Kitabı oku: «Viajes a los confines del mundo», sayfa 3
—Poca broma, ya te digo —dice Joey.
¿Cómo? ¿Qué? ¡Ay, Dios mío, se refiere a los tambores! ¡A punto ha estado de admitir lo indescriptible! Joey es un capullo hijo de perra y también mi mejor amigo y, aparte de mí, la única persona del universo.
¡Que el amor sea contigo!
Según los psiquiatras que se han embarcado en una exploración molecular de eso que gustan de llamar «el universo de un kilo y medio» —es decir, el cerebro humano—, todo lo que está ocurriendo ahora mismo se debe a la serotonina: la 5-hidroxitriptamina, o 5-ht, «el Rolls Royce de los neurotransmisores», el agente químico que regula el flujo de información en el sistema nervioso.
Un día leí en la revista Omni un artículo titulado «La neurociencia de la trascendencia» donde se explica todo. Al ingerir la alucinógena psilocibina, y más de la que me correspondía, he estimulado los receptores de serotonina y perturbado el delicado equilibrio con el que el cerebro regula la entrada de mensajes procedentes del mundo exterior, y eso genera efectos especiales.
Al mismo tiempo, los mensajes que parten en dirección a la corteza motora se ven perturbados por esa oleada de potentes moléculas sagradas, las cuales bombardean los receptores de serotonina y envían mensajes no debidos a ningún estímulo externo. Lo que ocurre aquí dentro parece provenir de ahí fuera. La cualidad subjetiva subyacente a toda experiencia acaba revelando su pertenencia al todo. La mente interior se convierte en la mente de todo cuanto nos rodea.
La serotonina y los alucinógenos que actúan como agonistas de la serotonina —como el LSD, la mescalina, la DMT y la psilocibina— también viajan al tálamo, un repetidor de todos los datos sensoriales que se dirigen a la corteza. Ahí es donde se producen las racionalizaciones conscientes, el filosofar y la interpretación de las imágenes. Ahora la corteza cerebral atribuye significado a las visiones que emanan del lóbulo límbico, ya sea un arbusto que arde o la sensación de flotar en comunión con la naturaleza. El flujo de las imágenes tiene forma de guion y está montado para conformar un espectáculo absolutamente novedoso.
¡EXACTO!
¡SÍ! Bugs Bunny empuña una escopeta de dos cañones del calibre 12 y te revienta la cabeza con un milagro.
Observo impotente cómo dos seres confluyen en el sendero. Dos figuras a las que se hace difícil atribuir categoría de realidad. Pero no son alucinaciones, simplemente se aproximan de manera muy formal y exótica, como para alguna especie de ceremonia, cubiertas con unos motivos negros y plata ornamental. Se saludan y transaccionan. El encuentro es breve y sin palabras, con muchos gestos secretos, la transacción más siniestra que haya presenciado nunca, la más privada, la más profundamente de mi no incumbencia. Iniciados de lo insondablemente inescrutable. Mi vista sigue unos patrones demasiado geométricos como para ponerles cara. En el lugar de la cabeza, tienen mitos.
Después de eso concluyo que ya he tenido más que suficiente. Gateo hasta la tienda. Se halla a menos de metro y medio pero, por alguna razón, también algo más lejos que el fin de los tiempos. Está oscura y cerrada y me encuentro a salvo de lo que hay ahí fuera pero no de lo que hay aquí dentro: el cataclismo inminente, la inmensidad implosiva, la jocosa enormidad.
Han pasado entre veinticinco minutos y veinticinco mil años desde que ingerí las setas, y disponemos ya de los resultados de este experimento. La pregunta era: ahora que ha transcurrido un cuarto de siglo desde mi última experiencia química, ahora que mi alma está despierta y he dejado de ser un delincuente hedonista para convertirme en un ciudadano de la vida que cree en la eternidad, ¿tiene algo que aportarme espiritualmente un viaje psicodélico? Y la respuesta definitiva es sí; creo que es posible; gracias; y ahora, ¿cómo se apaga esto?
