Kitabı oku: «Peligroso amor», sayfa 3
Capítulo 7
Elizabeth Castillo
Corrí a través de los pasillos de la editorial como si no llevara tacones. La alarma me había jugado una mala pasada. Llegaba con media hora de retraso y de seguro mi jefe me esperaría con un buen regaño, a menos que no estuviera, lo cual era casi imposible.
Me detuve cerca de la puerta e inhalé y exhalé en repetidas ocasiones. No quería ser despedida y existía la posibilidad considerando el mal humor que lo había acompañado los últimos días. ¡Bien hecho, Elizabeth!
Moví la manivela, cuidando de no tirar el vaso de café, pero en el segundo que iba a entrar escuché su voz pronunciar mi nombre completo. Me quedé estática. Arrugué la boca y murmuré entre dientes.
—¿Sabes qué puedo descontarte estas impuntualidades de tu sueldo? —preguntó en un tono grave.
—Estoy al tanto de las reglas. ¿Podemos negociarlo?
Volteé, con una sonrisa tímida.
—Es la misma regla para todos y en ti recae una responsabilidad más grande por trabajar a mi lado. Te pedí que llegaras temprano, pensé que podía confiar en ti.
Mi mano presionó el vaso térmico más de lo necesario y unas cuantas gotas de café se desparramaron por los costados. Podía sentir la intensidad de su mirada sobre mi cuerpo, cuando me animé a echarle un vistazo lo descubrí con el ceño fruncido; pensé en algo inteligente que decir, pero en un milisegundo pasó por mi lado y entró a la oficina dejando la puerta abierta.
—¿Qué le parece que de ocurrir una próxima vez lo invito a desayunar como un acto de disculpas? —Solté animada.
—No es conveniente para ninguno de los dos —respondió con la mirada en unas carpetas—, empecemos a trabajar.
Me dejé caer en mi silla y simulé ojear los folders del día anterior para no sentirme idiota ante el silencio. Había concluido mi primera semana de trabajo y se suponía que debía estar feliz, en seis días pasé de la revisión de textos a la supervisión parcial de las líneas gráficas. Todo un logro para una principiante.
Sin embargo, no me sentía con ganas de celebrar. La relación con mi jefe era tensa y no por mis retrasos o porque él fuera gruñón, sino que desde la conversación del estacionamiento parecía que algo hubiese cambiado entre los dos y fuésemos extraños en una misma oficina. Ridículo, ¿no?
Evitábamos miradas. Conversaciones casuales y hasta silencios incómodos. Yo tenía mis razones. Acepté que me gustaba más de lo que podía admitir: era admirable, atento y varonil, que a veces me quedaba embobada mirándolo y mi corazón se aceleraba cada vez que lo tenía cerca.
Mi indiferencia estaba justificada. Quería marcar distancia entre los dos porque no podía alimentar una ilusión, pero ¿él? ¿Qué le incomodaba de mí? Se suponía que era el adulto, debía hablar claro si tenía alguna queja en mi contra. Garabateé una de las hojas en blanco mientras se escapó un bufido de mis labios, ¿tendría que acostumbrarme?
Me obligué volver al presente cuando lo escuché carraspear, de seguro se percató de mi distracción. Lo miré con disimulo y fingí concentrarme en los papeles sueltos de contratos. Cruzó por enfrente y salió de la oficina por algunos minutos. Aproveché la soledad para intentar recuperar mi paz; antes de que regresara procuré empezar con lo que tenía pendiente, no quería más regaños.
—Buenas tardes, ¿puedo pasar? —preguntó Clara Prout, desde la puerta entreabierta de la oficina.
Le eché un vistazo por el rabillo del ojo, su cabello iba recogido en un elegante prendedor y llevaba un jumper naranja que resaltaba las curvas de su cadera. Ella siempre parecía lista para una sesión fotográfica. Creo que sintió que la observaba porque sus gafas se centraron en mi dirección. Me concentré en mis papeles.
