Kitabı oku: «La revolución ciudadana en Ecuador (2007-2017): posneoliberalismo y (re)colonización de la naturaleza», sayfa 3
Durante la última década del siglo XX, el movimiento indígena se constituyó como el referente de la acción colectiva en el país, luego de atravesar múltiples procesos de acumulación de fuerza y experiencia organizativa regional, desde la constitución en la Sierra de la Confederación de Pueblos de la Nacionalidad Kichwa del Ecuador (Ecuarunari) en 1972, y la Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confeniae) en 1980 en la Amazonía, hasta llegar a la creación del Consejo de Coordinación de las Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conacnie) que posteriormente se transformó en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) en 1986. Esta se convirtió en la principal organización indígena, que aspira a consolidar la unidad de acción a nivel nacional entre los diferentes pueblos que habitan el territorio del país andino (Maldonado, 2004).
En 1990 se produjo el mayor levantamiento indígena de la historia reciente del Ecuador. De la mano de sectores campesinos, este expresó el descontento popular que se experimentaba frente al incumplimiento de las promesas de campaña de Rodrigo Borja, quien prometió la aplicación de una reforma agraria y, en cambio, profundizó las políticas neoliberales que afectaron con particular fuerza a los sectores populares del país. Desde ese momento, las exigencias del movimiento indígena tendrían como eje principal el reconocimiento oficial de las diversas nacionalidades indígenas que habitan el Ecuador, en oposición al concepto de etnia que, según los voceros de la organización, los minimiza y relega al estatus de minorías. Esta propuesta enfrentó la oposición de hacendados, élites regionales y nacionales, instituciones estatales y gobierno (Cruz, 2012).
Con el fin de enfrentar un plebiscito propuesto por el entonces presidente Sixto Durán Ballén, mediante el cual pretendía profundizar la aplicación de las reformas de ajuste estructural, en 1995 se creó la Coordinadora de Movimientos Sociales como una apuesta por consolidar la confluencia de distintas corrientes políticas de oposición al establecimiento, que trascendiera los confines de la identificación étnica y gremial. Esta experiencia fue el antecedente directo de la conformación, ese mismo año, del Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País, que marcó el tránsito definitivo hacia la disputa electoral por parte del movimiento indígena ecuatoriano. El movimiento supuso la articulación en una sola organización de apuestas paralelas que defendían distintos sectores en su interior, entre las cuales se encontraba la construcción de un movimiento político indígena, la creación de un movimiento pluriétnico y la propuesta de generar alianzas políticas más amplias con sectores progresistas (Maldonado, 2004).
Desde su primera incursión en la escena electoral, el movimiento Pachakutik –integrado también por sindicalistas, grupos de izquierda, sectores campesinos, barriales e incluso cristianos de izquierda (Lalander y Ospina, 2012b)– representó un desafío para el orden político excluyente del país al proponer la transformación del Estado nación ecuatoriano en uno plurinacional y multiétnico, que trascendiera los estrechos márgenes del modelo político republicano, blanco-mestizo, heredero de las instituciones políticas coloniales.
En el año 1997, el movimiento indígena participó de forma activa en las protestas contra el entonces presidente Abdalá Bucaram, quien enfrentó una huelga general por parte de distintos sectores de la sociedad ecuatoriana y terminó siendo destituido por el Congreso al ser declarado mentalmente incapaz de gobernar. En el marco de la llamada insurrección de febrero, la más grande que sacudía los cimientos de la política ecuatoriana en cincuenta años, el movimiento indígena hizo un llamado a desconocer las instituciones del Estado y promovió la organización de parlamentos indígenas en distintas regiones del país que funcionaran como espacios de contrapoder (Báez, 2010; Maldonado, 2004).
