Kitabı oku: «Pasiones sin nombre», sayfa 7

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3.1.3 La identidad en juego: ser y devenir

“Junción” o “unión”, siempre se da el caso de que, lo mismo en un régimen que en otro, lo que denominamos interacción termina por regla general, casi por definición, en alguna transformación de por lo menos uno de los participantes en presencia, y probablemente, de hecho, de los dos con mucha frecuencia. Pero es preciso analizar aquí las delicadas diferencias que se presentan entre tipos de transformaciones posibles, en términos de naturaleza y de grado al mismo tiempo.

Por lo que concierne al régimen de la junción, dejaremos provisionalmente de lado el caso particular de la conjunción-fusión, donde uno (al menos) de los actantes pierde de hecho su identidad, y nos limitaremos al caso más general de la conjunción vista en términos de contigüidad espacial entre actantes, y a partir de ahí, de posesión y de dominación. A primera vista, lo que caracteriza a las interacciones inscritas en ese marco por oposición a las que dependen del régimen de la unión, es que no cambian en el fondo nada esencial. Cualesquiera que puedan ser la extensión y la importancia de las transformaciones funcionales inducidas por las operaciones conjuntivas o disjuntivas que las afectan, los actantes, como vamos a ver, permanecen siempre, fundamentalmente, existencialmente, idénticos a sí mismos. Es cierto que los protagonistas pueden intercambiar entre sí, o darse, o robarse unos a otros todos los objetos de valor imaginables –riquezas, informaciones, armas, dinero, mujeres, prestigio– y acrecentar o reducir con eso la amplitud de su poder-hacer respectivo, y en términos más amplios, su grado de satisfacción en la existencia; pero –y ese es el punto decisivo– sin llegar no obstante a alterar cualitativamente, en un plano más global, ni el objetivo general –el “proyecto de vida”– que sirve de fundamento a su identidad, ni el de sus participantes o el de sus adversarios.

Pongamos como ejemplo el recorrido imaginario del joven arribista a lo Balzac: su sueño consiste en llegar a París y, una vez allí, convertirse lo más rápidamente posible en un hombre rico, poderoso, por tanto, adulado; a fuerza de ahínco, y gracias al apoyo discreto de algún protector bien colocado, lo veremos muy pronto a la cabeza de los millones codiciados, y envidiado entre sus pares. Todo lo que le faltaba ya lo tiene ahora, y la abundancia, la plenitud, casi excesiva, han sustituido a su alrededor a la carencia, al vacío, a lo insuficiente. Todo eso se puede leer en su rostro, que, a imagen de su cartera que va engordando, ha adquirido también un aspecto interesante. Inflado de su nueva importancia, se tiene por un hombre “rico” en todos los planos. Y sin embargo, por indiscutibles que sean todos esos cambios factuales –más peso, más poder, más dinero, más placeres, en suma, más de todo–, nada hay en todo eso que, en rigor, permita afirmar que nos hallemos ante un hombre transformado. Metamorfoseado, tal vez, aumentado, inflado, engrosado todo lo que se quiera por todas las “conjunciones” posibles, y, no obstante, ¡siempre estrictamente el mismo!

Porque con su nueva fortuna y con todas las buenas fortunas que ella pueda proporcionarle, no ha hecho nada mejor, a fin de cuentas, que seguir siendo exactamente lo que ya era, puntualmente, desde el origen. Lo que es hoy lo era ya desde el comienzo, exactamente con los mismos rasgos, de acuerdo con una imaginería estereotipada indisociable de las “ambiciones juveniles” de un joven de su época y de su medio.

Realizando su “sueño”, es decir, poniendo en práctica un programa cuyo contenido era de parte a parte y desde el origen socialmente (o en todo caso, literariamente) preestablecido, no ha cambiado en absoluto en relación con lo que era al comenzar, sino que, a lo más, ha dado testimonio de su adhesión a un proyecto de vida trazado de antemano. No ha hecho en el fondo otra cosa que reafirmar día a día, reificándola en las prácticas cotidianas, una identidad cuyos contornos estaban ya fijados. En esas condiciones, no sería suficiente decir que, una vez instalado en su posición de nuevo rico y de hombre feliz, continúa siendo, a pesar de las apariencias, lo que siempre ha sido; en verdad, hace algo más que eso: lo que es desde siempre, lo es ahora superlativamente.

