustín se convirtió a Cristo, la pregunta acerca del bien supremo, o el summum bonum, había sido el tema de discusión filosófica durante mucho tiempo. Aristóteles, por ejemplo, enseñó que la meta, o el fin (telos) del hombre era eudaimonia. Este término tradicionalmente había sido traducido como “felicidad”, pero ahora es más común traducirlo como “prosperidad”, para expresar en una sola palabra el concepto complejo de Aristóteles que combina los dos aspectos: una persona es buena, y también tiene éxito en lo que hace. Esto no debe confundirse con hēdonē (placer). Eudaimonia involucra actividad racional y bondadosa, porque estas son características distintivamente humanas, y por lo tanto son necesarias para que el hombre se realice. Si le preguntáramos a Aristóteles, “¿cuál es el fin principal del hombre?”, él contestaría, “prosperar a través de la excelencia moral e intelectual - y con un poco de suerte”.13 (El elemento de suerte era necesario, porque Aristóteles no podría garantizar ni las condiciones físicas mínimas de la vida - la comida, la salud, y el abrigo - para no mencionar el ingreso necesario para un estilo de vida contemplativo. La “felicidad” consiste en ser bueno y en prosperar, pero Aristóteles tenía que admitir que las dos cosas no siempre están unidas.)
En algunos aspectos formales, el enfoque de Agustín coincide con el análisis clásico teleológico de la conducta humana.14 Reconoce que el deseo de la felicidad, entendida como un sentido de realización propia y de satisfacción, es natural en el ser humano. También cree que la actividad humana es motivada por la búsqueda de la felicidad. De hecho, dijo en uno de sus sermones, “Si yo les preguntara por qué han creído en Cristo, por qué se han hecho cristianos, cada uno diría honestamente, ‘porque buscaba la felicidad’”.15 El Bien Supremo, sin embargo, no es la felicidad misma, sino Aquel que es la fuente de toda felicidad. “Si referimos a él todas nuestras acciones, y lo buscamos no por otro bien, sino por sí mismo, y al fin llegamos a conseguirlo, no es preciso buscar más para ser felices.”16
Para Agustín, Dios es el “Bien Supremo”. Dios ha injertado en el hombre el deseo de la felicidad, y este deseo debe llevarlo a Dios, para encontrar en Él la fuente de todo bueno. Dios es el valor absoluto, infinito, eterno, incambiable, y la buena vida consiste en conocer y amar a Dios. Los filósofos paganos se equivocaron, no en buscar la felicidad (porque Dios nos creó con este deseo), sino en tratar de encontrar la felicidad en sí mismos y en esta vida solamente. Desde el punto de vista de Agustín, los valores que producen la felicidad, según un enfoque pagano (por ejemplo, según Aristóteles, la excelencia intelectual y moral), están corruptos debido al orgullo humano en buscar su propia realización. Esta realización propia no es la realización sana que viene como resultado de la gracia divina, sino una realización que es solamente un logro humano. Como sean las virtudes naturales, no pueden acercarse a la nobleza de las virtudes gloriosas de Dios.
La felicidad cristiana, por otro lado, trasciende lo humano y lo temporal. Tal como dice Agustín en su descripción maravillosa de la ciudad celestial, Dios es la felicidad de los redimidos.
“El premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio la virtud, pues a los que la tuvieren les prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque ¿qué otra cosa es lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino yo seré su satisfacción. Yo seré todo lo que los hombres honestamente pueden desear—vida y salud, sustento y riqueza, gloria y honra, paz y todo cuanto bien se conoce? De esta manera se entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». El será el fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le elogiaremos sin cansancio.”17
Tomás de Aquino compartía la perspectiva de Agustín sobre la ética, y utilizó su genio arquitectónico para desarrollar un sistema teleológico completísimo.18 Al hacerlo, usó la estructura triple de Aristóteles: “la naturaleza humana como es, la naturaleza humana como podría ser si realizara su telos, y los preceptos éticos racionales que son el medio para cambiar de una a la otra”.19 Frecuentemente los protestantes evangélicos consideran que Aquino no fue fiel a Agustín en esto, pero realmente es el enfoque de Aristóteles que ha sido cambiado, ya que Aquino tiene un punto de vista cristiano.20 Tal como demuestra Alasdair MacIntyre, al introducir el teísmo, “los preceptos éticos deben entenderse no solamente como mandatos teológicos, sino también como expresiones de una ley establecida por Dios”.21 De nuevo, el problema humano no es simplemente una cuestión de error (como enseñaba Aristóteles), sino de pecado. La solución entonces, tanto para Aquino como para Agustín, es la gracia de Dios.
