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Xavier Velasco

En los zapatos del capataz

Xavier Velasco (1964) es autor de los libros: Luna llena en las rocas, Diablo guardián y La edad de la punzada, entre otros.


El parapeto mide dos por uno y medio. Diría que es una celda, si no hubiera esta vista espectacular. Juraría que es un escondite, si no tuviera pinta de escaparate. Aceptaría que es sólo un balcón, si no lo empleara a diario para librar combate con monstruos y demonios. Pasado el mediodía, un poco a espaldas de la novela en curso, descargo estas palabras sobre una página vacía del cuaderno —enorme, de argollas, especial para bocetos— que uso como pizarra, o agenda, o bitácora, o casi cualquier cosa porque sus hojas gruesas y anchas son la tierra más libre que he conocido. Diría que combato para defenderla, pero hay días que actúo como su enemigo y culpo de ello a monstruos y demonios, que a todo esto me deben la vida. Somos uno y legión, no quiero imaginar qué papelón haríamos a solas.

Peleo contra el pánico a no ser suficiente, luego de haberme dicho durante tantas lunas que lo sería de sobra, pues de noche se piensa uno capaz de cualquier cosa y ay, de día le toca demostrarlo. En la niñez, el día era un desierto abominable del que frecuentemente me redimía la tarde. Horas largas mirando las ventanas del aula donde nada asomaba sino nubes y cielo, pero ya lo demás se adivinaba lo bastante suculento para darse a inventarlo de cualquier forma. No sería un pupitre el parapeto ideal para iniciarse en los combates literarios, pero tenía dentro lápices, plumas, libretas, cuadernos: armas legales todas cuyo uso clandestino quedaría encubierto por esos cientos de columnas de garrapatas contrahechas, que para diario horror de mi madre yo osaba hacer pasar por caligrafía. ¿Cómo le iba a explicar a la inocente que la bonita letra se lleva mal con el malandrinaje?

Aun hoy, que por fin las recorto a punta de ronquidos, las mañanas me tratan con la punta del pie. No bien abro los párpados, miro el reloj y me propongo estar en mi puesto no después de las diez. Cosa algo complicada, pues aún no hay nada propiamente puesto sobre el balcón que mira a la barranca. Falta el sillón. La música. El tapete. Los víveres. La sombrilla. La idea es no moverse del parapeto, una vez que comiencen las escaramuzas. Pero ya he dicho que éstas arrancan mal...

Alguien adentro quisiera una coartada para quedarse el día entero holgazaneando. Imposible, le digo, de vuelta en los zapatos del capataz, asombrado de estar de pie a estas horas en que, jura mi madre, ya los perros buscan la sombra, y a mis ojos semejan aún la madrugada. Metabolismo nocturno, dicen. Por años me propuse alcanzar la espartana disciplina de aquellos novelistas admirables que hacen lo suyo desde que amanece; hoy aduzco que mis dominios íntimos se rigen por la hora del Pacífico.

Al capataz le he dado un poder indecente. Nadie como él asume que lo que es yo no entiendo por la buena. Cada tarde, nada más terminar, planto en un calendario de pared tres pegotes en forma de dígitos, correspondientes a la última página escrita. Y como el calendario está frente a la cama, no hay manera de abrir los párpados al mundo sin reparar en ese mapa de productividad, orgullo de Dracón que consigna la entrega, o en su caso la holganza, sin otros argumentos que los cuantitativos. Sintomáticamente, de esa cifra acostumbran pender el buen humor de la tarde y la serenidad de la noche.

No escribo la novela en el cuaderno, sino en una libreta donde no caben otros menesteres. La novela es celosa y yo le correspondo. Solamente con ella uso las hojas rayadas Maruman tamaño B5, dentro de una carpeta con veintiséis argollas de metal, así como la tinta Waterman negra que aproximadamente cada siete cuartillas devora mi Mont Blanc Julio Verne, traqueteado y querido juguetazo con la forma de un Nautilus y el peso de una daga. Es en esas recargas recurrentes que percibo el avance del proyecto y le gano terreno a la ansiedad. Voy nadando en el mar, lastrado por el peso muerto de mi historia y resuelto a salvarla contra todo pronóstico.

