Kitabı oku: «Viajes a los confines del mundo»
Seek: Reports from the Edges of America & Beyond
© 2001, Denis Johnson. Todos los derechos reservados
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Diseño: Mikel Jaso
Maquetación: Endoradisseny
Primera edición: Octubre de 2020
Primera edición digital: Octubre de 2020
© 2020, Contraediciones, S.L.
c/ Elisenda de Pinós, 22
08034 Barcelona
© 2020, David Paradela López, de la traducción
El autor desea agradecer a la colección National Millenium Survey del College of Santa Fe que le haya permitido reproducir «Hippies».
El fragmento «La serotonina y los alucinógenos…» aparece reproducido por cortesía de la revista Omni, vol. 14, n.º 1, «Finding God in the Three-Pound Universe: The Neuroscience of Transcedence».
ISBN: 978-84-18282-35-5
Composición digital: Pablo Barrio
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
ÍNDICE
1 GUERRA CIVIL EN EL INFIERNO
2 HIPPIES
3 SEIS VECES CONTRA EL SUELO
4 MOTEROS DE CRISTO
5 TRES DESIERTOS Hospitalidad y venganza Distancia, luz y sueños Despacho desde la Tercera Guerra Mundial
6 EL MILICIANO QUE HABITA EN MÍ
7 CORRE, RUDOLPH, CORRE
8 EL BAR MÁS BAJO DE MONTANA
9 GUÍA DE SOMALIA PARA ANARQUISTAS
10 JUNGLE BELLS, JUNGLE BELLS
11 EL BATALLÓN DE LOS NIÑOS
Durante la revisión de estos artículos, me he dado cuenta de hasta qué punto estoy en deuda con Will Blythe, que encargó y editó varios de ellos, y con mi esposa, Cindy Lee Johnson.
Este libro está dedicado, con gratitud, a Cindy y Will.
GUERRA CIVIL EN EL INFIERNO
CORRE FINALES DE SEPTIEMBRE y en Liberia la guerra civil lleva estancada, en su punto álgido, casi tres semanas. Las distintas facciones se cuecen a fuego lento bajo las pesadas nubes de África Occidental. Charles Taylor y sus rebeldes andan por aquí; controlan gran parte del país y la zona norte de la capital, Monrovia: es la zona donde se encuentra la emisora de radio, y muchas noches Taylor arenga su rincón del universo con discursos en los que habla de a quién ha matado y a quién piensa matar, regurgita cifras con una generosidad y una despreocupación que lo delatan como embustero, y se refiere a sí mismo como «el presidente de la nación» y a su archirrival como «el difunto Prince Johnson». Entretanto, Prince Johnson, que está vivito y coleando, controla buena parte de la capital. Johnson ostenta los títulos de mariscal de campo, general de brigada y presidente en funciones de Liberia; «Prince» no es más que su nombre. Los hombres de Johnson liquidaron al presidente hace dos semanas y desde entonces deambulan por la capital, exterminando a los soldados del presidente muerto, apilando los cadáveres en las calles —hasta doscientos en una sola noche— o diseminándolos por las playas. Los otros, las diezmadas Fuerzas Armadas de Liberia del presidente, ocupan una tierra de nadie situada entre los puntos de control de Taylor y los de Johnson, más o menos en el centro de la ciudad, un paisaje asolado donde el hambre campa por sus respetos, los soldados roban, saquean y queman, y ciudadanos esqueléticos vagan agonizando por el cólera y la inanición. En el sector de Johnson se hallan acantonadas las tropas de la CEDEAO (la Comunidad Económica de los Estados del África Occidental), una coalición de dieciséis Estados que ha enviado sus fuerzas de pacificación a Monrovia con órdenes, básicamente, de no hacer nada. Las fuerzas de la CEDEAO gozan de una extraña alianza con Prince Johnson. Todo el mundo creía que iban a arrestarlo; en lugar de ello, las tropas de la CEDEAO optaron por no hacer nada mientras los hombres de Johnson abrían fuego y secuestraban al presidente, Samuel K. Doe, el primer día que este puso los pies fuera de su mansión tras varias semanas tratando de pasar inadvertido, y corrieron a ponerse a cubierto mientras los rebeldes de Johnson perseguían y mataban a sesenta y cuatro de los guardaespaldas de Doe, cazándolos de puerta en puerta por el cuartel de la propia CEDEAO. A todo esto, dos buques estadounidenses aguardan frente a la costa con un contingente de marines y todo el mundo se exaspera al verlos flotando y flotando mientras los cadáveres se amontonan… Y es que nadie quiere que ninguno de los rebeldes gobierne el país y el único capaz de instaurar un Gobierno de transición con personas razonables es el Cuerpo de Marines, por dos razones que resultan absurdamente obvias a cualquier liberiano: primero, porque son americanos, y segundo, porque son marines. Los liberianos no quieren otro golpe de Estado como el de 1980, cuando Samuel K. Doe, por entonces oficial del ejército, se hizo con el poder y ejecutó al gabinete en pleno en una playa frente a las cámaras de televisión. Los miembros del pelotón de fusilamiento estaban tan borrachos que algunos tuvieron que recargar y disparar de nuevo desde más cerca.