En 1999 comienza la peor crisis económica vivida en el país por cuenta del crack financiero y en 2000 se experimentan las no menos nefastas consecuencias de la dolarización de la economía, promovida como solución por el presidente Jamil Mahuad, quien fue destituido por la autodenominada Junta de Salvación Nacional, conformada por el joven coronel Lucio Gutiérrez, el entonces líder de la Conaie, Antonio Vargas, y el expresidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Solórzano. Durante ese periodo, el movimiento Pachakutik cosechó los frutos de su lucha conjunta con quien sería el futuro presidente del país: pasó de “11 alcaldías y ninguna prefectura en 1996 a 21 alcaldías y 5 prefecturas en 2000” (Maldonado, 2004, p. 73). Este acontecimiento, llamado por los indígenas revolución del arcoíris, si bien consolidó la imagen del movimiento indígena como un actor clave en el escenario político, no permitió resolver las tensiones internas en la organización sobre el papel que debía desempeñar respecto a la administración estatal. Por ello, el Movimiento Pachakutik resolvió no presentar un candidato propio a las elecciones presidenciales del 2002 y, en cambio, apoyó a Lucio Gutiérrez, quien se lanzó por el Partido Sociedad Patriótica (Báez, 2010; Maldonado, 2004).
En las elecciones del 2002, el coronel Lucio Gutiérrez alcanzó la presidencia gracias tanto al apoyo de la Conaie como a un discurso de marcada tendencia social que cuestionó la injerencia de organismos internacionales y de los Estados Unidos en Ecuador (Báez, 2010). La Conaie se vio obligada a formar parte de un gobierno nacional, actividad para la cual no se encontraba preparada, tanto por la inexistencia de un planteamiento programático consolidado por parte de la organización, como por la particular concepción que tenía el movimiento sobre el papel que debía desempeñar respecto a la maquinaria estatal:
[e]l proceso de construcción de un proyecto político alternativo nutrido desde distintas tendencias y vertientes había tenido a los escenarios locales como su fuente principal. La estrategia electoral a escala nacional era vista como un mecanismo de acumulación de fuerzas: no se trataba de llegar al poder, sí de presentar al país los planteamientos, experiencias y propuestas del movimiento, generar el debate y promover alianzas con distintos sectores para la construcción de una nueva sociedad. (Maldonado, 2004, p. 74)
El rompimiento de las promesas electorales de Lucio Gutiérrez derivó en la profundización de la dependencia de Ecuador respecto a los organismos multilaterales, al aumento de la injerencia estadounidense en los asuntos del país y al pacto con sectores de la derecha ecuatoriana, lo que condujo a la pérdida del apoyo popular que había catapultado su candidatura presidencial, incluyendo el del movimiento indígena y de distintos sectores de clases medias urbanas, que se convirtieron en los principales peligros para la continuidad de su gobierno. En 2005 se produjo una serie de protestas en Quito protagonizadas por jóvenes estudiantes, profesionales, maestros, sindicalistas, entre otros –cuyos protagonistas fueron calificados de forajidos, por el entonces presidente, como un intento fallido de deslegitimar su accionar–, que derivaron en el derrocamiento de Gutiérrez y en la designación de su vicepresidente, Alfredo Palacio, como presidente interino del Ecuador (Acosta, 18 de abril del 2005; Báez, 2010).
En la presidencia de Gutiérrez, “el movimiento indígena vivió durante seis meses la amarga experiencia de ser gobierno y no ser poder” (Maldonado, 2004, p. 74) antes de separarse definitivamente del régimen como consecuencia de lo que fue visto como una traición al pueblo ecuatoriano. Esta experiencia constituyó un serio golpe para la imagen política del movimiento indígena, que lo situó en posición de repliegue cuando el movimiento Alianza PAIS alcanzó la presidencia.
Durante el gobierno de Palacio, un joven economista llamado Rafael Correa, que cursó su maestría en la Universidad Católica de Lovaina y su doctorado en la Universidad de Illinois, asumió el cargo de ministro de Economía y postuló una serie de reformas entre las que se encontraban el rescate de la empresa petrolera estatal (en ese entonces Petroecuador), la redistribución de los excedentes del petróleo en inversiones productivas y gastos sociales, entre otras políticas de corte neokeynesiano que eran adversas a los intereses del capital privado transnacional, principalmente estadounidense. No pasó mucho antes de que el entonces ministro fuera apartado del gobierno Palacio, producto de la presión de los grandes gremios económicos nacionales e internacionales. Sin embargo, su corta y polémica estadía en la cartera ministerial le valió la suficiente popularidad entre la población como para lanzar su candidatura presidencial en el 2006 (Báez, 2010).
