Kitabı oku: «Retales de sus vidas»

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La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano

en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

David Masobro

Retales de sus vidas

Huella de lo invisible

Colección Emaús 166

Centre de Pastoral Litúrgica

Directora de la colección Emaús: Mercè Solé

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Fotografía de la cubierta: pixabay

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital: octubre 2020

ISBN: 978-84-9165-388-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Presentación

En estas páginas encontrareis pedacitos de la vida de personas que a menudo tratamos como si fueran invisibles. Podréis ver episodios de la vida de enfermos mentales, ancianos, inmigrantes…

También hallaréis fragmentos de la existencia de otras personas que no sabemos valorar suficiente: madres que aman incondicionalmente, sacerdotes con «olor a oveja», trabajadores anónimos que están dispuestos a dar la vida por sus semejantes…

Todos ellos, como diría el papa Francisco, son un ejemplo de los «santos de la puerta de al lado». Es decir, de aquellas personas que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios.

A todos ellos les quiero decir que sus vidas no fueron en vano, sino que dejaron, al menos en mí, una huella tan profunda que han hecho surgir de mi corazón una oración agradecida hecha de la Palabra de Dios.

Dice algún hombre sabio que solo el amor hace visible lo invisible. Que estos «retales» visibilicen y abran la puerta de nuestro corazón a todos aquellos que, como diría el P. Antoine Chevrier, «no tienen nada, no saben nada y no valen nada».

1. Tu madre

Mujeres buenas hay muchas pero tú, (madre), eres la mejor de todas (Proverbios 31,24)

Las personas más sencillas nos dan a menudo grandes lecciones de vida. Con su fidelidad, con sus «sí» cotidianos, nos muestran tesoros escondidos, perlas enterradas, pequeñas semillas que hacen más humanas nuestras vidas.

Entre ellas, este aviso y recordatorio: no olvidemos nunca dedicar un tiempo a visitar y a estar al lado de nuestros seres queridos.

Me gustaría iluminar este mensaje con una historia que vi en directo hace unos años en una residencia:

Un día, vi como un hijo venía a ver a su madre a primera hora de la tarde. Aquel hombre venía de lejos y había trabajado aquella misma mañana. Su semblante era cansado pero a la vez satisfecho y contento por estar al fin al lado de su madre, aunque solo fuera unas horas.

El hijo la abrazó y la besó con cariño y fue entonces cuando la madre, con voz seria, le dijo lo que nuestras madres nos dicen a menudo: ¡Qué desastre eres Antonio! Seguro que has venido a verme y no has comido nada… Ahora mismo voy a la cocina y te preparo algo, aunque sea una tortilla… Y la mujer hizo el esfuerzo de levantarse y casi se puso de pie, pero no pudo caminar. Y no pudo por un detalle de gran importancia: aquella mujer no recordaba que hacía ya muchos años que se encontraba en una silla de ruedas. Sin embargo, conservaba, escondido pero intacto, el instinto protector por su hijo.

Aquella madre todavía estaba dispuesta a dar todo a cambio de nada. El amor incondicional por su hijo tiró de ella para que se levantara de la silla de ruedas. El amor de una madre dio vida a las palabras de san Juan de la Cruz: «Donde no hay amor, poned amor y encontraréis amor».

2. Una noche…

Los pastores fueron a toda prisa y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre (Lucas 2,16)

Uno de los rasgos que siempre me ha impactado de Cristo, es su ternura y delicadeza en el trato con los demás, especialmente con los más vulnerables.

Podemos leer en muchas páginas del evangelio que, con su cercanía, Cristo rompe con los esquemas de la sociedad de la época. Cuando le piden ayuda, no envía a nadie, sino que va él mismo y se acerca, mira a la cara, toca, toma de la mano, habla con afecto…

Y para ayudar a entender mejor estas palabras nada mejor que una pequeña historia de la Navidad pasada:

«Hace unos meses, visitando a un amigo que estaba ingresado en un hospital psiquiátrico, vi la siguiente escena:

Era de noche. Una noche oscura de invierno fría y sin estrellas. Dentro del hospital había una animación poco frecuente. Muchos pacientes habían recibido la visita de sus familiares. Llegó la hora de cenar y las familias empezaban a irse a su casa. De repente, cuando uno de los enfermos se quedó solo se giró hacia mí y me dijo: «¿Has visto? Mi hija se acaba de ir a casa y no ha sido capaz de darme ni un beso… ¿Es quizás porque los besos ya no están de moda o porque ya nadie me quiere porque estoy loco?».