Doe era de los krahns, la más rural y desaventajada de las tribus de Liberia, tachada de primitiva y a menudo acusada de violenta y caníbal. De un día para otro, los krahns se encontraron al frente del país. Suele haber consenso en que Doe gobernó de una forma estúpida y cruel. Duró diez años. Hacia la mitad de su presidencia tuvo que capear una tentativa de golpe. Su instigador, el general Quiwonkpa, fue desmembrado, sus pedazos se pasearon por toda la ciudad y luego, para apropiarse de la fuerza del audaz pretendiente y frente a testigos de confianza, los hombres de Doe se los comieron. Ahora, cinco años después, Doe ha caído en manos de Prince Johnson. Según Johnson, Doe ha muerto «como consecuencia de sus heridas».
Los primeros colonos estadounidenses llegaron a Liberia en la década de 1820, gracias al patrocinio de la Sociedad Estadounidense de Colonización, fundada por Bushrod Washington, sobrino del presidente Washington. Se trataba de esclavos liberados que regresaban a su continente de origen. En 1847 se establecieron como nación independiente y empezaron a gobernar, de forma más o menos legítima, sobre los gios, los manos y los krahns. Los americoliberianos, como se llamaba a los descendientes de los colonos, se mantuvieron en el poder hasta 1980, con la llegada de Doe. Para la mayoría de los liberianos, su historia está íntimamente ligada a la de Norteamérica. Estados Unidos es objeto de una veneración casi mística en la región. Los liberianos no son conscientes de que en Estados Unidos casi nadie sabe en cuál de los siete continentes está Liberia, de que la televisión apenas ha emitido imágenes de su guerra, ni de que la radio rara vez habla de los problemas del país. No alcanzan a entender por qué Estados Unidos no envía tropas ni exige la formación de un gobierno de transición ni se brinda para organizar conversaciones de paz. No entienden que en Estados Unidos no tienen ninguna circunscripción ni que, incluso entre los congresistas negros, disponen de muy pocos valedores. No saben por qué Estados Unidos los hace esperar tanto.
África Oriental es el lugar al que Dios fue para aprender a esperar. A esperar y a esperar. El carguero nigeriano River Oil lleva ocho días esperando para zarpar del puerto de Freetown, en Sierra Leona, y trasladar a quinientos efectivos de la CEDEAO y doscientas toneladas de arroz y comida enlatada a Monrovia. Había que esperar a que llegase el arroz. A que se encontrara combustible para el barco. A que se decidiera quién debía pagar el combustible. A que aparecieran las eslingas con las cuales cargar el arroz. A que se localizara al hombre que tiene la llave del cuarto donde se guardan las eslingas. A que se decidiera si había que derribar o no la puerta al saberse que el hombre que tenía la llave no la encontraba. A que se forzara la puerta. A que se cargara el arroz. A que los soldados embarcasen. A que alguien decidiera que por fin todo estaba a punto. A que varias prostitutas y dos policías de Freetown desembarcasen de mala gana a primera hora mientras acababan de ponerse bien sus gruesos cinturones negros. El River Oil zarpa doce días más tarde de lo previsto, ocho días y medio después del día en que se había jurado y perjurado que saldría, cuatro días después de que en África Occidental todo el mundo dejara de creer en su partida. Los soldados ghaneses que viajan a bordo cantan «Abool-ya, abool-ya» («pan, pan») mientras cae la noche y la luna se alza y los bancos de peces se disgregan como una perdigonada al paso de la proa.