Y lo que se complace en resaltar de manera ostentosa ahora que lo tiene todo, es simplemente el estatuto de poseedor que era ya secretamente, en potencia, mientras no poseía nada. Mejor aún, la condición del poseedor que seguirá siendo toda la vida, pase lo que pase, incluso cuando se arruine si por un vuelco nada improbable de la suerte, se vuelve a encontrar un día desposeído de su oro y de todo lo demás. Pues la experiencia de la “ruina” solo puede tener sentido, e incluso solo es pensable en cuanto tal (exactamente, por lo demás, como la experiencia de la “indigencia” inicial o la de la “opulencia” adquirida después), como una de las etapas, la última, de un recorrido fundado de principio a fin en una sola y misma pasión económica, y más precisamente, en un deseo de apropiación incansablemente orientado a los mismos objetos, a las mismas cosas y gentes primero codiciadas, luego poseídas, y un día, finalmente, perdidas otra vez. Devenir así, siempre más, lo que uno es desde siempre (en lugar de ser mínimamente aquello que uno está en vías de devenir), es ciertamente un tipo de recorrido posible, sin duda demasiado banal. Es preciso reconocer, en efecto, que toda vida consiste, en buena parte –la parte que corresponde al modelo juntivo, precisamente–, en la ejecución dócil de programas que el sujeto no ha escogido, o no verdaderamente, y cuyo curso, al realizarlos, solo marginalmente puede modificar, simplemente porque, por mil razones diferentes, se le imponen desde fuera.

Pero, al mismo tiempo, ¿cómo, de otro lado, no ver que, incluso en este marco, hay lugar para sujetos que no se limitan a ejecutar mecánicamente su “programa”? Por “condicionados”, por alienados que estén, por conformistas que sean, tendrán que tomar posición, en un momento dado (aunque solo sea la posición de distanciamiento), ante la suerte que se les ha impuesto, o en todo caso, decidir acerca del sentido (o del no sentido) que en su fuero interno creen posible descubrir en ello. ¡Hagamos al menos esa apuesta metodológica y semiótica tanto como moral y filosófica! Si no, ¿cómo hablar de “identidades” y de “sujetos”? ¿Y cómo entender la posibilidad de interacciones que no se inscribiesen por completo en los límites de programas y de recorridos previamente fijados? Para que los sujetos puedan transformarse, en acto, por sus relaciones con sus semejantes o con el mundo que los rodea, es necesario con toda evidencia que no se hallen completamente encerrados dentro de esquemas de acción y de esquemas identitarios totalmente hechos, sino, por lo menos en algún grado, maleables, abiertos a las contingencias de la experiencia vivida, y aún mejor, disponibles.

En ese caso, en lugar de partir exclusivamente en busca de conjunciones con objetos reconocidos de antemano como si fuesen los únicos que corresponden a lo que exige la realización de algún programa de vida convencional –suerte de confirmación tautológica de su identidad propia–, el sujeto, dejando de proyectar lo existencial sobre lo funcional, deberá admitir que para conocerse no hay otro recurso que lanzarse a un recorrido ampliamente aleatorio de descubrimiento: descubrimiento no de lo que es (pues según esa perspectiva, nada está de antemano completamente definido), sino de lo que está en vías de “devenir” –y eso en la inmanencia de sus relaciones de orden a la vez inteligible y sensible con el mundo que lo rodea–. De golpe, el programa estereotipado puede dejar lugar a algún proyecto de vida auténtico, donde la aventura tendrá necesariamente su parte.

3.2 LÓGICAS DEL VALOR

Solamente en relación con una noción de identidad redefinida dinámicamente, el régimen de la unión se hace concebible, y comienza a tener sentido la idea de encuentros efectivos, susceptibles de producir transformaciones verdaderamente profundas, concernientes, a la vez, a las relaciones entre protagonistas y a la relación misma que un sujeto mantiene de cara a su propio devenir. Indiquemos simplemente, por el momento, que esas interacciones, ejercidas por la mediación del plano sensible, pueden intervenir tanto de persona a persona como a partir de elementos no humanos, y particularmente a partir del contacto con las cosas mismas, incluidos, por supuesto, los textos y los objetos de arte, considerados unos y otros como sujetos o como casi-sujetos, susceptibles de revelar al sujeto de referencia afectado por ellos una parte de sus propias potencialidades, influyendo, momentáneamente o más durablemente, sobre su manera de estar-en-el-mundo.

