Kitabı oku: «Escuadrón 7», sayfa 2
Capítulo 3
Nombres
Después de las clases, Bea almorzó con su mamá, la señora Lucía. Luego, hizo sus actividades de la tarde y, apenas llegó la noche, se reunió con la familia para la cena. En la mesa estaba también Anita, la hermana más pequeña, de nueve años.
–¿Cómo estuvieron las clases en la nueva escuela? –preguntó el Sr. Pedro a las niñas.
–¡Genial! –respondió la pequeña.
–Se puede superar sin traumas –dijo Bea.
–Le colocaron un nuevo apodo –completó la señora Lucía, que durante la tarde se había enterado del asunto por la hija.
–¡Sí! “Hunde-torta” –dijo la niña mientras masticaba pan.
Anita se rio y recibió un puntapié por debajo de la mesa, que no logró identificar de dónde había venido.
–¡Qué mente fértil tienen los chicos hoy en día! –dijo el Sr. Pedro.
–No viste nada, papi –siguió Bea–. En la clase también está el “Hulk”, el “Cíclope” y el “Bobo”.
–Podrían armar la Liga de la Justicia –satirizó Anita.
–¡Sí! –rio Bea–. ¿Dejarán que la súper Hunde-torta sea la líder?
Y todos se rieron relajados.
El Sr. Pedro se levantó y agarró el omelet que estaba sobre la hornalla. Sirvió a “las niñas”, como él las llamaba cuando estaban todas juntas.
–No prestes atención cuando te llamen por cualquier sobrenombre –dijo él–. Y tampoco quiero que llames a otros por sobrenombres.
–Cuando nace un hijo, los padres elijen el nombre del bebé con mucho cariño –completó la señora Lucía–. No está bien que alguien se sienta con el derecho de sustituir ese nombre, menos aún por un apodo jocoso.
El Sr. Pedro se levantó otra vez. Abrió un cajón del armario de la cocina y sacó de allí una Biblia. Volvió a la mesa y, con el libro abierto, dijo a sus hijas:
–La Biblia les da mucha importancia a los nombres. Algunos de ellos son profecías, otros reflejan el momento del nacimiento, o son dados en homenaje y alabanza a Dios.
–Beatriz significa “aquella que hace a los demás felices”, y Ana significa “gracia” –explicó la mamá.
Al notar que las niñas se miraron con aire de satisfacción, la señora Lucía dijo:
–¿Vieron qué lindo es saber que nuestros nombres tienen un significado?
Ellas asintieron sonrientes.
–Pero ¿cómo evitar que nos coloquen apodos? –preguntó Anita.
–Eso es complicado –dijo el papá.
–Y todavía más cuando se tiene una mano de… bien… así, de Hunde-torta –rio Bea y hundió una torta de harina de maíz que estaba en el centro de la mesa.
Jugando, el papá hizo un gesto de que iba a golpear la mano de la niña. Después, contó:
–En la infancia, tuve un gran amigo. Hasta hoy, cuando lo encuentro, tengo que esforzarme para recordar su nombre. En el vecindario y en la escuela, todos le decían Papita. El apodo combinaba tanto con él que hasta sus papás, cariñosamente, lo llamaban Papa.
–¡Ay, qué horror! –refunfuñó Bea–. ¿Y si me llaman por el resto de mi vida por algún apodo?
–Para evitar que un apodo se consolide, no debes llamar a los demás por su apodo– sugirió la mamá.
–Es un buen consejo –estuvo de acuerdo el papá–. Si llamas al Papita por su verdadero nombre, él no se sentirá cómodo en llamarte por tu apodo. Y las demás personas podrán notar eso y ver que respetas el nombre de todos. También podrán sentirse incómodos en apodarte a ti.
–Exacto –siguió la mamá–. Y no prestes atención cuando te llamen por tu apodo o, cuando necesites responder, di tu nombre antes de responder. Algo como: “Perdón, pero me llamo Bea”. Y después responde a quien te esté llamando. No lo digas enojada; habla educadamente y, si puedes, incluso con una sonrisa.
–Ah, la mamá de ustedes dijo algo muy importante. Jamás deben enojarse por causa de un apodo. Si la intención es irritar, cuando te enfureces terminas logrando el objetivo de quien te colocó el apodo –dijo el Sr. Pedro.
–En la teoría, todo es alegría –dijo la menor como si estuviera recitando un poema.
–Anita, la filósofa –jugó Bea.
Siguieron charlando y se fueron a la sala, donde contaron más acerca del primer día en aquella nueva ciudad.
El papá habló un poco acerca del nuevo cargo de gerencia y dijo que le había gustado el equipo de trabajo. Mientras Anita hablaba de su profesora, el Sr. Pedro notó que la señora Lucía miraba con un semblante preocupado a la mayor.
Conociendo bien a su esposa, él sabía exactamente lo que eso significaba. La mamá estaba temerosa en cuanto al nuevo grupo de compañeros de la hija. La carrera bancaria del Sr. Pedro siempre imponía constantes cambios y, si él quería ser promovido, tendría que sujetarse a algún que otro traslado de lugar. “Es para el bien de todos nosotros”, él argumentaba, porque las promociones traían consigo un considerable aumento en la remuneración. Sin embargo, las hijas sufrían por eso, porque no podían formar lazos de amistad muy fuertes. Debido a su condición, Bea tenía aún más dificultad, y eso naturalmente aumentaba su inseguridad.
Al girarse hacia su esposo, la señora Lucía notó que él la observaba. El marido hizo tan solo un gesto con la cabeza y pestañeó. Ella sonrió, porque sabía que esa señal significaba: “¡Todo va a salir bien!”