El carguero tarda dos días en atracar en el puerto libre de Monrovia. Por motivos que nadie entiende, y en contra del consejo de sus oficiales, el capitán ha decidido prescindir del práctico y encargarse él mismo de atracar el buque. Se estampa contra el muelle, abriendo una grieta considerable y combando un larguero de hormigón de quince metros como si fuera un puente levadizo.
El humo asciende en volutas desde los edificios calcinados de la ciudad. Disparos esporádicos procedentes de algún lugar elevado llegan a los oídos de los soldados ghaneses que están en la cubierta; de repente, con un ruido como de yunque que se estrella contra el suelo, quinientos fusiles G-3 de fabricación israelí se ponen a punto. Los hombres bajan la pasarela para ocuparse de sus labores de pacificación al mismo tiempo que empieza a caer la lluvia de la tarde. Las fuerzas de la CEDEAO se ponen a descargar las doscientas toneladas de alimentos.
No es suficiente, ni mucho menos. Nadie sabe cuánta gente queda en la ciudad, pero sin duda más de cuarenta mil personas. Monrovia lleva diez semanas aislada de cualquier fuente de aprovisionamiento. La gasolina oscila entre los tres y los cinco dólares el litro, pero es posible comprar algo más de siete litros a cambio de dos kilos de arroz. Los krahns encarcelados en los centros de detención —a cuya tribu pertenecía el difunto presidente— llevan un mes sin nada que comer, y a veces, cuando alguno consigue cocinar un cuenco de caldo, otro se lo tira de las manos por terror o por envidia. Las mujeres suben y bajan por la calle con sus bebés inconscientes pegados al pecho vacío. «Dan ganas de llorar», admite un médico militar ghanés. «A veces se me caen las lágrimas», confirma el agente de prensa de la CEDEAO. Ambos lucen cicatrices rituales en las mejillas y no dan la impresión de ser hombres dados al sentimentalismo fácil. Un monroviano que acaba de ver pasar a Prince Johnson en coche dice: «Yo era el que estaba más cerca. Nos ha señalado. No hemos podido oír lo que decía, pero sabemos que nos ama y se compadece de nosotros». El hombre no ha comido nada en ocho días. «Como intente caminar, los ojos se me darán la vuelta y me caeré.» La gente está dispuesta a comerse lo que sea, y de vez en cuando alguien se para por la calle y vomita algo que no ha acabado de funcionar como alimento. En las alcantarillas pueden verse latas de insecticida Pestall abiertas; algunos monrovianos famélicos que no saben leer las etiquetas comen de ellas.
Los rebeldes iniciaron su campaña en diciembre y penetraron en el norte y el este del país procedentes de su exilio en Costa de Marfil. Poco después, Johnson se separó de Taylor, quizá por desacuerdos de tipo estratégico —según Johnson— o porque Taylor —como él mismo afirma— sentenció a muerte a Johnson por haber asesinado a sus propios hombres. Sea como fuere, la guerra de guerrillas se abrió paso a trancas y barrancas por el sur, bajo la lluvia, en dirección a la capital. Nadie esperaba que consiguieran llegar, pero de repente, a finales de junio, aquí estaban. La facción de Taylor cerró el aeropuerto. Johnson se aproximó desde el otro lado de la ciudad, se adueñó de la capital, aisló al presidente en su mansión y confinó a su ejército en un espacio de unas pocas manzanas del centro. Entonces llegaron las tropas de la CEDEAO. La población empezó a huir. La mayoría de los diplomáticos británicos regresaron a su país. Los franceses se marcharon en bloque. En cuanto a los estadounidenses, media docena de miembros del cuerpo diplomático permanecieron en la ciudad y los marines instalaron nidos de ametralladoras alrededor de la embajada. En Monrovia se interrumpió el suministro eléctrico. También se cortó el agua corriente. La comida desapareció. La guerra civil devino una carnicería nauseabunda. Una atmósfera de alegre terror dominaba las horas mientras los hombres de Taylor, ataviados con vestidos de novia saqueados y gorros de ducha, se enfrentaban a los soldados que defendían la mansión. Los gorros de ducha eran para la lluvia. Lo de los vestidos de novia no tiene explicación. Entretanto, los hombres de Johnson, tocados con boinas rojas y pelucas de mujer, recorrían las calles a todo gas en Mercedes Benz puenteados, repartiendo balazos. Los vecinos que vivían cerca de la embajada británica tuvieron los arrestos de pedirles a los rebeldes de Johnson que no arrojaran los cadáveres de sus víctimas en la playa porque olían mal. Los rebeldes dijeron que de acuerdo, que ningún problema. Al fin y al cabo, será que no hay kilómetros de playa en Liberia.
