Kitabı oku: «Pasiones sin nombre», sayfa 6
Capítulo 3
Sentido e interacción
3.1 JUNCIÓN VERSUS UNIÓN
Con la perspectiva de los años, resulta bastante fácil medir hoy la relatividad de los modelos elaborados en semiótica durante los años 1970-1980, cuando se trataba de construir las bases de una gramática narrativa, es decir, en realidad, de una teoría de la acción, y sobre todo, de la interacción. Esta noción, esencial en la perspectiva de un análisis sociosemiótico de las condiciones de emergencia y de captación de la significación, supone, en todos los casos, al menos dos actantes, entre los cuales interviene, por hipótesis, alguna relación de carácter dinámico, un proceso del cual resultarán determinadas transformaciones que pueden afectar a una o a otra de las dos partes, cuando no a las dos, y por lo mismo, probablemente, a la naturaleza misma de sus relaciones. A partir de ahí, son concebibles diversos tipos de modelos, a fin de formalizar y de describir después empíricamente el funcionamiento, los efectos y, en definitiva, el sentido de las relaciones y de los procesos observables en ese marco. Ahora bien, como sabemos, la arquitectura de los modelos que se ponen en marcha depende siempre, en parte, de las mallas de lectura a las que, a veces casi sin darnos cuenta, recurrimos en el estadio de observación intuitiva inicial. Y desde ese punto de vista, nos podemos dar cuenta ahora, retrospectivamente, de que la inspiración lingüística, y hasta gramatical, que dominaba en aquella época, tuvo por efecto centrar la atención en una sola de entre las diversas formas posibles de interacción, y lo que es peor, si lo pensamos bien, en una forma bastante extraña, en el fondo.
3.1.1 La junción: una economía narrativa
Para dar cuenta de las peripecias de la historia, grande o pequeña, se recurrió, en efecto, a un principio de reducción consistente en hacer como si los protagonistas –los actantes “sujetos”– no actuasen jamás directamente los unos con los otros, o contra los otros, sino solamente con actantes “objetos”, terceros elementos a los que se consideraba cargados de valor y, a la vez, separables de los sujetos, y destinados, por ese hecho, a circular de mano en mano entre los sujetos*. Dicho de otro modo, en lugar de dejar abierto el abanico de los modos de aprehensión de las cosas tales como se presentan en la vida misma (considerando “la vida” como una suerte de gran discurso), se ha prejuzgado en gran medida sobre su modo de organización, dando por hecho que el único instrumento válido para dar cuenta de ella tenía que ser aquel, bastante particular sin duda, pero el único verdaderamente familiar para los análisis del momento, que preside las relaciones sintácticas entre sujetos, predicados y objetos en el universo de la gramática.
De todo ello resultó un modelo de sintaxis narrativa que ofrece, sin duda, la ventaja de prestarse fácilmente a una cierta formalización, cuyo alcance, en contrapartida, se halla estrechamente limitado por una serie de restricciones a priori. En la base de esa gramática, se encuentra la hipótesis de que todas las fluctuaciones de estado que afectan a los sujetos dependen únicamente de las operaciones de junción que los ponen en posesión de los objetos de valor (conjunción) o que los separan y los privan de ellos (disjunción). Tal modelo se justifica plenamente mientras se razona teniendo en cuenta un espacio de referencia concebido como cerrado y saturado, dentro del cual todo lo que un protagonista pierde, otro debe necesariamente ganarlo. En un contexto como ese, se comprende que un sujeto pueda ponerse por meta esencial, si no única, conjuntarse con los objetos de sus deseos, o hacérselos atribuir transitivamente por otro, y que, correlativamente, los estados, eufóricos o disfóricos, de los sujetos en presencia dependan únicamente, a cada instante, del resultado de las operaciones de transferencia de los objetos de valor: apropiaciones o atribuciones, privaciones o desposesiones. Y poco importa en tales casos que esos estados concuerden entre sí, como ocurre, por ejemplo, cuando sobre una base contractual o con espíritu “altruista”, la satisfacción de uno de los participantes presupone la satisfacción del otro, o que, por el contrario, vayan en direcciones opuestas, como cuando la felicidad de uno es suficiente para provocar la desdicha del otro, envidioso o malévolo.