Esteban se levantó a su encuentro indagando el motivo de la visita. Estaba sorprendido. Alcé la mirada cuando supe que venía a verme, ¿hice algo malo?
—Elizabeth —pronunció mi nombre y se acercó al escritorio resonando sus plataformas contra el suelo—: ¿Tienes planes esta noche?
—Eh, hola, Clara, supongo que no, mis padres acostumbran cenar fuera y creo que mi hermana también tiene compromisos, ¿por?
—No te quedes sola, te oficializo la invitación que te hice a inicios de semana, acompáñanos a cenar.
—Cariño, tal vez no sea conveniente una invitación tan esporádica, Elizabeth puede sentirse comprometida.
—No lo creo, ¿verdad? —preguntó y esbozó una sonrisa enorme en su rostro, sus visitas al odontólogo debían ser semanales, tenía los dientes blanquísimos.
—E-estaré complacida de cenar con ambos, ¿a qué hora?
—A las ocho de la noche. Ahora me voy, una joven me aguarda en el coche y si se preguntan por qué estoy aquí es porque sabía que mi esposo no te diría nada por vergüenza.
La esposa de mi jefe salió de la oficina, no sin antes dejarle un beso de despedida. Bajé la mirada con cierta incomodidad, no me hacía a la idea de ver ese cuadro por más tonto que sonara.
—Elizabeth, disculpa a Clara, si no quieres ir no te sientas en la obligación, ella es así, mira que venir por una invitación.
—Descuida, creo que la pasaré genial con ustedes, ella parece ser una buena anfitriona y de seguro tu hijo no se queda atrás.
—Me dejas tranquilo. Si ya terminaste con lo que tenías pendiente puedes irte, así llegas puntual —dijo con gracia.
Tapé mi sonrisa con cierta vergüenza y me levanté de mi asiento antes de que se arrepintiera de su oferta. Me di cuenta de que parecía de mejor ánimo, debía aprovecharlo e intentar arreglar nuestra situación, sería raro ir a su casa y no dirigirle la mirada siquiera.
Rodeé el escritorio y me recliné sobre el mismo, él me atrapó con la mirada como si no entendiera lo que buscara. Suspiré lento y pedir disculpas por mi retraso fue lo único que se me ocurrió para retomar la conversación, pero como si él ya lo hubiera olvidado le restó importancia y me ofreció un chocolate, en su escritorio tenía una cajita llena de ellos.
—Te envío mi dirección a tu teléfono. Otra cosa, ha sido refrescante trabajar contigo esta semana, se nota que aprendes rápido. Espero que no tengas quejas de mí, he estado un poco abrumado estos días. Se me presentaron algunas complicaciones.
Negué con la cabeza y jugueteé con la envoltura del chocolate.
—Pensé que dirías que fue estresante lidiar conmigo. Soy yo la que tiene que estar agradecida, no te importó que mi experiencia en el área fuese nula. Y, por el contrario, me has apoyado y me has brindado muchas oportunidades en pocos días.
Se quedó en silencio regalándome una mirada cautivadora, una de esas que podían desarmar a cualquiera, pero que, al mismo tiempo no me convenía malinterpretar.
Jugué con mis dedos y antes de que me diera cuenta estaba frente a mí. Su mano derecha atrapó la mía sin previo aviso. Las mariposas en la panza no tardaron en aparecer. Tragué saliva. Sin embargo, él solo quería arrebatarme la envoltura dorada. Lo hizo y, con agilidad, la lanzó al bote de basura de mi escritorio.
Sonrió.
Me encorvé tratando de disimular el rubor de mis mejillas.
Mi corazón latió de prisa.
Estábamos a escasos centímetros de distancia que podía sentir su respiración irregular y su perfume Boss.
