Kitabı oku: «¡Corre Vito!», sayfa 2
La verdad yo guardaba más amistad con el gordo Mario. Siempre ocurre eso con los amigos comunes: Juan es más amigo de Pedro, Pedro de Carlos, Carlos de Roberto. ¿Qué es la amistad, después de todo? Una complicidad para siempre, “amor sin sexo”, como dijo una vez Carlos Monsiváis en la presentación de un libro.
Quedarte sin amigos debe ser como ingresar un poco al manicomio. Y mira quién lo dice. Yo al menos te tengo a ti... que es como no tener a nadie, ya lo sé. Pero, ¿sabes inge?, le dije al primo de Silvano luego de probar mi café piqueteado: Nunca en mi vida he leído un libro. Y el otro, como si nada. Volvió a sacar su ánfora, de ésas que llaman “pachitas”, y se apostrofó (qué verbo) el último chorrito. ¿Ni siquiera el de Cien Años en el Laberinto de Soledad?, me preguntó a punto de ofendido.
Ni siquiera.
Pero qué ignorante el inge. Una cosa es que no hayas leído un libro completo y muy otra que no hayas empezado mil o que no sepas quién es García Márquez o Ángeles Mastretta. En la vida hay que estar informados... en la muerte no. Se me ocurrió decírselo: “La muerte es desinformación”.
El inge Andrade puso cara de ah, cabrón, ya se le subió. Es lo malo de soltar así mis genialidades. Nadie me entiende, soy un incomprendido. ¡Bu bú...! mamacita; dame la teta... Eso es algo de lo que nunca se privó Silvano. Su mamá, cuando éramos más chicos, tenía unas sorbederas de miedo. Yo creo que por eso nos hicimos amigos. Entonces los tres, Silvano, Mario y yo vivíamos en el mismo edificio de Marsella pero luego, con la crisis, nos tuvimos que cambiar a otro “menos ostentoso”, como decía el tío Quino. Y bye bye a las mámerson de la mamá de Silvano.
¿Te acuerdas de las tetotas de tu tía?, me dieron ganas de preguntarle al primo de Silvano, pero en ese momento saludaba a quién sabe qué pariente. ¿Y ahora, qué van a hacer?, le dije. ¿Mis tíos? ¿Qué van a hacer mis tíos? No sé. Mira, supongo que aguantar vara. Mira, ha de ser terrible perder así un hijo.
Qué conmovedor. Hasta me dieron ganas de platicarle la tragedia de mi hermanito, pero ya lo he dicho: en casa han escurrido demasiadas lágrimas. El día que escriba la historia de mi familia me volveré famoso. Y el otro: Mira, no es que sea curioso pero ¿cómo fue que se hicieron grupo? Digo, ¿cómo se hizo el trío Los Marsellinos?, preguntó el ingeniero Andrade porque así es su estilo, hablar a empujones. Debe ser de los que van al WC a las cinco y a las cinco y media.
Es una historia muy larga, le comencé a explicar, pero comenzó en serio con el terremoto de 1985. Como tú sabrás los temblores de aquel 19 de septiembre transformaron a los habitantes de esta urbe. (“Esta urbe”, ¡uf!). Es cuando sabes que la vida tiene prioridades: primero tú mismo, “¿estoy vivo, entero?”; luego tus seres queridos, “tía Cuca, ¡hazte para acá, te va a caer encima la Virgen!...”, luego los demás, tus amigos, los vecinos, la sociedad civil, como ahora llaman los articulistas de La Jornada al populacho.
¿Que cómo estuvo lo de la Virgen? Es que mi tía Cuca, que vive en el departamento de junto, es como mi segunda madre. Una mujer entrona. Antes tenían una farmacia, ella y mi tío Quino, pero luego quebró. Ya sabes, la crisis la crisis. Andaba medio lastimada de una rodilla y me pidió que la acompañara a misa de siete. Ya teníamos una semana yendo así, yo medio interesado porque al regreso me invitaba a desayunar en un café de chinos. Y es que así de ñango como me ves puedo comerme diez panqués, dos cafés con leche y un helado de fresa sin que me pase nada. Si me preguntaras, por ejemplo, ¿qué prefieres, una noche con Meg Ryan o tres helados de fresa en Chiandoni?... Bueno, te respondería que los tres helados.