Todo esto corresponde sin duda a una manera concebible de “interactuar”. Atraer a sí, tomar, apropiarse de las riquezas, y con ello, aunque no sea el objetivo primero de la operación, privar a un compañero o a un rival de esas mismas riquezas, o en sentido inverso, alejar de sí algún objeto aun deseable, separarse de él, eventualmente privarse de él, para intercambiarlo por otro, o con el único fin de beneficiar “generosamente” a algún feliz elegido. Y todo constituye incontestablemente una manera de actuar sobre otro. Pero el hecho de privilegiar, en teoría como en el análisis, los desplazamientos o transferencias de objetos de valor, especialmente de orden pragmático, hasta el punto de considerar las variaciones que afectan los estados respectivos de los protagonistas y hasta la naturaleza de sus relaciones como exclusivamente y, por decirlo así, mecánicamente dependientes de la posición que ocupan en relación con ellos ciertos valores objetivados, no puede menos que suscitar algunas implicaciones en el plano epistemológico.
Lo que implica esa concepción de una intersubjetividad sistemáticamente mediatizada por los objetos, podemos resumirlo en una palabra diciendo que la gramática narrativa, tal como ha sido presentada en su forma clásica, se reduce a una economía de intercambios intersubjetivos. Desde el material “tener más” hasta el “saber más” abstracto, todo termina por monetizarse en forma de valores, unos atesorables o consumibles, otros modales, y, en tal sentido, con vocación de transitar entre poseedores, actuales o virtuales, como mercancías que, por definición, están siempre a la espera de algún nuevo adquiridor. De ahí que, a veces, nos encontremos con un género de descripciones particularmente artificiosas. Todo el mundo ha podido constatar, en efecto, a qué aberraciones puede conducir, en algunos analistas (¡y no únicamente los más novatos!), el gusto por la “formalización”, cueste lo que cueste, aliado a una posición previa y sistemática hacia la reificación de todos los valores: hablando con total serenidad, por ejemplo, de sujetos “conjuntos con la felicidad” o “disjuntos de la libertad”, como si la libertad o la felicidad pudieran ser consideradas como cosas que, al modo de cualquier mercancía, tuviesen el estatuto de unidades discretas, mensurables y transferibles entre vendedores y compradores. De hecho, es la noción misma de junción, y especialmente la de conjunción, la que reclama un análisis conceptual más fino que el que se ha hecho hasta ahora. ¿Cuál es exactamente la naturaleza de la relación que se establece entre sujeto y objeto en el momento de su “conjunción”?
Para examinar esta cuestión, nos limitaremos a los casos en los que la conjunción pone en relación un sujeto con un objeto de naturaleza pragmática y no, como en los ejemplos que acabamos de comentar, con valores inmateriales como la libertad o la felicidad, o con atributos como la belleza o la juventud, aptos para inspirar fórmulas “clownescas” como embellecer = “conjuntarse con la belleza”, o “envejecer” = “disjuntarse de la juventud”. Es cierto que, desde el punto de vista sintáctico, todos los objetos vienen a ser lo mismo. Pero no es menos cierto que tales fórmulas, que, por principio, tienen por finalidad transformar los enunciados tradicionalmente llamados calificativos (“ser grande”, “bello”, etc.) en enunciados de “junción”, tan extraños al genio de la lengua que a simple vista (“tener el grandor”, “la belleza”) solo se justifican –en rigor– desde un punto de vista estrictamente formal y práctico. Por otra parte, Greimas se resolvió a adoptar, en Semántica estructural, ese principio de reducción únicamente para asegurar la homogeneidad del lenguaje de descripción (y no sobre la base de consideraciones teóricas). Lamentablemente, lo que no era al principio más que una comodidad de escritura quedó enseguida instituido, por otros, en dogma y en práctica escolar automatizada.
A pesar de estas reservas, el modelo narrativo clásico no es capaz de dar una respuesta explícita a nuestra cuestión, concerniente a la naturaleza exacta de la relación que se establece entre el sujeto, considerado como un todo –como una “persona”–, y el objeto –el objeto material y palpable, cosa o cuerpo– en el momento de su “conjunción”. Todo pare-ce indicar, sin embargo, que se trata, ante todo, de una relación de simple yuxtaposición en el espacio. A contrario, el objeto del que el sujeto se halla “disjunto” está siempre, práctica o imaginariamente, alejado; se lo ve como fuera de alcance, y por eso mismo, deseado; en términos míticos, pertenece al espacio utópico, es decir, al espacio del Otro, a quien será necesario arrebatárselo para poder apropiárselo. La conjunción, en contrapartida, es ante todo una operación de acercamiento espacial entre los términos de la relación. Pero, al mismo tiempo, al menos en superficie, el acto conjuntivo desemboca en el establecimiento de una relación de dominación, cuya forma arquetípica es la de la relación de propiedad: desde el momento en que está conjunto con el sujeto, el objeto se convierte en su cosa para él; este tiene todo el poder sobre ella, ella “le” pertenece; está cerca de él y al mismo tiempo a su disposición: él la posee. Aunque parece que nadie le ha prestado gran atención, la terminología metalingüística lo ha dicho siempre explícitamente: las operaciones juntivas constituyen “apropiaciones”, “desposesiones”, etc.