Hasta los libaneses se estaban marchando, deseosos de regresar a Beirut. La mayoría de los refugiados salían a pie de la capital, cruzaban el territorio de Taylor y continuaban hacia el oeste por la mejor carretera de Liberia en dirección a Sierra Leona, marchando como la multitud a la salida de un partido de fútbol. En circunstancias normales, serían cinco días de camino por un terreno relativamente llano, pero la ruta estaba erizada de dificultades porque los rebeldes de Taylor —muchachos de las tribus gio y mano, la mayoría entre los once y los quince años, armados con AK-47 y M-16— se dedicaban a parar y asesinar a los miembros de las tribus krahn o mandinga, así como a los del ejército del presidente y del anterior Gobierno. Sesenta kilómetros más allá, en una población llamada Klay, los refugiados se topaban con el primer punto de control. «¿Hueles eso? —preguntaban los rebeldes, refiriéndose al hedor putrefacto que llegaba con la brisa—. Más vale que sepáis quiénes sois —decían— o terminaréis en el sitio de donde sale ese olor.» Cualquiera que no hablase el dialecto adecuado, cualquiera que pareciera demasiado próspero o bien alimentado, era fusilado, decapitado o quemado con gasolina. A algunos los ahogaban en el río Mano. Los refugiados que llegaban a Sierra Leona hablaban de puestos de control rodeados de postes rematados con cabezas cortadas. Empezó a hablarse de vudú: los hombres de Taylor eran inmunes a las balas, se disparaban unos a otros para rascarse la espalda; antes de cada batalla, sacrificaban a una mujer joven, se bebían su sangre y devoraban su corazón; podían transformarse en serpientes y elefantes, podían alargar o encoger los brazos y las piernas a voluntad, podían volverse invisibles. Las violaciones y las matanzas no fueron peores en este conflicto que en otras guerras civiles, pero de ellas parecía extraerse una conclusión morbosa: en la medida en que la superstición les atribuía la práctica de cierto poder oscuro, esas atrocidades eran inescrutables.
Y ahora, el 28 de septiembre, el arroz y la comida enlatada, los refuerzos y la munición, así como unas cuantas toneladas de aceite de cocinar y un puñado de periodistas europeos, han llegado en el River Oil. Los recién llegados no acaban de asimilar lo que están viendo en Monrovia. Nada funciona, nada se vende, todo se cae, este lugar está acabado. En la calle principal, U. N. Drive, el agua y la basura llegan a los tobillos. La muchedumbre pulula de aquí para allá destrozando muros y vallas, rebuscando voraz en el interior de los edificios, pero ya no queda nada que saquear. Los soldados de la CEDEAO disparan al aire de continuo por encima de la multitud para impedir que se acerque al litoral. DOE: EL COÑO DE TU MADRE, se lee en un grafiti, HUYE/QUEREMOS ARROZ, y DIOS SALVE A LIBERIA y PAZ, NO GUERRA. No hay superficie que no tenga su porción de agujeros de bala. Estructuras chamuscadas flanquean la avenida, y por el suelo se esparcen escombros retorcidos. Un tráiler bloquea dos de los cuatro carriles; debajo, una de las farolas de la mediana yace aplastada como si fuera un hoja. Los escaparates de los concesionarios están rotos y dentro se ven los espacios vacíos donde ahora acampan varias familias para resguardarse de la lluvia. Curiosamente, los perros están sanos. Los periodistas averiguan que nadie se come a los perros porque estos se alimentan de los cadáveres. La gente se muere de hambre, pero los perros han engordado.
