Kitabı oku: «Ceremonias de lo invisible»

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ISBN edición impresa: 978-956-6048-35-0

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Proyecto Financiado por el Fondo del Libro y la Lectura, Convocatoria 2020.

Índice

Prólogo

El cine y el mal (sobre Shoah, de Claude Lanzmann)

Una muerte insignificante (Ugetsu, Kenji Mizoguchi y la moral de la cámara)

Bibliografía

Films citados

Agradecimientos

Prólogo

La muerte de Belmondo en Sin aliento; la muerte de Nicholson en El pasajero; la muerte de Dominique Sanda en El conformista; la muerte de Welles/Falstaff en Campanadas a medianoche; la de Paulo Martins en Tierra en trance o la de Dirk Bogarde/Von Aschenbach en Muerte en Venecia; la de Lautaro Murúa en Invasión; la agonía de Harriet Andersson en Gritos y susurros; la demorada muerte de Raúl Salas en El ausente; la muerte de Anna Magnani en Roma, ciudad abierta; la de Brando en Apocalypse Now; la de Gorchakov en Nostalgia; la muerte de Bebán intentando trepar un muro infranqueable en Juan Moreira, y la de Cybulski revolcándose entre la ropa que se seca al sol en Cenizas y diamantes; la muerte inconsolable del replicante en Blade Runner, pero también la muerte feliz de los crucificados mientras imaginan el lado luminoso de las cosas en Life of Brian; la larga muerte de la madre acompañada por el hijo en el film de Sokurov; la de William Blake en Dead Man, cuando inicia su viaje órfico por ese río que lo llevará hasta donde habitan los espíritus; la muerte cruel e inesperada del viejo oso en Noche de circo, cuando el domador descarga su furia sobre él; la muerte de la Falconetti en La pasión de Juana de Arco, y la de Anna Karina en Vivir su vida; la muerte demasiado real de Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua; la terrible muerte del niño en Alemania año cero; la muerte de Jeanne Moreau en Jules et Jim, y hasta la de King Kong en el film de Cooper y Schoedsack (porque, como decía Borges, «un mono de 14 metros de altura es evidentemente encantador»). Recuerdo todas esas muertes tal como las vi alguna vez en el cine y se me quedaron grabadas para siempre en la memoria.

Los dos ensayos de este libro avanzan por ese territorio fúnebre, pero son muertes de otro tipo. Uno de los textos se ocupa de Shoah (Claude Lanzmann, 1985) y estudia la totalidad de la película (y solo esa película): un documental muy extenso sobre la aniquilación sistemática de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, cuyos efectos atraviesan el siglo XX. El otro texto se concentra en un breve momento de Ugetsu, cuentos de la luna pálida después de la lluvia (Kenji Mizoguchi, 1953), aunque a partir de allí, como si fuera un prisma, intenta proyectarse sobre la obra entera de su director: se trata de una escena de ficción, sobre una muerte singular y fortuita, en medio de una guerra civil en Japón, en el siglo XVI. Sería difícil encontrar dos films más diferentes; pero precisamente por eso me interesó organizarlos como un díptico: me pareció que funcionaban de manera complementaria, como si fueran los extremos de una misma ecuación. ¿Qué hay en ellos que no se parece a las demás muertes que recuerdo? En las otras películas, los personajes han ido al encuentro de su muerte, se la han buscado: se trata de un acto merecido, reparatorio o heroico. Hay siempre alguna forma de justicia poética o alguna necesidad de la curva dramática que lleva invariablemente hacia allí. En Shoah y en Ugetsu no se trata de la muerte representada en la imagen, sino del modo en que la imagen reflexiona sobre la muerte. No es la muerte encarnada, sino lo que el cine puede decir sobre ella. Sobre la muerte en general. Ya sea porque hay una minuciosa planificación (la compleja logística donde se apoya la maquinaria burocrática del exterminio) o porque sobreviene una contingencia (la herida fulminante, como un rayo, que derriba a la mujer en medio del bosque dejándola más perpleja que horrorizada), todo tiende a la abstracción, a lo evanescente, a lo inefable. Como si la película fuera insuficiente y admitiera que fracasa al mostrar. O como si, justamente, descubriera su sentido en la incapacidad para hacer visible eso que –como dice Norbert Elias– siempre les sucede a los otros1. No se ve nada, o se ve muy poco: lo que se muestra importa por su valor conceptual. Nada del carácter espectacular y dramático con que los crímenes suelen desplegarse sobre la pantalla. Entonces, tal vez, habría que admitir que la resistencia a ver también forma parte de la imagen (o, al menos, de algunas imágenes).