En el año del 2006, la Conaie recobró parte de su influencia política gracias a sus protestas en contra de acontecimientos como la firma del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, la participación de Ecuador en el Plan Colombia, la adjudicación a la potencia del norte de la base de Manta, la terminación de un contrato petrolero con la empresa Occidental, así como por su convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente (Cruz, 2012, pp. 13-14). Estas exigencias resultaron claves en la campaña presidencial que comenzó ese mismo año, para las cuales Pachakutik decidió presentar a Luis Macas como candidato.
Por su parte, Rafael Correa se presentó como integrante del Movimiento Alianza PAIS (Patria Altiva i Soberana), una coalición de fuerzas políticas de izquierda creada con el propósito de vencer a Álvaro Noboa y llevar a Correa a la presidencia. Su campaña política se encargó de presentarlo como un “humanista cristiano, izquierdista moderno, bolivariano y alfarista” (Báez, 2010, p. 189), así como un ferviente crítico del neoliberalismo y de la partidocracia que sometía al país a las corruptelas de la clase política tradicional desde el retorno a la democracia en 1979.
Luego de que el candidato de la derecha resultara victorioso en la primera vuelta electoral, el movimiento Pachakutik y otras fuerzas de izquierda decidieron apoyar a Rafael Correa, lo que le permitió alcanzar la presidencia del país. El gobierno de Correa –que, paradójicamente, se compondría por distintos funcionarios formados en organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo e incluso el propio Banco Mundial (Dávalos, 2014)– propuso la realización de una revolución política, a la que bautizó Revolución Ciudadana20, que tendría como propósito acabar con la “larga noche neoliberal”. Una de sus primeras disposiciones fue la realización de una Asamblea Constituyente plenipotenciaria, con lo cual demostró una confluencia con la agenda del movimiento indígena. Sin embargo, este colectivo no fue protagonista activo de la transformación política, sino más bien un subsidiario con “poco margen de maniobra” (Cruz, 2012, p. 14).
Si bien la promulgación de la Constitución del 2008 (también conocida como Constitución de Montecristi) reconoció los derechos de la naturaleza, el carácter plurinacional y multiétnico de Ecuador21, y elevó a rango constitucional la cosmovisión ancestral del sumak kawsay o buen vivir, el proceso constituyente mismo evidenció diferencias políticas entre Pachakutik y Alianza PAIS, que derivaron en el rompimiento de relaciones el 13 de mayo del 2008 (Cruz, 2012, p. 16) y en la paulatina profundización del distanciamiento entre ambos bandos en el transcurso de los periodos presidenciales de Correa.
En el 2013, con la terminación de la Iniciativa Yasuní-ITT y el comienzo de los preparativos para explotar el bloque petrolero 43, las expresiones organizativas de los distintos pueblos y naciones indígenas de Ecuador asumieron diversas posturas frente a las políticas de extracción de recursos en la Amazonía ecuatoriana, pasando por el abierto rechazo (Confeniae, Conaie, entre otras), manifestaciones de apoyo (Nacionalidad Waorani del Ecuador –NAWE–), así como procesos de división y polarización interna, con la conformación de facciones tanto de apoyo como de oposición al gobierno de Correa dentro de la misma colectividad (Nacionalidad Achuar del Ecuador –NAE–)22.
En retrospectiva, el triunfo electoral de Rafael Correa se produjo como consecuencia de una confluencia electoral en torno a un proyecto que prometía acabar con el modelo neoliberal en el país y recuperar la soberanía nacional frente a los Estados Unidos de Norteamérica, en un contexto de agotamiento de la clase política tradicional y de las políticas neoliberales. Aunque en un principio contó con el apoyo de distintos sectores de izquierda y de organizaciones de los pueblos indígenas –con los cuales estableció nuevas pautas para el ejercicio político–, posteriormente evidenció fuertes discrepancias programáticas con estos, que a la postre derivaron en la abierta oposición de dichos grupos ante el manejo gubernamental de temas como la soberanía, el cambio de matriz productiva y la superación del desarrollo capitalista, así como de las políticas de depredación de la naturaleza, dentro de las cuales el Yasuní-ITT es uno de los casos más emblemáticos.