Más en superficie, esa relación fundamental de posesión puede traducirse luego de diferentes maneras, particularmente por la consunción. Adquirirá entonces la forma de una absorción –consunción o fusión–, o la forma de una monopolización, es decir, de una salida del circuito de los intercambios: hablamos entonces de atesoramiento cuando se trata de bienes materiales, y de secuestro cuando, como en ciertas relaciones impropiamente calificadas de “amorosas”, el objeto poseído y celosamente monopolizado presenta, desde el punto de vista actorial, el estatuto de una persona. En fin, cuando se trate de objetos cuyo valor es de orden modal, la consunción propiamente dicha deja lugar al uso del objeto: por ejemplo, el sujeto ejercerá el “poder” que ha podido adquirir, o sacará partido de su “saber” a la hora de la acción. Mientras que la consunción de los valores materiales tiende lo más frecuentemente a su aniquilación, el uso de los valores modales, así como su comunicación (llamada “participativa”), no afecta su integridad (aunque no se puede excluir completamente su “desgaste”; pero ese es otro problema)1.
Lo que sobre todo importa en todo esto es que entre sujeto y objeto se mantiene, de comienzo a fin, una relación de exterioridad. Aun en el caso extremo en que el objeto es alimento y donde la conjunción adquiere la forma de una anulación física del objeto en el cuerpo del sujeto, el poseedor-manducador y lo que come permanecen estrictamente como ellos mismos hasta el último momento, hasta el instante mismo de la toma de posesión y de la absorción destructora del uno por el otro. Se pasa entonces, sin solución de continuidad, de la separación y de la diferencia, es decir, del estado de disjunción, a su opuesto, como si, antes de fusionarse, sujeto y objeto no tuviesen ninguna otra relación que la que consiste en ser, respectivamente, el sujeto y el objeto de una misma apetencia. Porque, de una manera general, en el modelo juntivo no hay lugar previsto, entre independencia de los actantes, aun a distancia, y su fusión, que por definición los reduce a una sola y única identidad, para una forma de interacción que respete la autonomía de las partes, permitiendo al mismo tiempo una comunicación profunda entre ellas.
Y si, una vez cumplida la operación juntiva final (en este caso, la absorción del objeto comido por el sujeto que se alimenta con él), el esquema narrativo no tiene nada que decirnos de lo que sucede con las relaciones entre los dos protagonistas (o, es el momento de decirlo, entre los dos “conjuntados”), ni tampoco nos dice nada de los procesos ulteriores de asimilación del objeto por el organismo del sujeto, ni de las mezclas y metamorfosis de identidades que se pueden adivinar entre actantes en ese estadio del proceso, es aparentemente porque se pasa entonces, si no a otra semiótica, al menos a otro aspecto de aquella que conocemos, a una semiótica de la materia, que está aún por elaborar en su totalidad2.
3.1.2 La unión: el régimen de la copresencia
Se puede imaginar, sin embargo, un esquema completamente diferente, aunque lógicamente complementario, donde los estados de alma de los protagonistas, y también, hay que añadir, sus estados somáticos, no dependerían única y totalmente de las regulaciones sintácticas de sus estados de junción con los objetos, sino donde las variaciones concernientes a lo que experimentan “en cuerpo y alma” a lo largo del tiempo resultarían directamente, por lo menos en parte, de relaciones de copresencia mutua, cara a cara o cuerpo a cuerpo, no solamente de sujeto a sujeto, sino también entre sujetos y objetos, a condición, sin embargo, de redefinir el estatuto de lo que recubren esas denominaciones.
