Kitabı oku: «La justa medida de una distancia», sayfa 2
1. La producción de una distancia (a modo de introducción)
“Crítico es algo que jamás podrá uno serlo
en modo suficiente”.
Friedrich Schlegel, Athenäum, fr. 281.
En una carta de 1938, en el contexto de una acuciosa discusión con Gershom Scholem acerca de la obra de Franz Kafka1 que se remonta a inicios de los años ’30, Benjamin dedica algunas líneas a comentar la biografía que Max Brod había dedicado a la obra del escritor checo:
A tu pedido te escribo bastante en detalle lo que pienso del “Kafka” de Brod […] [Ahí podrás] ver por qué la biografía de Brod me parece inadecuada para, ocupándome de ella, dejar entrever mi propia imagen de Kafka, por más que sea de modo polémico. (SK 111) Este libro está caracterizado por la contradicción fundamental que impera entre la tesis del autor, por un lado, y su postura, por el otro. Esta última se presta a desacreditar en cierto modo la tesis, por no hablar de los reparos que por lo demás se plantean contra esta. La tesis es que Kafka se hallaba en el camino hacia la santidad. Por su parte, la postura del biógrafo es la de la más perfecta bonhommie. La falta de distancia es su particularidad más destacada [Der Mangel an Distanz ist ihre markanteste Eigentümlichkeit] […]. En cualquier caso, es apenas posible pasar por alto las huellas de sus descuidos periodísticos, que llegan hasta la formulación de su tesis: “la categoría de santidad [Heiligkeit]… es en general la única correcta bajo la cual puede considerarse la vida y la creación de Kafka”. ¿Es necesario señalar que la santidad es un orden reservado a la vida, al que la creación no pertenece bajo ninguna circunstancia? ¿Y hace falta la indicación de que el predicado de la santidad por fuera de una condición religiosa establecida tradicionalmente es simplemente un floreo retórico? (SK 77-78)2.
Como puede leerse de este pasaje (lo poco que Scholem consigue sacarle a su amigo, persuadido éste desde sus inicios como crítico de que “lo malo es incriticable”, O I 79), la opinión que Benjamin manifiesta sobre Brod podría ser calificada como la peor. Sin embargo, a pesar de que lo que salta a primera vista de estas líneas se corresponde más bien con la idea de un repudio cerrado frente a la “imagen” que Brod consiguió proyectar sobre el autor de El proceso, se deja ver también ahí una discrepancia fundamental en el modo de concebir el trabajo y la tarea del crítico literario. Se trata, en una palabra, de una discrepancia en relación con la yuxtaposición de los órdenes de la vida del autor y la obra de arte. El destino de esa confusión (atribuirle a la vida del autor, en cualquiera de sus formas, el carácter de una causa que explica la obra que produce) conduce indefectiblemente al mismo camino: a la mistificación, lo que, empero, vale tanto para la obra que se comenta como para la vida a la que la otra se atribuye.
En consecuencia, se trata apenas de una distorsión en la “imagen de Kafka”. Lo que el pasaje recién citado muestra con claridad es ante todo una confusión acerca del lugar del crítico. La distorsión —y los efectos mistificantes y mitificantes que se derivan de ella—, reside en la confusión de cuanto representan los órdenes de la “vida” y los de la “obra” , y que se revela ejemplarmente en el uso ligero del término “creación” con el que Brod se refiere a los productos de Kafka. Contra la confusión de estos dos órdenes (el de la vida y el de las obras) es que, tomando en préstamo una fórmula de Schlegel, Benjamin hablará de la necesidad de desarrollar una “crítica verdadera” de arte (“wahre Kritik” O I 79).