La muerte no cabe completamente en ninguna representación. Es lo contrario de hacer imágenes. Todo fallecimiento supone, en primer lugar, una incredulidad: eso no es posible. La representación, entonces, viene a negar la ausencia. Es un modo de supervivencia in effigie. Por eso la necesidad de las máscaras funerarias, por eso el éxito de las fotografías de espíritus, por eso los films primitivos que se promocionaban como una manera de retener a «los seres queridos mucho tiempo después de haberlos perdido». Apenado por la muerte de su madre, Barthes revisa viejas fotos familiares y escribe un libro entero sobre la fotografía, pero la única imagen que no muestra es la de ella: «No puedo mostrar la Foto del Invernadero. Esta Foto solo existe para mí solo»2. El duelo es, en efecto, privado. No se ven realmente estas imágenes excepto para encontrar allí lo que ellas intentan reponer; se rememora la imagen del difunto –se rememora al difunto gracias a la imagen– para abrirle las puertas de la transmigración y darle una nueva existencia en la memoria. En eso consiste el trabajo de los deudos: acostumbrarse al recuerdo (pero justamente: ¡uno no quiere acostumbrarse!).

La pérdida de los seres queridos es inevitablemente absurda e injusta. Un sinsentido. ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Por qué tenía ella que morirse? ¿Por qué justo él? Imposible entenderlo. En cambio, las bajas durante una batalla tienen una motivación y un objetivo. Siempre se muere por (en defensa de) una causa. Y todas las causas se proclaman justas. El desafío del cine frente a las guerras, las catástrofes o las masacres consiste en mostrar aun sabiendo que las imágenes corren el riesgo de contribuir a que el horror se vuelva más aceptable. La posibilidad de ver mitiga la angustia que provoca lo desconocido y, con frecuencia, las películas colaboran para que la muerte de los otros resulte más tolerable. Didi-Huberman debate con Gérard Wajcman sobre la pertinencia o no de mostrar unas pocas imágenes del exterminio judío. Esas fotos mal encuadradas, borrosas, arruinadas (esas fotos que son ruinas), tomadas a escondidas frente a las puertas de un crematorio, dejan ver poco; por lo tanto, dice Wajcman, no dejan ver nada, porque la totalidad monstruosa y absoluta del holocausto permanece invisible. Para Didi-Huberman, en cambio, siempre será preferible ver a no ver: hay que «mostrar lo que no puede ser visto»3. ¿Pero cómo mostrar, si cualquier imagen –incluso involuntariamente– contribuye al hábito, a la insensibilidad y, finalmente, al olvido? Los espectadores se acostumbran rápido a la sangre, la violencia, los vejámenes (pero justamente: ¡uno no debería acostumbrarse!). Lo que Didi-Huberman comprende es que mostrar no es meramente exhibir, sino disponer las imágenes de modo que eso invisible resulte, sin embargo, evidente. ¿Por qué esperar a que las imágenes dejen sus secretos a la vista? Habría que interrogarlas como a un testigo valioso, habría que trabajar con ellas, habría que ver en ellas lo que ellas han visto.

¿Pero qué puede recordar una imagen? Walter Benjamin dice que «la memoria no es un instrumento para explorar el pasado, sino su escenario. Es el medio de lo vivido tal como la tierra es el medio en el que yacen sepultadas las ciudades muertas»4. Ir hacia el pasado significa convertirse en un excavador. Cuando Hannah Arendt visita el cementerio de Portbou buscando la tumba de Benjamin, se sorprende porque su nombre no está escrito en ninguna parte. Probablemente sus restos fueron a dar a una fosa común. Sin embargo, ahí mismo, sobre una roca, hay una placa donde se ha inscripto una famosa cita del filósofo: «No hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie». Quizás Benjamin encontró su lugar allí, entre los NN, junto a esos huesos sin nombre, mezclado con aquellos que fueron excluidos por la historia. El excavador, entonces, no restituye el pasado pero puede trazar una topografía de la memoria que haga alguna justicia a los olvidados. En Profit Motive and the Whispering Wind (2007), John Gianvito recorre la historia de las luchas políticas y sociales en Estados Unidos a lo largo de cuatro siglos. Lo hace exclusivamente a través de una impresionante acumulación de lápidas y placas conmemorativas. No hay personas, no hay entrevistas, no hay acciones, no hay locución. Solo la enumeración de monumentos funerarios. Para que se entienda: durante 58 minutos, la película no hace más que enhebrar una sucesión de imágenes que se mantienen en la pantalla el tiempo necesario para leer un nombre, unas fechas y un breve epitafio que deja constancia de una lucha inclaudicable. Gianvito construye una historia de Norteamérica a partir de aquellas luchas populares que fueron suprimidas y olvidadas en los libros tradicionales: los indios, los negros, las mujeres, los pacifistas, los libertarios, los anarquistas. Profit Motive and the Whispering Wind es un film apasionadamente político porque, a través de la simple observación, logra poner de manifiesto en la imagen una dimensión profundamente cuestionadora. Puesto que han sido registrados por una cámara, ahora conocemos todos esos nombres que habían quedado en el margen de la historia.