Capítulo 4
El desafío
La clase del siguiente día no fue muy diferente. Nadie se acercó a Bea, y ella escuchó chistecitos paralelos y risas constantes provenientes del lado en que Marcos se sentaba. Él hablaba, la clase miraba a la niña y todos se reían.
En la clase de Educación Artística, que estaba antes del recreo, se formaron grupos de tres personas. Joaquín se juntó con Bea, y los dos se fueron al fondo y se juntaron con Fabio, que rayaba cualquier cosa en un papel.
El profesor Aldo entregó pegamento, palitos y cajitas a la clase, que comenzó a hacer una pequeña maqueta.
En el otro lado de la clase, el malhumorado Víctor, solito, ni siquiera movió el material que le había dejado el profesor.
Durante la actividad, Bea y Joaquín charlaron con Fabio, y se sorprendieron al ver que él comprendía todo. El muchacho era tan solo lento en las respuestas, pero, aun así, charlaron muy bien.
–Es impresionante cómo manipulas los objetos –dijo Joaquín, observando a su amiga armando la maqueta.
Bea sonrió, mientras prendía un palito en el doblez que tenía en la palma de la pequeña mano y lo sostenía con el pulgar.
–Uno aprende –dijo ella.
La niña se dio vuelta hacia Fabio y sostuvo la mano de él, conduciéndola con una pequeña caja hasta el centro de la maqueta.
–¡Eso! –incentivó Bea cuando la caja quedó pegada, y Fabio le devolvió una sonrisa–. ¿Te diste cuenta de que algunas personas nos tratan de manera distinta?
Respondiendo afirmativamente con la cabeza, Joaquín miró a la clase. Había otros grupos (algunos incluso formados con más de tres alumnos, otros con tan solo dos). La muchachada charlaba durante la actividad, y algunos lanzaban miradas curiosas hacia el grupo del fondo.
–¡Raros! –dijo el muchacho acomodándose los anteojos–. Es así como ellos nos ven.
El timbre del recreo sonó, como si una alarma fuera accionada al pronunciar la palabra “raros”, y se hizo un alboroto de sillas que eran arrastradas hacia todos lados. Los alumnos entregaban las maquetas y salían por la puerta. Tendrían por delante unos buenos veinte minutos de recreo.
Bea le dio un poco de dinero a Joaquín y se fue con Fabio al parque, cerca de la cancha de deportes. Se sentaron allí y enseguida su amigo llegó con la merienda comprada en la cantina.
–Solo venden porquerías en la cantina de esta escuela –dijo Joaquín, dándole un sándwich a cada uno.
–¡Aha! –estuvo de acuerdo Beatriz mientras le servía la merienda a Fabio–. Creo que deberíamos tratar de involucrarnos –mordió su propia merienda y dijo con la boca llena–: Ya pasé por esto antes en otras escuelas. Con el tiempo, ellos ni siquiera notan mi mano –estiró la mano libre e hizo una garra con un solo dedo, imitando el sonido de un monstruo–: ¡Grrrrrrr!
Fabio se rio y repitió el gesto.
–Tu “Grrrr” fue muy chistoso.
–Ya traté –dijo Joaquín–. Pero siempre los muchachos malos del grupo influyen en los demás. Ellos…
–¿Huyendo de mí, Cíclope? –dijo Marcos, proyectando su sombra sobre los tres amigos sentados.
Atrás de él había otros alumnos y alumnas, todos chicos influenciables.
–Quiero mis binoculares. ¿Será que desde aquí puedo ver el Monte del Observatorio?
Todo el grupo que lo acompañaba se rio.
–¡Hey! –dijo Joaquín, levantándose–. Estás rayando mis anteojos. Mi papá me advirtió que me va a castigar si necesito comprar otros por descuido mío.
–Ese es tu problema, Topo. Pásame los anteojos. Quiero incendiar el campo de fútbol con tus lentes –dijo Marcos.
–¡Déjanos en paz! –interrumpió Bea, levantándose; detrás de ella, Fabio también se puso de pie. El grupo de Marcos dio un paso hacia atrás frente al cuerpo robusto del muchacho.
–¡Ocúpate de lo tuyo, Hunde-torta! –amenazó Marcos.
Joaquín se sacó los anteojos. No quería involucrar a su amiga en un conflicto que era suyo.
–¡Está bien! –dijo él, entregando el objeto al muchacho.
Marcos mostró sus dientes en una sonrisa cruel. Evaluó los anteojos, escupió en los vidrios y dijo:
–El lente estaba muy sucio. Listo, ahora puedes limpiarlo –estiró las manos y se los devolvió a Joaquín, con los lentes goteando el líquido viscoso.
El rostro de la víctima se enrojeció. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y una de ellas rodó. Los niños y las niñas que estaban atrás de Marcos sintieron una sensación de malestar.
–¡Vámonos! –dijo Elías, poniendo la mano en el hombro del muchacho.
–¡No! –retrucó Marcos, sacándose la mano del compañero–. Quiero verlo haciendo eso.
–No los voy a limpiar –dijo Joaquín entre dientes, superando el nudo que tenía en la garganta.
–¿Qué? –se sorprendió el otro.
–No los voy a limpiar –el tono de voz era fuerte, imponente–. Y yo te desafío a ti.
Joaquín levantó el rostro sumamente enrojecido, tratando de contener la catarata de lágrimas en las que nadaban sus ojos. El mundo estaba aún más borroso en ese momento.
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