Patrón de poder mundial, colonialidad de la naturaleza y posneoliberalismo
El sistema-mundo moderno/colonial y el patrón de poder mundial capitalista
A lo largo del siglo XX, la comprensión sobre las problemáticas que atañen a América Latina se caracterizó por la búsqueda de una perspectiva global que diera cuenta del papel que esta cumple en el sistema capitalista mundial. Autores vinculados a lo que vino a denominarse la teoría marxista de la dependencia, entre los que están Ruy Mauro Marini (1973), Theotonio Dos Santos (1978, 2003) y Andre Gunder Frank (1967), entre otros, se propusieron explicar la condición de subyugación en la que se encuentra el continente desde su inserción en el capitalismo mundial y el papel que la lucha de clases cumple en dicho proceso. Los dependentistas de orientación marxista se encargaron de fundamentar teóricamente líneas de acción política revolucionaria, que rechazaban tanto el desarrollismo cepalino como el dogmatismo presente en la URSS y en los partidos comunistas latinoamericanos23.
Esta perspectiva de análisis permitió la caracterización del capitalismo como un sistema basado en una relación dialéctica entre centro y periferia, marcada por el intercambio desigual. En esta dinámica, los países periféricos –que devienen productores de alimentos y materias primas en función del lugar que ocupan en la división internacional del trabajo– se caracterizan por la imposibilidad de alcanzar su propio desarrollo capitalista de manera autónoma, pues son dependientes del mercado mundial –esto es, de los países centrales industrializados, productores de manufacturas– para su propia acumulación de capital. La dialéctica de la dependencia, que acompaña a estas formaciones sociales, implica la sobreexplotación de la fuerza laboral por parte de las burguesías locales, como consecuencia de la extracción constante de valor de los trabajadores que habitan los territorios dependientes y de su transferencia hacia las potencias industrializadas (Marini, 1973).
La teoría marxista de la dependencia representó una de las mayores contribuciones a la creación de un paradigma de pensamiento auténticamente latinoamericano con vocación crítica y transformadora. Sin embargo, el énfasis puesto en el aspecto económico de la dependencia desplazó la atención de las esferas simbólicas y epistemológicas del poder que recae sobre los sujetos subalternizados dentro del orden mundial, particularmente de aquellos que habitan el territorio latinoamericano (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007).
Las limitaciones de la teoría marxista de la dependencia, percibidas por autores como Aníbal Quijano –que hizo parte de dicha corriente hasta la década de los noventa–, condujeron a la formulación de nuevas propuestas para la caracterización de la realidad del continente por medio del diálogo con los estudios poscoloniales, así como con el análisis del sistema-mundo elaborado por Immanuel Wallerstein24, entre otros elementos (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007).
En la primera década del siglo XXI, con el influjo de las investigaciones de Quijano sobre las secuelas del colonialismo europeo en las sociedades periféricas latinoamericanas, distintos académicos conformaron el programa de investigación Modernidad/Colonialidad (Escobar, 2005)25 (en adelante, Programa M/C), con el objetivo de continuar y profundizar las reflexiones sobre el papel de América Latina en la constitución del orden internacional que emerge desde la conquista y posterior colonización del continente. El programa partió de trabajos pioneros de autores como Aimé Césaire, Frantz Fanon, Pablo González Casanova y Silvia Rivera Cusicanqui (Betancourt, 2017), que giraron en torno a cómo el ethos colonial continúa reproduciéndose luego de terminado el colonialismo.