“Vida”, “crítica”, “santidad”, “creación” (Leben, Kritik, Heiligkeit, Schaffen) constituyen un conjunto de categorías con las que se desarrolla el pensamiento benjaminiano de juventud (1915-1925). Se trataba en esos años, y en primerísimo lugar, de la necesidad de desarrollar un concepto de crítica de arte que prescindiera de toda idea de “causa exterior” a la hora de explicar o comprender una obra de arte, cuestión para la cual la “vida del creador” constituye apenas una de las posibilidades3, entre las cuales se encuentra igualmente la idea de “juicio de gusto”4 y de “enjuiciamiento” popularizadas entre los siglos XVIII y XIX. Así, dice Benjamin al inicio de su ensayo “Dos poemas de Friedrich Hölderlin” de 1915: “[En el presente comentario] no haremos ninguna averiguación acerca del proceso de la creación literaria, la persona o la cosmovisión del creador, sino sobre la esfera particular y única en que se hallan tarea y presupuesto [del poema]” (O II 108). Ninguna exterioridad, ni subjetiva ni objetiva, explican la existencia de un poema. Sólo una esfera pura (que no casualmente llamará Benjamin en ese ensayo la esfera de “lo poetizado”) es la que puede dar cuenta de la existencia real de un poema, porque, como añadirá a continuación citando una línea de Novalis que aparecerá en reiteradas ocasiones a lo largo de su obra5: “Cada obra de arte tiene un ideal a priori, cada una tiene una necesidad de existir” (O II 108). Lo mismo vale para un juicio de gusto: también éste, en la medida en que tiene por sede las facultades del sujeto (“sea este trascendental o no” Or, 11), constituye una dimensión exterior a la obra que, por lo tanto, no puede dar cuenta de esa “necesidad a priori” que explica la existencia (real, verdadera) de una obra de arte.
Por la misma razón, la famosa expresión de deseo comunicada a Scholem recién a inicios de los años ’30 —aquella según la cual aspiraba Benjamin a “être considéré comme le premier critique de la littérature allemande” (GB III 502)—, suponía una modificación en el concepto y en el estatuto mismo de la crítica, esto es, justamente, una modificación en la tarea que el crítico puede —o al menos debe, si es que acaso no puede— llevar a cabo.
El problema que Benjamin toca en la interpretación que Brod hace de Kafka se conecta con el que podríamos considerar un tercer momento en el desarrollo del concepto de crítica de arte, desarrollado particularmente en la última sección de “Las afinidades electivas de Goethe”. También ahí, no casualmente, se lleva a cabo y en forma mucho más detallada un análisis de otra biografía tanto o más célebre para el desarrollo de la literatura alemana: la de Friedrich Gundolf acerca de Goethe. Y aunque los contextos no podrían ser más disímiles (no sólo para las obras y las vidas de Goethe y de Kafka, sino también, en menor medida, para la propia crítica de Benjamin, en la medida en que de 1921 —año en que se redactan los primeros esbozos de su ensayo sobre Las afinidades electivas— a 1938 —data de la carta a Scholem—, las condiciones materiales e intelectuales de Benjamin se han modificado enormemente), la índole de la confusión es patentemente la misma: se trata otra vez —una y otra vez— de los órdenes de la vida y la obra de arte; lo que conduce en ambas biografías a una misma confusión (una que, ahora Gundolf, reproduce en su propia versión de Goethe, y que Benjamin tipificará de “hagiografía”). En distintos lugares, tanto en las notas preparatorias como en el ensayo propiamente dicho, Benjamin señala con particular insistencia que el ámbito de la creatura debe distinguirse rigurosamente del ámbito de la obra de arte, teniendo sólo el primero una “participación sin restricciones [en] la intención de la salvación” (AE 54). En una palabra, sólo a costa de volver a reproducir ese “floreo retórico” propio de Brod, podría alguien referirse a una obra de arte en términos de “creación”:
El concepto de creación no ingresa en la filosofía del arte como una causa, porque la “creación” desarrolla la virtus de la causa en un único ámbito: el de lo “creado”. Ahora bien, la obra de arte no es algo “creado” [Geschaffenes]. Es algo originado [Entsprunges], es probable que los no entendidos lo llamen algo surgido [Entstandenes] o devenido [Gewordenes], pero de ninguna manera algo “creado” (AE 122).
Por la misma razón:
Lo creado se define por la participación que su vida —una vida superior a la de lo originado [ein Entsprunges]— tiene en la intención de salvación [Erlösung] (AE 122)6.
La tesis es repetida casi sin variaciones en la segunda sección del ensayo, donde se desarrolla la crítica a Gundolf. Y como podrá observarse, los términos son casi idénticos a los que reconocíamos en la carta a Scholem:
El Goethe de Gundolf ha asumido el dogma más irreflexivo en el culto a Goethe, la más bruta profesión de fe que hacen los adeptos: que entre todas las obras de Goethe, la más grande es su vida. Según esto, la vida de Goethe no se separa estrictamente de la vida de las obras […]. Así, se dice de Las afinidades electivas que en esa obra Goethe “meditó sobre la conducta legisladora de Dios”. Pero en realidad la vida del hombre, así sea la del creador, no es nunca la del Creador (AE 55).
