Kitabı oku: «Escuadrón 7»
Escuadrón 7
Denis Cruz
Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.
Índice de contenido
Tapa
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Escuadrón 7
Denis Cruz
Dirección: Stella M. Romero
Traducción: Gisell Erfurth de Juez
Diseño del interior: Giannina Osorio
Diseño de tapa: Leonardo Alves
Ilustración: Rolando Barata
IMPRESO EN LA ARGENTINA
Printed in Argentina
Primera edición, e - Book
MMXXI
Es propiedad. © 2018 Casa Publicadora Brasileira. © 2019, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.
ISBN 978-987-798-345-6
Cruz, DenisEscuadrón 7 / Denis Cruz / Dirigido por Stella M. Romero / Ilustrado por Rolando Barata.- 1ª ed.- Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo digital: OnlineTraducción de: Gisell Erfurth de Juez.ISBN 978-987-798-345-61. Narrativa Infantil y Juvenil Brasileña. 2. Bullying. 3. Literatura infantil. I. Romero, Stella M., dir. II. Barata, Rolando, ilus. III. Erfurth de Juez, Gisell, trad. IV. Título.CDD B869.39282 |
Publicado el 22 de enero de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).
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Dedicatoria
A Dios, porque todo es de él y para él.
A mi esposa, Elisa. Ya vivimos muchas historias y ciertamente hay mucho más por vivir aún.
A mi hijo más pequeño, Thor. Tendrás la increíble experiencia de crecer conviviendo con dos personas espectaculares: tus hermanos Lívia y Kalel. Te encantará conocerlos y, al conocerlos, los amarás cada vez más.
Y a ti, querido lector, dueño del corazón que deseo alcanzar con la historia que contaré ahora.
Capítulo 1
Colegio nuevo… de nuevo
–¿No podemos dejar esto para mañana? –preguntó Bea mientras caminaba al lado del papá.
–Ya que estamos aquí, hija, no veo motivos para que pierdas un día de clases –respondió el Sr. Pedro.
Hecha la matriculación, la secretaria había dicho que la niña podría comenzar a frecuentar las clases, si quisiera. Al Sr. Pedro le gustó la idea, y entonces le insistió a su hija para que se dirigiera al aula. Sin embargo, la niña, aunque estaba acostumbrada a mudarse de ciudad cada dos años, prefería esperar hasta el día siguiente.
–Es mucho mejor cuando llego con todos los alumnos –dijo ella–. Cuando entre en el aula, todos se van a quedar mirándome.
–Es normal –respondió el Sr. Pedro–. Todos miran a cualquiera que llega tarde.
–Lo sé. Pero, en mi caso, tengo algo más para que miren…
El padre sostuvo las manos de la hija, con mucho cariño. La mano derecha de ella era diferente de las de él. En lugar de tener cinco dedos, había solamente uno, formado por tres pequeños dedos que, debido a una malformación, habían quedado unidos. Los dedos estaban al lado de lo que sería un pequeño pulgar, que la ayudaba mucho cuando necesitaba tomar cualquier objeto.
–Al principio, ellos verán solo esto –dijo el Sr. Pedro, besando la mano de su hija–. Pero después, verán esto –dijo el padre, señalando al corazón de Bea.
–Aquí, somos todos iguales –sonrió la niña, que conocía los dichos y los gestos del padre.
–¡Exacto! ¡Aprendes rápido!
–¡Tú eres quien enseña bien! –Bea abrazó a su padre.
Fueron breves segundos, pero ella no quería soltarlo. Prefería quedarse allí, acurrucada en aquel abrazo. El Sr. Pedro, de la misma manera, no quería soltarla. Sabía cuán difícil era imponer a la familia una rutina de mudanzas constantes, pero su trabajo como bancario exigía eso.
El papá le dio un beso en el rostro a la niña y la saludó dándole ánimo. Así, se despidieron.
Al andar por el pasillo, acompañada por un monitor, la niña de cabello castaño y lacio veía las puertas de las aulas mientras las pasaba una a una. Allá al final, estaba su nueva aula, y Bea no lograba librarse de aquella sensación de tener un nudo en el estómago.
El monitor golpeó a la puerta y la abrió.
–Tengo una nueva alumna para usted, profesora –dijo él mientras Bea aparecía por la puerta.