Los teóricos del programa M/C propusieron concebir la estructura mundial que emerge en el siglo XVI, con la conquista de América, no solamente como un sistema económico sino como un sistema-mundo moderno/colonial (Mignolo, 2000)26, esto es, una forma de organización polarizante de las diferentes sociedades del planeta, atravesada por un patrón de poder capitalista con vocación mundial. Dicho patrón se entiende en esta obra como la articulación entre las formas hegemónicas de control sobre las dimensiones básicas de la existencia social, que son la autoridad colectiva, el trabajo y sus productos, la producción de conocimientos, el género y la sexualidad, y la naturaleza. Cada una de estas formas hegemónicas –el Estado nación como forma universal de control de la autoridad colectiva, la producción de plusvalor como eje articulador de las distintas formas de control del trabajo, la racionalidad moderna y eurocéntrica como única forma válida de producir conocimiento, la familia burguesa y las relaciones de género binarias y heteronormativas, y la separación entre el ser humano y la naturaleza– (Quijano, 2000a; Mignolo, 2000; Lugones, 2008) “no nacen las unas de las otras […] pero no pueden existir, salvo de manera intempestiva y precaria, las unas sin las otras. Esto es, forman un complejo estructural cuyo carácter es siempre histórico y específico [y heterogéneo]” (Quijano, 2000a, p. 122).
El patrón de poder capitalista
no consistió solamente en el establecimiento de relaciones sociales materiales nuevas. Implicó también y en el mismo movimiento, la formación de nuevas relaciones sociales intersubjetivas. Ambas dimensiones del movimiento histórico, en sus correspondencias y en sus contradicciones, fueron el fundamento de un nuevo tipo de poder colonial y, a largo plazo, de una nueva sociedad y de una nueva cultura. (Quijano, 1992a, p. 757)
Si para Wallerstein (2005) el sistema-mundo moderno “es y ha sido siempre una economía-mundo capitalista” (p. 40), en esta obra se entiende que el sistema-mundo moderno/colonial es y ha sido siempre un patrón de poder mundial capitalista, reconociendo que, como afirma Ceceña,
[e]l capitalismo no es solamente un modo de producción, en sentido estricto, sino una forma de pensar el mundo, un modo de entender la realidad, de concebir la subjetividad y su universo de acción. Es un sistema de organización de la vida de una muy alta sofisticación y complejidad y, consecuentemente, desmontarlo, trascenderlo o deconstruirlo requiere de un cuidadoso esfuerzo por desentrañar sus lógicas, su genealogía y sus límites reales, al tiempo que la construcción de sistemas de organización de la vida distintos al capitalismo suponen, exigen, un dislocamiento de la realidad y de su comprensión, es decir, un dislocamiento epistemológico que sustente los nuevos modos de hacer y concebir [Ceceña, 2008], y que redefina los sujetos y sus campos de interacción. (Ceceña, 2013, p. 93)27
En el patrón de poder mundial capitalista establecido desde la conquista, la colonialidad es transversal a cada una de las dimensiones de la vida humana mencionadas. Esta consiste en la clasificación social jerarquizada de las poblaciones basada en la categoría raza, donde aquellas colectividades que difieren del fenotipo europeo son calificadas como naturalmente inferiores y, por ende, les son asignadas determinadas tareas dentro de la producción capitalista, al tiempo que se justifica y legitima su subalternización. No obstante, a dicha inferiorización, que parte inicialmente de aspectos biológicos, se le suman también tintes culturales:
Las ideas que se cobijan en las categorías actuales de “etnia” y “etnicidad” han terminado invadiendo y habitan ahora la categoría de “raza”. Desde entonces, ambas imágenes nunca han dejado de andar entrelazadas para dirimir la desigualdad de europeos y no europeos en el poder, y han producido de ese modo lo que en nuestros términos de hoy llamamos “racismo” y “etnicismo”. (Quijano, 1992a, pp. 761-762).