Como puede advertirse en estos pasajes, hay un núcleo común de incomprensión (si es que se trata sólo de esto) en las interpretaciones que Brod y Gundolf desarrollan, respectivamente, sobre las obras de Kafka y Goethe. Y si en ambos casos está en juego un concepto de crítica de arte errático y mistificador, el yerro y la mistificación provienen, como ya decíamos, de la confusión y la trasposición de los órdenes adonde pertenecen la “vida” (esto es, lo que participa sin restricciones en el ámbito de la creación, la Kreatura) y las “obras de arte” (esto es, aquello que Benjamin llama, indistinta y un poco oscuramente, “lo originado” o “lo configurado”, aunque “de ninguna manera” lo creado), y que según una insistencia sobre la que tendremos que volver, participa también de la vida, pero en un sentido ciertamente distinto.
Dejemos en suspenso, por lo pronto, este desarrollo: su esclarecimiento depende, en primer lugar, del concepto de “crítica inmanente” desarrollado por Benjamin a partir de su lectura del temprano romanticismo de Jena. Desde ya, no obstante, podemos prestar atención a otra cuestión que toca el pasaje en que Benjamin se refiere a la biografía de Max Brod: “la absoluta falta de distancia” que, en su bonhomie, constituye el santo y seña de esa obra; lo cual, sin torcer un ápice el argumento, podría proyectarse también a la biografía de Gundolf.
¿Cuál es, sin embargo, la índole de esa distancia7 que Benjamin echa en falta en ésta y en la otra interpretación? ¿en qué medida es ella requisito para la crítica? O mejor: ¿qué tipo de distancia requiere lo que, con Benjamin y Schlegel, antes llamábamos una “crítica verdadera”? ¿cuál sería, en otras palabras, la verdadera distancia —la justa distancia— en virtud de la cual la crítica puede aspirar a poner de manifiesto —como dirá Benjamin al inicio de Las afinidades— un “contenido de verdad” (Wahrheitsgehalt)? ¿se trata tan sólo de la imparcialidad de un juez, es decir, de una distancia que la cercanía de la amistad —en el caso de Brod— o la obnubilación por efecto de la admiración —en el caso de Gundolf— terminan por difuminar? Y si éste es el caso ¿se trata simplemente de un distanciamiento subjetivo, es decir, de una distancia que podría garantizarse aferrando un conjunto de “criterios” o “parámetros” de imparcialidad?
Como señalábamos al comenzar, nada parece más extraño al concepto de crítica benjaminiano que la idea un distanciamiento considerado en términos de las facultades subjetivas, esto es, un distanciamiento que aspira a servir de fundamento a unas distinciones que desembocan, consecuentemente, en la distinción propia del juicio de gusto. En pocos pasajes se refiere Benjamin de modo más expedito a la índole de esa distancia como en uno, tan escueto como decisivo, del mismo ensayo sobre las Afinidades electivas, en el que —a propósito de su concepto de “lo inexpresivo” que aparecerá más tarde— sostiene: “La historia de las obras prepara su crítica y por eso la distancia histórica incrementa su fuerza [vermehrt deren Gewalt]” (AE 14).
La categoría de “lo inexpresivo” sanciona por vez primera en la obra de Benjamin un concepto de crítica de arte de cuño propio. Este concepto tiene a su cargo la tarea de sancionar y decidir —es decir, de separar, de discernir— el “contenido de verdad” de una obra de arte respecto del (mero) “contenido material” u objetivo (Sachgehalt) de la misma. ¿Qué hay, sin embargo, con esa distancia —con esa historische Distanz— que constituye el núcleo, el verdadero fundamento del concepto de crítica de arte y que, como puede entreverse, lo desplaza desde el plano de la mera subjetividad hacia el plano de una cierta “historicidad” (o inmanencia)?