Al parapeto lo rodea el rumor de los pájaros de la barranca. Una sonata múltiple que crece conforme la tarde avanza y la tinta, a su vez, fluye hasta terminarse. Bombeo el combustible y vuelvo a la carga. Limpio el punto con manos y antebrazos, me embadurno feliz de sangre color negro. Retorno a alimentar la ampolla del dedo corazón de la mano derecha que de pronto amenaza con punzar y ya ni caso le hago porque estoy combatiendo a monstruos y demonios y me he apostado entero a salvar a la historia y sobrevivirlos. Lo que importa es pelear, ha escrito Javier Cercas. Si alguien quiere pelear, entrométase ahora. Dígame dónde quiere que le encaje la pluma.

Alberto Ruy Sánchez

Tres veces lo mismo

Alberto Ruy Sánchez (1951) es autor de los libros: Los nombres del aire, Los jardines secretos de Mogador y La mano del fuego, entre otros.


Me pides que me vea escribiendo y no sé por dónde empezar. Tengo la extraña sensación de escribir todo el tiempo, de diferentes maneras entretejidas. ¿Puedo separarlas?

Me descubro escuchando a alguien hablar y voy contando sus sílabas, deshaciéndolas y armándolas con otra intención, con otra fuerza. Me descubro reeditando mentalmente una película o una novela, o una secuencia de imágenes. Me veo tocándolo todo, oliéndolo todo, imaginándome a qué sabe o a qué sabría con un poco más de eneldo o azafrán o humo o sudor salado. Me descubro tocando la piel de alguien, oliéndola sin querer, desentrañando la aurora boreal de sus pupilas y muchas veces recuerdo mejor esas sensaciones que el nombre de quien al pasar me las ofrece. Me descubro hipnotizado por algo que sucede y que va tomando la forma de un río de realidades que me cuento callado, contando sílabas, como canción nueva. Me descubro en el metro interrogando en silencio a los que van dormidos, a los que empujan por el placer microcanalla de ejercer esa violencia, a los que miran sin mirar. Me descubro fascinado por lo que ha sido hecho con las manos, desde un cartel accidentalmente lacerado hasta un platito de palma tejida, o cerámica. Me descubro recolectando materiales de muy diversa naturaleza: imágenes sueltas, historias incompletas, texturas más que textos, sorpresas, horrores, ideas. Por alguna extraña razón me interpelan. Me gustaría llamar a este momento de mi escritura Recolección de asombros.

Como consecuencia me veo felizmente hundido en un caos de materiales, un torbellino fabuloso que nunca cede. Y entonces viene la obsesiva necesidad de poner unas cosas aquí y otras allá. No tanto imponerles un orden como dejar que fluya una lógica entre ellas. No establecer cajones y expedientes sino dejar que mis manos y mis ojos vayan produciendo collages con los fragmentos que van tomando otro sentido al estar juntos. Un día los pongo aquí y al siguiente tal vez en la basura. Y por la noche o a la semana regreso a ver si puedo recuperarlos. Para pegar todas esas cosas uso un hilo de palabras que ante mis ojos, en mi boca, vuelve al mundo collar, flujo, transcurso, discurso. Decenas de papelitos cada día, de archivos abiertos, de versiones y más versiones, de notas y bolas de papel volando o decenas de .doc que hacen clic al entrar a mi ciber papelera. Otro basurero abultado que me ayuda a jugar creativamente con el caos es la memoria, o más bien el olvido. Colecciono cosas que de pronto ya no están y a veces ni siquiera sé que las he perdido. Pero nada es perfecto y todo puede regresar cuando menos se le espera. Recordar inesperadamente se puede volver epifanía, revelación de lo excepcional: poema. Pero en esta etapa todo es boceto, todo es acercamiento, experimentación, proyecto interminable. A este segundo momento de mi escritura me gustaría llamarlo Laboratorio de montajes. Como en el comienzo del cine se hablaba del montaje como algo más experimental que la edición narrativa actual. Como lo hacía Eisenstein en los veintes y treintas o Dusan Makavejev en los setentas. Este segundo momento de mi escritura es un fin en sí mismo que, como el anterior, nunca se acaba. No necesariamente va hacia la obra publicable, su vocación es lúdica, obsesiva, gozosa, improductiva, estética, desvergonzadamente privada pero no necesariamente secreta.