La colonialidad se nutre, a su vez, de la articulación de todas las formas de trabajo en una estructura de producción para el mercado mundial que comenzó con la extracción de materias primas y metales preciosos de lo que hoy es América Latina. (Quijano, 1992a, 2000b)
Todo esto deriva en un nuevo esquema de división internacional/racial/ territorial del trabajo que, como se verá más adelante, implica también una división internacional de la naturaleza. La clasificación social con base en la raza se articula con otras formas de jerarquización, como la de género y la de clase de forma múltiple, recíproca y heterogénea. (Quijano, 2000a; 2007)28
La clasificación social basada en la raza no condujo solamente a la conscripción de los sujetos subalternizados a relaciones salariales, sino principalmente a formas de trabajo no remunerado o semirremunerado articuladas a la acumulación de capital. Estas relaciones se mantienen en distintas partes del continente hasta el día de hoy:
[…] ya desde el comienzo mismo de América, los futuros europeos asociaron el trabajo no pagado o no asalariado con las razas dominadas, porque eran razas inferiores. El vasto genocidio de los indios en las primeras décadas de la colonización no fue causado principalmente por la violencia de la conquista, ni por las enfermedades que los conquistadores portaban, sino porque tales indios fueron usados como mano de obra desechable, forzados a trabajar hasta morir. La eliminación de esa práctica colonial no culmina, de hecho, sino con la derrota de los encomenderos, a mediados del siglo XVI. La subsiguiente reorganización política del colonialismo ibérico, implicó una nueva política de reorganización poblacional de los indios y de sus relaciones con los colonizadores. Pero no por eso los indios fueron en adelante trabajadores libres y asalariados. En adelante fueron adscritos a la servidumbre no pagada. La servidumbre de los indios en América no puede ser, por otro lado, simplemente equiparada a la servidumbre en el feudalismo europeo, puesto que no incluía la supuesta protección de ningún señor feudal, ni siempre, ni necesariamente, la tenencia de una porción de tierra para cultivar, en lugar de salario. Sobre todo antes de la Independencia, la reproducción de la fuerza de trabajo del siervo indio se hacía en las comunidades. Pero inclusive más de cien años después de la Independencia, una parte amplia de la servidumbre india estaba obligada a reproducir su fuerza de trabajo por su propia cuenta. Y la otra forma de trabajo no asalariado, o no pagado simplemente, el trabajo esclavo, fue adscrita, exclusivamente, a la población traída desde la futura África y llamada negra. (Quijano, 2000a, p. 125)29
La colonialidad, si bien surge con el colonialismo, lo trasciende y, contrario a las prédicas humanistas eurocéntricas, no constituye un fenómeno opuesto ni ajeno al proyecto moderno europeo, sino que es su cara oculta, con la cual se constituye mutuamente y sin cuyo despliegue y mantenimiento en el tiempo no hubiese sido posible la constitución de la idea misma de Europa (Castro-Gómez, 2000; Quijano, 1992b; Mignolo, 2003, Dussel, 2000). Según Castro-Gómez (2000), “cualquier recuento de la modernidad que no tenga en cuenta el impacto de la experiencia colonial en la formación de las relaciones propiamente modernas de poder resulta no solo incompleto sino también ideológico” (p. 92). La colonialidad se funda en la separación entre el sujeto europeo y su alteridad, los Otros no europeos, a quienes niega su humanidad (Dussel, 2000).30
En virtud del proceso de ampliación y reelaboración que ha atravesado la categoría de colonialidad del poder –desde su formulación inicial, por parte de Aníbal Quijano en 1992, hasta las discusiones colectivas más recientes del Programa M/C (Mignolo, 2015)–, en esta obra se emplea el concepto para referirse a una matriz (Mignolo, 2003) que atraviesa cada uno de los ámbitos de la vida humana que son controlados en el patrón de poder capitalista mundial (véase figura 1)31.
Uno de los elementos del sistema-mundo moderno/colonial que ha garantizado la reproducción permanente de la colonialidad en los distintos ámbitos de la vida humana, fue la constitución a nivel internacional de un sistema interestatal de carácter jerárquico (Quijano y Wallerstein, 1992). Entre el siglo XVII y XIX, con la independencia formal de los países del continente, culminó el proceso de constitución del Estado nación en América Latina como forma política hegemónica, cuya principal función ha sido la reproducción de la colonialidad del poder en las sociedades latinoamericanas por medio de la expansión/invasión territorial (Betancourt, Hurtado y Porto-Gonçalves, 2013; Castro-Gómez, 2000).