–Por favor, entra y acomódate –sonrió la profesora.
La niña dio los primeros pasos dentro del aula. Miró hacia atrás por un momento, hacia la puerta que se cerraba.
Los alumnos miraron a la niña de rostro bonito. En aquel instante, sus cachetes estaban colorados. Y, claro, ellos vieron su mano derecha.
Como no había lugares libres al frente, ella caminó hasta el fondo y se espantó por el lío. A la izquierda, casi se tropezó con los objetos de un muchacho que estaban desparramados por el piso. Por las facciones del niño, Bea notó que era portador de síndrome de Down.
A la derecha, otro alumno ocupaba el fondo. De cabellos enredados, cara enojada y mirada arrogante, nadie se aventuraba a acercarse a él.
Bea finalmente encontró un asiento libre en la fila del medio y se sentó allí.
–¿Cuál es tu nombre? –preguntó la profesora, que vestía un guardapolvo blanco arrugado y tenía el cabello desacomodado en la frente.
–Beatriz –respondió ella tímidamente.
–Yo me llamo Joana. Soy profesora de Ciencias Naturales –se presentó con aires de quien estaba tan solo cumpliendo con el protocolo–. Ven al frente, Beatriz, para que todos puedan conocerte mejor.
Era justo lo que Bea no quería. Ella se levantó y nuevamente fue el blanco de todas las miradas, interesados en escuchar su presentación. Desde el frente, ella dijo avergonzada:
–Hola. Mi nombre es Beatriz, pero mis amigos me llaman Bea. Soy nueva en la ciudad y en la escuela. Y, antes de que alguien me pregunte, mi mano derecha es así por una malformación, pero me las arreglo muy bien –dijo, levantando la mano con un único dedo.
–¡Hunde-torta! –dijo algún alumno en medio de muchos.
Todo el costado derecho del aula estalló en risas.
–¡Paren ya con eso! –reprendió la profesora Joana mientras Bea sentía que toda su sangre subía hacia su rostro.
Poco a poco las risas fueron bajando. En mis primeros minutos en el aula ya soy blanco de burlas y tengo un apodo nuevo, pensó la niña, volviendo a su lugar.
A la mitad del camino, un muchacho de cabellos puntiagudos y anteojos con lentes extremadamente gruesos estiró el brazo, y le entregó tres hojas y un bolígrafo. El gesto fue tan rápido que Bea llegó a encogerse, pensando que sería agredida. No era eso. El niño tan solo le ofrecía material para anotar el contenido de las clases.
–Si necesitas más, puedes pedirme –dijo el niño de anteojos.
Y no sonrió. Parecía un científico dando órdenes a sus asistentes.
Capítulo 2
Juegos
A Bea le pareció desordenada la clase de Ciencias Naturales. Había mucho ruido, porque la muchachada charlaba todo el tiempo. La profesora simplemente escribió un montón de cosas en el pizarrón y ordenó que la clase leyera un capítulo del libro.
Cuando sonó el timbre, ella salió rápidamente, dejando atrás el pizarrón todo escrito.
Pocos minutos después, entró otra profesora. Esa tenía el guardapolvo impecable; hasta parecía estar almidonado. Tenía el cabello corto y bien peinado. Ni bien puso el material en el escritorio, dio el borrador a uno de los alumnos y se fue al fondo.
–Por favor, Fabio, quita esos objetos del piso y siéntate en tu silla –dijo ella ayudando al alumno, que requería atención especial.
El niño le devolvió una dulce sonrisa y obedeció.
–¿Alumna nueva? –preguntó ella girándose hacia Bea, que respondió afirmativamente con la cabeza–. ¿Ya fuiste presentada al aula?
La niña repitió el mismo gesto.
–Mi nombre es Virginia y enseño Matemáticas –dijo la profesora, agachándose a la altura de los oídos de la nueva alumna y tomando la mano derecha de Bea.
Después, preguntó con ternura:
–¿Necesitas alguna ayuda especial o te las arreglas bien?
–Me las arreglo bien –respondió Bea, brindando una sonrisa.
–Terminé, profesora –dijo Fabio con su habla característica.
–¡Miren! –exclamó la profesora Virginia–. ¡Quedó excelente! Merece un beso –y besó al niño en la mejilla.