En su enfoque de la ética, Calvino retuvo la orientación de Agustín, pero no usó el sistema de Aquino.22 Como Agustín, Calvino tomó el asunto de la felicidad como punto de partida para hablar del conocimiento de Dios, pero con una diferencia: mientras Agustín había comenzado con el deseo universal de la felicidad, Calvino puso énfasis en la necesidad de estar consciente de la falta de felicidad. El conocimiento de sí mismo que lleva al conocimiento de Dios no consiste en los dones de la naturaleza humana, sino en la miseria que ha resultado de la caída de Adán. La primera lección en la búsqueda de la felicidad es la humildad, una virtud que brilla por su ausencia en Aristóteles y la tradición clásica.23 Leamos las palabras de Calvino mismo:
“...No puede por menos que ser tocado cada cual de la conciencia de su propia desventura, para poder, por lo menos, alcanzar algún conocimiento de Dios. Así, por el sentimiento de nuestra ignorancia, vanidad, pobreza, enfermedad, y finalmente perversidad y corrupción propia, reconocemos que en ninguna otra parte, sino en Dios, hay verdadera sabiduría, firme virtud, perfecta abundancia de todos los bienes y pureza de justicia; por lo cual, ciertamente, nos vemos impulsados por nuestra miseria a considerar los tesoros que hay en Dios. Y no podemos de veras tender a Él, antes de comenzar a sentir descontento de nosotros.”24
En su capítulo breve de escatología en la Institución, Calvino hace eco de Agustín (y Aquino) en su descripción de Dios como el Bien Supremo y la mayor felicidad de los redimidos:
“Si Dios, como fuente viva que nunca se agota, contiene en si la plenitud de todos los bienes, nada fuera de él han de esperar aquellos que se esfuerzan en alcanzar el sumo bien en toda su plenitud y perfección.... Si el Señor ha de hacer participes a sus elegidos de su gloria, virtud y justicia, e incluso se dará a sí mismo para que gocen de Él, y lo que es más excelente aún, se hará en cierta manera una misma cosa con ellos, hemos de considerar que toda clase de felicidad se halla comprendida en este beneficio.”25
Calvino observa que muchos pasaje bíblicos nos enseñan a buscar a Dios como el Bien Supremo (Génesis 15.1; Salmo 16.5-6; 17.17; 1 Pedro 1.4; 2 Tesalonicenses 1.10). Aún así, la teleología no es un aspecto sobresaliente en su enseñanza sobre la ética. Su “Meditación sobre la vida futura” afirma que gozarse de la presencia de Dios es la cumbre de felicidad, pero el capítulo en general no fue escrito acerca de cómo debemos buscar la meta de nuestra vida y nuestra redención. Con su comprensión profunda de la naturaleza caída del hombre y de su arrogante oposición a la autoridad divina, Calvino parece estar más preocupado por el asunto práctico de la obediencia a los mandamientos de Dios. 26
En términos generales, la tradición reformada ha seguido a Calvino en esto, y se ha concentrado en el aspecto de la toma de decisiones, de acuerdo con las normas bíblicas del bien y del mal. Obviamente esto es un aspecto importante de la ética, pero debe entenderse dentro del contexto más amplio del llamado cristiano. Debido a la confusión moderna entre la ética teleológica y el consecuencialismo (el enfoque que sostiene que una acción es buena o mala dependiendo solamente de las consecuencias), los evangélicos tienden a rechazar el término “teleológica”, y prefieren hablar de la ética “deontológica”.27 Pero esta es una polarización falsa; una ética orientada a la meta no excluye necesariamente los principios absolutos de obligaciones morales.
La orientación estructural del Catecismo Menor de Westminster sigue siendo apropiada para la ética cristiana. La voluntad de Dios se refiere en primer lugar a su propósito para nosotros en Cristo, y después también se refiere a su forma de guiarnos para lograr ese propósito. Al considerar la meta a la cual nos llama Dios, encontramos en las Escrituras una variedad rica de temas que se traslapan, especialmente la gloria de Dios, la imagen de Cristo, el reino de Dios, y la vida eterna.