¿Que por qué? No, no soy gay. Lo que pasa es que los helados me los zumbo como de rayo y no hay problema, pero en cambio la noche con Meg Ryan, imagínate: en primer lugar hablo un inglés al estilo Trucutú: aiguantufocllu. ¿Teimaginas?¿O qué le dirías? Gud mornig, Meg. Mai neim is Vito, ¿du llu wan tu quis mai pito? ¡No maaames, inge! Pues cuándo. Eso es lo que epistemológicamente hablando se llaman sueños guajiros. Acostarse con Jane Fonda, con Sarah Fawcett, con Bo Derek, con Julia Roberts, con Bibí Gaytán. ¡Sí, Chucha, como no! Igual que esos Ché guevaritas que pululan en La Alameda los domingos, repartiendo hojitas de apoyo al pueblo de El Salvador, Guatemala, Perú y anexas. No se puede hacer el amor con Meg Ryan ni la revolución los domingos al mediodía. A no ser que esa noche Meg te dijera, a la luz de una vela: “Ah, tu voz misteriosa, Vito Beristáin, que el amor tiñe y dobla en el atardecer, resonante y muriendo. Así en horas profundas sobre los campos, he visto doblarse las espigas en la boca del viento”, ¿verdad? Eso sería otra cosa. Pero la Ryan no debe hablar ni el español suficiente para pedir un cigarro. Y a propósito, ¿me regalas uno?
No, yo no escribo nada. Es poesía de Pablo Neruda... ¡Pero claro que no! ¡Jamás he leído un libro, inge! Lo que pasa es que revisando los suplementos culturales te enteras de todo. Y yo en el gimnasio, para no aburrirme, me leo tres o cuatro periódicos al día. Ah, lo del temblor y la Virgen... Acompañaba esa mañana a mi tía Cuca. Llegamos cuando la misa ya había comenzado y en lo que nos persignábamos empezó a temblar. El padre se quedó con la palabra de Dios, materialmente, en la boca. ¿Nunca te ha tocado un temblor dentro de una iglesia? Estábamos en la Sagrada Familia, a la que siempre vamos, y nomás comenzaron a columpiarse los candiles, zuuum, zaaam, de aquí para allá, y el padre Fritz no sabía si quitarse el micrófono, llevar el cáliz a la sacristía o de plano agazaparse bajo el altar. Sí, agazaparse.Todos se pusieron de pie, y digo todos, aunque no éramos más de veinte los feligreses ahí mirándonos como lelos, y entonces ¡pácatelas!, que escuchamos cómo se desploma el edificio ahí enfrente y yo dije, la que sigue es la iglesia, si ya estaba de Dios... Entonces vemos que un viejito que estaba tratando de ganar la puerta se cae y comienza a revolcarse. ¡Y es cuando descubro que la Virgen de Guadalupe, que estaba en el altarcito junto nosotros, también se viene abajo! Le digo a mi tía, ¡cuidado, hazte a un lado! y en lo que ella se aventaba hacia el pasillo se me ocurrió que yo la podría atrapar. A la Virgen, menso. Salvarla, retenerla entre mis brazos, que no alcanzara el piso. Y en lo que trataba de agarrarla en el aire, ¡fuu!, pesada como venía se estrelló y se hizo añicos. Pasó a medio metro de mí y la verdad, si me cae encima no estaría hablando aquí contigo. Sería un mártir guadalupano: San Vito de Sotolupazio. ¿Cuál fue el milagro? ¿Que no me cayera encima o que mi impulso haya sido insuficiente? No, no es lo mismo.