Porque ¿y si llega el fin del mundo y Jesús baja montado en una nube y me encuentra atrapado en esta birriosa bola de fuego, hecho cisco por culpa de los químicos? ¿Se acerca el fin del mundo? Dios acecha fuera del cuarto de juegos. La revelación y el fin de los juguetes. La espantosa posibilidad de tener que vérmelas con algo.
Y los tambores, los tambores, los tambores. Cincuenta mil viajes de ida y vuelta a la luna con cada golpe de tambor.
Cuatro horas después consigo descorrer la cremallera del saco de dormir: una hazaña equiparable a la conquista del Everest. Me meto dentro y ahí me hago fuerte.
¡Yo y mi saco de dormir! ¡Ahora sí que estamos progresando, amigo mío!
Al cabo de varias horas salgo a gatas al universo y tomo posesión del lugar que me corresponde en el espacio exterior, apuntalado sobre la superficie del planeta. No es lluvia lo que llueve, solo luz de estrellas.
El músico ese de Austin, el amigo de Joey, ese tal Jimmy G, está sentado a mi lado con una guitarra alucinógena y me canta serenatas casi hasta el amanecer. Ronda los cincuenta años, tiene el pelo blanco, está muy flaco y sobre su piel discurre un incesante caleidoscopio de colores tenues. Me parece inconcebible que un genio de este calibre, cuyas rimas dicen todo cuanto decirse pueda y cuyos temas son más dulces y más tristes y más salvajes y más alegres y más melódicos que ningún otro en la historia, viva en Austin como una persona cualquiera, componiendo sus canciones. Canciones sobre cómo dirigir bien nuestro corazón, amarnos los unos a los otros, vivir en paz, compartir la riqueza, cuidar de la madre tierra.
Para entonces, los tambores han cesado en todo el mundo. En la tienda que hay junto al sendero, unos adolescentes de los Ohana preparan té sobre una hoguera sin dirigirse la palabra. Nadie habla en todo el bosque Ochoco; es el momento de la meditación. Hoy es Cuatro de Julio, la hora central del Arcoíris. Ha habido mucha fiesta, pero hoy es el día de la fiesta. La idea es guardar silencio y meditar desde el amanecer hasta mediodía. Y luego, a ponerse bien alegres.
Joey y yo deambulamos por ahí viendo cómo el personal empieza la jornada sin hablar. Lo único que quiebra el extraño silencio son dos perros que ladran y un tipo en cueros que delira como si estuviera borracho, pero que delira de verdad, que finta y embiste a la gente como un toro, trompicando entre las hogueras del Círculo de Trueque.
A las doce en punto, empiezan los aullidos. El salvaje lamento de los hippies humanos imitando a los lobos. Minutos después, los tambores. En el gran prado donde el Círculo se reúne a las horas de comer, todo el mundo danza dando brincos, algunos desnudos, otros con ropa, otros vestidos de barro. El sol cae a plomo y el grupo crece hasta convertirse en una turba del tamaño de un campo de fútbol. Un tipo vierte Gatorade con una jarra en la boca abierta de la gente, otro los riega con una manguera conectada a una mochila llena de agua, estilo exterminador de plagas: es el cazasudores. ¡Y sube y sube de volumen! Me echo a dormir debajo de un arbusto.
Poco antes del atardecer, me levanto, regreso al Círculo y percibo una disminución clara y palpable de las vibraciones. Falta comida y faltan drogas. El grupo se ha disgregado por los distintos campamentos, el son del círculo de tambores, formado por aproximadamente un centenar de percusionistas delirantes, resuena de forma intermitente desde un par de rincones escondidos en el bosque.
Mientras el sol se pone por el oeste, negros cumulonimbos se acumulan en el sur: una tregua, un punto muerto, un regreso al silencio matinal mientras la Familia Arcoíris observa la formación de la borrasca, que se concentra en la mitad meridional de un cielo por lo demás despejado.