No hay ninguna ostentación en el ademán de Gianvito. Se trata de una imagen empobrecida (así como, en un sentido inverso, se habla del uranio enriquecido para la fabricación de armas nucleares), no porque sea débil o vulnerable, sino porque se ha despojado de todo afeite, toda pose, toda espectacularidad que inevitablemente fijaría lo que se ve como una forma del olvido. Ese riesgo ya se había planteado en el final de Noche y niebla: «Estamos nosotros, que miramos sinceramente estas ruinas como si el viejo monstruo concentracionario hubiese muerto bajo los escombros; nosotros, los que fingimos recuperar la esperanza ante esta imagen que se aleja, como si nos curásemos de la peste de los campos; nosotros, que aparentamos creer que todo esto proviene de un único tiempo y país, y que no pensamos en mirar a nuestro alrededor ni oímos que se grita sin fin». Hay una separación fundamental entre creer que ya se ha mostrado y saber que nunca se terminará de mostrar (aunque, precisamente por ello, sea necesario seguir intentándolo). En esa perseverancia hay una ética de la imagen. Pero no porque pretenda ver cada vez más. Las películas existen porque algunas cosas –ciertamente no las que están más a la vista– solo pueden intuirse cuando son proyectadas sobre la pantalla. Puesto que los films están hechos de imágenes, damos por sentado que tienen la obligación de reflejar ante nosotros cómo es el mundo. Pero aunque están ahí para ser vistas, las imágenes no tienen por qué exhibir nada: quizás lo que importa es justamente lo que no aparece en ellas. Como señala Michael Taussig, que sigue los pasos de Arendt y llega hasta el cementerio de Portbou para rendir homenaje a Benjamin, «¿qué monumento de piedra o vidrio, qué nombres de personas o qué elevadas citas literarias podrían competir con la invisibilidad?»5. Hay ciertos fenómenos (la muerte es uno de ellos) que solo pueden atisbarse desde la distancia y sin aspavientos porque, ante cualquier embate demasiado ostensible, se escabullen como animales recelosos. ¿Hasta dónde acercarse? ¿Desde dónde observar? ¿Cuál es la justa distancia que debería adoptar la cámara? La visibilidad total muy pronto se confunde con los sueños despóticos del fascismo. Por eso, frente a la arrogancia de una mirada absoluta, el desvío por las imágenes es una ceremonia necesaria para intuir lo invisible.

Cuando Jacques Rivette hace el elogio de Noche y niebla, explica que la fuerza del film de Resnais «procede en menor medida de los documentos que del montaje, de la ciencia con la que se ofrecen a nuestra mirada los crudos hechos, reales, por desgracia, en un movimiento que es justamente el de la conciencia lúcida, y casi impersonal, que no puede aceptar comprender y admitir el fenómeno. Se han podido ver en otras ocasiones documentos más atroces que los recogidos por Resnais; ¿pero a qué no puede acostumbrarse el hombre? Ahora bien, uno no se acostumbra a Noche y niebla; es porque el cineasta juzga lo que muestra, y es juzgado por la manera en que lo muestra»6. La película fue realizada en un momento en que todavía era necesario demostrar que los campos de concentración habían existido. Si Resnais acierta es porque encuentra la forma apropiada: la oscilación entre el color y el blanco y negro, entre el pasado y el presente, no pretende establecer una separación entre dos momentos, sino que, al contrario, posee el efecto de una sobreimpresión. En el inicio mismo del film queda establecido ese procedimiento: una panorámica comienza sobre un prado apacible y concluye sobre la cerca inconfundible, coronada de alambres de púas, mientras la voz en off comenta que «aun un campo verde, aun un paisaje tranquilo pueden conducirnos a un campo de concentración». Hay que aprender a ver en esa doble dimensión: una encima de la otra, una transparentándose sobre la otra. Puesto que el cine es un medio apto para registrar la apariencia de las cosas, hay siempre, de manera inevitable, una concesión al espectáculo. Se me dirá: esa es su naturaleza. Tal vez. Hay algo deceptivo en la película que se proyecta sobre una pantalla porque su irrealidad nunca se diluye por completo; pero aun así, necesitamos hacer imágenes cuando la realidad no es suficiente. Necesitamos hacer imágenes porque el todo no se deja ver. Es lo que dice Didi-Huberman: «Todo acto de imagen es arrancado de la imposible descripción de una realidad»7.