Mi tercer impulso de escritura sucede entretejido simultáneamente con los anteriores y se explica sólo por ellos y con ellos. Quiero llamarlo Ritual de composición. El collage de collages cambia de piel en este momento y se convierte en un objeto artesanal ritual. En una trama de revelaciones. Sucede en una especie de trance cotidiano que quiere ser fiel al mismo tiempo al delirio naciente y a la buscada perfección de la forma. Descubre, plantea y resuelve problemas narrativos concretos. Muchas veces complejos. Es intelectual e instintivo. Es un momento de perversión y neurosis extremas. No funciona en mí por disciplina sino por obsesión. No es un deber es un hiperplacer que no excluye cierto ardor erótico. Diariamente estoy lleno de una tensión que se va convirtiendo en las palabras de la historia que me he propuesto contar. Todo en función de la búsqueda, más o menos ambiciosa de un proyecto específico a largo plazo. Una obra que planeo como los artesanos azulejeros de Marruecos planean y ejecutan durante años esos tableros abstractos que combinan en perfecta geometría hasta 99 formas distintas de azulejos. Lo hago de día o de noche, gozando el insomnio si tengo suerte de que suceda, con lápiz, con tinta, en mi máquina o en la que encuentre. Solo o con gente alrededor. De cualquier manera una multitud cantante y parlanchina me habita.

Así escribo: dejando que una polifonía vital, invocada pero no menos sorpresiva, se apodere de mi cuerpo y de mis palabras y, en difícil y paradójica armonía que se alimenta de los latidos del caos, deje escuchar todas sus voces poseídas, posesivas.

Ana Clavel

Contención y latido

Ana Clavel (1961) es autora de los libros: Las ninfas a veces sonríen, Las Violetas son flores del deseo y El dibujante de sombras, entre otros.


La verdad es que a mí eso de los rituales y parafernalias del oficio de escritor no se me da. Ni uso una pluma Montblanc —la perdería al día siguiente—, ni prefiero las libretas Moleskine, ni tengo afición por las antediluvianas Remington, ni me seduce la laptop más veloz y nueva del oeste. Si acaso, el café expreso por las mañanas que me ayuda a activarme un poco y que a la vez me permite seguir en un estado de inconciencia similar al de un pez que aletea en una orilla húmeda. Pero ni siquiera eso del café alcanza a ser un ritual de escritura, puesto que no siempre escribo por las mañanas, y ni siquiera me siento a escribir todos los días.

No, yo los libros los escribo antes de empezar a escribirlos, antes incluso de saber que tendrán una vida secreta y propia. Por ejemplo, hay libros que comencé a escribir antes de los tres años, cuando mi padre aún vivía. (Mi padre era inspector agrario pero extrañamente prefería escribir con tinta verde sus reportes, soñaba con comprarse un helicóptero y le encantaba tomar fotografías —como ésa en la que estoy frente a una máquina de escribir y por la cual bromeo que mi destino era ser secretaria... o escritora.)

Cada libro tiene una respiración y un crecimiento propios. El gran Felisberto Hernández explicaba que una historia es como una planta que nace y crece misteriosamente en un rincón del escritor. El deber de uno es cuidar que esa planta no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, que sea lo que está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Hay libros que me han exigido caminar en calidad de invisible por la Ciudad de México y treparme al Caballero Alto del Castillo de Chapultepec, libros que me han llevado a incursionar en los baños públicos masculinos y tomarles fotos, libros que me han hecho jugar a las muñecas como sólo un hombre asomado a sus abismos podría hacerlo. Hay libros que nunca me imaginé escribir.