En el régimen de la copresencia, cuyos principios nos proponemos despejar, los “objetos” no quedarán, en efecto, reducidos a simples magnitudes intercambiables, cuyo valor se aprecia solamente sobre la base de criterios de orden funcional, fijados por referencia a los programas de acción predefinidos de los sujetos. Los mismos objetos serán aprehendidos ahí, por el contrario, en cuanto realidades materiales ca-paces de hacer inmediatamente sentido gracias a las cualidades sensibles que los “sujetos” podrán descubrir en ellos; pero los sujetos serán también redefinidos desde el punto de vista de su estatuto y de sus competencias, pues se verán dotados en adelante de algo esencial que les faltaba en el régimen de la junción: sencillamente, de un cuerpo, y por lo mismo, de órganos sensoriales. En ese sentido, aquellos que hasta ahora eran, a lo sumo, inteligentes –capaces de conocer, de juzgar, de decidir, de evaluar a distancia y como desde fuera su relación con el mundo y con el otro–, serán además sensibles, es decir, directamente, sensualmente, o en todo caso, sensorialmente receptivos ante las cualidades inherentes a la misma de los “objetos” –gentes y cosas– con los que entrarán en relación.
La mecánica de las operaciones de junción entre actores programados y valores objetivados, va a ser sustituida ahora por la infinita diver-sidad de las formas que puede adoptar esa relación que convendremos en llamar de aquí en adelante (a fin de marcar explícitamente el paso de un régimen a otro) no ya en términos de “junción”, sino en términos de unión: unión entre un ego y su otro, cualquiera que sea la forma que re-vista ocurrencialmente esa alteridad –alter ego–, objeto de arte o de uso cotidiano, o simple fragmento del mundo natural. Pero el paso de uno a otro régimen supone un cambio de perspectiva que es necesario explicitar. Según la problemática de la junción, los sujetos y los objetos son descritos desde el único punto de vista de las posiciones relativas que ocupan sucesivamente a lo largo de sus “recorridos narrativos”: un sujeto puede, por turno, encontrarse separado de su objeto (estado de disjunción), aproximarse o alejarse de él (hacer conjuntivo o disyuntivo), o estar “conjunto” con el objeto, y esto bajo un modo que puede ir, como hemos visto, de la yuxtaposición (S posee O) a la fusión (S absorbe O, o a la inversa), pasando por el uso (S se sirve de O). La problemática de la unión es totalmente distinta en lo que concierne no tanto a los estados juntivos sucesivos como a lo que pasa entre los actantes, o mejor aún, a lo que pasa, estésicamente y a cada instante, de uno a otro, cualquiera que sea su estado de junción momentánea. Porque, disjuntos o conjuntos, los actantes interactúan entre sí por el solo hecho de su copresencia, sea inmediata o más o menos a distancia, desde el momento en que uno de ellos, por lo menos, está en condiciones de sentir estésicamente al otro, de experimentar en sí mismo la manera de estar en el mundo del otro.
Contrariamente a lo que corre el riesgo de sugerir el término, la “unión” no es un estado –ni un estado de conjunción de cierto tipo, ni, menos aún, un estado de fusión–. Es un modo de interacción (y, por lo mismo, de construcción de sentido), condicionado por la sola copresencia de los actantes, por la sola posibilidad material de una relación sensible entre ellos. Recubre configuraciones muy diversas, pero que tienen todas en común el hecho de articularse por medio de contactos estésicos, a favor de los cuales dos o más unidades, inicialmente propuestas como distintas, llegan, ajustándose entre sí (unilateralmente o recíprocamente), a constituir en conjunto, al menos por cierto tiempo, una entidad compleja nueva, una totalidad inédita. En ese sentido, las presentes proposiciones constituyen al mismo tiempo una prolongación de las reflexiones esbozadas en los años setenta sobre la constitución de los actantes colectivos, y una renovación radical de dicha reflexión, por el hecho de que integramos ahora en ella la dimensión, entonces ignorada, de las relaciones sensibles entre actantes3. En términos de grados de intimidad entre protagonistas, se podría decir que la unión es bastante menos que la conjunción-fusión: pues no anula las identidades respectivas, sino que, a la inversa, las mantiene en su propia autonomía y tiende incluso con frecuencia a exaltarlas, poniéndolas en comunicación. Y al mismo tiempo, sin embargo, es también mucho más que la conjunción-posesión (o apropiación), en el sentido en que deja lugar entre “partenaires” para un tipo de relaciones que podemos caracterizar provisionalmente como pertenecientes al orden de la influencia, recíproca con frecuencia, o al de una participación mutua. Sin tener nada de necesariamente místico, un modo semejante de relación va mucho más allá de las relaciones superficiales de promiscuidad (más que de verdadera proximidad) y de dominación unilateral que recubre casi siempre la noción de conjunción4.
