Kitabı oku: «ZEN, un camino de transformación», sayfa 3

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Este Noble Óctuple Sendero está dividido en tres puntos, que comprenden los tres pilares de la práctica budista en todas las tradiciones: la moralidad o conducta ética, la meditación o disciplina mental y la sabiduría. La moralidad es el conjunto de comportamientos que son el cimiento para la meditación, que a su vez es el soporte para la sabiduría, dirección opuesta a la ignorancia que es la liberación del sufrimiento.

La moralidad está constituida por palabra, acción y medios de existencia justos. Son los comportamientos de cuerpo y palabra, que, al ser motivados por el pensamiento, producen consecuencias, y por supuesto esto incluye las actividades que realizamos para sobrevivir, la fuente de nuestro sustento. Constituye la base de los preceptos que son guía para el comportamiento de los budistas y está sustentado en la compasión hacia todos los seres. Hace referencia a la ley de causa y efecto, asociado con la tercera ley de la dinámica de Newton: acción y reacción. Toda acción produce frutos y dependiendo de la gravedad del acto y de la motivación, las consecuencias y el resultado que recogeremos en el futuro son proporcionales. Es lo que se conoce como karma y sus frutos. A pesar de lo que comúnmente se cree, el karma no es una forma de castigo impuesto desde afuera, como el destino en la tragedia griega, sino que es la acción misma y las consecuencias resultantes de esta acción, son los frutos.

La meditación está compuesta por el esfuerzo, la atención y la concentración justos. El esfuerzo es la energía que debemos aplicar de manera consciente para modificar nuestras tendencias habituales para evitar los pensamientos malos, producir los buenos y continuarlos. La atención se cultiva a través de la contemplación atenta de cuatro esferas: el cuerpo, las sensaciones, los procesos mentales y los fenómenos. Con respecto al cuerpo, la observación está fundamentada primero en la respiración y luego en la naturaleza biológica misma del cuerpo, con su condición efímera y su eventual descomposición. Con respecto a las sensaciones, estas se producen por el contacto con algún fenómeno y la subsecuente respuesta de deseo o rechazo. Al contemplar el objeto evitando la respuesta impulsiva, ver y detener, la sensación se va disipando. Al observar los procesos mentales sin identificarse con ellos, se comprende que el pensamiento existe, pero no quien piense. El pensamiento no tiene vida propia, y en la medida en que no nos enganchamos en un proceso de pensamiento discursivo en nuestra mente, el diálogo mental habitual, los pensamientos se dispersan como nubes arrastradas por el viento. Concentración es la dirección consciente de la mente a un foco único para prolongar el estado de consciencia presente. La mente es como un mico loco que salta de un pensamiento a otro como si fueran ramas. La concentración es como amarrar al mico a un palo hasta que se canse y se siente. La meditación o la disciplina mental que está constituida por estos tres aspectos del Noble Óctuple Sendero es una práctica esencial en el budismo, ya que es la práctica misma a través de la cual el Buddha alcanzó la iluminación y dio origen a todo el compendio de enseñanzas que son lo que el Buddha vio y comprendió: la sabiduría.