Esa vocación imposible guió el sueño de los pioneros del cine. ¿Cómo aprehender lo que no se puede ver con un artefacto que solo capta el movimiento obvio de las cosas? Si eso es así, entonces, el fusil cronofotográfico de Marey podría ser el eslabón perdido entre las armas de repetición (la ametralladora Gatling con sus cañones rotativos o el revólver Colt con su tambor de municiones) y la cámara de los Lumière. En un conocido pasaje de Historia(s) del cine, Godard dice que «si George Stevens no hubiera utilizado la primera película de 16 mm en color en Auschwitz y Ravensbrück, jamás, sin duda, la felicidad de Elizabeth Taylor habría encontrado un lugar en el sol». En efecto, es el mismo director el que registra el ingreso de las tropas aliadas a los campos luego de la liberación y el que imagina, poco después, la adaptación de la novela de Dreiser en Un lugar en el sol (1951): solo puede entenderse esa sombría felicidad de la actriz, arrojándose en los brazos de Montgomery Clift, cuando se la contrasta con las montañas de cadáveres. Al igual que Godard, Paul Virilio deja ver esa conexión implícita entre el cine y la guerra, como si hubiera allí un vínculo de mutua implicación: «No existe guerra sin representación o arma sofisticada sin mistificación psicológica, porque, antes de ser instrumentos de destrucción, las armas son instrumentos de percepción»8. Dando la vuelta a ese razonamiento, habría que pensar, entonces, de qué manera el cine observa la destrucción, cuáles son sus reacciones frente al desastre, cómo filma el horror.

¿Es este un libro a propósito de la guerra en el cine? ¿Es un libro sobre la muerte según se muestra en (unas pocas) películas? En realidad, no es sobre la guerra ni sobre la muerte, aunque se hable de ellas. No pretendo formular aquí ninguna teoría. Al reunir estos dos textos –que en un principio no fueron concebidos para leerse juntos– me ha interesado reflexionar sobre los modos del cine para comunicar la experiencia, allí donde lo real se resiste con encono a la representación. La cuestión no es nueva, por supuesto, pero me pareció que se planteaba en estas películas de una manera singular y que, ponerlas en diálogo, podía contribuir al debate. En Shoah, los sobrevivientes importan en la medida en que puedan ofrecer datos fehacientes sobre esa máquina de matar que fueron los campos de exterminio; en Ugetsu, la ejecución en medio del bosque sorprende por su carácter de accidente absoluto, como si al plano le diera lo mismo matar o no matar. Lanzmann se niega a usar imágenes de archivo porque, de tan vistas, se han convertido en un lugar común que ya no dice nada. En el film de Mizoguchi, el plano tiene una capacidad asertiva tan débil que no logra retener nada de lo que sucede y que el encuadre debería capturar. De maneras muy diferentes –porque la aniquilación en masa supone cifras tan sobrecogedoras que resulta imposible de imaginar o porque la muerte individual resulta tan insignificante, tan poca cosa, que se vuelve un acontecimiento tenue–, lo cierto es que la experiencia de la muerte queda fuera de escala y resulta difícil de aceptar como un estado natural de las cosas. Es precisamente por ese motivo que invita a ser pensada.

Y debe ser pensada porque, a pesar de que eso no cabe en ninguna imagen, resulta necesario obstinarse para intentar comprender. Aun –o sobre todo– cuando se trata de una empresa destinada al fracaso. En esa misma dirección habría que leer la conocida sentencia de Adorno que suele malinterpretarse: no como una interdicción sobre la poesía luego de Auschwitz, sino como un rechazo a estetizar el sufrimiento de las víctimas9. Cualquier imagen plena resultaría inmediatamente falsa, porque la verdad solo puede intuirse en la medida en que permanezca incompleta, es decir, mientras siga gravitando sobre nuestro presente. Allí radica la dimensión genuinamente constructiva de la memoria: hacer que el pasado pueda formular nuevos interrogantes sobre el destino de una comunidad.

En ese sentido, tengo la esperanza de que se vea que estos dos ensayos –aunque insistan sobre el Medioevo o sobre la Segunda Guerra– no son ajenos al paisaje del continente americano, donde a menudo la vida vale tan poca cosa.

1 Norbert Elias, La soledad de los moribundos, México, Fondo de Cultura Económica, 2009, p. 19.

2 Roland Barthes, La cámara opaca. Nota sobre la fotografía, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 130-131.

3 Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2004, p. 197.

4 Walter Benjamin, «Crónica de Berlín», en Infancia en Berlín hacia 1900, Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2016, p. 79.

5 Michael Taussig, «Walter Benjamin’s Grave. A Profane Illumination», en Walter Benjamin’s Grave, The University of Chicago Press, 2006, p. 19.

6 Jacques Rivette, «De l’abjection», Cahiers du cinéma, nº 120, junio de 1961, p. 54.

7 Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, op. cit., p. 185.

8 Paul Virilio, Guerra e cinema, San Pablo, Página aberta, 1993, p. 12.

9 Véase Theodor Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», en Prismas, Barcelona, Ariel, 1962.

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