Nuestras miradas se intensificaron y las ganas de abrazarlo se apoderaron de mi razón, en un movimiento infantil, torpe y perfecto, me aferré a su pecho.
Me sentí protegida de inmediato, como si él fuese una respuesta del amor, de ese amor que sabes que no es tuyo y aun así no pretendes devolverlo. No tenía caso que siguiera mintiéndome. Él me había desordenado el corazón.
—Elizabeth…
—Lo siento, n-no…
Quise separarme, sorpresivamente me presionó contra su cuerpo.
Su mirada buscó mis labios por algunos segundos y no pude evitar repetir su gesto.
Rozó mis mejillas y se acercó a mi oído: «gracias por alegrar mis días con tus ocurrencias, gracias por estar aquí», susurró, en un tono ronco.
Me quedé en silencio. ¿Qué podía responderle? Si lo único que quería era besarlo y podía asegurar que él quería lo mismo.
Nuestros labios se reclamaban, estábamos tan cerca que bastaba con cerrar los ojos para perdernos en ese sentimiento prohibido y casi podíamos escuchar el latido de nuestros corazones despavoridos.
—Elizabeth, no sé…
Su frase fue interrumpida por el sonido abrupto de la puerta, el mismo que hizo que me soltara como si fuese repelente. Estaba asustado.
Pasó sus manos por su cabello negro y caminó hacia al escritorio arreglando innecesariamente el nudo de su corbata. Revoloteó varios papeles, jugó con un par de lapiceros y apagó su laptop, fue solo después de unos veinte segundos —que parecieron eternos— que se atrevió a autorizar la entrada de Camelia.
—Buenas tardes, Esteban —saludó pendiente de su cuaderno—, solicitan su presencia en el departamento de diseño. Quieren mostrarle nuevos bocetos, según la sugerencia de Elizabeth, para los últimos ejemplares.
Guardó su teléfono en el bolsillo y luego de alcanzar su chaqueta, se dirigió hacia la salida en compañía de su recepcionista. ¿Y yo? Ni una mirada, como si no existiera.
Me apoyé en la pared, junto al pequeño librero y cerré los ojos con las manos alrededor de mi cuerpo. Estaba abrumada, habíamos estado a un paso de besarnos y la idea me asustaba, pero al mismo tiempo me tentaba lo desconocido. No sabía si estar en deuda con Camelia, o, por el contrario, culparla por su interrupción.
Capítulo 8
Esteban Rivers
Los carros me rebasaron por tercera ocasión. Algunos aplastaron el claxon reprendiendo mi lentitud. Me desvié a un costado y busqué el número de Federico entre mis contactos sin perder la mirada de la carretera.
El sonido intermitente de la llamada entrante hizo eco en el espacio reducido de mi carro. Contestó al tercer bip, de fondo la música perenne del bar opacó su voz. Estaba consciente que era mala idea verlo mientras trabajaba, pero de no ser porque sentía la urgencia hubiera esperado otro momento. Quedé en llegar en menos de treinta minutos.
Tenía un par de horas antes de regresar a casa. Esperaba que hablar con mi mejor amigo aclarara mis ideas. Me sentía molesto conmigo mismo. Consentí que una emoción le diera rienda suelta a un sentimiento que no tenía espacio en mi vida. Mi familia no se merecía tal comportamiento.
Presioné el volante y aceleré la marcha.
Yo no era de copas, pero considerando la situación necesitaba neutralizar algunas de mis neuronas para sobrellevar la cena con Elizabeth luego de lo ocurrido en mi oficina. Aún no terminaba de comprender cómo perdí el control de esa manera. ¿Qué estaría pensando ella de mí? Sin embargo, por más que me reprendía aún podía percibir su perfume si tan solo cerraba los ojos.
Me regañé por mis pensamientos intrusivos.
Concentré toda mi atención en el camino.
—¿Así que una adolescente alborota tus hormonas, Rivers? Es lo último que pensé que me confesarías. ¡Así se hace!