Por su parte, la sabiduría está sustentada en la moralidad y en la meditación y está compuesta por comprensión y pensamiento justos. Es nuestra capacidad para ver la vida desde puntos de vista más amplios que la estrechez de nuestra mente egoísta. Es comprender que la realidad no es lo que pensamos de ella, sino que es algo mucho más amplio que lo que nos permiten percibir nuestros sentidos condicionados. Podemos ampliar nuestra comprensión mediante el estudio de las enseñanzas para aclarar nuestros propios procesos y expandir nuestro conocimiento a partir de la experiencia del Buddha y los posteriores maestros. Comprensión a veces es traducida como visión o penetración, ya que no hace referencia a un cúmulo de conocimientos que lleven al entendimiento intelectual, sino a la capacidad de abrir los ojos y ver la realidad sin filtros distorsionadores. Pensamiento, que a veces es traducido como dirección, es la energía que mueve nuestras acciones. Así, dependiendo de nuestras ideas, generamos acciones en el sentido de la ignorancia o en el sentido de la sabiduría, y nuestras acciones originan sufrimiento, o paz y felicidad en nosotros y en los demás. Buen karma produce buenos frutos y mal karma produce frutos malsanos. La comprensión justa lleva a la conducta justa. Por esto, es importante destilar nuestro pensamiento, la motivación y la dirección de nuestra práctica a través del estudio. Así, se cierra el ciclo de las tres prácticas de moralidad, meditación y sabiduría. En el camino del Buddha, la sabiduría finalmente es lo que debe impulsar nuestras acciones, y ya no las reacciones mecánicas inconscientes de la ignorancia. Estudiar las enseñanzas del Buddha y las de los maestros posteriores es como consultar un mapa para poder realizar una travesía. Debemos revisarlo con frecuencia para estar seguros de no extraviarnos. Podemos ir aclarando y comprendiendo progresivamente nuestros propios procesos en el camino, para depurar nuestros actos y sus consecuencias.

Para poder iniciar el camino espiritual que lleva a la liberación del sufrimiento, debemos entonces comprender el sufrimiento y su origen, y producir en nosotros un deseo profundo de despertar, una fuerte aspiración. Pero no es suficiente con producirlo, es necesario seguir alimentando este deseo, como el combustible que ponemos a un automóvil para que pueda continuar funcionando. Sin renovar constantemente la energía de nuestra práctica, es muy difícil evitar que nuestro ego nos haga volver a los comportamientos habituales. El ego funciona por inercia, esa tendencia de los cuerpos que se resiste al cambio. Debido al ego tenemos la ilusión de identidad, arropados en la tibieza de la ignorancia. Cuando nos negamos a reaccionar desde los condicionamientos mentales que dan vida al ego, surge el miedo a perder el control sobre la propia vida y las pertenencias. Tememos dejar de ser importantes, tememos fracasar y defraudar las expectativas de la sociedad, tememos la muerte. Pero como hemos visto el ego es una fabricación y, por lo tanto, no existe, es tan solo otra ilusión. Cuando soltamos el aferramiento, permitimos que surja el verdadero ser y se libere de su jaula de cristal, permitimos que la vida fluya a través de nosotros y florezca en todo su esplendor.

El budismo es un camino de tolerancia, de respeto y aceptación de la diversidad. No busca imponerse, convertir ni convencer a nadie de nuevas ideas. A través de la historia, el budismo no ha tratado de adoctrinar a las personas en los países donde ha llegado, forzándolas a adoptar una nueva creencia. Por el contrario, se ha comportado como una planta que, una vez sembrada, adopta las características del terreno que la alimenta. Por esto, practicar el budismo no significa cambiar unas ideas por otras. No se trata de comenzar a creer en algo nuevo, sino de modificar la manera como vemos la vida y la forma como nos relacionamos con ella. De hecho, nuestras propias creencias pueden ser obstáculo para despertar a la realidad de la cual nunca hemos estado separados, porque obstruyen y condicionan nuestra visión clara de la realidad. El budismo tampoco busca acumular méritos para lograr el acceso a un paraíso en el futuro, sino darnos cuenta de que la realidad total existe en el presente mismo, no está separada de este lugar, de este momento en el que existimos. Este camino es esencialmente una práctica que debemos realizar por nosotros mismos en la vida cotidiana, para liberar nuestro ser de la cárcel del ego, para depurar nuestras tendencias malsanas, para modificar nuestra relación con las personas y con la vida en general, para responsabilizarnos de nuestras acciones y del impacto que estas tienen sobre el universo entero. Si iluminamos nuestro ser, iluminamos un pequeño punto de este universo, pero la luz se irradiará a nuestro rededor y servirá de faro para ayudar a liberar a otros.

Quién soy yo

«Somos lo que pensamos. Todo el mundo surge de nuestros pensamientos. Con nuestros pensamientos hacemos el mundo.»