Fuimos a ver si el viejito no se había lastimado al resbalar con aquel tremendio vaivén. Pero no. Había sufrido un infarto y estaba más muerto que Obregón en La Bombilla. Regresamos a casa descubriendo en cada esquina un edificio derrumbado, muchos otros que habían quedado colapsados... fue el tecnicismo con que comenzaron a llamar a los que quedaron a punto de cascajo. Íbamos pensando lo peor, andando con prisa, angustiados, pero afortunadamente nuestro edificio quedó entero. Luego hicimos una brigada de rescate, Mario, Silvano y yo con otros vecinos, y estuvimos durante varias semanas en labores de salvamento. Lo triste es que no sacamos a nadie con vida, y si te contara los caváderes que localizamos... Caváderes, caváderes, no me interrumpas... Si te contara cómo quedaron no te acababas esas galletas que estás sopeando.
En las horas de descanso, cuando los jefes de brigada liberaban a los voluntarios, nos quedábamos cantando un rato fuera del edificio. Qué otra cosa podíamos hacer. Nos acompañábamos con una guitarra que se carranceó tu primo Silvano en un departamento colapsado. Fue cuando nos comenzaron a llamar así, “los marsellinos”, y luego de aquello nos seguimos juntando para ensayar y no caer en las garras de la drogadicción... juar, juar. Hasta que a un licenciado que tiene por ahí su despachito se le ocurrió contratarnos para amenizar el bautizo de su Benjamín. Nos dio quinientos pesos y todos pensamos, sin decirlo, “¡money, dinero, l’argent!” A mí el que me enseñó a cantar en serio fue mi tío Quino. Pero esa es otra historia.
A estas alturas del cuento el inge se me quedaba viendo con curiosidad. Ya conozco esas miradas sorprendidas, como sugiriendo ¿que nunca te para la boca? Mira, yo me sé otra anécdota, dijo en lo que pareció su turno, me sé otra anécdota pero más divertida. Mira, es la anécdota del viaje express a Acapulco. Sí, le dije, ¿la anécdota del “puente” de muertos en 1984? ¿Que cómo lo sé?, porque yo también iba a ir, pero la Maldonado no me dejó. Por eso no conozco el mar.
Pati Maldonado era entonces mi novia. Luego nos dejamos y ahora andamos otra vez juntos. En plan fresa, ya te imaginarás. El caso es que ella me advirtió: si te vas con tus amigotes olvídate de mí... y decidí quedarme.
Ya conoceré algún día el mar; no se va a evaporar de aquí a entonces, ¿verdad? Y se fueron en el vochito negro, que entonces era seminuevo, Mario, Silvano y un primo suyo bien pendejo, según me contaron, que le dicen “el Miramira” porque nunca entendía nada y todo lo explicaba dos veces.
“Yo soy el Miramira”, dice entonces el ingeniero Andrade. “Digo, así me dicen a mis espaldas, pero yo no soy así. Yo soy distinto”.
Es una de mis características más notables: meter la pata a todas horas. Y qué, ¿me disculpaba? Nunca me imaginé que fueras tú, le dije, además todos tenemos siempre anécdotas que contar. Como tus anécdotas que contaste, ¿verdad? Además no te conocía. “Es que vivo en Guadalajara desde chico. Me llevaron a estudiar allá y vengo de vez en cuando. Como ahora. ¿Qué te contó Silvano del Acapulco Express?” Y le digo, lo que tú debes saber, me imagino. Todo se organizó de improviso un jueves por la noche, antes del “puente de muertos”. Que juntáramos todo el dinero que se pudiera porque el viernes temprano, a las seis de la mañana, saldríamos hacia Acapulco. Y esa medianoche yo, más emocionado que Neil Armstrong en la luna, le llamo por teléfono a Pati para contarle el plan. ¡Nombre, para qué le hablé! “Ya sé a qué van, ¡ese lugar está lleno de putas, de gringas que nomás quieren coger, se van a emborrachar todo el tiempo y van a tener un accidente en la carretera!”
Le colgué, la verdad, más asustado que molesto. Lo pensé un rato, y luego me ganó el cariño. Volví a llamarle y le dije no te preocupes, he decidido no ir, ¿qué te parece si mañana vamos al cine?