La obra de Benjamin posee distintos momentos —variaciones y modulaciones de una misma respuesta—, para esta cuestión. Sostendremos que todos esos momentos encuentran en el romanticismo de Jena —o más específicamente en la lectura esotérica que Benjamin hace de él— una suerte de escena primigenia para el desarrollo de este concepto. El romanticismo temprano (el que desarrollaron en lo fundamental los hermanos Schlegel y Novalis en la revista del Athenäum) constituye para Benjamin un episodio inaugural en relación con una respuesta que, según decimos, volverá a darse diferencialmente a lo largo de toda su obra. Es que, como tendremos ocasión de ver, el desplazamiento —la “Distanz”— que el romanticismo de Jena ha abierto respecto de sí mismo encuentra su lugar precisamente en la historicidad que una obra de arte despliega, ajena a toda voluntad humana, a toda intencionalidad: una forma inmanente de historicidad que no se corresponde con ninguna forma (humana, subjetiva) de inscripción, de apropiación, de identificación o de conservación. “Vida” es justamente el término con el que, ya en el ensayo de 1915 sobre Hölderlin, Benjamin expresaba esta historicidad peculiar de las obras, porque hay que entender que esa vida es siempre ya de la obra (nunca la del autor, nunca la del crítico o del lector), lo que a su vez debe ser considerado —como agregará más tarde (1923)— con un “rigor totalmente exento de metáforas”, TT 78). Se trata de una cierta historicidad que anida en las obras de arte, siguiendo un curso que, entonces, se sustrae —acaso que resiste— toda pretensión (humana) de inscripción (histórica, epistémica, estética); y, a su vez, puesto que no hay sustracción o resistencia que no implique el concurso de un cierto poder o violencia (el término de Benjamin es inequívoco: Gewalt), se trata de entender que esa fuerza/violencia se desencadena en el despliegue mismo de la obra, que es su propia historia, y a la cual un crítico digno de ese nombre —es decir, un crítico verdadero— apenas tendría que ser capaz de conjurar, incluso si ello lo pone al límite de toda posibilidad. Después de todo, como anotaba Schlegel en el fragmento que sirve de epígrafe a nuestra introducción: “Crítico es algo que jamás podrá uno serlo en modo suficiente”. Y mucho menos —agreguemos— podrá serlo en forma definitiva. En su lectura esotérica y radical, “romanticismo” designa para Benjamin precisamente la “tarea del crítico”, todo lo cual —como cada vez que Benjamin utiliza esta palabra (Aufgabe)— confronta al crítico frente a una ley —llamada por Benjamin de “criticabilidad” (Kritisierbarkeit)— que conduce una y otra vez a un mismo lugar: Hölderlin.
1 “No le sorprenderá oír […] —le señala Benjamin a Werner Kraft en una carta de 1938— que sigo estando dedicado a Kafka. La motivación externa la ofrece la correspondencia con Scholem, quien ha empezado a discutir conmigo este trabajo [“Franz Kafka en el décimo aniversario de su muerte” (1934)]” (SK 122).
2 Ambos pasajes corresponden a una única carta de Benjamin. Este último pasaje, a su vez, constituye el punto de partida del libro de Sigrid Weigel, Walter Benjamin: Images, the Creaturely, and the Holy (2013).
3 En este mismo sentido, en su formidable interpretación de “Dos poemas de Friedrich Hölderlin”, Peter Fenves (2011, p. 20) sostiene lúcidamente que Dos poemas puede leerse en virtud de su tentativa por resolver un problema que Nietzsche se había planteado en el capítulo 5 del Nacimiento de la tragedia, momento en el que —contra Schopenhauer— abogaba por la inexistencia de todo rastro de subjetividad en la obra de arte: “nuestra estética —cita Fenves de Nietzsche— tiene que resolver primero el problema de cómo es posible el ‘lírico’ como artista: él, que según la experiencia de todos los tiempos, siempre dice ‘yo’ y tararea en presencia nuestra la entera gama cromática de sus pasiones y apetitos” (Nietzsche, 1995, p. 62).
4 “Lo distintivo del concepto romántico de crítica es sin duda no reconocer una particular valoración subjetiva de la obra en el juicio de gusto” (O I 80). Volvemos sobre este problema en el primer capítulo.
5 Benjamin cita este pasaje en “El idiota de Dostoievski” (1917), en la Disertación (1919), y vuelve a hacerlo en el “Prólogo epistemocrítico” (1925).