Y afuera, la noche continuaba oscura y fría…

No olvidemos guardar un tiempo para la ternura con los olvidados. Todos estamos llamados a tener los mismos sentimientos de Cristo y a tratar de conseguir con su ayuda que la noche de los más pobres sea tan clara como el día.

El mismo papa Francisco nos ha llamado a menudo a ser «revolucionarios de la ternura» y usar los ojos para ver al otro, usar los oídos para escucharlo, para sentir el grito de los pequeños, de los pobres, del que teme el futuro…

Señor, cuando Tú naciste, una estrella iluminó el cielo. Haz que, en las noches más frías de la vida de los más pobres, tu Amor ilumine, dé calor y afecto y traiga esperanza a sus vidas.

3. Ser samaritanos

Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él y, al verlo, tuvo compasión (Lucas 10,33)

Comienzo esta vez directamente con una historia que empezó hace más de dos mil años y todavía sigue...

Eran las seis y media de la tarde. Un hombre iba por el camino que subía de la Catedral a la Plaza de Cataluña de Barcelona. De pronto, cuando bajaba las escaleras del metro fue asaltado por el brote de una enfermedad terrible. Sus miembros se volvieron rígidos y apenas podía articular una palabra...

Pasaban por allí cientos de personas: turistas, trabajadores que volvían a sus casas, chicos que regresaban de la escuela..., pero ninguno de ellos se percató del estado de aquel hombre. Todos pasaron de largo.

Sin embargo, una pareja al ver a aquel señor se detuvo ante él. Entonces él le preguntó tímidamente: «¿Se encuentra usted bien?». Y el hombre respondió: «Estoy perfectamente». Y él, extrañado e indeciso, le dijo a ella: «Dice que está bien». En ese momento, el hombre resbaló y casi hubiera caído al suelo, si otra mujer decidida no lo hubiera cogido por el brazo diciendo: «Este señor necesita ayuda».

Y fue entonces cuando Tú, Señor, todo lo iluminaste y la escena se llenó de samaritanos: la mujer decidida que sirvió de apoyo, la pareja que lo cogió del otro brazo, una chica que fue a buscar ayuda y el agente de policía que se acabó haciendo cargo con tanta amabilidad de aquel hombre. Cuando vimos que aquel señor estaba ya en buenas manos, todos nos miramos con alegría y tranquilidad y nos dimos las gracias unos a otros.

Todas aquellas personas –creyentes y no creyentes– vieron, se compadecieron y ayudaron. Seguro que unos lo habrían hecho aunque Dios no hubiera existido. Otros, en cambio, ayudaron, creyendo que Dios estaba allí aunque no fueran muy conscientes de ello.

Y Dios, en ese momento, ¿dónde estaba?, ¿qué rostro tenía?, ¿qué hacía? Creo que Dios nos miraba con amor, tanto a los que ayudamos como a los que no. Pero Dios era, sobre todo, la mirada del pobre, que no espera nada, que no pide nada, pero que si te acercas y la acoges, te sana y te devuelve la paz y la alegría.

Dice el filósofo Kierkegaard que el amor a Dios y el amor al prójimo son las dos hojas de una puerta que solo pueden abrirse y cerrarse juntas.

Que Dios nos dé una mirada contemplativa que nos haga estar atentos a los necesitados que nos rodean. Quizá estén más cerca de lo que parece...

Feliz día amigos samaritanos.

4. El quinto pájaro

¿No se venden cinco pajarillos por dos monedas? Pues bien, de ninguno de ellos se olvida Dios (Lucas 12,6)

Hace unos meses murió un señor que dejó en mí una honda huella. Era un hombre mayor, bajito, calvo, extremamente delgado y de mirada penetrante. Caminaba con mucha lentitud y apenas hablaba, si no era para quejarse.

Vivía en un hospital psiquiátrico desde hacía muchos años. Siempre le veía sentado y solo, como inmerso en cavilaciones sin fin. Jamás recibió una sola visita durante los años que compartí con él. Nunca le vi esbozar una sonrisa, ni pronunciar una palabra de cariño. Apenas comía y es por esto que algunos compañeros le empezaron a decir: «comes como un pajarito». De ahí le quedó el mote de «pajarito». Falleció sin que a su lado hubiera ningún familiar ni amigo. En su entierro solo hubo tres personas: un enfermo, una religiosa y un voluntario del hospital.