Bueno, tú lo sabrás mejor que yo, le dije al ingeniero Miramira, y entre los dos exhumamos el recuerdo. Salieron de la ciudad amaneciendo y seis horas después, porque iban como bólido, se hospedaron en unos bungalitos económicos. Luego luego se fueron a la playa Condesa, que no sé donde quede, y mientras Silvano y su primo se metían a nadar, porque creo que rentaron un par de llantas, de esas de tractor, dejaron a Mario en la orilla, porque no sabía nadar, se disculpó. Se quedó el gordo cuidándoles la ropa y la hielera mientras los otros dos se adentraban con sus llantotas, explorando las aguas aturquesadas de ese paraíso tropical mientras a lo lejos, en la playa, escuchaban la música de los mariachis y el rumor sedante del oleaje. ¿Qué os parece?
Como a las tres horas regresaron de su navegación y cuál no va siendo su sorpresa que Mario, más borracho que Paco Malgesto en tarde de toros, tenía un grupo de mariachis a su servicio y en ese momento pedía que le tocaran, otra vez, Paloma Negra. Igual que el mesero del “beach-bar”, ya le había pedido una botella de Chivas Regal y tres órdenes de ostiones a la Rockefeller... son gratinados, con salsa inglesa y un chorrito de Tabasco. Total, que entre el mariachi y el mesero les debían más de mil pesos, y sólo llevaban quinientos. Los mariachis protestaban manoteando: Ya le tocamos El abandonado, luego Qué bonito amor, y más luego Dos palomas al volar. Igual el mesero, cobrándole hasta las perlas de la Virgen. Tuvieron que dejarles el dinero que llevaban y lo demás: los relojes, la llanta de refacción y el autoestéreo del coche. Y así, sin retornar al hotel para evitarse otro pleito, directamente de la playa, embadurnados de arena y malhumor, llegaron a México poco después de la medianoche. ¿O no?
Sí, sí, el “Acapulco Express”, reconoció el ingeniero tapatío. Mira, por aquí guardo una foto, dijo. Me la enseñó y qué tristeza reconocer allí, de nueva cuenta, la barriga feliz de Mario, la melena rebelde de Silvano, la camiseta percudida de su primo que entonces sugirió; mira, vamos a la capilla. Ya se me acabó el ron.
Al llegar junto a los dos ataúdes, que les habían encimado banderas del Frente Electoral como si fueran los Niños Héroes de la Posmodernidad, reconocí a los veteranos de Los siete Quinos; más viejos y panzones. Traían sombrero de charro y sus instrumentos. En llegando yo, pero sin verme, se arrancaron con la notas de Cruz de olvido y comenzaron a cantar muy sentimentalosos. Me les emparejé cuando iban en eso de “...la barca en que me iré, lleva una cruz de olvido, lleva una cruz de amor, y en esa cruz sin ti, me moriré de hastío”. Habían llegado con mi mamá y con la tía Cuca, porque ellos nos apadrinaron cuando fundamos Los Marsellinos, pero luego murió el tío Quino y de los siete que quedaban uno le dio un traspiés y otro murió de un brinco, así que sólo quedan cinco, cinco, cinco, aunque arrugados y panzones, como ya te dije.
Luego cantamos la Canción mixteca y luego Dios nunca muere. Qué impresionante cantar entre los deudos, sin que nadie te aplaudiera y todos soltando suspiros y lagrimones mientras yo me esforzaba por sostener el tono cuando aquello de “...muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa, nos conduce a morir”.
Entonces, cuando los cinco Quinos ya se retiraban, se paró la mamá de Mario en el rincón donde sollozaba y se vino derechito hasta donde yo me despedía del ingeniero Andrade. Me abrazó y me dijo, no sabes lo mucho que mi hijo te quería. Cuídate, Vito, cuídate mucho y que Dios te bendiga porque lo vas a necesitar.
Así que, como dijo el primo de Silvano, ya se acabó el gallo y de los Marsellinos sólo quedo yo, que viviré cien años. Sólo quedo yo, que es decir una voz, una simple voz que ahora está demasiado fatigada y sencillamente quiere dormir, si me permites.