También hay libros que me imponen contradecirme y me obligan a una liturgia propia: recorto de un periódico la imagen de un jarrón chino; me compro en un mercado de antigüedades un ruinoso mingitorio acorazonado de la marca American Standard y lo dejo dormir en la sala de mi casa; cuelgo de la cabecera de mi cama una postal de Marcel Duchamp jugando al ajedrez con Man Ray. Lo que sí sucede en todos los casos es que voy conteniendo la escritura que empieza a cosquillearme en una costilla del sueño o en la punta de los dedos. Y no la suelto por más que se me revele en jirones de ensueño, por más que me haga temblar de ansiedad.

Voy armando la estructura en mi cabeza, o más propiamente, voy dejando que la historia me prometa cosas: “Si te vas por aquí, encontrarás que el laberinto más perfecto es aquel del que no se desea salir”. A veces tomo notas en servilletas, cuadernos de espiral o engrapados, con una pluma Bic u otra cualquiera con el logo de un hotel o un banco, no importa. O uso una computadora ajena porque la mía se descompone a cada rato.

Poco a poco la tentación de sentarse a escribir comienza a ser insoportable. Pero no cedo. No puedo empezar si no doy con la primera frase. Para escribir, por ejemplo, una primera línea como “La violación comienza con la mirada”, tuve que esperar más de veinte años a que Las hortensias que había leído en la Facultad de Filosofía y Letras florecieran con una extraña intensidad violeta; así como tuve que recordarme mirando mirar a los hombres: lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías que contemplé en la mirada de hermanos y primos mayores desde que era niña.

Pero tampoco puedo terminar de empezar si no doy, aunque sea vagamente, con la última frase. Inventarla o, por ejemplo, retomar la que leí grabada en un epitafio de un cementerio de Oaxaca y que me vino como anillo al dedo para la historia que entonces trabajaba: “Su cuerpo no la contiene”.

Como para mí la escritura es contención y latido, llegada a este límite soy yo la que está a punto de desbordarse. Y claro, ya con el principio y el final de la historia, sin parafernalias ni rituales exteriores, ahora sí, incontenible, termino de escribir.

Guillermo Fadanelli

Las obsesiones no descansan

Guillermo Fadanelli (1960) es autor de los libros: Malacara, Educar a los topos, Lodo, Plegarias de un inquilino y Dios siempre se equivoca, entre otros.


He olvidado las razones por las que escribir fue en un principio una actividad importante, casi una necesidad. Lo más probable es que no estuviera en mis manos la elección de mi oficio y que una suma de tropiezos me pusiera en el camino de la literatura. Los tropiezos son un tesoro que los hombres románticos acumulan para hacerse los desgraciados y acercarse de esa manera al arte. A veces mienten con tal de hacerse de un pasado interesante, como es mi caso, aunque en ocasiones su sensibilidad es en verdad consecuencia de una suma de desgracias que hacen de su escritura una cosa viva, oscura e inexplicable. Si he olvidado los orígenes de una afición que con el tiempo se transformó en vicio y después en una masa informe de pulsiones contradictorias, al menos puedo contarles cómo es que me enfrento a las cuestiones mecánicas de la escritura.

Lo primero es que no encuentro dicha mecánica por ninguna parte, sino un montón de enmendaduras en las velas del barco. Cuando creo que escribo una obra de cierto valor es cuando peor me va en la batalla. El entusiasmo y el narcisismo unidos forman una pócima venenosa y sus consecuencias son desastrosas. A la contra, cuando escribo malhumorado y cada línea me decepciona, los resultados no suelen ser tan malos. Esto lo sé por mera experiencia, no porque me dedique a construir un método ni porque invoque a los estados más oscuros del alma para escribir. Estos susodichos estados del alma son un verdadero robo a la imaginación y a la hora de escribir no se les encuentra en ninguna parte. Los oficios son mediocres por definición y lo más conveniente para una persona que vive de su escritura es no ponerse demasiado melancólico, ni tampoco abusar de su buena suerte.