Figura 1. Matriz de la colonialidad.
Fuente: elaboración propia
Para analizar las formas concretas que adopta la colonialidad del poder en un contexto espaciotemporal determinado, se requiere comprender la configuración vigente del sistema-mundo, los actores involucrados y las relaciones de poder ejercidas en el ordenamiento internacional. Puesto que el interés de la presente obra es abordar las dinámicas de colonialidad de la naturaleza desplegadas en el territorio ecuatoriano (ITT) en el contexto específico de la crisis del patrón de poder mundial y en su fase neoliberal, en el siguiente apartado se presenta un somero recorrido por las sucesiones hegemónicas previas, con el fin de permitir una mejor comprensión del periodo de estudio.
Sucesiones hegemónicas en el sistema-mundo: transformación de las prácticas y discursos coloniales
El patrón de poder mundial capitalista debe entenderse como una construcción histórica, producto de permanentes procesos de “clasificación, des-clasificación y re-clasificación social” (Quijano, 2007, p. 116) marcados por el conflicto, los cuales involucran el posicionamiento de los distintos actores que conforman el sistema-mundo en relaciones de hegemonía y subalternidad, que incluyen la puesta en marcha de prácticas económicas y discursivas.
Desde su constitución con la inserción subordinada de América Latina, el sistema-mundo ha atravesado distintos periodos de hegemonía, en los cuales una potencia europea se ha posicionado a la cabeza de las dinámicas de dominación y explotación a nivel mundial. Esta posición de liderazgo la consigue de acuerdo con el despliegue particular de sus fuerzas productivas, así como por medio de diversos procesos de subjetivación activados discursivamente, con lo cual se perpetúa tanto la concepción de superioridad que la potencia se adjudica a sí misma como la inferiorización que impone sobre los sujetos y territorios subalternizados. Estos discursos de poder, aunque se transforman en virtud de las condiciones particulares de cada potencia y periodo histórico, han mantenido como característica común la representación inferiorizada de las poblaciones periféricas (y de los territorios que habitan), con base en el criterio de raza/etnia como núcleo básico y permanente del patrón de poder mundial.
En el siglo XVI, con la empresa conquistadora y colonizadora de la Europa ibérica, se creó la idea misma de América32, la cual asumió el rol del primer espacio/tiempo del patrón de poder capitalista mundial (Quijano, 2000a, p. 122; 1992a, p. 286). El sistema-mundo moderno/colonial
[…] nació a lo largo del siglo XVI. América –como entidad geosocial– nació a lo largo del siglo XVI. La creación de esta entidad geosocial, América, que el acto constitutivo del moderno sistema mundial. América no se incorporó en una ya existente economía-mundo capitalista. Una economía-mundo capitalista no hubiera tenido lugar sin América. (Quijano y Wallerstein, 1992, p. 583)
El descubrimiento, por parte de Américo Vespucio en el siglo XVI, de que la tierra a la que arribó Colón y su tropa conquistadora no pertenecía a Asia, sino que correspondía a un territorio totalmente nuevo –para los europeos–, permitió la constitución de un sistema de carácter empíricamente mundial (Dussel, 2008). La explotación de los yacimientos de oro y plata americanos por parte de España –y su vinculación con el ciclo de acumulación genovés (Arrighi, 199933; Dussel, 1994, 2000, 2008)– fue un momento fundamental en la acumulación originaria de capital, insertó al nuevo continente en las redes del capitalismo mercantil y favoreció el tránsito del Mediterráneo al Atlántico como eje del comercio mundial (Dussel, 1994).
En esta primera modernidad (Dusssel, 2000), la clasificación social jerarquizante impuesta sobre los moradores originarios de América produjo su caracterización como bárbaros, que debían ser convertidos a la cosmovisión judeocristiana con el fin de asimilarlos en el pensamiento humanista del Renacimiento. El discurso de la cristiandad fue, por ende, el primer discurso moderno/colonial que sustentó las prácticas de expoliación metropolitanas y la inferiorización de los sujetos y territorios subalternizados (Mignolo, 2003).
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