La vida de esta persona no puede dejar de recordarme a un texto entrañable del evangelio de Lucas: «¿No se venden cinco pajarillos por dos pequeñas monedas? Sin embargo, Dios no se olvida de ninguno de ellos» (Lc 12,6).

Jesús, que vivió como un hombre de su tiempo, sabía que los pajarillos eran vendidos a cuatro por dos cuartos y que regalaban uno gratis. Pues bien, el Señor nos dice que Dios no olvida ni siquiera al que es gratuito. El evangelio de Mateo explica que ninguno de estos cae a tierra sin que nuestro Padre lo permita.

Dios ama a todos los seres humanos porque fueron creados a su imagen. Realmente, este hombre era el «quinto pajarillo» del que habla el evangelio de Lucas. Es posible que su vida pasara desapercibida para muchos, pero no a los ojos de Dios.

Dios amaba a este hombre tal y como era… Hay una bella oración de un monje francés de la comunidad de Jerusalén que nos puede ayudar a comprenderlo mejor. Os cito un pequeño fragmento: «Yo, tu Dios, conozco tu miseria, los combates y debilidades de tu alma. Sin embargo, te digo: Dame tu corazón, ámame tal como eres. Yo amo el amor de los pobres. Quiero que, desde tu indigencia, se eleve continuamente este clamor: ‘Señor, te amo’. Yo, tu Dios, te llamo y te espero, apresúrate a abrirme. No tomes por pretexto tu miseria. Pero recuerda: ‘Ámame tal como eres’. No esperes a ser un santo para lanzarte a amar. Si no, no me querrás nunca».

5. Una familia más grande

Que nadie presuma cuando socorra al pobre, ni diga en su espíritu: yo doy, él recibe; yo lo admito en mi casa, él no tiene techo. Quizá es más lo que tú necesitas. Quizá es justo aquel al que tú acoges, y él necesita pan y tu verdad; él necesita techo y tu cielo; él no tiene dinero y a ti te falta justicia (San Agustín)

Hace unos meses conocí a una mujer especial. Era una mujer mayor, delgada, que tenía el pelo largo y bien cuidado y siempre llevaba un toque justo de maquillaje. Nació en un pueblo de Jaén, de donde vino con su familia cuando era una niña. Había trabajado toda su vida de secretaria en una empresa de ropa y cuando se jubiló se compró un pequeño piso en un barrio de Barcelona en el cual vivía sola, ya que nunca se casó ni tuvo familia.

La conocí en una residencia. Se había roto la cadera en un accidente doméstico y la habían enviado allá hasta que se restableciera. Recuerdo su amabilidad y su sentido común. Siempre tenía algún buen consejo para darme. Le gustaba quedarse sentada en la sala de la residencia viendo la televisión o leyendo un buen libro.

Un día, mientras yo visitaba a otra señora, la vi sentada en la entrada de la residencia. Me dijo con alegría: «Hoy ha venido mi nieto a verme». Yo me sorprendí porque creía que la señora era soltera. Pero esa sorpresa fue pequeña comparada con la que tuve al verla salir con una mujer y un niño de otra raza. Me saludaron todos con alegría y se fueron a pasear. Una señora que había al lado, al ver mi cara de sorpresa, me explicó una historia...

Hace unos años, una pareja decidió emigrar de su país para buscar un futuro mejor en el nuestro, para huir de la miseria y de la violencia. El hombre murió por el camino y ella llegó a Barcelona con el bebé. Encontró trabajo en una empresa de limpieza y fue a vivir justo delante de aquella señora. Aquella mujer, al conocer la situación de la madre y del niño se volcó a ayudarles como si se tratara de su propia familia... Y ahora ellos la venían a ver cada día a la residencia...

El papa Francisco dijo en 2016 en la isla de Lesbos: «Todos somos emigrantes, viajeros de esperanza hacia Ti, que eres nuestra verdadera casa, allí donde toda lágrima será enjugada, donde estaremos en paz y seguros de tu abrazo».

Señor, que no olvide el ejemplo de esta familia y sepa acoger a todo aquel que se acerca a mí con alguna necesidad.