De pronto, un arcoíris se derrama desde las pálidas alturas.
La imagen del cuadrante, abigarrado y perfecto, suscita una salva de aullidos simultáneos que crecen y no cesan, y los tambores arrancan desde todas direcciones. El arcoíris se hace doble, triple, y los tambores y los aullidos no pueden compararse con nada que haya oído nunca, es una Señal de las Alturas —¡que el amor sea contigo!—; empieza entonces un monstruoso espectáculo lumínico: los cumulonimbos de tonos carmesíes frente al sol poniente, los tres arcoíris, y ahora el zigzagueo de los rayos y el trueno profundo e invencible; cada relámpago y cada estallido es contestado por el ululato salvaje de diez mil voces: ¡una conversación con el Espíritu del Todo durante el Espectáculo del Divino Cuatro de Julio! ¡Eso sí es dabuten! ¡La Gran Diosa Materno-Paternal es una hippie!
Y este es el motivo por el que determinadas personas no deberían jugar con pociones mágicas: durante toda la función no dejo de pensar que tendría que haberme dejado algo para hoy, que debería estar de colocón para disfrutar del espectáculo. Olvidando lo mucho que he disfrutado la noche anterior con la luz de las estrellas a fuerza de revolotear en torno a una inmensa mente negra desde mi saco de dormir y sin apenas ver el cielo.
Después de los arcoíris y la tormenta cae la noche, y durante un rato me vienen flashbacks: cierro los ojos y recuerdo ese primer viaje de ácido, recuerdo despertar detrás de un volante tras el cual debía de llevar sentado varias horas, intentando averiguar qué hacer con él; y ahí estaban Joey y Carter B y Bobby Z, los cuatro regresando a la periferia más desolada de la Tierra, ese lugar que nunca volveríamos a tomarnos demasiado en serio porque lo habíamos visto obliterado y ahora nos encontrábamos aquí; ninguno de nosotros había tomado ácido antes ni había hablado del tema con nadie, cuatro aspirantes a beatnik que retornan de una odisea absurda para la que ninguno de ellos estaba mínimamente preparado y a la que teníamos la sensación de haber sobrevivido por los pelos; recuerdo ver a Joey caminando con Bobby, viajando de algún modo por unas calles como ríos detrás de ese volante —¡quinientos microgramos de ácido!—; recuerdo conducir magníficamente por Alexandria, Virginia, en una taza de té gigante que en tiempos fuera un Chevrolet, bajo unas farolas cuyas cabezas parecían refulgentes y quebradizas corolas de diente de león, recuerdo el vehículo estacionando solo y me recuerdo a mí flotando en dirección a un edificio y por los corredores del bloque de apartamentos de Fort Ward Towers, recorriendo la sinuosa curvatura de los pasillos y la imagen, al fondo de aquel laberinto palacial, de ¡mamá! ¡Mamá en bata y zapatillas! ¡Con unos rulos marcianos! ¡Mamá como un ser de otra especie! ¡Mamá diciendo: Son las cinco de la madrugada! ¡Estaba a punto de llamar a la policía! DÓNDE te habías METIDO, y recuerdo girarme hacia Bobby Z, que murió de sida y en cuyo funeral arrojé tierra sobre su ataúd mientras su hermana, mi novia del instituto, gemía y daba gritos, recuerdo girarme hacia Bobby Z y decir: ¿Dónde estábamos? Y que él también se quedaba atónito y desconcertado y aturdido ante semejante pregunta, y que ambos decíamos: ¿Dónde estábamos? ¿DÓNDE ESTÁBAMOS?
Bobby, los tambores galopan hasta el límite extremo y lo rebasan como si nada. ¿Dónde dónde dónde estábamos?
¿Adónde fuimos?