El lugar más seguro para dormir es Mamba Point, el distrito de las embajadas. Los hombres de Johnson rondan por las calles de la zona y el ruido de los disparos es más o menos constante, pero hay un cuadrante de un par de manzanas donde reina una especie de inmunidad diplomática que huele a magia negra, y a la gente le gusta pensar que ahí está protegida. Aun así, el tableteo de las armas suena demasiado cerca y demasiado a menudo, y sin embargo resulta imposible decir de dónde provienen los disparos. Los no combatientes se mueven entre los edificios con cuidado: ¿estaré avanzando en la dirección fatídica? ¿Cómo estará el percal ahí delante? Colina abajo, la playa huele a muerte, a pesar de que la mayoría de los cadáveres han sido cubiertos con arena y señalados aprovechando los maderos que arroja la marea. Hay algo de comercio, quizá, con las embajadas británica y estadounidense, que reciben provisiones en helicóptero. En Mamba Point todo el mundo pasa hambre, pero nadie ha muerto todavía de inanición. La estación húmeda se está acabando, pero todavía llueve lo suficiente para mantener los barriles medio llenos.
El mariscal de campo Prince Johnson —general de brigada, presidente en funciones de Liberia y comandante en jefe del Frente Patriótico Nacional Independiente de Liberia (INPFL)— libra, como parte de su lucha revolucionaria, una azarosa y, en ocasiones, enigmática campaña de relaciones públicas. A finales de agosto recibió a diez periodistas nigerianos llegados con la CEDEAO y se los llevó a dar una vuelta de tres cuartos de hora por su sector de Monrovia, durante la cual abrió fuego contra un coche en el que iba una pareja europea, matando al hombre e hiriendo a la mujer, que fue sacada a rastras por los soldados de Johnson y de la cual no ha vuelto a saberse; también ejecutó a un saqueador disparándole en la cara a bocajarro con una pistola. Hoy, día 29 de septiembre, Prince Johnson ha dado un paso más al abrir las puertas de su cuartel general a la prensa: ha invitado a una pareja de periodistas estadounidenses y a un equipo de la televisión francesa, recién llegados en el River Oil.
La base del mariscal de campo se encuentra en las afueras de la capital, en el complejo residencial de la Bong Iron Ore Mining Company, U. N. Drive arriba, pasado el puerto libre; pasado el concesionario de BMW, donde actualmente se aloja un pelotón de la CEDEAO; pasada la Liberian Nail Factory y el Templo de la Cura de Fe de Jesucristo y la Liberian Marble and Terrazzo Tile, Inc.: todo destrozado, quemado, saqueado, con algunos de los rebeldes de Johnson en el balcón del segundo piso lanzando botellas de cerveza Star a la acera; pasados los puntos de control de la CEDEAO y el INPFL, donde las tropas ghanesas inspeccionan los vehículos o los muchachos de Johnson, morenos, rubios o pelirrojos, observan desde detrás de sus flequillos artificiales e introducen el cañón de sus fusiles en los coches; siguiendo por una pista de tierra y dejando atrás la granja de café Caldwell y la Iglesia y Escuela Misionera de la Nueva Vida, donde solo hay un aula. Ahí empiezan la docena de edificios de la compañía minera. El centro de operaciones de Johnson se encuentra en un edificio de viviendas de hormigón rodeado de equipos de artillería, soldados ociosos, tiendas y coches. La estructura, no mayor que la casa media americana, parece flotar en un mar de vehículos, sobre todo sedanes Mercedes con el capó levantado. Fuera, en los campos, suena el estampido de los fusiles —se dice que el INPFL ejecuta a varios liberianos todos los días—, y en el interior del edificio, los bajos amortiguados de un altavoz.
Dentro, el mariscal de campo Johnson celebra uno de sus conciertos matutinos. El amplio salón principal está lleno de soldados con boinas rojas, y en el centro se encuentra Prince Johnson, que sostiene una guitarra acústica mientras canta «Rivers of Babylon», una versión en reggae criollo del salmo 137. Lo acompañan otros guerrilleros con las congas, dos guitarras eléctricas y un viejo órgano eléctrico algo tronado. Tocan bien. Podrían ganarse la vida en algún club nocturno de Los Ángeles. «And then we wept —canta Johnson—, when we remembered Zion.» («Y entonces lloramos cuando nos acordamos de Sion.») El grupo que lo rodea se mueve y da palmas al ritmo de la música, haciendo un coro a cinco voces, balanceando los AK mientras las máscaras de gas rebotan contra sus caderas y sus bandoleras destellan bajo las potentes luces del equipo de vídeo de Johnson, que graba la actuación. El mariscal no deja de tocar cuando entran los visitantes, sino que sonríe y asiente vigorosamente, arrastra los pies a lo Michael Jackson y clava una rodilla en el suelo a lo Elvis Presley; los soldados lo aclaman. Es un hombre de constitución mediana, de un metro ochenta, fornido y con una voz aguda de tenor que parece incongruente con su persona, algo gritona, como de cantante de blues. Su boina no es roja, sino de camuflaje, como el uniforme. En el pecho luce una Cruz por Servicio Distinguido, un escorpión de plata y una placa de sheriff verde y dorada. Da otro paso de baile para animar a la tropa. Calza unas botas amarillas, de piel de lagarto.