Después, le entregó tres hojas que tenían formas geométricas y números, todo relacionado con la materia que estaba dando a los demás, pero de una manera más accesible al entendimiento del muchacho.
En su ronda por el fondo del aula, la profesora Virginia pasó al lado del muchacho de rostro enojado de la derecha y quitó sus pies de la mesa. Cuchicheó algo en su oído, y él se arregló, y puso una cara aún más fea.
Con el paso de los minutos, Bea descubrió algo que le parecía imposible que existiera: las clases de Matemáticas pueden ser agradables. Pasó tan rápido que ella ni siquiera notó cuándo sonó el timbre del recreo.
La niña salió del aula y, después de enfrentar el tumulto en la fila de la cantina, se sentó solita, con jugo y galletitas, en uno de los bancos del patio.
Mientras comía, el muchacho que le había dado las hojas para anotar apuntes se paró frente a ella y le preguntó:
–Eres la niña nueva, ¿verdad?
A Bea, la pregunta le parecía un poco tonta, pero ella notó que el niño estaba sin anteojos y forzaba sus ojos para reconocerla.
–Sí, soy yo –respondió ella.
–Yo me llamó Joaquín –dijo, extendiendo la mano para saludarla–. ¿Puedo sentarme aquí?
Ella asintió, y ellos charlaron un rato hasta que terminaron de comer. Entonces, se levantaron y Bea preguntó:
–¿Dónde están tus anteojos?
–Con ellos –respondió señalando hacia un grupo de niños–. Marcos hace esos juegos desagradables en el recreo. Yo no veo prácticamente nada sin anteojos –dijo dándose vuelta hacia la nueva amiga, con ojos pequeños y casi cerrados–. Tengo ocho grados.
–¿Ocho? Estás jugando, ¿no?
–¡En serio! Nací casi ciego, pero pasé por algunas cirugías. Cuando sea mayor, podré pasar por otras y usar lentes de contacto.
–¡Genial!
–¿Qué es genial? ¿Nacer ciego, pasar por cirugías, usar anteojos o usar lentes de contacto?
–Fue la fuerza de la expresión –sonrió Bea–. Es genial que tengas la expectativa de poder ver mejor.
–Ah, eso sí –dijo el muchacho correspondiendo a la sonrisa–. Ya usé anteojos de quince grados. Deberías haber visto lo gruesos que eran.
Era difícil imaginarse lentes superiores a los que ella había visto en el rostro de Joaquín en la clase, pero Bea asintió sonriente, preguntándose si el muchacho podía ver la expresión de su rostro.
–Y ¿por qué ellos hacen ese juego tonto contigo? –preguntó ella, mirando a los muchachos que estaban enfrente.
–Porque son unos tontos. Ellos se creen lo máximo y les gusta molestar e incluso lastimar a las personas más débiles. Les ponen apodos a todos. Ellos me dicen “Cíclope”, porque no puedo estar sin mis anteojos. La suerte de ellos es que no lanzo rayos por los ojos; si no, “bzummmm”, ya los habría exterminado.
Bea se rio no solo por las palabras del amigo, sino también por la manera rápida y entusiasta en que hablaba.
–¡En serio! –siguió Joaquín, ahora aún más alentado, porque se dio cuenta de que había agradado a la niña–. ¿Viste el grandote malhumorado del fondo de la clase? Él se llama Víctor, pero Marcos lo apodó “Hulk” –al hablar eso, cambió la voz e imitó al alumno que ponía los apodos–: “Grande y tonto, solo falta que sea verde”. Pero, claro, solo dicen eso lejos de él, para no ligar unos golpes en la oreja. Ni siquiera sé si Víctor sabe que le dieron ese apodo. Y está el otro muchacho en el fondo del aula, Fabio. A él, le pusieron el apodo de “Bobo”. Son realmente unos payasos. No respetan las diferencias entre las personas.
–Sí, lo vi. Me apodaron a mí también.
–Pero no prestes atención a eso. Ya voy a mostrarles a todos de qué somos capaces.
–¿De qué estás hablando? –preguntó Bea.
–Estoy hablando del campeonato de carrilanas de fin de año. Voy a encontrar la manera de ganar.