3.2.1 Tener o ser

Es posible que se nos objete que proyectar hipotéticas diferencias de grados de “profundidad” que afectan a los efectos de la interacción sobre el reconocimiento de regímenes de interacción distintos responde a un proceder circular, por tanto trivial. Sin embargo, para que un actante actúe sobre otro, es necesario, al menos, que de alguna manera se encuentre con ese otro y se confronte verdaderamente con él. Pues bien, eso es precisamente lo que excluye de entrada el régimen juntivo, puesto que, como hemos visto, los protagonistas jamás se ponen allí en contacto directo, sino, a lo sumo, por intermedio de valores reificados que circulan entre ellos. Todas sus relaciones se hallan mediatizadas por transferencias de orden objetal (gracias a las cuales, cada uno toma en cuenta exclusivamente la realización, por su propia cuenta, de un recorrido preprogramado); es la definición misma de ese régimen la que impide considerar en su marco cualquier relación de “influencia”, o, como lo justificaremos más adelante, de “contagio”8. En las condiciones creadas por el modelo del intercambio y de la junción, los protagonistas, en el mejor de los casos, solo pueden ayudarse mutuamente, y en el peor, entorpecerse unos a otros, funcionalmente, en la ejecución práctica de sus respectivos proyectos, acelerar o retardar, facilitar o complicar la marcha de sus recorridos, pero de ningún modo desviar su trayectoria. Dicho de otro modo, el efecto de las interacciones colocadas bajo ese régimen solo puede consistir en confirmar o en reforzar lo mismo que ese régimen presupone, a saber, las distancias que separan, unas de otras, unidades ancladas cada una en su propia actitud.

A decir verdad, el régimen alternativo, el de la copresencia y de la unión, manifiesta, mutatis mutandis, el mismo género de redundancia, pues permite confirmar también, por su funcionamiento, sus propias condiciones de posibilidad. De hecho, toda influencia en profundidad, de sujeto a sujeto, parece suponer algún grado de afinidades mutuas (o de “inherencia”) entre “partenaires” en trance de interactuar, en parte ya establecidas, como si, según la fórmula consagrada, fuese el “destino” el que hubiese vinculado a uno con otro.

En todo caso, así como la sintaxis de las junciones confirma siempre una distancia fundamental, la de la unión tiende a sugerir, por construcción, la existencia de una proximidad establecida de antemano entre actantes, a tal punto que, si su encuentro resulta feliz, adquiere con frecuencia para ellos el sentido del retorno de una suerte de “déjà vécu” [“ya vivido”]9.

Sea lo que fuere, las relaciones de tipo inmediato que se van a desarrollar ahora entre actantes tendrán el poder de afectarlos cualitativamente en su ser mismo, por oposición a las transferencias de tipo juntivo, las cuales solo conciernen al registro y a la cantidad de sus haberes. ¿No se dice, por ejemplo, que escuchando interpretar e interpretando a Haydn, el niño Mozart llegó a ser Mozart? Si tal fuera el caso, la partitura escrita por el primero –el maestro– no cumplió la función de un simple objeto de valor –objeto de conocimiento o de agrado– que el segundo –el alumno– hubiera querido apropiárselo, con el que hubiese deseado “conjuntarse” para liquidar alguna carencia, o incluso, con el que hubiera soñado “fundirse” por mero placer.

Por el contrario, el llamado objeto, el texto, la cosa musical, interviene en este caso como un interactante en el sentido pleno del término, como un verdadero co-sujeto capaz, por su contacto intencional y dinámico, de poner estésicamente a prueba al joven músico, y a través de ese contacto en forma de prueba, de hacerlo ser, de una vez por todas, otro distinto del que era, de transformar sus potencialidades (sus “dones”) en una manera efectiva y nueva de estar-en-el-mundo; en una palabra, de revelarlo a sí mismo, y haciéndolo, de contribuir de manera decisiva a hacer nacer al futuro compositor.