El campamento funciona con generadores y el salón dispone de aire acondicionado, pero se nota el calor humano y el sudor pegajoso de los eufóricos guerreros adolescentes. El mariscal de campo se seca la cara mientras toma asiento tras un gigantesco escritorio de madera. Los demás apartan los instrumentos y colocan en su lugar unas sillas plegables. Los dos periodistas estadounidenses se sientan juntos delante del escritorio. Johnson tiene un gran martillo de juez, pero no lo usa; en lugar de ello, un joven agregado de prensa los invita a proceder. Empieza así la entrevista, o más bien una rueda de prensa que, al principio, no difiere demasiado de cualquier otra. Johnson parece tener preparadas las respuestas a varias preguntas relativas a sus opiniones, objetivos y conducta. Para contestar a las que no tiene preparadas, se hace el tímido: «Eso ya se verá» o «Sin comentarios». Cuando se explaya con alguna respuesta, tiende a introducir frases en criollo. Cuando los periodistas insisten sobre algún punto, actúa como si no lo hubieran entendido; elabora y reelabora explicaciones sobre asuntos elementales: explica la diferencia entre la guerra y un alto el fuego, entre los soldados y los políticos, entre un presidente en funciones y uno electo. Varias mujeres uniformadas dan vueltas por la sala con cestos repletos de latas de cerveza; Prince Johnson deja su puro en uno de los numerosos ceniceros con publicidad de los cigarrillos Kool. Detrás de él, en la pared, cuelgan dos retratos de Jesús y un pequeño dibujo a plumilla de Yasir Arafat. En el centro de la estancia hay un león de madera de medio metro de alto en el que alguien ha pegado un par de chicles de color rosa. Johnson se ofende cuando sus invitados le preguntan de dónde sale la cerveza.
—¿Se creen que la hemos robado? ¿Le preguntarían a George Bush de dónde saca las cosas que tiene en el despacho?
Entrega a cada periodista estadounidense una camiseta en la que pone: QUEREMOS A PRINCE PARA QUE HAYA PAZ y GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS Y PAZ PARA LIBERIA y BRAVO INPFL. «Charles Taylor mató a mi madre y a mi padre. Mató a mi tío, a mi hermana y a mi hija —dice—, pero esa no es la cuestión. El motivo de nuestras diferencias es una diferencia estratégica. Taylor quiere librar una guerra de nervios. Yo prefiero luchar con balas.» Tilda a Charles Taylor de «inmaduro». Dice que nadie busca venganza, pero que «hay que perseguir» a los krahns, la tribu del presidente. Habla del difunto presidente.
—Su cadáver estuvo en la clínica Island casi un mes. Justo ayer tuvimos que enterrarlo porque ya olía.
El cadáver, asegura, está sepultado «en alguna parte». Insiste en que Doe murió a consecuencia de las heridas sufridas durante su captura. No fue ejecutado. Simplemente lo interrogaron. ¿Que qué le preguntó a Doe? La mirada de Johnson denota cierta confusión.
—Le pregunté por el dinero del pueblo de Liberia. Le pregunté muchas cosas. Y sí —agrega—, le corté las orejas y lo obligué a comérselas.
Los periodistas creen no haber oído bien. ¿Que lo obligó a qué?
—Tengo el interrogatorio grabado en una cinta de vídeo —dice Johnson de repente—. ¿Les gustaría verlo?
Sacan las sillas afuera, a la terraza, donde está el televisor. Los hombres de Johnson se apelotonan delante del aparato. La Budweiser vuelve a correr. Durante unos minutos, Johnson permanece de pie ahí cerca, visionando la cinta con una amplia sonrisa en el rostro, pero luego lo llaman para que vaya a conferenciar con Varney, su segundo de toda la vida.