Buddha

Cuando alguien nos pregunta quiénes somos, por lo general respondemos de manera mecánica dando nuestro nombre: Fulano de tal. Pero ese nombre no es más que un sonido, la vibración de las cuerdas vocales con el paso del aire. Sin embargo, a pesar de que nos identificamos con ese nombre, nosotros somos mucho más que eso. Pero cuando seguimos indagando sobre nuestra identidad, más allá de nuestro nombre, ¿quiénes somos? Empezamos a describir las actividades de nuestra vida diaria, o los títulos que hemos acumulado. Decimos que ejercemos determinada profesión, que trabajamos en esto o en aquello; pero esto no son más que actividades que realizamos en nuestra vida. De hecho, a pesar de que ostentemos un título, mientras no estamos realizando esa actividad, somos otra cosa. Podemos ser esposo o esposa, padre o madre, amigo, hijo, etc., el conjunto de roles que desempeñamos en ciertos momentos de nuestra vida. Y, sin embargo, nosotros sabemos que somos alguien, que tenemos identidad, que estamos separados del resto de las existencias, porque podemos interactuar con ellas como algo separado de nosotros.

Pero resulta interesante ver cómo reconocemos el mundo que nos rodea. La luz choca contra un objeto, proyectando algunas ondas electromagnéticas que se reflejan en la retina, de modo que la forma del objeto queda registrada en el ojo y se procesa en el cerebro. La vibración del tímpano permite que los sonidos se manifiesten en el cerebro, y así sucesivamente con todos los sentidos. Tocamos, vemos, olemos, sentimos y saboreamos el mundo que nos rodea. El mundo existe; pero sabemos que existe porque ha entrado en contacto con nosotros y hemos elaborado una idea de lo que es, con la seguridad de que nos va a permitir interactuar con él cuando nos encontremos en una situación similar. Al elaborar un mundo conceptual, nos estamos anticipando a la posibilidad de tener control de una situación parecida. El mundo existe en nosotros por lo que hemos elaborado de él mentalmente, pero, de igual forma, existe como un mundo inventado por nosotros a partir de los mismos conceptos. En realidad solo nos relacionamos con una ínfima parte de este mundo, y lo que elaboramos en nuestro cerebro es aún una versión más fragmentada y reducida de la realidad. Inventamos el mundo en el que existimos porque al recrear el escenario podemos seguir existiendo en él, seguir teniendo control aparentemente. Pero ¿quién es ese yo que existe como individuo que se relaciona con el mundo? ¿Cómo ha sido creado ese yo?

Desde que estamos en el vientre de nuestra madre experimentamos contacto con el mundo a través de nuestros sentidos y a través de las experiencias que nos transmite ella. Vamos construyendo un mapa mental del mundo a partir de nuestras experiencias placenteras, las desagradables y las neutras. Clasificamos el mundo en tres categorías básicas de acuerdo con lo que nos produce placer, desagrado o indiferencia. Dividimos la realidad en bueno y malo, me gusta, no me gusta, etc. A medida que nos vamos relacionando con el mundo, vamos estableciendo dos polaridades extremas que determinarán nuestros comportamientos posteriores en situaciones similares. Y como nuestro mundo originalmente es muy pequeño, las pocas relaciones que tenemos con la vida se repiten con mucha frecuencia y vamos desarrollando una serie de comportamientos repetitivos que terminarán por dar forma a nuestra personalidad, a aquello que llamamos yo. Desde muy temprano, en nuestra vida establecemos nuestro patrón de felicidad, ya que escogemos aquello que nos produce placer y autosatisfacción. El resto de la vida la pasamos repitiendo estos comportamientos, esperando obtener las mismas sensaciones placenteras. De bebés la felicidad está en el placer de satisfacer nuestras necesidades básicas (alimento, abrigo, caricias, etc.), en obtener lo que nos produce gratificación. Cuando vamos creciendo, buscamos la felicidad a partir de la obtención de objetos y los comparamos con los que tienen nuestros hermanos, hermanas, amigos o amigas. Empezamos a creer que también podremos obtener felicidad si poseemos los objetos que tienen los demás, o lo que está ahí en el mundo y que aún no tenemos. La búsqueda de felicidad se manifiesta en la necesidad de triunfar, de tener éxito, de ser reconocidos, pero no se trata sino de las mismas actitudes básicas de buscar reconocimiento en nuestros padres, ya que esta es la mayor evidencia de que existimos como seres separados. Es lo que más nos produce placer. Queremos seguir reproduciendo esa satisfacción que experimentamos cuando fuimos reconocidos cuando sabíamos que éramos nosotros. Los objetivos de nuestra búsqueda de autosatisfacción pueden variar, cambiar, moverse, desaparecer, pero nunca son los mismos, y creemos que vivimos en un mundo estable e inalterable, y pensamos que existe como algo objetivo y siempre igual fuera de nosotros. En realidad, el objetivo de nuestra felicidad es indiferente porque se trata del objeto de nuestro deseo, de la experiencia física de placer. No nos damos cuenta de que el gozo físico que sentimos no es más que el efecto que producen determinadas sustancias químicas, que estimulan ciertas áreas en nuestro cerebro, las zonas de recompensa. El yo está construido a partir de una serie de comportamientos repetitivos que estimulan zonas específicas del cerebro.