Así como no poseo una hora precisa para morirme, tampoco contemplo un determinado horario para escribir. Puedo hacerlo en la madrugada o unos minutos después de despertarme, mientras pruebo alimentos en la mesa o cuando converso con otra persona. Si mi humor oscurece busco el silencio, pero si me siento motivado no me incomoda escribir en medio de un ambiente escandaloso. En mi caso la distracción constante es necesaria porque demasiada concentración en un tema provoca que la escritura se vuelva odiosa: nada merece tanta atención como para sumar más amargura al mundo. El rumbo de mi escritura es bueno cuando resuelvo el duelo de una sola estocada, es decir, cuando las palabras son sencillas y leales a la imaginación. En mi opinión una obra literaria no es un problema que deba resolverse a la manera de una técnica que se perfecciona, o de una ecuación matemática: es un hecho del espíritu o, si se quiere, uno de los tantos rostros como se expresa la confusión humana.

Ha sido totalmente a propósito referirme a las obras literarias como hechos del espíritu, pese a no saber qué se quiere decir con esta clase de oraciones. Sin embargo, la experiencia me dicta que la creación de una obra se entiende más con el desorden que con la buena administración. No aludo a un desorden de la mecánica, sino del temperamento: las palabras comienzan a funcionar cuando nada es evidente. Es por eso que cuando me pongo a escribir no sé dónde va a terminar el asunto: mis intuiciones se dispersan y la presa siempre se escapa. En este oficio los finales felices están vetados, aunque sé de escritores que se conforman con los aplausos.

Los párrafos anteriores podrían dar la impresión de que en mi escritura nada está controlado, pero no es así por supuesto. Mantengo un control constante y desmedido sobre mis ficciones, aunque eso no me sirva en absoluto. Las obsesiones no descansan e intentan encontrar una salida a cada momento, las palabras recobran su sentido a fuerza de intimidarlas, cada línea debe escapar de la estricta vigilancia a la que es sometida, el orden se impone para disolverse y la escritura es prueba de que se ha perdido el rumbo. En pocas palabras: se trabaja mucho por unas cuantas monedas.

Cuando bebo no escribo ni una línea y cuando cometo ese disparate me arrepiento como si fuera un santo. Beber es otra manera de estar alerta y por tanto es un poco absurdo reunir ambas actividades. Si las compañías trasnacionales deciden quitarnos la tecnología puedo escribir en las paredes, de hecho los ensayos se cocinan mejor cuando los escribo a mano. Hace muchos años que dejé de ser un contador de historias en pos de complicarme la vida. Contar historias ahora me parece tan anodino como hacer negocios. De todas maneras lo intento y si los dioses están conmigo a veces de la nada aparece un relato. En literatura debemos hacernos a un lado para que el mundo pase.

Francisco Hernández

Imito en todas partes

Francisco Hernández (1946) es autor de los libros de poesía: La isla de las breves ausencias, Moneda de tres caras y Mal de Graves, entre otros.


En el principio fue la imitación. De los pocos volúmenes existentes en la casa de mis padres, sólo llegaron a encandilarme los de poesía (Díaz Mirón, Darío, Juan Ramón Jiménez), mismos que me puse a imitar de inmediato, porque se me hicieron más “sencillos”, por breves, que las novelas de Verne o Salgari.

En la actualidad, cuando no se me ocurre nada, todavía recurro a aquellas páginas, con la esperanza de una pequeña ayuda para salir de la infertilidad.

Llegué a la Ciudad de México hace más de 40 años. Enseguida pude contagiarme de otros espacios: cines, museos, librerías, bibliotecas, conciertos y, por supuesto, conocí a escritores afectos a compartir sus preferencias. Así pude asomarme a la obra de Octavio Paz, Lezama Lima, Pablo Neruda, Fernando Pessoa, Carlos Pellicer, Luis Cernuda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, entre otros. Casi por vocación, me vi obligado a seguir imitando.