6 El cuerpo del ensayo contiene una versión muy similar, aunque no idéntica: “Y de hecho el artista es menos la causa primitiva [Urgrund] o el creador [Schöpfer] que el origen [Ursprung] o el configurador [Bildner], y seguramente su obra no es de ninguna manera su criatura [Geschöpf], apenas su configuración [Gebilde]. Por cierto, que también la configuración [Gebilde], no sólo la criatura, tiene vida. Pero lo que establece la diferencia determinante entre ambas: sólo la vida de la criatura, jamás la de lo configurado participa sin restricciones de la intención de la salvación” (AE 54).
7 La entrada “Distanz / Distanzlosigkeit, ästhetische” del Historisches Wörterbuch der Philosophie se refiere a la importancia crucial de esta noción para el desarrollo de la estética como disciplina: “los conceptos de Distanz / Distanzlosigkeit, ästhetische proporcionaron un criterio a partir del cual pudo trazarse una distinción gruesa entre buenas y malas obras [eine große Unterscheidung von guten und schlechten Werken], entre el gusto estético [Kunstgenuß] y el mal gusto [Kitschgenuß]”, de tal modo que “la falta de distanciamiento [Distanzlosigkeit] quedó inmediatamente comprendida como una transición hacia el kitsch [typisch für den Umgang mit Kitsch], definido por Giesz como un puro goce de sí [Selbstgenuß]” (Schulte-Saße, 1971-2003, p. 269).
2. Para un concepto de crítica inmanente
En primer lugar, debo recusar la opinión de que lo romántico pueda comprenderse en un concepto, porque lo romántico consiste precisamente en desbordar todos los límites.
Kierkegaard, Diarios (2011, p. 102)
2.1. La continuidad entre el Programa (1917-8) y la Disertación de Berna (1919)
De acuerdo con Peter Fenves, que en este punto prosigue la tesis desarrollada por David Ferris en un ensayo de 1992:
El problema que Benjamin desarrolla en la disertación sobre El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán deriva casi directamente de la definición de experiencia con la que concluye el “Programa de filosofía venidera”. Para Friedrich Schlegel y Novalis, la crítica de arte consistía en la multiplicación “unificada y continua” de aquello que es cognoscible en una obra determinada. De este modo, la “esfera de total neutralidad” toma la forma de un medio en el que sujeto y objeto son constitutivamente idénticos el uno con el otro […] en cuanto “medio de la reflexión” (Fenves, 2011, p. 173).
Desde 1913 (año en que se redacta un breve ensayo que lleva por título “Experiencia”) hasta 1939 (año en que se publica “Sobre algunos temas en Baudelaire”) no hay un concepto que permanezca con tal grado de insistencia en el centro de las reflexiones del pensamiento de Benjamin como el de “experiencia”1. No podía ser extraño, por tanto, que desde la primera recepción más o menos sistemática de la obra de Benjamin, fuera ésta la noción que acaparara la atención de investigadores e historiadores dedicados a la reconstrucción de su pensamiento2.
Cabe advertir desde ya contra el malentendido general que amenaza la intelección de esta noción: la centralidad que el concepto de experiencia tiene a lo largo de los casi treinta años de producción teórica de Walter Benjamin no puede sugerir en ningún caso que la experiencia misma —pero tampoco su concepto— pudiera llegar a constituir algo así como un “punto estable” en virtud del cual sea posible calibrar las variaciones que dicha producción sufriría a lo largo de esos años. En rigor, la primera faz del problema que aloja ese concepto tendría que mostrar que, desde sus primeras formulaciones, el concepto de experiencia ha sido expresamente acuñado contra dicha “estabilidad” (“burguesa”, “filistea”, como veremos). El concepto de experiencia atañe, en otras palabras, a una cuestión muy específica: al tiempo histórico pensado en su singularidad irreductible, esto es, el tiempo pensado bajo el signo indefectible de su transitoriedad, de su caducidad (Vergänglichkeit)3.