3
No hay que darle demasiada importancia a lo que no la tiene. Me he quedado sin amigos y vagabundeo como loco por las calles de mi colonia, la Juárez, la colonia de colonias. Han pasado, qué, ¿siete semanas? y lo que más extraño es su compañía musical. No su “compañía” a secas, esa posibilidad de platicar y ensoñar conjuntamente, porque por fortuna tengo muchos otros amigos y los compañeros de la facultad. Además está Patricia Maldonado, que a ratos me acaricia la cabellera y se me queda viendo como si estuviera ante un canario enfermo. Está también el menso de Arturo, con el que paso metido siete horas en el gimnasio, y mamá y la tía Cuca. Eso es lo que tengo... ¡Y Estopa!, mi perro consentido, mi único perro, que ahora paseo para que se cague y se mee fuera de casa. Un perro es un perro y a pesar del collar, el pedegree y los puñados de croquetas, lleva una vida de perro.
¿Qué es la compañía musical? Es algo distinto a la amistad. Una suerte de camaradería, como la de los soldados en guerra, como la de los beisbolistas en un partido, como la del boxeador y su manager antes de la pelea. Es una complicidad de miradas, una sugerencia al retrasar una entrada, un acompasarte cuando andas enronquecido. Y ahora que Los Marsellinos no existen, que los hizo polvo un crimen que la prensa no pudo explicar... digo, ahora que no existen quedan esas melodías en la memoria, que nos aprendimos luego de ensayar noche tras noche. Queda, y triste es recordarlo, la música que soltamos al aire en algunas veladas, siete bodas y varias serenatas de novios envalentonados por el mezcal.
No hay mal que dure cien años, me dijo mamá al día siguiente del funeral. Y aquí entre nos, insistió luego que retornamos a casa, los más terribles son los primeros cien días. Velos contando, Vito. Anótalos al acostarte como un bálsamo para el sueño. Habrá fechas en que olvidarás esa rutina y un día terminarás por arrumbarla. Eso hice cuando perdimos a tu hermano, y ya ves; pude superar el trance. Me lo dijo con cierto temor, como recordando mi semana negra.
Aquello fue cuando tenía cinco, tal vez seis años, ya no recuerdo bien. Llegué a casa bañado en lágrimas y la tía Cuca le dijo a mamá, no te preocupes, ya se le pasará. Pero al día siguiente seguía ahí anegando mi camita. No comía. Dicen que no comía. No dormía. Dicen que no dormía y que nada me consolaba. Llorar y llorar y llorar, tanto que por eso odio las lágrimas. Todo comenzó en una sala de cine y al salir dijo mamá, ay, qué muchacho tan susceptible. Pero como seguía pasmado en mi cama, así me llevaron con el doctor. La primera vez no le dio importancia, la segunda me mandó una colección de vitaminas y emulsiones, además de solicitar que me practicaran un encefalograma, que por entonces estaban de moda. Era una forma de decir, no digan que no intentamos los más avanzados recursos de la ciencia, y todo para ver si mi llanto incontenible no estaba originado en un tumor cerebral. Finalmente no me hicieron los estudios, en parte porque eran muy caros y en parte porque apareciste tú. Según ellos todo se resolvió por arte de magia. Así me hallaron esa tarde en el tapetito de mi recámara, tan campante y platicando contigo. ¿Y con quién más, si no?
Todo fuera como llevar la vida de Estopa. Despertar y corretear por el departamento hasta que logra colarse en la primera cama que se le ofrezca, generalmente la mía, porque mamá es muy rezongona a esa hora. A todas. Luego mear en la terraza que da a la calle y a ver quién tira esos periódicos sancochados. Luego zamparse un platón de leche, más tarde una ración de croquetas, que son más baratas que la carne, y después, a la hora de la comida, robar lo que pueda al pie de la mesa, entre gruñidos suplicantes, además que luego llega la tía Cuca con sus desperdicios, que ya quisiéramos de almuerzo en domingo. Luego salir a pasear en esa expedición callejera donde se conjuntan los instintos y las funciones excretorias. Ni modo, así son los perros y Estopa, hasta donde conozco, pertenece a la especie.
Sin tratar de evitarlo, como otras veces, pasamos por el edificio de Marsella donde vivían Mario y Silvano. Los papás de Silvano se mudaron la semana pasada a Celaya, para llevar una vida más tranquila, de modo que ya no podré suspirar por aquellas tetotas de mi infancia. Además de que ninguna teta es lo que fue. Los papás de Silvano, sin embargo, no precisaron de qué van a vivir. Aquí manejaban una dulcería por la Merced. ¿Pondrán un ranchito de cabras para producir cajeta?