SEIS VECES CONTRA EL SUELO
EN JULIO, EN EL SUBÁRTICO, volar de noche no supone ningún problema. Por las noches no oscurece. Hace rato que ha pasado la hora de la cena en Anchorage cuando el prospector Richard Busk atornilla un par de asientos adicionales en su avioneta De Havilland Beaver e introduce el cargamento destinado a su concesión minera de los montes Bonanza, en el centro-sur de Alaska.
Busk se está construyendo una casita, así que lleva madera para los marcos de las ventanas, contrachapado para las paredes y un neumático nuevo para uno de sus vehículos todoterreno; aparte de eso, hoy lleva también a dos absurdos recién casados del norte de Idaho.
No es que sus pasajeros tengan una pinta extraña: lo que los hace absurdos es el hecho de que les parezca buena idea pasar la luna de miel cribando oro en los montes alaskeños. Ambos tienen el pelo castaño y corto, ambos visten vaqueros: Luna Uno y Luna Dos. Llevan algunos instrumentos para cribar —bateas y picos y pinzas— y hasta una draga portátil de gasolina (pesa como cuarenta kilos; pronto verán que no es tan portátil), y, en su delirio, pretenden volver a casa con suficiente oro como para forjarse las alianzas de matrimonio.
Los recién casados han comprobado que Alaska es más dura de lo que creían. Aquí todo parece regirse por la ley de Murphy. En lo que llevan de viaje ya han metido la pata unas cuantas veces. Han tenido que pedir que les remolquen el jeep desde la cima de una montaña al final de Nabesna Road, al este de Anchorage, donde han pasado dos días acampados bajo la lluvia y rezándole a su batería muerta (Luna Uno se había dejado la llave puesta en el contacto) antes de darla por perdida. La reciente esposa ha escrito en su diario:
12 de julio: Llevamos dos noches atrapados en una montaña cerca de una mina abandonada. Estoy asustada, casi lloro del miedo. DJ me ha dejado aquí para ir a buscar ayuda. Ojalá estuviera en casa con mis hijos. Este sitio me pone los pelos de punta. Temo por las avalanchas.
Pero las cosas empiezan a pintar mejor. Han conseguido deshacerse de ese coche traicionero y ahora se encuentran a bordo de esta avioneta con el prospector, volando rumbo norte por la ensenada de Cook y sus verdes riberas pantanosas para virar después hacia el oeste, entre los restos de nubes bajas, y proseguir de frente —aunque al final, felizmente, por encima— hacia los montes Blockade, enharinados de nieve y blanquiazules por efecto de las sombras que proyectan los ventisqueros a las 21.30, tres buenas horas, casi cuatro, antes del ocaso.
Hasta donde alcanza la vista —un centenar y medio de kilómetros a esta altitud—, no se divisa nada salvo los picos que descuellan entre la soledad auténtica y natural del planeta Tierra. Nada ocurre aquí que no venga ocurriendo desde hace eones: las montañas que se alzan y se derrumban, la nieve que cae y se derrite, la interminable migración de los glaciares a través de los arroyos. Nada ocurre salvo el ciclo del viento y las estaciones y las aguas, la vida de los animales y las plantas, el granito y la lava y la arena. Y el oro: los enormes campos de hielo que, con su color azul mugriento y su intrincado relieve, se deslizan valle abajo, desmenuzando el oro de las rocas de cuarzo, llenando el río Tlikahila de agua de escorrentía, de pepitas y polvo y escamas de oro. Y así en la totalidad de los… ¿cuántos kilómetros cuadrados tendrá este páramo? ¿Quinientos mil? ¿Un millón? ¡Más de un millón de kilómetros cuadrados de oro!