Esta segunda idea, no obstante, puede sugerir nuevos equívocos. Que la experiencia esté históricamente constituida y que, de ese modo, sea el tiempo histórico el que la determina, no se refiere al hecho de que “experiencia” sea aquello que se va sedimentando a través del tiempo (como cuando decimos, por recomendación del sentido común, que la experiencia se obtiene por el mero hecho de haber vivido, y como si la experiencia fuese histórica en la medida de la época —la Weltanschauung, si se quiere— a la que toda vida pertenece y por la cual está determinada). La relación vida e historia, como apenas insinuábamos al comenzar, es una de los aspectos más originales y complejos que recorre el pensamiento de Benjamin, pero una primera condición para su dilucidación —una condición, por así decir, puramente negativa—, implica romper con la ilusión (“filistea”, “burguesa” una vez más) de que la experiencia es el resultado simple (es decir, inevitable) de aquella vida que se abre paso a través de los vaivenes de su tiempo. La relación vida/historia, en otras palabras, no se limita a la participación pasiva que la primera tiene en el transcurso homogéneo del tiempo, y en virtud del cual se “acumula” una suerte de saber espurio adquirido por ese expediente.
En “Experiencia” de 1913, Benjamin le adjudica el apelativo de “filisteos” (que no es un invento suyo, por cierto, sino una suerte de término de batalla que circula con un significado relativamente similar en la época4) a aquella burguesía que se satisface al hacer el inventario de los logros obtenidos a lo largo de una vida que “se complace en rodar sin exabruptos”5:
¿[D]e qué nos sirve ahí la experiencia? Y aquí está el misterio: como el filisteo nunca alza su mirada hacia lo grande, hacia lo que tiene sentido, la experiencia se ha vuelto su evangelio. La experiencia se convierte para él en la fiel noticia de lo habitual de la vida. Pero el filisteo no comprende que existe algo más que la experiencia, que hay valores (inexperimentables) a cuyo servicio nosotros estamos. Así, ¿por qué la vida carece para el filisteo de consuelo y sentido? Porque el filisteo conoce sólo la experiencia, nada más. Porque está abandonado por el consuelo y carece de espíritu. Y porque no guarda con nada una relación tan interior como con lo grosero y lo común” (O II 55).
Apenas un par de años más tarde, distintos trabajos emprenden la tarea de pensar filosóficamente el concepto a contrapelo de esta concepción filistea (o “burguesa”) de la experiencia, filosóficamente expresada en la noción de Erlebnis (“vivencia”). Ello ha implicado, no obstante, pensar el concepto de experiencia en su determinación histórica enfática, es decir, no a partir de la impronta exterior que el transcurso del tiempo le imprime a una vida, sino a partir de su condición irreductiblemente transitoria y perecedera. Si antes recordábamos el ensayo sobre Baudelaire de 1939 —en el que el concepto aparece pensado bajo el signo de su “pobreza”, incluso bajo la amenaza de su desaparición—, es preciso señalar cuánto Benjamin debe al poeta francés para dar con ese diagnóstico. En una palabra, el concepto de experiencia continúa la pista sugerida por Baudelaire en las líneas iniciales de “El pintor de la vida moderna”, en particular, la idea de que “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”; pero sobre todo el hecho —tan extraño a primera vista— de que la palabra modernidad, en el uso extraño que Baudelaire le atribuye expresamente a ella, no designe una época sino una dimensión de la temporalidad (transitoria y fugitiva, justamente) interna a cada época histórica; temporalidad que se erige, de ese modo, en una “búsqueda”6 y en una tarea para el artista:
Ha habido una modernidad para cada pintor antiguo; la mayor parte de los hermosos retratos que nos quedan de tiempos anteriores están vestidos con trajes de su época. Son perfectamente armoniosos, porque el traje, el peinado e incluso el gesto, la mirada y la sonrisa (cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa) forman un todo de una completa vitalidad” (Baudelaire, 2005, p. 357).
Con el concepto benjaminiano de experiencia se trata precisamente de cumplir con esa tarea: extraer esa singularidad, esa transitoriedad, advertida por el ensayo de Baudelaire: la modernidad propia de cada época.