Lo que desconocemos es que, a medida que vamos construyendo nuestro yo, vamos creando las causas de nuestro sufrimiento. Nuestra búsqueda de autosatisfacción tiene implícito el dolor por no poder alcanzar lo que queremos, el dolor que se genera por el miedo a perder lo que tenemos, el dolor que produce el haber perdido lo que queremos, el dolor de estar en una situación que no quisiéramos o el dolor que supone no podernos despojar de lo que nos molesta.

A pesar de la idea de que somos entidades estables, inalteradas, que poseemos una identidad fija, no somos más que el flujo de la fuerza vital que se manifiesta a través de nosotros a cada instante y que forma parte de la totalidad de la existencia. Existimos porque estamos en permanente interacción con todos los seres, existimos porque somos parte de la totalidad de la vida que se manifiesta en innumerables formas. Existimos como individuos y también existimos como interacción con los demás seres. La estabilidad de nuestra vida depende de innumerables existencias. A pesar de que creemos que estamos separados, necesitamos del aire, del sol, de los alimentos, de las demás personas, etc. Existimos separados, pero también existimos en comunión con todos. Todos los seres con los que nos relacionamos en la vida entran a formar parte de nosotros, al igual que pasan a formar parte de nosotros los alimentos que comemos. Somos el conjunto de todas las experiencias que hemos tenido en la vida y de toda la información y de las relaciones que hemos tenido hasta este momento presente. Somos independientes, pero también somos interdependientes. Existimos y no existimos a la vez. El mundo se hace real a partir de nuestros conceptos, damos vida al mundo nombrándolo, conceptualizándolo. Lo que no entra en contacto con nosotros no existe. Pero al tiempo que damos nombre a las cosas, nos separamos del mundo, porque cuando algo es determinada cosa, es evidente que no puede ser nosotros. Lo otro existe como tal porque no es yo. Al nombrar algo, aunque sea una sola cosa, ya el mundo existe y nosotros en él como entidades separadas. Basta un solo concepto, una sola idea, para que el yo exista. Resulta paradójico, no obstante, que el yo que hemos construido sea lo que nos produce el sufrimiento y que, a pesar de esto, sintamos terror al pensar en llegar a dejar de existir, en llegar a dejar de ser yo. Y eso que sabemos que no hay algo fijo que en realidad podamos llamar yo.