—A veces olvido que sueles ser crudo en tus palabras, amigo. Te conté esto porque quiero un consejo, no para que me exaltes.
—Lo que tú no olvidas es la costumbre de evadir los temas importantes. Eso te quedaba en la secundaria, responde a mi pregunta o mejor, respóndete a ti.
—No sé qué es lo que me pasa con ella, Federico. No te negaré que me desconcierta, me divierte, me atrae… Me gusta. ¡Ya lo dije! Pero no está bien. Por otra parte, ni siquiera conozco sus sentimientos. Puede que en este momento piense lo peor de mí.
—¿Lo que pasó en tu oficina no te da una idea de lo que siente por ti? —cuestionó, siendo cómplice de la ironía.
—Talvez pude malinterpretar la situación, ella es de otra generación, tiene otro pensamiento. Quizás estoy haciendo una tormenta en un vaso de agua.
—No creo lo mismo, amigo, por lo que me cuentas estoy seguro de que ella está atraída por ti. A su edad es natural. Eres un tipazo. Y fuera de bromas, sé cauto. Piensa en Clara y en tus años de matrimonio. Me sorprende que te involucraras en este dilema.
—¿Crees que no tengo a Clara en mi mente? Y no es que quiera justificarme, pero siento que la relación no es la de antes. No sé si es una etapa o es que ya no se siente a gusto conmigo. Si te contara cómo ha sido esta última semana no me lo creerías. Asumo que fue todo ese conflicto lo que plantó dudas en mis sentimientos. Sabes que jamás he mirado a otra mujer que no sea mi esposa.
—¿Han hablado?
Dejó el vaso de ron a medio terminar, sobre la mesa.
—He intentado tocar el tema desde semanas atrás y siempre lo evade. Ya no se me ocurre más…
—Buscas en esa niña lo que ya no tienes en casa —afirmó en un movimiento tosco de sus dedos.
—¡Por supuesto que no! Lo de Elizabeth surgió de la nada, no sé ni en qué momento. Apenas lleva conmigo días y de hecho la evito la mayoría del tiempo, pero tiene algo que me eclipsa y aceptarlo me hace cuestionar mis principios. No soy la clase de hombre que se involucra en una aventura.
—Esa no es la respuesta de un hombre que quiere guardar fidelidad a su esposa. Vamos, amigo, confía en mí. Dime que te mueres por vivir esa experiencia. Es un período. Nos ocurre en algún momento, pero siempre regresamos al nido.
—Siempre tomas todo a la ligera, no sé por qué te cuento —dije al borde de los nervios.
—Porque soy la única persona en quien confías para este tipo de situaciones. Lo que si te digo es que la regla de oro de la infidelidad es no enamorarse de la amante. Y no pongas esa cara que no te juzgo, al casarte con Clara te despediste de tu adolescencia y de las mujeres que pudiste conocer, es normal que ahora te sientas así.
—Tengo que irme, gracias por nada, amigo —ironicé con la mirada en el reloj.
—Existe la posibilidad de un divorcio. —Mi ceño se frunció—. ¿Qué? No me digas que ahora te uniste al grupo de las apariencias de nuestras mujeres. Si ya no eres feliz y no están dispuestos a reconstruir su relación es la alternativa más viable. Sin mencionar que de esta manera podrías aventurarte con Elizabeth sin tener a los jueces de la verdad señalándoles. ¿Ves que soy buen amigo?
—Nos vemos después, eres pésimo consejero.
Me levanté de la mesa y caminé hacia la salida del bar, que era propiedad de mi amigo.
Mi carro estaba a trescientos metros así que contaba con el tiempo suficiente para que sus palabras nublaran mi juicio. Me sentía más confundido que al principio sobre todo porque le admití que Elizabeth me tenía encantado y él planteó la posibilidad de un divorcio.