Ahora bien, es este carácter radicalmente perecedero de la experiencia lo que lleva a Benjamin a ajustar cuentas con Kant. “El programa de filosofía venidera” de 1917 —el primer texto con el que Benjamin intenta pensar la noción de experiencia desde un punto de vista filosófico-sistemático (a fin de cuentas, es el porvenir de la filosofía, nada menos, el que depende de la posibilidad de un concepto “superior” de experiencia)— es explícito a este respecto: se trata ante todo de partir de Kant; de conducirse (filosóficamente) a la manera en que Kant lo hiciera con respecto a su propia época (la Aufklärung), porque en ello, sugiere Benjamin, nadie llegó más lejos que él. Y, sin embargo, partiendo de Kant, se trata a la vez de salir de él, a su modo, de superarlo internamente, porque “nuestra época”, dirá Benjamin, ya no es más la del filósofo prusiano, y en esa medida reclama un concepto de experiencia distinto del mecánico-newtoniano derivado de la “época de Kant”. Ya deshechas las migas con Gustav Wyneken —el oscuro personaje que animaba el Jugendbewegung al que Benjamin estuvo incidentalmente ligado7 en su época de estudiante, y al que pertenecen sus primeras indagaciones sobre el problema— con el término “experiencia” no se trata sólo de rechazar ese modo de vida conformista surgido en el seno de la familia burguesa (que era también ejemplarmente la suya propia), sino de restituir y reconstruir la trama filosófica de este concepto. En este sentido, dice Benjamin, Kant “sólo fue capaz de dar explicación [acerca] de la cuestión de la certeza del conocimiento”, pero ahora se trata (digámoslo parafraseando los énfasis que se exponen en el texto de 1917-8) de plantear “la pregunta acerca de la dignidad de una experiencia que fuese perecedera, transitoria” (O II 162).
2.2. Un concepto superior de experiencia
Los términos en que se plantea el desplazamiento que, ya desde su título, Benjamin busca introducir en “El programa de filosofía venidera”, conciernen doblemente a la elaboración de “un concepto superior de experiencia” como a su “fundamentación epistemológica” (O II 165). Ambos aspectos (el concepto y su fundamentación) se corresponden con la apuesta trazada por Benjamin en el Programa: superar cuanto a sus ojos constituye un límite de la “época de Kant”, “cuya quintaesencia” estaba constituida por “la física de Newton” (O II 163), de manera de poner el concepto kantiano de experiencia a la altura de su propio tiempo, esto es, como dirá varios años más adelante: del tiempo “auténticamente histórico”8. Ello revelará ser, a poco andar, una tentativa por poner el concepto de experiencia a la altura de un tiempo otro (distinto del de la temporalidad mecánico-newtoniana, varios años más tarde identificado como “tiempo homogéneo y vacío” propio del historicismo9). Por esto, y por mucho que no se formule aún de este modo, en el Programa está contenida in nuce la concepción benjaminiana de la historia de los textos de madurez.
Esta impronta radicalmente histórica del Programa, no obstante, es formulada en términos de una tarea en la que se juega el porvenir de la propia filosofía. “La tarea de la filosofía venidera” (O II 164) implica el desarrollo de un concepto de experiencia que, para decirlo con las palabras de Benjamin, “no sólo h[aga] posible la experiencia mecánica” (esto es, la de la Aufklärung de Kant) “sino también la experiencia religiosa” (O II 168). Este gesto, sin duda, no puede menos que llamar poderosamente la atención: la exigencia de modernidad —la exigencia de poner el concepto de experiencia a la altura de un tiempo nuevo o novísimo— proviene de la exigencia de hacerle lugar, en el marco de la filosofía crítica (es decir, en el marco de límites estrictos) a esa experiencia (“superior”) que resulta ser la “religiosa”. Ello, desde luego, con una prevención crucial e insoslayable que termina por dar la clave interpretativa para esa palabra (“religión”) que rara vez volverá a aparecer en textos posteriores10: “[aquello] no quiere decir que el conocimiento haga posible a Dios, pero sí, desde luego, que el conocimiento ha[ga] posibles lo que son su experiencia y su doctrina” (O II 168). Werner Hamacher se ha referido en términos muy sugerentes a la singularidad de esta idea (la de una “experiencia religiosa” como modalidad específica de la “experiencia superior” y, a su modo, de lo que antes llamábamos una “experiencia auténticamente histórica”):
La experiencia religiosa de la cual se ocupa Benjamin en su escrito programático tiene que descubrir así la estructura “singularmente temporal” de toda experiencia, tiene que presentar la experiencia de la temporalidad y, ciertamente, no de la temporalidad mecánica, sino de la temporalidad de la historia [;] y puede ser experiencia religiosa únicamente en la medida en que sea ella inmediatamente experiencia histórica. La religión no se refiere, pues, a lo permanente, sino a la transitorio y sólo tiene dignidad como experiencia cuando sigue el curso de su propia transitoriedad, sin buscar un sustento en un plan divino que pueda serle accesible a algún conocimiento empírico (2012, p. 92).
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