Y como siempre, en presencia de los gitanos, mi fiel Estopa se pone a ladrarles furibundo. Abundan en la colonia. Uno los encuentra juntos, desafiantes, murmurando maldiciones en su habitual actitud de ociosos profesionales. Lo mismo en el portal del edificio Marsella que en los alrededores de la Plaza Washington o en las mesitas del café Esmirna. “Egiptanos” al fin, huelen a misterio, visten de negro, tienen miradas oscuras y hablan ese dialecto entre húngaro y turco que sólo su madre entiende. Por eso los odia mi fiera mascota, por apestosos y bandidos.
En ese edificio vivía La Güera. Sin lugar a dudas era la más misteriosa de todas las gitanas, la más sabia, la más respetada y la más vieja. Habitaba en la planta baja, de modo que se le hacía fácil trasladarse con su silloncito hasta el portal, donde se protegía del sol en los días calurosos y se arrimaba a la resolana durante el invierno. Ahí mismo pescaba a sus clientes, los sentaba en un banquito y por veinte pesos te leía la mano, es decir, a ellos, y por cincuenta te echaba la “baraja mestiza”, es decir, a ellos. Los niños del barrio le tenían verdadero terror. “La Güera tiene cola de rata, por eso lleva esa faldota que le tapa hasta los tobillos”. “Se come sus propias menstruaciones, con pan rancio y jocoque, por eso la boca le hiede como le hiede”. “La Güera tiene pito de cerdo, y cuando el que ella escoge no se la coge, ella se lo coge”. Leyendas y más leyendas en torno a esa misteriosa gitana en el edificio donde vivían los marsellinos.
Y cuando un cliente le gustaba... digo que le gustara para leerle la suerte, no había uno que se le escapara. “Acércate tú, guapeza como el luna llenas. ¿No les tienes temor a los fortunas? ¿No quieres saberla el día en que serás feliz de amores y dineros?”, porque La Güera nunca dominó los géneros ni los números, y ahí apoltronada, mentando madres a los vagos que la rodeaban, seguramente sus nietos, aquilataba el mundo con sus ojos grises y entre rizos que malamente peinaba.
Más de una vez he soñado con La Güera. Antes eran horribles pesadillas de las que despertaba jadeando porque esa gitana era lo más parecido a una bruja de revista ilustrada, aunque mirándola bien, aspecto por aspecto, no era del todo fea. Se ve que fue una mujer guapa, ¿dónde he oído esa frase?, pero los ropajes que llevaba, mantillas, pañolones, cintos, mascadas y toda suerte de colgajos, ofrecían un conjunto por demás impresionante. “Ven, sonrisa de miedos, que este Güera no te dice el mentira”. Seguramente se cambiaba una vez cada año y se bañó cuando arribó a las Américas. “Anda que te echo el cartas y te digo quién fuiste ayer y quién eres en los mañanas”.
Pero a mí no. ¿Te acuerdas?
Iba a visitar a Silvano cuando sabía que su mamá estaba lavando en la azotea, y al entrar en su edificio, paso a pasito y no corriendo como los demás, La Güera me llamaba, “acércaste, acércaste niño Vitus. Ven y déjame mirarte la verdad en tus ojos”. Y allí iba yo, obediente, orgulloso porque a nadie sino a mí me decía esas voces de misterio. “Ten cuidado. Un día te va a embrujar, Vito”, me advertía Silvano. “La próxima vez que te llame”, me suplicaba Mario con las ansias tropezando en sus palabras, “te fijas si es cierto... si es cierto que tiene tres chichis”.