—Viejo, mamá no va a venir —anunció mi hijo, apenas puse un pie en la casa, tenía el teléfono en mano, entonces asumí que acababa de enterarse.
—¿Cómo se supone que eso sea posible?
Dejé las llaves de la puerta a un costado.
—Mildred Duque la invitó a un coctel al parecer. No me dijo nada más, solo que le diéramos a Elizabeth una buena velada.
—No puedo creerlo. En primer lugar, ella fue la de la idea y, en segundo, ¡preferir a Mildred después de asumir un compromiso con una invitada! No, tu mamá perdió los cabales.
—Nos queda ser los anfitriones y como se trata de Elizabeth no tengo inconveniente.
—Ve a la cocina y dile a la empleada que organice todo para dentro de una hora.
—Y si te pido que después de la cena me dejes solo con ella, ¿aceptarías?
—Es mi asistente y no quiero que te involucres —respondí con el tono de voz grave—, eres mi hijo y te conozco, lo tuyo no son las relaciones serias y ella no es la clase de mujer a la que acostumbras frecuentar. ¿Olvidas quién es su familia?
—¿Desde cuándo proteges a una de tus empleadas? Con Camelia no tienes esa guardia.
—Porque nunca has querido propasarte con ella, además, Camelia tiene otra experiencia con las relaciones, por lo que conozco de Elizabeth te digo que ella no busca amores de ratos.
—Creo que no es un asunto para discutir con los viejos. —Sonrío—. Iré a hablar con la empleada.
—Llamaré a tu mamá, estaré en la habitación cambiándome de ropa.
Subí los ocho escalones mientras buscaba el contacto de mi esposa en el teléfono. Respondió apenas la llamé.
—¿Qué tan molesto debo estar contigo?
—Mildred me invitó a un coctel donde asistirá un importante fotógrafo del medio, le pedí a Alejandro que te explicara la situación, sabes que de no ser importante estuviera en casa. Entiéndeme.
—Siempre es lo mismo. Me queda claro que prefieres tu trabajo a los compromisos que asumes con nosotros.
—No es así. Debes entender que existen oportunidades que se nos presentan sin aviso y no se pueden desaprovechar —contestó en un tono de fastidio.
—Fuiste tú quien invitó a Elizabeth.
—Discúlpame con ella, no se me ocurre nada más. A propósito, llegaré tarde, no me esperes despierto.
Colgué la llamada con rabia por el descaro con el que a veces mi esposa hablaba. Me apoyé en el buró de las revistas y miré hacia el techo, la situación me sobrepasaba. Mi matrimonio se había convertido en un negocio de palabra. Quería a Clara, pero empezaba a entender que un sentimiento no era suficiente para mantener un compromiso.
Mi mirada divagó por la fotografía que ella enmarcó de uno de nuestros viajes al exterior. Éramos felices. Alejandro tenía catorce años para entonces. La nostalgia invadió mi corazón. ¿Cuándo nos perdimos como pareja? ¿Era mi culpa acaso? ¿La descuidé? Tuvimos momentos majestuosos. Éramos cómplices. Amantes. ¿Qué nos ocurrió?
Bajé a la sala cuando mi mal humor se había esfumado, enseguida las risas procedentes del jardín me confirmaron la presencia de Elizabeth. Caminé hacia la puerta trasera y me detuve a un costado al verlos junto a la mesa de madera, parecían entretenidos en medio de una conversación agradable. Pensé en dejarlos solos y, por el contrario, una llamada entrante delató mi escondite.
—¡Viejo! Ven acá. Elizabeth acaba de llegar.
Dejé el teléfono caer en mi bolsillo y caminé hacia el jardín con una sonrisa de disculpa.
—Buenas noches, Elizabeth. Bienvenida a la casa.
Llevó un mechón de su cabello rubio hacia un costado y se aproximó sin vacilar.
Me sonrió con la mirada.