Una de las cuestiones que se plantean en este estudio consiste en saber hasta qué punto es posible llevar la diferencia entre los dos regímenes de sentido y de interacción que venimos considerando, a la oposición entre una lógica fundada en el “ser” [être] y una lógica del “tener” [avoir]. Es cierto que el empleo de esos predicados en el metalenguaje semiótico no ha dejado nunca de plantear problemas. Decir que alguien “tiene fortuna” (o “riquezas”) o decir que “es rico”, ¿es afirmar dos veces exactamente la misma cosa? Según la gramática, las dos fórmulas serían funcionalmente equivalentes. Con una pequeña diferencia, sin embargo. En el caso del enunciado atributivo –“tener dinero”–, se trata de sujetos que parece que asumen, en cierto modo, además de lo que “son”, el rol, visto como más o menos accesorio y casi accidental, de poseedores de cantidades determinadas de bienes; fulano es así o asá, y además, se da el caso de que “tiene” una gruesa suma en el banco. Del otro lado, en cambio, con los enunciados calificativos del género “ser rico”, la posesión de los valores, cualquiera que sea la cantidad, constituye parte integrante de la definición cualitativa, existencial del sujeto, y su cualidad misma de “poseedor” aparece entonces como aquello que hace de él lo que es, no accidentalmente, sino, por así decirlo, por naturaleza: un afortunado, alguien que es “rico” –algo, medianamente, inmensamente–, como otros pudieran ser, de una vez por todas, “bellos” o “feos” (más o menos), “brutos” o “inteligentes”, etcétera.

Para testificar el alcance de estas distinciones, volvamos por un instante al caso del joven arribista que marcha a la conquista de París: no carece, en efecto, de cierta ambigüedad en relación con el aspecto que nos ocupa. A pesar de que ha partido de nada y de que antaño se haya sentido despojado de todo, su satisfacción presente se debe menos a los goces pragmáticos que su holgura actual le permite, que a una suerte de satisfacción moral: altivez por haber llegado a tener finalmente de qué vivir (incluso en demasía), y, sobre todo, satisfacción de orgullo unida a la seguridad íntima que ha adquirido de ser ahora, de veras, ante los otros, y también, lo más importante, a sus propios ojos, “un rico”. Desde este punto de vista, el “ser” prima para él sobre el “tener”. Y sin embargo, lo hemos caracterizado hace un momento por su vinculación con el tener, definiéndolo fundamentalmente como un “poseedor”. De hecho, nos encontramos ante un caso relativamente paradójico, en el sentido en que, en él, solamente por el “tener” se constituye y se define el “ser”: solo podrá evolucionar dentro de relaciones del tipo “posesión”, y solo se reconoce a sí mismo a través de ellas. En otros términos, se define por sus “propiedades” en el sentido primero de esa palabra, por las propiedades-posesiones, la mayor parte de ellas de carácter cuantificable, que ostenta porque le han sido conferidas desde fuera, o porque se las ha quitado a otro, y no por las propiedades-cualidades que podrían caracterizarlo desde el interior. Eso nos ha conducido a afirmar que incluso si un personaje de ese género solamente llega a ser lo que es (solo accede a su propia “entelequia”) en el momento en que llega a ser verdaderamente rico, era, no obstante, ya un auténtico poseedor, aunque se encontrase aún privado de todo, y lo seguirá siendo hasta el fin, aun cuando un día vuelva a quedar en la ruina.