Los montes Bonanza deben de estar bien surtidos. Solo es cuestión de seguir volando con esta Beaver monomotor algo anticuada. Ni siquiera Busk sabe qué edad tiene el aparato. Lo compró hace más de cinco años en Ottawa, Canadá. Es una máquina sencilla, de batalla, sin más ornatos que una inscripción de los indios crees garabateada en el costado. Los recién casados no ven más que una cafetera medio escacharrada, pero les han asegurado —Richard Busk, concretamente— que no hay de qué preocuparse. El motor, un Pratt & Whitney radial, fue reconstruido hace menos de un año y no tiene ni cien horas de vuelo desde entonces, 87,6 para ser exactos. Es verdad —aunque nada serio— que una de las juntas pierde aceite sobre la boca del escape derecho, lo cual explica el pequeño chorro de humo negro que despide la cubierta de proa (remendada con parches de aluminio de tres colores: plata, rojo y azul), y Luna Uno se pregunta si no fue algo así —¿algún problema en una junta?— lo que hizo que el transbordador Challenger explotara en pleno vuelo…
Estos dos cheechakos (recién llegados) se han plantado aquí con el mismo sueño que todo el mundo: ser bien acogidos en esta región inhóspita, recibir la bendición de la prosperidad en una tierra que ha maltratado a muchos de sus semejantes, devorándolos o matándolos de hambre, abandonándolos y congelándolos, rompiéndoles los huesos para dejarlos imposibilitados a cientos de kilómetros de quien pudiera socorrerlos, ahogándolos o sepultándolos vivos, atacándolos y desgarrándolos hasta la muerte.
El plan original era reunirse con un amigo prospector de Montana, que sería el encargado de guiarlos hasta el oro. Sin embargo, ha sido imposible dar con él en Anchorage y ya empezaban a sentirse como si la propia Alaska se les hubiera perdido en algún lugar de la principal carretera del estado. Quizá la hubieran extraviado en las proximidades de Tok, ese pueblo donde los camioneros hacen parada y al que llegaron tras cruzar la frontera y recorrer cincuenta kilómetros de carretera vacía. De repente, en todas direcciones, empezaron a ver objetos que aterrizaban y despegaban, que cruzaban el horizonte con suministros para alguna gran empresa. El estado se denomina a sí mismo la «Última Frontera», y ciertamente estaban bien lejos de los centros comerciales y las cadenas de comida rápida, pero aun así no podían evitar la clara sensación de que la Última Frontera estaba siendo devorada a toda prisa por los Últimos Pioneros del país. El rugido de los tráileres, el zumbar de los helicópteros y el constante ir y venir de los aviones de hélice emitían un runrún de comercio a nivel básico: la pareja de cheechakos podía sentir cómo las compañías petroleras saqueaban el suelo bajo sus pies y cómo los empresarios del turismo excursionista aspiraban la soledad de los alrededores y se servían de inventos portentosos, sobre todo del avión, para poner esa tierra salvaje al alcance de cualquiera. Aquel afanarse bajo la perpetua luz del día tenía cierto regusto a Vietnam.
Pero entonces, en Anchorage, donde peinaron los mohosos aeródromos en busca de alguien, quien fuera, que pudiese acompañarlos hasta una veta de oro, toparon con Richard Busk, confiado valedor de la Nueva América, miembro destacado del Partido América Primero, soñador del Gran Sueño, el sueño del oro, la libertad, la autosuficiencia. Fue el empleado de una oficina de flete de avionetas quien les habló de Busk: «Un tipo pintoresco. Es famoso».
Cuando lo vieron, Busk parecía el espectro del primer pionero americano: alto y flaco, mirada límpida, rostro magullado. En el bolsillo llevaba unas fotos de sí mismo junto a una pieza cazada recientemente, de un flechazo, cerca de su cabaña de los montes Bonanza: una criatura grande y muerta similar a un elefante, solo que con pelo.
—Más de quinientos kilos de oso pardo —dijo—. Tres metros de envergadura de pata a pata.
¿Cómo se mata semejante bicho de un flechazo?
—Le di en el pulmón, corrió unos cientos de metros y se desplomó. Se desangran rápido —explicó.