Apoyó su mano en mi hombro y besó mi mejilla. Su perfume me embriagó sin permiso. Tosí. Parecía serena, en cambio, yo me sentía nervioso. Observé de reojo a mi hijo y moví mi cabeza en respuesta automática a su saludo.
Como si nada, regresó junto a él y retomó la conversación inconclusa.
No pude evitar admirarla.
Estaba hermosa a pesar de que su atuendo era sencillo: una blusa naranja sin tirantes que combinaba con un pantalón negro. Su cabello suelto en ondas y zapatos sin tacón. Se veía adorable, me recordó al arte porque sin querer logró removerme las fibras.
—¿Dónde está Clara? —averiguó, mirando hacia un costado de mi hombro.
—Surgió un compromiso de último minuto —intervino mi hijo—. Ya podemos ir a comer, no quiero ser un mal anfitrión y darte la cena fría, ¿me acompañas?
Dobló su brazo a la altura del pecho para que Elizabeth lo tomara y cruzaron por mi lado de regreso a la casa, tardé en seguirlos. La presencia de esa niña me desconcentraba. Pensé en inventar una excusa y dejarlos solos, pero la idea se esfumó con la misma rapidez que apareció. Conocía a mi hijo y no perdería oportunidad para intentar conquistarla, si podía evitarlo lo haría. Él era un rompecorazones.
Me les uní a la mesa pensando cómo encajaría en cualquiera conversación de ese par, sin embargo, Alejandro soltó cuanta broma se le vino a la mente que las carcajadas de la rubia no se hicieron esperar. No fue difícil seguirles el ritmo y sorprenderme de lo cómodo que me sentía.
—Disculpen, es un número desconocido. —Alejandro dejó la botella de vino sobre la mesa con la atención en la pantalla de su teléfono—. Hola… ¿Cómo?... ¿Dónde lo tienen?
—¿Sucede algo? —indagué, al ver el rostro de terror de mi hijo.
—Es Manuel —informó con el teléfono apagado—, sufrió un accidente y no logran contactar a sus padres. Debo irme.
—Adelante, llévate el auto. Me informas cualquier novedad.
—Gracias, viejo. Adiós, Elizabeth, espero verte pronto y discúlpame.
—No hay problema, suerte.
—Ojalá no sea nada delicado. Alejandro y Manuel se conocen de toda la vida —confesé, con la mirada en la puerta.
—Tal vez lo mejor sea que me vaya, Esteban. No quiero incomodar.
Presté atención a sus ojos claros. Noté incertidumbre. Lo correcto hubiese sido decirle que sí y marcar nuestra distancia, pero sería retroceder al pasado y no quería volver a los silencios incómodos. Debía ser maduro. Hacer de cuenta que nada sucedió y tratarla como lo que era: mi asistente.
—No tienes que irte. Pensé que estabas a gusto.
Frunció la nariz con una sonrisa pequeña.
Alcancé la botella que había quedado en el puesto vacío de mi hijo y le ofrecí. Extendió su copa e hizo una señal con sus dedos cuando el vino rebasó la mitad.
—¿Vamos a la sala? Es más cómodo que la mesa —propuse.
—¿Dejamos los platos aquí? —Asentí con un movimiento de cabeza—. De acuerdo, solo preguntaba, no quiero ser una pésima invitada, no tengo experiencia en esto de cenas formales.
Me levanté del asiento y le extendí mi mano para que la tomara, mi gesto le causó gracia porque soltó una risita infantil. Acomodó la servilleta a un costado y consintió que la guiara hasta la sala.
Deambuló alrededor de la mesa de centro. Observó cada cuadro que adornaba la pared como si fuera experta en el óleo; cuando pensé que su silencio sería eterno, me sorprendió con una pregunta que no esperaba: «¿Cómo es tu relación con Clara?»
Tenía la mirada puesta en una fotografía que descansaba sobre la chimenea decorativa: nuestro aniversario número ocho.
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