LA GLORIA DE DIOS
Los cielos cuentan la gloria de Dios, y también lo hacen las Escrituras. Tal como la tierra entera está llena de su gloria, así también la Biblia. Dios es el Dios de gloria (Hechos 7.2). El Padre es el Padre de gloria (Efesios 1.17), el Hijo es el Señor de gloria (1 Corintios 2.8), y el Espíritu es el Espíritu de gloria (1 Pedro 2.8). El nombre de Dios es glorioso (Nehemías 9.5), lo cual significa que Dios mismo es glorioso en su ser, su sabiduría, su poder, su santidad, su justicia, su bondad, y su verdad.
La gloria de Dios se revela en todas sus obras, pero especialmente en la salvación de su pueblo. El rey de gloria ejerce su soberanía en la redención de su pueblo, manifestando así su gloria en los redimidos. El plan de Dios, desde toda la eternidad, es el de tener para sí un pueblo, escogido en Cristo, redimido por Cristo, y llamado por Cristo, para la alabanza de su gloria (Efesios 1.3-14). Es esta verdad que evoca la doxología grandiosa de Pablo: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11.36).
Este pasaje claramente anuncia que Dios hace todo para su propia gloria. Este punto es obvio, pero no deja de ser importante. Además, falta explorar exactamente cómo Dios se glorifica en todas sus obras.
El tratado más profundo sobre este tema de la gloria de Dios fue escrito por Jonathan Edwards, Concerning the End for Which God Created the World [En Cuanto al Fin por el Cual Dios Creó el Mundo].28 Según Edwards, el fin principal y el fin supremo por el cual Dios creó el mundo es “para que existiera una emanación abundante de la plenitud infinita de su bondad ad extra [fuera de sí mismo]”. Dios fue “movido” a hacer esto por la perfección de su propia naturaleza, es decir, por “la disposición de comunicar algo de sí mismo o difundir su propia plenitud”.29 La emanación de la plenitud de la bondad de Dios incluye tres aspectos: la comunicación de su conocimiento, de su santidad, y de su felicidad a sus criaturas.30 Dios se glorifica cuando llegamos a conocerlo, a amarlo, y a gozarnos de él. Ya que el reflejo de la plenitud divina constituye la realización del ser humano, la gloria de Dios y nuestro bienestar, en lugar de oponerse, en realidad son inseparables.31
La generación que recuerda a Edwards solamente por su sermón, “Pecadores en las Manos de un Dios Airado”, se sorprenderá por el hecho de que él creía que Dios había creado el mundo para comunicar su bondad y especialmente su felicidad. Es verdad que Edwards sostenía que la justicia de Dios se glorifica en la condenación de los malvados, pero hacía una distinción crucial:
“Según las Escrituras, lo que agrada a Dios,... lo que Dios se inclina a hacer como algo bueno en sí mismo, y lo que le produce gozo simplemente y finalmente, es el bienestar de sus criaturas. Porque, aunque las Escrituras a veces hablan del gozo que Él experimenta al castigar los pecados de los hombres, ...también frecuentemente hablan de su bondad y su misericordia, que ejerce con deleite, de una manera diferente, opuesta a lo que siente cuando demuestra su ira. Dios demuestra esta última con lentitud y con renuencia; la miseria de sus criaturas no es algo que le agrada por sí sola.”32
Edwards resistió la tentación de hacer la elección y la reprobación “igualmente fundamentales” en el propósito creativo de Dios. Para él, las dos doctrinas son asimétricas. La gloria de la justicia de Dios en la condenación de los malvados está radicalmente subordinada a la gloria de la bondad de Dios en la salvación de los elegidos, que es el fin supremo y fundamental en la creación del mundo.
Este último tema se destaca en las epístolas de Pedro. El gran apóstol escribe a los elegidos de Dios en el nombre de “el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo” (1 Pedro 5.10). Hay un tono escatológico fuerte: la fe producirá alabanza, gloria, y honor, cuando Cristo se revele (1 Pedro 1.7). Pero también hay gloria ahora en seguir el ejemplo de Cristo: “Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros” (1 Pedro 4.14). La culminación está en 2 Pedro 1.3-4:
“Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia”.