Por otro lado, cuando entramos en contacto con otros seres, como estamos absolutamente convencidos de que el mundo es lo que nosotros creemos que es, nuestra realidad entra en conflicto con la del otro. Lo primordial es la conservación, la estabilidad del mundo que le da vida a mi yo. Entonces, los otros seres también se clasifican de acuerdo con las sensaciones que producen en nosotros. Si nos rechazan, nos miran mal o piensan de una manera que difiere de nuestra idea de la realidad, son clasificados, en nuestro cerebro, como desagradables, malos, peligrosos, etc. Les damos todo tipo de adjetivos que nos recuerden mantenernos apartados de ellos, ya que producen sensaciones desagradables. Los rechazamos y experimentamos odio. A los seres que producen en nosotros sensaciones neutras, que no nos causan ni malestar ni agrado, los relegamos a un nivel de inexistencia y los ignoramos. Y, cuando los seres son agradables de modo que nos sentimos reconocidos ante ellos y generan sensaciones placenteras en nosotros, tratamos de mantenerlos cerca para que reafirmen nuestra existencia, y los clasificamos como buenos, como aliados. Catalogamos el mundo y todo lo que en él existe de acuerdo con nuestras sensaciones. Y para nuestro ego, esto justifica que los utilicemos para satisfacer nuestras necesidades.

Para liberarnos de nuestro sufrimiento, debemos liberarnos de nuestro yo, es decir de la búsqueda incansable de autosatisfacción. Mientras sigamos dirigiendo nuestra vida por las tres conductas venenosas del odio, la codicia y la ignorancia, nuestra existencia permanecerá anclada en el sufrimiento. La única posibilidad que tenemos es detener los actos impulsivos, las conductas repetitivas. Solo en la medida en que dejemos de actuar de manera mecánica con aquello con lo que nos cruzamos a diario, podremos ir desestabilizando las estructuras del yo. Cuando nos detenemos, tenemos la posibilidad, en ese compás de espera, de decidir de manera libre si queremos seguir tratando de satisfacer nuestras propias necesidades, o si queremos incluir al otro en nuestra vida, reconociéndolo. Le damos vida en la medida en que aceptamos su existencia como válida, en el momento en que equiparamos su necesidad de reconocimiento a la nuestra. Cuando la persona se ve reconocida, experimenta la sensación de bienestar que nosotros estábamos buscando. Anteponemos las necesidades del otro a las nuestras. Pero para lograr esto, es indispensable la detención. Generar un silencio en nuestros impulsos. Soltar todo aquello a lo que nos aferramos en la vida.

Para empezar, debemos lograr la quietud. Detenernos por un instante revisar cómo está nuestro cuerpo, obligarlo a la inmovilidad presente. A partir de la quietud del cuerpo, es posible observar el movimiento de la mente y soltar todo lo que aparece en el momento. Todos los pensamientos, todos los juicios de valor, todas las categorías y, sobre todo, la necesidad de atrapar o rechazar la realidad. Al deshacernos de todas las opiniones reactivas y de los puntos de vista mecánicos, dejamos de ver la vida desde nuestro yo, renunciamos a responder de la manera mecánica a la que estamos habituados. Permitimos que nuestra esencia, que la fuerza vital que da vida a nuestro ser se manifieste más allá del pequeño ego que hemos fabricado. Si ya no hay más un yo separado de los otros, incluimos todo lo que existe, nos liberamos del sufrimiento y liberamos a los demás.

Cuando modificamos las relaciones con la vida y dejamos de actuar desde nuestro yo limitado, trasformamos el mundo que hemos creado porque ya no lo estamos forzando a reproducir en nosotros la satisfacción del placer y a apartar aquello que nos genera malestar.

Es importante comprender que no se trata de convertirnos en mejores personas pensando que somos algo malo, queriendo suprimir de nuestra vida algo que consideramos negativo en nosotros. Es necesario precisamente dejar esos juicios de valor de bueno y malo. Se trata de dejar de ver la realidad desde ese yo habitual. Ahí ya no hay ni virtudes ni defectos en nosotros porque ya no nos relacionamos con la vida desde un ego. Tampoco se trata de que dejemos de existir, de que nos desvanezcamos en una nada inconsciente, sino de que la totalidad de la vida se manifieste en nuestra consciencia despierta. Soltar nuestro ego no es dejar de existir. Somos los únicos testigos de este momento presente, tal y como es, percibido desde nuestro punto de vista individual. Dos cuerpos en el espacio no pueden ocupar el mismo espacio. Cuando somos conscientes, la vida se reconoce a sí misma a través de nosotros.

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9788499888651
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