Pero –paradoja suplementaria– las relaciones que un sujeto constituido de ese modo puede establecer con los objetos que tanto le cuesta adquirir, no serán jamás relaciones de las que pueda nacer, entre ellos, alguna forma de connivencia, de inherencia o de intimidad. Porque un auténtico, un puro, un verdadero poseedor, un poseedor de alma raramente es capaz de gozar de las cualidades inmanentes y específicas que un objeto puede presentar. Lo que basta para satisfacerlo es el hecho mismo, o al menos el sentimiento –la certeza íntima– de poseerlo. Su placer supremo es, como se dice, un placer “celoso”, ante todo de orden cognitivo: placer de saber (o de creer) que la cosa es absolutamente suya, que puede disponer de ella en todo momento, ejercer sobre ella sus derechos de propietario; en breve, que él es el único y todopoderoso dueño, hasta la destrucción, dado el caso. A esa forma de pasión de objeto, paradójicamente tan desatenta a las cualidades intrínsecas de las magnitudes poseídas, vemos de inmediato que se puede oponer otra; exactamente con idéntica relación a las mismas entidades colocadas en posición de objetos: una pasión muy cercana y no obstante bien diferente, que, frente a las cosas y frente a las personas, consistiría en gozar no ya en abstracto y como intelectualmente de la posesión de lo que se tiene, sino concretamente, sensualmente, intersubjetivamente e intersomáticamente, de sus “propiedades” específicas, es decir, de sus cualidades intrínsecas.

3.2.2 Poseedores y poseídos: del intercambio al gasto

Sea el objeto de valor por excelencia: el dinero. En relación con ese bien, es trivial constatar que para muchos (¡entre los que tienen los medios!), la única pasión imaginable es una pasión propiamente económica, de poseedor, orientada a la cantidad, una pasión especulativa, a la vez en sentido bursátil y según la acepción filosófica del término, es decir que cuando actúa en estado puro, conduce a contentarse (como buen capitalista) con acumular en el banco, por tanto de manera muy abstracta, una riqueza que no tiene otra consistencia que la de puros juegos de escritura. Pero existe también, de cara al mismo objeto, una disposición pasional completamente distinta, si no antitética, ciertamente tan fuerte, aunque menos difundida en nuestro mundo de lo “virtual”, que consiste en proyectar sobre el dinero, esta vez en cuanto especies contantes y sonantes, todas las pulsiones de una auténtica pasión estética e incluso estésica: placer propiamente erótico, en los verdaderos harpagons* [avaros], el de tener, el de acariciar, el de abrir el cofre, el de hundir en él las dos manos, el de palpar allí su oro, el de hacerlo deslizar como una cabellera o como un licor, el de respirar su olor…

Y es que el dinero presenta, con toda evidencia, dos caras, entre las que se enlazan una serie de relaciones altamente reveladoras. Por un lado, el dinero –el capital, la moneda– es la abstracción misma: un puro “equivalente general”, como dicen los economistas. Representa el valor en estado puro, en forma inteligible y como inmaterial. Pero, por otro lado, el dinero es también, por comparación, la forma más impura que pueda darse del valor, su cara materializada y perfectamente sensible: no se trata ya del “dinero” en general, sino de aquello que parece haber constituido desde siempre su encarnación casi sagrada: el oro en una palabra. Bajo la primera forma, en su estado tanto mejor mensurable cuanto más descarnado está, el dinero tiende a presentarse como algo de lo que podemos o podríamos ser poseedores –por conjunción–; bajo la segunda, reviste imaginariamente los rasgos de una sustancia y hasta de un poder que amenaza a cada instante con poseernos haciendo que nos sintamos –esta vez bajo el modo de la unión– poseídos. En cuanto equivalente monetario, el dinero nos pone a distancia como si fuera una cosa, y nos aleja también de las cosas mismas al amparo de sus poderes de seducción, puesto que en tal caso se limita a “representar” la riqueza, una riqueza en verdad cuantificada (hasta la obsesión), aunque cualitativamente aún indeterminada, y por tanto una riqueza cualquiera. El oro, en el extremo opuesto, es por su parte la seducción misma, ya que, en lugar de limitarse a valer por las riquezas posibles y como tales, ausentes, actualiza ante nosotros, aquí y ahora, en su propia materia, la presencia misma del valor –un valor concreto e inmediatamente aprehensible, que se ofrece, por decirlo así, en persona y que se presta sin el menor pudor al contacto y como a una suerte de goce compartido entre sujeto y objeto, o mejor aún, en la ocurrencia, entre dos “poseídos”, uno en el modo del “ser”, otro en el modo del “tener”–.