Y no, cómo. Además que solamente tenía dos. Eso lo supe por las veces, que fueron pocas, cuando me abrazaba, acercaba su boca con la intención de besarme, me soltaba con el aliento agrio de vino y cigarro, “cuánta verdad miro en tus ojos, cuánta que es mucho y te llenarás de fortunas”. Y entonces yo, provocándola, le ofrecía mi mano izquierda en gesto insolente, como quien dice, órale, allí la tienes, y ella protestaba, evitaba verla, se volteaba de un golpe que la hacía tambalearse en su silloncito. “No, no, Vitus. ¡Contigos no, contigos no!”, y me palmeaba la espalda con su mano como de cura porque La Güera no tenía, la verdad, manos de mujer.
Ahí estaba yo, ante el edificio de Marsella, con el indomable Estopa ladrándole a los gitanos. Ellos esperaban, tan campantes como siempre, las últimas luces de la tarde. Mirándolo de reojo mascullaban palabras incomprensibles que mi perro contestaba desgañitándose, y que seguramente querían decir te envenenaré esta noche, morirás con una daga de plata en el corazón, te arrancaré la lengua con mis dientes enfermos. Por eso nunca lo dejamos dormir en la terraza. Pero a mí nunca me dicen nada.
A mí los gitanos de la Plaza Washington me saludan con respeto, y hasta con veneración. Se les nota en las miradas. Será por aquello que me dijo, esa otra vez, La Güera. Fue poco antes de morir, una retahíla de insensateces, como dicen que endilgan los moribundos para liberarse de sus demonios. “Un gallo se apaga”, me dijo esa tarde, y otras mafufadas que no vale la pena recordar.
Finalmente mi perro de bolsillo había ladrado hasta cansarse, había cagado, había meado y era la hora de retornar a casa. Yo también tengo derecho a mi turno, ¿no crees? Sólo que yo soy más discreto.
4
El MU ya no es lo que fue. He tardado mucho en pisar nuevamente su patio cuadriculado con rayas superpuestas, en blanco y amarillo, de las canchas de basquet y volibol. Quién sabe qué resquemores guardamos ante los recuerdos infantiles, como si uno fuera un mal hijo de la escuela y no nos quedara más que renegar de sus aulas pretéritas... “Sus aulas pretéritas”, ¿de dónde saqué semejante mamada?
Desde que salí de la secundaria, allá por el remoto 1983, he tardado cinco años en retornar a la escuela. Visitarla con ese aire de superioridad que da el saberlo todo: el ciclo de Krebs, las ecuaciones de segundo grado, los principios del Derecho Constitucional Mexicano.
La verdad es que antes fui a buscar a Patricia a la papelería donde despacha como técnica de fotocopiado. Le pagan una miseria y se la pasa leyendo novelitas ilustradas donde el amor es confundido con la garañonería. Qué manera de corromper su juvenil espíritu, pienso yo, pero no hallo una lectura más edificante que sugerirle. Será que nunca he leído un libro en mi vida. Por eso soy distinto a toda esa masa de babalucas que leyeron en tercero de secundaria El llano en llamas. Que me perdone don Juanito Rulfo por la majadería, pero con la simple lectura de un cuento suyo, aquel que se llama “Diles que no me maten” —que sí leí— uno queda impregnado suficientemente de esa atmósfera brumosa donde las culpas, los atavismos campiranos, las venganzas, la nocturnidad y el espíritu taciturno de los rancheros resuelven nuestras vidas igual que un huarache resbalando en el camino de polvo requemado que lleva a Luvina. ¿Qué tal?
Además si el maestro de maestros tapatío se dio el lujo de escribir solamente dos libros, ¿por qué no darse un lujo mayor y leer solamente un cuento suyo? Ponte a pensar. Pero total, que iba buscando a Pati Maldonado y hete ahí que me hallo con que su negocio estaba cerrado celebrando las fiestas patrias. Y yo me pregunto, heideggerianamente hablando, si ella no está en la papelería (A) y no está en su casa (B), debe estar en otro punto (C). Lo cual prueba la lógica del silogismo y lo recabrona que puede ser una muchachita de tan apetitoso cuchuflax. Y así, andando de ocioso y con un poquitín de celos que me podrían haber conducido a un plano superior de la mismísima fregada, me topo de pronto con el MU. Qué largo camino tenemos los predestinados porque lo que en realidad deseaba era reencontrarme con la maestra Olguita, mi profesora de sexto año.