En la pantalla, Samuel K. Doe, presidente de Liberia, está sentado en calzoncillos en el suelo, con la camisa abierta, las manos atadas a la espalda, las piernas ensangrentadas extendidas delante, atadas con fuerza a la altura de los tobillos. Le han pegado un tiro en la rodilla derecha y presenta un tajo considerable en el muslo izquierdo, resultado, según parece, de un segundo balazo. Es un hombre fofo y con el pelo raleante, pestañea con frenesí por culpa de las luces, la cámara y el sudor que se le mete en los ojos, y, desesperadamente y sobre todo, intenta sonreír: Sí, hay una guerra en marcha, un terrible malentendido, sí, hemos estado matándonos, pero intentemos acercar posturas y hacerlo todo más agradable. Mueve la cabeza de un lado para otro cada vez que sus captores lo golpean con los fusiles.
—Tengo algo que decir —repite todo el rato.
—¡Dilo! ¡Dilo! —gritan a su alrededor, pero, sea lo que sea, no le dejan decirlo.
—¿Qué has hecho con el dinero del pueblo de Liberia?
El que ha hablado es Prince Johnson, y la cámara se gira para enfocarlo sentado detrás de una mesa. En lugar de medallas, luce dos granadas en el pecho. Delante tiene una Budweiser.
—¿Dónde está? ¿Dónde está el dinero? —gritan sus seguidores.
—Si me aflojan las ataduras —insiste el presidente, pestañeando y sonriendo—, podré hablar. Me duele todo, me duele mucho —explica.
Le echan cerveza en la cabeza y le arrancan la camisa.
—¿Qué? —dice una y otra vez, tratando de entender lo que le preguntan, escrutando las caras que lo rodean, mirando arriba, abajo, a derecha, a izquierda—. ¿Qué? Perdón, ¿qué?
—Te voy a matar —dice Johnson alzando la voz. Los chavales tiran del presidente hasta ponerlo mirando a su captor.
—Quiero decir algo —repite Doe—. Cuando dos hombres luchan y uno gana… —Lo hacen callar a gritos—. Se lo ruego, ya me ve —dice—. Por favor, suélteme. Déjeme atados los pies, pero las manos se me hinchan.
Se inclina hacia delante y se sopla en la piernas. Al parecer, intenta aliviar el escozor de las heridas.
—Quizá te perdone la vida, pero no me toques los cojones —le dice Johnson, que lleva un reloj de oro en la muñeca. Juguetea con él mientras contempla al presidente sentado en el suelo. Una mujer le seca la cara con un trapo. Detrás de él, los retratos de Jesús y el de Arafat. De hecho, el interrogatorio tiene lugar en la misma estancia donde acaban de celebrarse la rueda de prensa y el concierto de himnos reggae. El presidente está en el suelo, en el lugar que ahora ocupan las guitarras y los amplificadores. En la pantalla, el mariscal de campo se abre otra Bud.
—Todos somos iguales —suplica Doe. Un muchacho le coloca una pistola en la cabeza. Un coro de voces confusas lo acusa de asesinato y corrupción—. Déjenme que les diga algo —dice jadeando—, lo que sea que ocurrió fue por mandato de Dios.
—Cortadle las orejas —ordena Johnson, y dos de los muchachos sujetan al presidente, que rompe a gritar mientras otro le corta la oreja con un cuchillo de montaña y se la arroja en el regazo—. ¡He dicho que le cortéis las orejas! —repite Johnson. Doe forcejea como un poseso y chilla mientras le cortan la otra oreja. El muchacho de la pistola apoya el pie sobre el cuello doblado del presidente.
De pronto, se va la electricidad. Los generadores se paran, el televisor se apaga. Los insectos zumban por todo el complejo y, al instante siguiente, los generadores vuelven a camuflar el rumor de la jungla al encenderse de nuevo. Pero el televisor no funciona.
Uno de los hombres examina el enchufe de la pared y el cable de la extensión. Llama a otro hombre, que repite el proceso, y luego se marchan juntos y regresan con otro cable. Nada parece funcionar. El televisor no se enciende. Debe de ser el enchufe. El chófer de los periodistas parece ansioso por marcharse.
—No se puede estar aquí después de la una —les dice— porque todo el mundo se emborracha y puede ocurrir cualquier cosa.
Pero los periodistas quieren quedarse.
Alguien encuentra un cable más largo. Hay que cambiar de sitio varias lámparas y demás equipos para liberar un enchufe. Al cabo de veinte minutos, el televisor vuelve a encenderse. En ese momento, aparece un asistente que saca la cinta del reproductor de vídeo.