Trabajé en agencias de publicidad durante 29 años y, al menos en mis tiempos, llegaban cada día “órdenes de trabajo” donde se especificaban las características del producto, el medio, la duración o el tamaño del anuncio y, sobre todo, la implacable fecha de entrega. Todavía me parece escuchar la voz de un alto ejecutivo gringo diciéndome, con tono de amenaza:

—Mañana viene el cliente, cinco de la tarde, a ver story boards. Piensa en un gimmick superoriginal o en un jingle supervendedor. Habla a tu mujer para que no te espere...

La mecánica de la creatividad publicitaria se me quedó adherida como una máscara. Por eso, cuando he tenido que escribir por obligación, no me ha resultado tan difícil.

Me explico, la beca de tres años otorgada por el Sistema Nacional de Creadores, aceptó mi propuesta de entregar el mismo número de libros, del año 2008 al 2010.

Para el primer año ofrecí un poemario titulado Los vigilantes de Miss Dickinson, de 65 páginas, donde dos dementes enamorados de Emily Dickinson rentan una vivienda frente a la mansión de la poeta, con el fin de asesinarla y aliviar la tristeza de su existencia. Este librito ya fue entregado.

El trabajo correspondiente al 2009 acabo de finalizarlo. Título: 51 autorretratos. No llegué a las 60 cuartillas prometidas pero el tema se cumple: escribí lo que 51 artistas, entre pintores, grabadores y fotógrafos, piensan —o pensaban— en el momento de autorretratarse. Entre ellos puedo citar a Lucian Freud, Frida Kahlo, Jean Michel Basquiat, Tamara de Lempicka, Marcel Duchamp, Rembrandt, Nadar, Francis Bacon, Francisco Toledo.

En la fecha prevista lo hice llegar al FONCA.

El tercer volumen será sobre los grabados en madera de Alberto Durero y aún no lo empiezo.

Otros detonadores, otras obligaciones. Escuchar un cuarteto de cuerdas de Robert Schumann y tener el deseo de escribir sobre el músico alemán fueron un solo impulso. Quise comprar el disco pero era del encargado de la librería. Tomé un taxi y ahí mismo comencé a desarrollar De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios. Al día siguiente conseguí el LP y en una semana estaba terminado el poema.

El caso de Habla Scardanelli fue parecido. Un primero de año me encontraba solo en mi piso del sur del DF y debido a mi “obligada sobriedad” pude ponerme a releer Arte y poesía, de Martin Heidegger, sufriendo un peculiar deslumbramiento ante las páginas dedicadas a Hölderlin. ¿Resultado? Surgió Habla Scardanelli, aunque esta vez el texto me pareció más o menos redondo hasta los 11 meses.

El Cuaderno de Borneo también surge de una segunda lectura, esta vez de Georg Trakl. Conocía una traducción hecha en Argentina, pero lo que realmente me motivó a mecanografiar algunas páginas a propósito del querido cocainómano austriaco fueron las versiones estupendas de Marco Antonio Campos.

Me anclé en el tema durante más de un año para completar, con las dos secciones mencionadas, la publicación Moneda de tres caras.

Un músico, dos poetas. Y la locura como obligado e inimitable Dios Verdadero.

Imito en todas partes, dormido o despierto, a cualquier hora. En un cine, en un avión o recostado sobre mi cama.

Cuando me siento sano y feliz, no se me ocurre nada bueno. Imito mejor al descubrirme enfermo o terriblemente deprimido, con la hernia hiatal impidiéndome disfrutar de “cuatro al pastor con todo” o con la invisibilidad de un ataque de epilepsia tocando el timbre de mi departamento.

Cierro con una frase de George Bataille: “Escribo deseando que me lean: pero el tiempo me separa del momento en que seré leído”.

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