Jamás fui un alumno sobresaliente, de esos de 9.9 y las uñas recortadas. Mi padre nunca me ayudó en las tareas escolares y no aprendí a sumar sin el auxilio de los dedos. Es un reflejo condicionado que conservo aún ahora que estoy inscrito en la Facultad de Arquitectura. Bueno, y si mi padre no me ayudó no fue ciertamente por falta de ganas. Pablo Beristáin abandonó el hogar cuando yo tenía dos años de nacido. Así que por falta de ganas, no fue. Ya voy a comenzar otra vez con la pequeña tragedia de la familia Beristáin. ¡Ay!, mi papá nos dejó en el peor de los desamparos... ¡sob, sob!
Pero la verdad es que no. Digo, hay que reconocerle a mamá su esfuerzo, esos desvelos de siempre que le permitieron, lo que se dice, sacarnos adelante. Nada más faltaba, ¿verdad?, que alguien se deje “sacar atrás”. Mi hermana Magdalena sí se acuerda de papá. Como entre sueños, dice ella. Es la encargada de guardar los pocos recuerdos que dejó él en su intempestivo abandono. También se acuerda de mi hermanito, que era un año menor que yo, y del día en que sufrimos su pérdida y se desencadenó, obviamente, el naufragio del hogar. Por eso Magda se hizo más independiente, seria, responsable. A veces no sé si es mi hermana o una tía más. Se casó jovencita y tiene un marido de tres efes que le puso una casita en Ciudad Satélite. Tiene una sirvienta, dos coches, tres televisiones, cuatro hijos y cinco centavos en el monedero. Pero así le gusta llevar la vida.
El centro escolar Miguel de Unamuno está en la calle de Nápoles, es idéntico a la mansión de los Locos Adams, y por comodidad todos lo llamamos así, el MU. Ya te imaginarás, a la directora, Marta Huitrón, también por comodidad y porque tiene el puesto desde que don Porfirio zarpó en el Ipiranga, le decimos Doña Buitrón. No era yo, definitivamente, un niño de 9.9, ni de 8 ni de 7.5 y, si quieres saberlo, mejor ni preguntes. Me retirarías tu amistad. ¿Importa mucho en la vida sacar 10 siempre? “10 en Finanzas”, “10 en Sexo”, “10 en Chingonometría” que es la ciencia de cómo dominar el mundo cuando cumples 25 años. ¿Te imaginas?, y me faltan cuatro.
Bueno, tú lo preguntaste: en Finanzas saco, digamos, un 4. En Chingonometría un 8 y en Sexo un 11, pero más bien en el aspecto privado de la materia. Qué, ¿te mata la curiosidad?
Ahí estaba yo ante el patiecito del MU, esta mañana, mirando los festejos del Día de la Independencia. Un niño güerito la hacía de Miguel Hidalgo, el padre de la patria; otro morenito iba disfrazado del padre José María Morelos y una niña medio tiesa, con cara de sacar 10 en todo, era la Corregidora de Querétaro. Cada uno, en su turno, tenía que decir un pequeño parlamento ante el micrófono y los demás alumnos, como cuatrocientos, iracundos por esa ceremonia tan mamona, se alzaron en armas y agarraron a los tres libertarios, los encueraron, los destriparon, los colgaron de los güevos. Juar, juar. No, en serio, el festejo era bastante formal. Ya sabes, desfile de la escolta abanderada, palabras de una señora de la asociación de padres de familia, palabras del nuevo director del colegio, un tipo medio calvo y simpaticón, y luego, uno por uno, los tres insurgentitos vestidos de insurgentotes. El que la hacía de Morelos, la verdad daba pena. Créeme que jamás ganará el concurso de oratoria en las juventudes del PRI. Se dejaba vencer por el pánico escénico porque de seguro nació para cajero del Banco Nacional de Crédito Agropecuario. “¿De cuan cuan cuánto es su cheque?” porque así leía el pobre. Y estando ahí junto a la reja, mirando aquella ceremonia con más nostalgia que emoción, buscando entre la chiquillería al Vito Beristáin que alguna vez fui, de pronto alguien me nombra y me invita.