La característica sobresaliente de la doctrina de la glorificación, según Pedro, es la idea de compartir (koinōnos) la naturaleza divina. No es que los creyentes sean absorbidos en el ser de Dios, sino que ellos reflejarán la gloria y la bondad moral (aretē) de Dios.33 Aunque las promesas grandes y preciosas alcanzan la eternidad, también incluyen todo lo necesario para la vida piadosa ahora, especialmente la capacitación para obedecer el llamado a la santidad: “como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1.15). El propósito de Dios es tener para sí un pueblo que refleja su santidad, que demuestra sus excelencias (1 Pedro 2.9), que comparte los sufrimientos de Cristo (1 Pedro 4.13), y que proclama a través de sus vidas transformadas: “¡A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad!” (2 Pedro 3.18)
Ya que los creyentes deben responder conscientemente a la revelación de la meta de su redención, la gloria de Dios se puede considerar el propósito principal de la vida cristiana. Esto es la fuerza del gran imperativo de Pablo para toda la vida: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10.31). Anteriormente en esta misma epístola, Pablo había recordado a los corintios del hecho de que no se pertenecían a sí mismos, que habían sido comprados por un precio, y que por lo tanto deberían glorificar a Dios en sus cuerpos (1 Corintios 6.19-20). En ese contexto, la aplicación clave era evitar la inmoralidad sexual, ya que es radicalmente incompatible con el llamado de pertenecer a Jesús. Los creyentes son el templo del Espíritu Santo, y la vida en el cuerpo, incluyendo la vida sexual de los creyentes, se debe vivir para la gloria de Dios.
El contexto de este gran imperativo (1 Corintios 10.31) es más ampliamente la vida y el testimonio de la iglesia. Después de plantear el principio de glorificar a Dios en todo lo que hacemos, Pablo continúa con una aplicación práctica para la situación actual: “No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios” (1 Corintios 10.32). Dios no es glorificado en las acciones, por inocentes que parezcan por sí solas, que impiden el progreso del evangelio. Pablo apela a su propio ejemplo de auto-subordinación para lograr el bien de los demás: “no procurando mi propio beneficio, sino el de muchos, para que sean salvos” (1 Corintios 10.33). Entonces lanza el desafío final: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11.1). Dios se glorifica cuando imitamos a Cristo en todas las cosas, sean pequeñas o grandes, porque la imagen de Cristo es la expresión suprema de la gloria de Dios.
LA IMAGEN DE CRISTO
Bernard Ramm, en un análisis especial de la doctrina de la glorificación, destaca el hecho de que, “Dios desea compartir Su propia gloria con Sus hijos en la etapa de su glorificación, y nuestra salvación que ya comenzó es un proceso que terminará al final en la gloria escatológica.”34 El pasaje paulino clásico sobre la glorificación es Romanos 8.28-30. Dice así:
“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.”
La meta de Dios en la redención es conformidad a la imagen de su hijo. La glorificación consiste en ser hecho como Cristo, la imagen perfecta de Dios en naturaleza humana. La meta se logra finalmente en la edad venidera; la resurrección de Cristo nos asegura que, “así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial” (1 Corintios 15.49). El secreto (mystērion) que ahora Dios ha revelado es “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria” (Colosenses 1.27). Aun ahora, los que han sido llamados por Dios “somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3.18). La vida cristiana tiene una forma definida, mientras Cristo está siendo formado en nosotros (Gálatas 4.19). La renovación en la imagen de Dios (Efesios 4.24; Colosenses 3.10) tiene significado tangible en la persona y el ejemplo de Cristo.
Las referencias recién mencionadas en Efesios y Colosenses nos recuerdan del relato de la creación:
“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.” (Génesis 1.26-28)
El ser humano fue creado para ser el representante visible del Dios invisible. El significado exacto de la imagen de Dios no se define, pero se pueden sacar algunas ideas de la descripción de los aspectos distintivos del hombre en el contexto, especialmente en el mandato de sojuzgar la tierra (1.28), el llamado a trabajar y cuidar el jardín (2.15), el mandato de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (2.16-17), el acto de poner nombres a los animales (2.20), y el uso del lenguaje como medio de comunicación (2.23). Esto sugiere que el hombre es un ser consciente, racional, y moral. Sugiere que el hombre ha sido llamado a seguir la pauta de lo que Dios es. Por supuesto, Dios existe en forma única y trascendente, pero el hombre debe ser su semejanza. (La personalidad, debemos notar, requiere relaciones para expresarse, un punto subrayado en la creación del ser humano como hombre y mujer, a la imagen del Dios que existe en tres personas.)