Había instalado temporalmente su negocio en un reservado de un restaurante de Anchorage frecuentado por alaskeños veteranos. El reservado estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de su explotación minera, pero muchos habitantes de las zonas rurales habían bajado a la ciudad ese verano para hacer campaña por el coronel Bo Gritz, candidato presidencial y antiguo héroe de los boinas verdes. Esperaban que los guiase hacia una Nueva América hecha para gente como ellos, esa que vive, según sus propias palabras, «en la vanguardia de la libertad». Estaban dispuestos a hacer lo que fuera por Gritz, si bien es cierto que en términos generales no sienten excesivo aprecio por los políticos ni los burócratas. El propio Busk se niega a pagar impuestos sobre el dinero que gana.
Richard Busk no se parecía a nadie que los recién casados hubieran conocido, pero aun así confiaron en él al instante y saltaron de alegría cuando los invitó a pasar dos o tres días en los montes Bonanza aprendiendo a buscar oro. Aunque algunas de sus ideas sonaban, por así decir, extremas, Busk como persona tendía a granjearse las simpatías de la gente por su carácter abierto y natural, así como por su forma de hablar clara y sin tapujos. Parecía conocer a cada persona con la que se cruzaban. Llevaba ahí desde los años setenta y saltaba a la vista que era uno de los personajes emblemáticos de la región.
El sol estival ha conseguido desnudar los picos, que ahora se alzan grises y negros, tirando a verdes allá donde asoma una escasa sombra de vegetación. La pequeña Beaver pasa con lentitud ilusoria entre un par de cordilleras, conduciendo a Richard Busk y sus dos cheechakos hacia los montes Bonanza.
En un momento dado, el motor, que solo tiene 87,6 horas de vuelo, ronca y borbotea violentamente para luego dar paso a medio segundo de imponente y catedralicio silencio, hasta que Busk se las arregla para devolverlo a la vida. Después de eso el aparato empieza a emitir una amplia variedad de intermitentes y totalmente inidentificables ruidos percutivos que van y vienen por debajo del zumbido general del motor, asomándose y escondiéndose una y otra vez como hacen los fantasmas en el tren de la bruja, aunque esto da mucho, pero que mucho más miedo.
Busk ya tuvo problemas con esta misma avioneta hará unos cuatro años, regresando de la bahía de Bristol por la tundra con un cargamento de salmón. El motor de marras, con solo 170 horas de vuelo tras una reconstrucción, se caló de forma inexplicable y la hélice dejó de girar. Lo que ocurrió entonces fue que el anillo del cigüeñal estaba mal colocado, de modo que al rato, de repente, finalmente —muy finalmente— el ensamblaje acabó fallando. Hacer aterrizar la avioneta en esa región llana y anchurosa no tuvo mayor dificultad, pero Busk tardó dos semanas en conseguir otro motor y volar el aparato hasta su destino. Son cosas que ocurren de vez en cuando.
De hecho, el piloto que esa vez lo sacó de allí también estuvo a punto de estamparse al aterrizar en la pista de Busk: tomó tierra con una deriva de cuarenta y cinco grados e hizo un trompo que lo puso de través. A veces la suerte tiene estas jugadas.
Ahora mismo, por ejemplo. En estos momentos, el famoso Richard Busk intenta mantener estables las revoluciones por minuto del motor con la convicción de que cualquier cambio inesperado podría ahogarlo, al tiempo que no deja de avizorar por la ventanilla derecha en busca de un lugar decente donde aterrizar con el cacharro. Ahí abajo no se ve más que el impetuoso río Tlikahila, glaciares abruptos, marjales de color metálico y cientos de miles de abetos que apuntan hacia arriba como las estacas de una trampa.