Tomemos aquí de nuevo el ejemplo del objeto alimento. A primera vista, la gramática de las relaciones posibles con ese tipo de objetos se reduce a una alternativa de tipo juntivo que no podría ser ni más simple ni más categórica: o bien el sujeto está disjunto del objeto de valor, y entonces se dice que tiene hambre, o bien la conjunción ya ha tenido lugar, en cuyo caso podemos suponer, por el contrario, que está saciado, más o menos, por supuesto. Antes de la conjunción-consunción, el objeto tenía una existencia autónoma manifestada por una forma, y propiedades físico-químicas que evidentemente ha perdido para siempre por efecto de la masticación, primero, y, luego, de la digestión: en la óptica de la junción, la comida constituye sin lugar a dudas una auténtica catástrofe para el objeto; para el sujeto, en cambio, puede ser un pequeño milagro, pero igualmente puntual. De hecho, antes de la consunción, no conocía –no verdaderamente– el objeto (a no ser de oídas o por reminiscencia), y solamente comiéndolo descubre –comprueba– exactamente el sabor. Y en el mejor de los casos, es decir, aun suponiendo que ese sabor le guste, una vez pasado el “deslumbramiento”, correrá grave riesgo, siempre desde la óptica juntiva, de que no le quede más que “un resabio de la imperfección”5. Porque en ese régimen, el sujeto y el objeto solo entran en comunicación en el instante mismo en que uno toma posesión del otro. Antes, eran absolutamente impermeables uno a otro, y después, uno de los dos desaparece, fundido en el otro.
En el régimen de la unión, las identidades son concebidas, por el contrario, como fundamentalmente permeables unas a otras y como capaces de comunicarse entre sí de modo no discontinuo. Y eso hasta los casos límite como el del alimento. Recordemos a este propósito el bello pasaje de la Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, sobre la fritura, páginas revaloradas antaño por Barthes y más recientemente escrutadas con mirada de semiótico por Gianfranco Marrone6.
Lo que surge de esa superposición de comentarios es que una fritura no es solamente un objeto de consunción con el que un gourmet se “conjuntará” puntualmente en su momento, una vez que el plato esté debidamente preparado y extraído de su más allá mítico (la cocina). De hecho, la fritura es a la vez por lo menos dos cosas que, al darse a sentir una y otra, tienen el poder de actuar mucho más allá del momento mismo de la ingestión.
Es ante todo una consistencia específica del alimento, consistencia que el gourmet experimenta sinestésicamente (porque además del gusto y del olfato, compromete también cierta cualidad auditiva y táctil, lo crujiente), antes incluso de hacerlo crujir. Y es también, más ampliamente, una verdadera disposición general del cuerpo y del espíritu, casi una manera de estar-en-el-mundo.
A este propósito hay que distinguir aquí entre el que simplemente come y el gourmet. El primero, que se limita, si nos atrevemos a decirlo, a la alternancia de los momentos de relleno y de vaciado de su cuerpo, solo tiene una relación funcional y puntual con el alimento: su visión de las cosas es exactamente de tipo a la vez juntivo, cuantitativo y hasta tensivo (dado que, desde el ayuno a la indigestión, todos los grados de la “junción” pueden entrar en consideración). El gourmet mantiene, en cambio, con lo que come, con lo que cocina, y hasta con aquello de lo que habla con otros en términos de gastronomía, una relación cualitativa modulada aspectualmente, en la que se integra la duración, y estésicamente cargada de contenidos que se intercambian en pie de igualdad, por decirlo así, entre él, sujeto, y una materia-objeto elevada a la dignidad de un casi-sujeto. Brevemente, comer representa para él una experiencia total, casi en el mismo sentido en que se habla de “hecho social total”.
Así, pues, pasar del régimen juntivo al régimen de la unión no consiste solamente en abandonar el universo de las relaciones categoriales y entrar en un campo de relaciones aspectualizadas (y por consiguiente “tensivas”); es también, y a nuestro modo de ver, sobre todo, pasar de la función a la experiencia, es decir, de una visión económica a una concepción existencial de la vida7. Es, en todo caso, situarse en un plano dentro del cual las entidades van a poder comunicarse entre sí e interactuar mediante algo que hay que concebir como una relación generalizada entre los cuerpos, cuerpos-objetos con sus consistencias propias y con el conjunto de sus cualidades sensibles, y cuerpos-sujetos capaces de sentir esas cualidades y de probarse [experimentarse] a sí mismos con su contacto.