La primera perspectiva remite a la lógica calculadora y abstracta, utilitarista y pragmática de la junción. La vemos perfectamente ilustrada, en particular, en los capítulos de Semiótica de las pasiones consagrados a esas “pasiones de objeto” en que se convierten, bajo la pluma de los autores, no solamente el amor al dinero, sino también el amor a secas, reducidos, respectivamente, a un deseo abstracto de acumulación de riqueza y a la obsesión de una posesión exclusiva del otro, sin que se vislumbre la eventualidad de una relación sensible entre el sujeto “amante” y la sustancia misma de la cosa o del ser “amados”. La segunda perspectiva, articulada figurativamente, coloca, al contrario, al sujeto en contacto directo con las propiedades significantes de los aspectos más sustanciales de la presencia del otro, y concuerda con las pasiones pródigas de la unión.

Según el punto de vista juntivo, el actante sujeto, instalado como puro poseedor, no es de hecho más que un lugar de paso, un punto de intersección casi inmaterial entre dos trayectorias –la suya propia y la de los valores en circulación–, un espacio de tránsito vacío por naturaleza, donde el actante objeto hace escala por un momento en el curso de su recorrido, sin que nada, ni en cuanto al objeto mismo ni en cuanto al sujeto que lo acoge, corra el riesgo de ser duraderamente alterado por el hecho de su encuentro, o más restrictivamente, por el hecho de una “conjunción” que no representa en realidad más que una coincidencia factual entre dos entidades perfectamente independientes la una de la otra. De suerte que no solamente los objetos aparecen, en esa óptica, como intercambiables, dado que se presentan como de igual valor, sino que los sujetos mismos se comportan correlativamente como entidades anónimas, prácticamente sin carne y sin cualidades propias, simples paradas funcionales en la ruta de los valores en movimiento.

Sujetos y objetos adquieren, por el contrario, una sustancia y una consistencia propias –un cuerpo– desde que uno se coloca en la otra óptica, cualitativa y material, estética y estésica, de la copresencia y de la unión. En ese régimen, cualquiera que sea la suma exacta que pueda poseer, cualquiera que sea la cantidad de mi haber, puedo considerarme siempre, casi indiferentemente, como si fuese rico, o como lo contrario, porque el hecho de sentirme como tal no depende ya de ningún criterio pragmático preestablecido. Solo puede, en ese caso, determinar para mí el valor –el valor existencial– de los valores funcionales que poseo, la manera misma en que los experimento yo mismo en mi relación de copresencia con el objeto. Y si eso es así de cara a ese valor fungible por excelencia que es el dinero, será lo mismo, a fortiori, ante las otras magnitudes que pueda poseer como lugares de investimiento del valor: para el sujeto definido según el “ser”, nada, en último término, le será dado de antemano como si tuviera un precio determinado. A diferencia de las mercancías a la espera de la conjunción, cuyo valor de cambio aparece fijado en una etiqueta, convencional y funcionalmente detenido, el valor de ser del objeto en cuestión, aquel que reviste no en sí mismo y por referencia a algún criterio de evaluación contractualmente fijado, sino el que tiene aquí y ahora, “para mí”, solo se deja descubrir en el uso, o mejor, en la “probación” –en la experiencia que tengo de la cualidad específica de mi relación con el objeto en el momento mismo en que estoy viviendo esa relación–.

Salimos entonces del campo de las relaciones económicas –el de las interacciones mediatizadas por los intercambios más o menos equilibrados entre cantidades mensurables de bienes– y entramos en el universo del gasto, el de relaciones cualitativas siempre únicas, con las propiedades sensibles intrínsecas de las gentes o de las cosas. Todo objeto, incluso el más ordinario, es susceptible desde ese momento, de gozar, respecto al sujeto que lo valoriza, de un estatuto cercano al de la obra de arte, o al del ser amado. Porque el objeto estético, lo mismo que el objeto patético (que se orienta a la pasión), se sitúan, estatutariamente y por construcción, en el extremo opuesto del dinero, o en todo caso, de la moneda: valores que no son ni reproductibles ni intercambiables, que carecen de patrón de medida y de referencia; si uno los “ama”, lo hace fuera de todo cálculo, como si se tratase de objetos de elección perfectamente injustificables, como puros valores de por sí, situados más allá de toda comparación y más acá de toda “razón” particular, porque solamente encuentran su fundamento en la unicidad de la relación misma.

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