Luna Uno tiene su cuaderno en el regazo y, por si alguien lo encuentra algún día entre los cientos de miles de kilómetros cuadrados de superficie vacía que hay en Alaska, acaso en el estómago de un oso grizzly, garabatea: «El aceite forma manchas caleidoscópicas por todo el parabrisas derecho; humo gris que sale del suelo». Luna Dos busca su mirada y Luna Uno le sonríe, le guiña un ojo, se encoge de hombros. Luna Dos parece aliviada. Luna Uno anota: «ruidos metálicos y estampidos aleatorios…», pero no puede seguir escribiendo porque dentro de la avioneta está demasiado oscuro: el aceite que se pierde por la cubierta de proa empaña todo el parabrisas. Detrás de ellos, el humo se esparce por el cielo formando un chorro de medio kilómetro de largo.
A todo esto, Busk se gira sobre su asiento y estira el brazo para agarrar una lata de aceite, mientras con la otra mano sigue sujetando los mandos. Al hacerlo se le cae la pistola sobre el regazo de Luna Dos, que trata de devolvérsela educadamente, pero el hombre está muy ocupado vertiendo el aceite por la boca de un manguito que sobresale del suelo entre los dos asientos delanteros. Su cara adopta un gesto cómico y sus labios se mueven frente al micro de la radio, repitiendo dos sílabas que suenan como «jersey, jersey» pero que probablemente sean «¡Mayday! ¡Mayday! ¡Mayday!».
Está lloviendo cuando efectúan un humeante aterrizaje de emergencia en Port Alsworth, un poblado consistente en un hangar, una pista de aterrizaje y unos cuantos edificios a orillas del lago Clark, a algo más de cien kilómetros de su destino en los montes Bonanza.
La parejita empieza a dudar de que vayan a llegar ahí algún día. Ni ahí ni a ningún lado. Quizá tengan que quedarse aquí el resto de sus vidas, quizá por toda la eternidad, quietos como estatuas junto al famoso Richard Busk y su Beaver, contemplando cómo el aceite se desliza por el parabrisas y se derrama desde el fuselaje. La varilla indica que apenas quedan unas gotas: Busk calcula que el motor habrá estado perdiendo como un litro por minuto, y que en cinco o diez minutos más la cosa se hubiera puesto fea y habrían tenido que tomar tierra en algún marjal semihelado.
Se comen unas hamburguesas con queso de quince dólares en la minúscula cafetería y pasan la noche en una habitación de cien pavos con dos literas y sin baño a diez metros del cobertizo de la letrina. Pueden dar gracias de que siguen respirando. Richard Busk está sentado en una de las camas de abajo, aturdido aún por la reciente maniobra. Los recién casados lo escuchan mientras habla; es medianoche y fuera la luz se torna algo más azulada, sin llegar a oscurecer del todo.
—Seis veces, seis, he estado a punto de estamparme contra el suelo, y es agotador. Te destroza los nervios —les explica Richard, por si no se habían dado cuenta.
Luna Uno piensa: «¿Pero qué dice este? ¿Seis veces?».
—Bueno, alguna más si contamos las emergencias menores, como la de hoy.
Glenn Alsworth, que a pesar de su aspecto juvenil parece el dueño de todo lo que hay aquí, incluido el Servicio Aéreo del Lago Clark, en cuya pista han aterrizado, se ha acercado a saludarlos después de su milagrosa aparición:
—¿Qué se cuenta el famoso Richard Busk?
Ellos no son de por aquí y no tienen ni la menor idea de que ese tipo es Richard Busk, el famoso Richard Busk. Famoso no por prospector ni por sus dotes de piloto. Famoso por sus aterrizajes de emergencia.
Famoso por todas las veces que se ha quedado en la estacada en mitad de este paisaje despiadado, con su clima vengativo y su gigantesca soledad; famoso por sus descensos repentinos, inexplicables, siempre con un motor recién reconstruido con el que se abalanza raudo y silencioso desde lo alto de las nubes; famoso por su manera de impactar contra el suelo dejándose pedazos del tren de aterrizaje, parabrisas, alambres, estabilizadores y demás piezas y fragmentos de su ingenio volador, cuando no alguno de sus dientes. Por lo visto, la misma extraña Fuerza que le ha permitido salir vivo de todos estos lances ha decretado también que el lugar de Richard Busk no está en los cielos, porque no deja de caerse.