6. Una vida que da vida

Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Juan 10,10)

Hace unos días leí una noticia que me sorprendió gratamente. Por desgracia, estamos demasiado acostumbrados a las malas noticias. Los desastres de la guerra, las catástrofes ambientales o los accidentes de tráfico son un buen ejemplo de ello.

Es por esto que me impresionó vivamente leer la noticia de que un hombre había decidido donar uno de sus riñones para salvar la vida a un desconocido. El donante trabajaba de conductor de ambulancia y relataba que durante años había acompañado a enfermos que iban al hospital para someterse al tratamiento de diálisis. El hombre quedó tan impactado de la situación de aquellos pacientes, que decidió dar uno de sus riñones para al menos poder salvar la vida de alguno de ellos. Aquel hombre no buscaba agradecimiento alguno. Al contrario, daba gracias por haber tenido la posibilidad de mejorar la vida de alguna persona; explicaba, además, que lo que más le llenaba de satisfacción era poder ayudar a alguien que lo estuviera pasando mal.

Una de las páginas más bellas del evangelio de Lucas nos habla de una persona similar a nuestro conductor de ambulancia. Jesús está en el templo de Jerusalén y ve a gente rica tirando sus monedas en la sala del tesoro. Sin embargo, la mirada de Jesús se fija especialmente en una viuda pobre que tira dos pequeñas monedas de cobre. Jesús dice: «esta viuda ha tirado más que todos los demás, ya que los ricos han dado de lo que les sobraba; ella, en cambio, ha dado de lo que necesitaba, todo lo que tenía para vivir».

El protagonista de nuestra historia arriesga su propia salud para ayudar a los demás, da de lo que él necesita para vivir. Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Ofrecer algo tan valioso a un desconocido es un acto de generosidad a los ojos de Dios.

Este texto de la viuda pobre me ayuda a entender un poco más cómo era la mirada de Jesús. En aquel templo habría mucha gente. Aquella viuda pasaría desapercibida para la mayoría. Jesús, sin embargo, solo se fija en la viuda pobre. Y se fija en ella porque ama especialmente a los más pequeños. Se dice también popularmente: si quieres ser invisible, hazte pobre... Solo el amor hace visible lo invisible.

La generosidad no hace vacaciones. Pidamos a Dios que nos dé su mirada generosa para poder ver entre los que nos rodean a aquel que más nos necesite.

7. El caramelo y el monje

¡Cuán dulces son a mi paladar Tus palabras! Sí, más que la miel a mi boca (Salmo 109,103)

Hace ya algunos años un monje benedictino me explicó una pequeña historia de cuando era niño. Hacía poco tiempo que había terminado la Guerra Civil Española. Sus padres eran pobres y apenas tenían dinero para alimentar a sus hijos. El monje me explicaba que pocas veces le regalaban caramelos, pero que, cuando le daban uno, era un día de fiesta mayor. Recordaba que cuando tenía el dulce en sus manos, abría con ilusión el envoltorio, se lo ponía en la boca, lo saboreaba unos minutos y lo volvía a envolver. De este modo el caramelo podía durar un día entero. Y durante muchas horas permanecía el sabor de aquella golosina en la boca de aquel niño.

«Pues lo mismo pasa –me decía aquel monje– con la Palabra de Dios en nuestro corazón». Cuando la leemos con atención, la meditamos y hacemos oración de ella, nos queda durante todo el día su aroma de paz, alegría y amor.

Relata el cura de Ars que un día encontró en su parroquia a un campesino que llevaba más de una hora rezando delante del Sagrario. Cuando el sacerdote le preguntó qué hacía allí tanto rato, este le respondió: «Yo le miro, Él me mira, y los dos somos felices».

La oración puede abrir una nueva dimensión a nuestra existencia. La vida es un sueño profundo en el que el hombre se abandona entre las manos de Dios. Cada día podemos ponernos en presencia de Dios y ofrecerle nuestras alegrías y penas de la jornada. El instante más pequeño de nuestra vida, Dios puede convertirlo en algo maravilloso, si se lo damos de corazón.

Termino con una adaptación de un escrito del poeta Hafiz, que nos puede ayudar a empezar la mañana y animarnos a orar más:

«Aquella mañana, cuando comencé a despertarme, apareció de nuevo ese sentimiento de que Tú, Amado, habías estado velándome y mirándome toda la noche. Amanecí con ese sentimiento y, tan pronto como comencé a despertar, besaste con tus labios mi frente y encendiste una lámpara sagrada en mi corazón».

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