La Biblia continúa hablando del ser humano como la imagen de Dios, aun después de la caída (Génesis 9.6; Santiago 3.9), aunque obviamente necesita una renovación total para reflejar la gloria de Dios de la manera en que fue originalmente planificado (Efesios 4.24; Colosenses 3.10). Para incluir estos dos aspectos de la enseñanza bíblica, los teólogos frecuentemente hacen una distinción entre el significado más amplio y el significado más limitado de la imagen de Dios. El sentido amplio incluye “todos los dones y capacidades que permiten que el hombre funcione como debería en sus relaciones y en su vocación”. El sentido más limitado incluye “la función humana en armonía con la voluntad de Dios”.35
Ser renovado a la imagen de Dios significa ser hecho como Cristo, quien no solamente es Dios, sino también funcionó en perfecta armonía con la voluntad de Dios cuando estaba en forma de hombre, realizando en su persona todo lo que el hombre debía ser. De su ejemplo podemos aprender que la plenitud humana se logra en sumisión (eulabeia) reverente a la voluntad de Dios (Hebreos 5.7). En Cristo vemos la gloria de Dios reflejada verdaderamente y perfectamente en la forma de un ser humano, y él nos llama a seguirle.
Si pensamos en la gloria de Dios en términos del esplendor exterior, distorsionamos la doctrina de la glorificación actual y progresiva, tal como se enseña en pasajes como 2 Corintios 3.18. El Evangelio de Juan, que podríamos llamar el “evangelio de la gloria”, debido a su uso frecuente del verbo doxazō (veintitrés casos, comparado con nueve en Lucas), aumenta nuestra comprensión del tema, hablando también de la gloria de Cristo en su humillación. Leon Morris hace un comentario sobre la frase, “vimos su gloria” (Juan 1.14).
“Juan está hablando de la gloria que se vio literalmente en el Jesús físico de Nazaret. Ya que como él vino en forma humilde, tenemos un ejemplo de la paradoja que Juan utiliza con tanta fuerza posteriormente en el evangelio. La gloria verdadera se ve, no en el esplendor exterior, sino en la humildad con la cual el Hijo de Dios vivió y sufrió por causa del hombre. Juan cree, por cierto, que los milagros muestran la gloria de Cristo (2.11, 11.4, 40). Pero en un sentido más profundo, es la vergonzosa cruz la que manifiesta su gloria verdadera (12.23 y los siguientes versículos; 13.31).”36
El hombre nuevo es creado para funcionar como la imagen de Dios “en la justicia y santidad de la verdad” (Efesios 4.24). Esta combinación de términos aparece en un solo lugar más en el Nuevo Testamento, en la canción de gratitud de Zacarías (Benedictus), cuando nació su hijo, Juan el Bautista. “Que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad (hosiotēs) y en justicia (dikaiosunē) delante de él, todos nuestros días” (Lucas 1.74-75). En la redención, la imagen de Dios se restaura a su función correcta en relación con Dios (hosiotēs) y en relación con otros seres humanos (dikaiosunē), siguiendo la pauta de Cristo, el preeminente Siervo del Señor, por medio de quien se cumple el mandato original de gobernar la tierra para la gloria de Dios.
EL REINO DE DIOS
La primera Bienaventuranza promete el reino de Dios a los pobres en espíritu; la cuarta garantiza saciar a los que tienen hambre y sed de justicia; la séptima asegura a los que son perseguidos por causa de justicia, que el reino de los cielos será de ellos (Mateo 5.3, 6, 10). Así las Bienaventuranzas preparan a los discípulos de Jesús para su declaración del bien supremo: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas [comida, bebida, vestimenta] os serán añadidas” (Mateo 6.33). En un libro que merece más atención, Martin Franzmann comenta:
“ Así [Jesús] hace que la bendición prometida en la primera Bienaventuranza sea la fuerza imperativa en sus vidas. El reino se entrega a los pobres en espíritu, a los hombres [y mujeres] que se presentan delante de Dios, sin ser inhibidos y engañados por la seguridad de las cosas materiales, y en su necesidad humana desnuda. El don de la Bienaventuranza ha llegado a ser la dinámica de su existencia; buscan primero el primer don. De una manera similar, la bendición de la cuarta Bienaventuranza ha llegado a ser el imperativo que forma sus vidas. Dios les da su justicia a los hombres [y mujeres] que tienen hambre y sed de ella, que ven en su necesidad de justicia la necesidad suprema, la necesidad que debe ser satisfecha para vivir, una necesidad que hace disminuir la necesidad de cosas materiales... para hacer de esta última necesidad una nota al pie de la página, que tiene como texto principal: “El Señor es nuestra justicia”.37
En armonía con el énfasis de las Bienaventuranzas, es típico que el Nuevo Testamento resuma los períodos de su historia en referencia al reino de Dios. Mateo, por ejemplo, proporciona esta sinopsis del ministerio de Jesús en Galilea: “Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4.23; vea también Mateo 9.35). Lucas resume el ministerio de Jesús, entre la resurrección y la ascensión, con el aviso, “a quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hechos 1.3). Es significante que el libro de Hechos termina con una síntesis del ministerio de Pablo en Roma, diciendo que estaba “predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor Jesucristo, abiertamente y sin impedimento” (Hechos 28.31, vea también Hechos 19.8). Jesús mismo resumió sus actividades en la tierra entre su primera venida y su retorno de la siguiente manera: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mateo 24.14). Es evidente que la clave de la teología del Nuevo Testamento es la proclamación del reino de Dios. ¿Qué significa esto?