Esa misma Fuerza ha tenido a bien no cebarse en exceso con la pareja de cheechakos. Puede que hayan experimentado algo parecido a aquella vez que Richard Busk, tras ir a cazar muflones a las montañas Wrangell, hizo aterrizar su Piper PA-12 en un glaciar a mil setecientos metros de altitud, cobró sus piezas, se arrojó por el precipicio, ganó velocidad y de repente se encontró con que el motor había dejado de funcionar. «Aunque yo estaba seguro de que tenía combustible», les explica a la pareja en la inoscura oscuridad alaskeña. Resultó que en algún momento unas abejas se habían introducido por las aberturas del sistema de inyección y habían obstruido los conductos. Tras planear siguiendo un tortuoso cañón, el Piper volcó entre las rocas del río Nizina. Busk consiguió salir de la cabina y subsistir, según explica, «con cuatro uvas pasas al día», hasta que dio con él un helicóptero. Sacude la cabeza. «Estas cosas te destrozan los nervios.»
Hace unos años, su avioneta terminó boca abajo después de recorrer varios cientos de metros sobre el tren trasero. Se dirigía a Port Moler, adonde pretendía llegar antes de que estallara una tormenta, pero una «turbulencia» lo sorprendió en pleno vuelo: de repente, un golpe de viento puso el aparato boca abajo y Richard salió disparado a través del parabrisas, dejando la avioneta hecha añicos a su espalda.
Una noche, al partir de King Salmon a bordo de su primera Beaver con el último cargamento de pescado de la jornada y un viento de veinticinco nudos, de repente se encontró ascendiendo en ángulo recto sin motivo aparente, lo que lo obligó a bajar el morro y aterrizar a media luz en una playa llena de botes, anclas y aparejos, donde tuvo que ejecutar un giro de noventa grados nada más tocar el suelo; logró completar la maniobra y detenerse a pocos pasos de un terraplén de nueve metros. Lo que había ocurrido era que, durante el despegue, había golpeado una roca y se había cargado la cola del aparato.
En todos estos casos hubo que ir a recoger las avionetas a los extraños parajes donde las había estrellado: desoladas tundras, arenales, playas, picos de montañas. Hubo que extraerlas de barrancos, ríos o cavidades, enderezarlas, reensamblarlas y convertir el lugar del accidente en una pista de despegue para poder ponerlas en el aire nuevamente. Una de estas, tras un amerizaje imprevisto, tuvo que ser remolcada por todo el pueblo de Naknek —por la calle principal, entre los postes telefónicos y los edificios de las tiendas— hasta un estanque, donde la sumergieron para eliminar la corrosiva agua marina.
¡Y los cheechakos sin saberlo! Este es el famoso Richard Busk, padre de seis chicos y dos chicas, con otra en camino para otoño… «Aunque —admite— he tenido más accidentes de avioneta que hijos.»
Aparte de ellos, todo el mundo lo sabía. Ahora todos duermen, mientras los recién casados escuchan y aprenden. La gente de por aquí —unos cuantos pilotos y mecánicos, la familia Alsworth y sus empleados domésticos— duerme el sueño de quien nunca se ve metido en bretes de esa magnitud, de quien nunca se queda tirado en medio de Alaska ni va por la vida reventando avionetas. Los recién casados no pueden dormir, no hasta que se les baje la adrenalina. No les queda otra que escuchar las historias para no dormir de Richard y el sonido de la lluvia.
Llueve con ganas cuando, dos días después, Glenn Alsworth, su nuevo piloto, posa su Cessna en una mesa de los montes Bonanza y deja ahí a la pareja de recién casados de Idaho y su equipaje.