Tal como en español, las palabras hebreas y griegas para reino pueden significar el acto de reinar o el lugar donde se reina. Cuando la Biblia habla del reino, la referencia predominante es el acto de reinar, el ejercicio soberano de su autoridad y su poder: “Que te alaben, Señor, todas tus obras; que te bendigan tus fieles. Que hablen de la gloria de tu reino; que proclamen tus proezas, para que todo el mundo conozca tus proezas y la gloria y esplendor de tu reino. Tu reino es un reino eterno; tu dominio permanece por todas las edades. Fiel es el Señor a su palabra y bondadoso en todas sus obras.” (Salmo 145.10-13, NVI)
El concepto de un lugar donde Dios ejerce su gobierno es el segundo uso más frecuente. Por ejemplo, Salmo 103.19 dice, “Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos.”
Tal como estos pasajes indican, El reino de Dios es universal y perpetuo. ¿Cómo entonces puede venir? La respuesta es que su reino viene cuando él manifiesta su soberanía en un mundo de apostasía y rebeldía, restaurando la vice regencia del hombre en Cristo (expresada en el relato de la creación en la forma del cuidado y el dominio sobre la tierra). La venida del reino es proclamada inmediatamente después de la caída, cuando el pecado había hecho humanamente imposible lograr la tarea que Dios le había dado al hombre, sin intervención divina. El Creador-Rey gobierna, poniendo enemistad entre la serpiente y la mujer, entre sus simientes respectivas - un decreto divino que conlleva la promesa de la victoria final sobre el malo (Génesis 3.15).38 La simiente de la mujer triunfará, pero con sufrimiento; la serpiente herirá al Redentor en el calcañar, antes de ser fatalmente pisoteado debajo de sus pies.
Jesús comenta sobre el tema del conflicto real en su explicación de la parábola de la cizaña entre el trigo (Mateo 13.37-43):
“Respondiendo él, les dijo: El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre. El campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del malo. El enemigo que la sembró es el diablo; la siega es el fin del siglo; y los segadores son los ángeles. De manera que como se arranca la cizaña, y se quema en el fuego, así será en el fin de este siglo. Enviará el Hijo del Hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todos los que sirven de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno de fuego; allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. El que tiene oídos para oír, oiga.”
El reino viene cuando Dios ejerce su soberanía en un mundo caído, trayendo salvación y juicio. El salmo 29.10 dice, “El Señor se sentó como rey cuando el diluvio; sí, como rey se sienta el Señor para siempre” (LBLA).39 En el diluvio trajo juicio sobre la humanidad apóstata, pero por su gracia también trajo salvación a un remanente. En el éxodo, Dios también reinó, salvando a su pueblo escogido, pero trayendo juicio sobre los poderes - humanos y demoníacos- que se opusieron. “Y [Jehová] fue rey en Jesurún” (Deuteronomio 33.5). Aunque Dios es rey sobre toda la tierra y gobierna sobre todas las naciones (Salmos 47.7-8), es rey sobre los judíos en un sentido especial. Es el creador y redentor de Israel (Isaías 43.15; 44.6). “Porque Jehová es nuestro juez, Jehová es nuestro legislador, Jehová es nuestro Rey; él mismo nos salvará” (Isaías 33.22). El reinado de Dios en el Antiguo Testamento estableció una comunidad de personas que constituyeron su propio reino y recibieron sus dones y sus leyes (Vea Mateo 8.11-2, 21.43).40