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Las personas no-físicas en Roma

El concepto originario de persona se encuentra ligado al individuo de la especie humana que reúna una serie de requisitos conforme al derecho vigente. Sin embargo, dicha situación presenta algunos matices en relación con la posición de aquellos sujetos de derecho carentes de existencia física, pero con posibilidad de obrar en actos de interés público o privado. Tal es el caso de las personas morales o colectivas, encontrándose distinciones entre los órganos públicos mayores sin personalidad (populus romanus) y otros dotados de dicha capacidad de obrar conforme a las reglas del derecho privado (municipia, coloniae) (D. 50.16.16). En este escenario, aparecen dos instituciones que reflejan la personificación jurídica a través de sujetos que carecen de forma física: las asociaciones o corporaciones (personas) y las fundaciones (bienes):

Asociaciones o corporaciones

Esta forma de asociación surge de la necesidad de aunar esfuerzos, con el fin de lograr un propósito común, que individualmente tendría una difícil realización. Inicialmente, la forma de las asociaciones conservaba interés público: la sodalitas y el collegium se orientaron a las misiones de orden religioso y al culto de orden público, respectivamente.

En lo particular, adoptaron un modelo de administración semejante al de los municipios y colonias romanas, constituido por una asamblea en la que debe asegurarse una mayoría decisoria. Lo anterior sumado a las condiciones de tener un estatuto fundacional, una finalidad lícita y no encontrarse comprometida en alguna situación que le impidiera su ejercicio o el desarrollo de sus actividades e intereses particulares (D.47.22.4). Sin embargo, durante la República existió una fuerte vigilancia e intervención de la autoridad pública frente al establecimiento de asociaciones privadas. Las tensiones políticas y las innumerables conspiraciones dieron lugar, mediante la Lex Iulia de collegiis (S. I a. C.), a la disolución y extinción de las mismas, por considerárselas peligrosas para el orden y el interés público. De suerte que aquellas asociaciones sobrevivientes a la purga de la Ley debían contar con una expresa autorización para reunirse (Bernad Mainar, 2006).

Fundaciones

Con posterioridad a la era republicana, la tradición Justinianea, fuertemente influenciada por los valores y principios cristianos, dio lugar a la consideración de grupos de bienes orientados al desarrollo de causas benéficas y a la herencia yacente (patrimonio hereditario carente de aceptación), bajo el epítome de fundaciones.

La constitución de fundaciones para causas piadosas puede suceder mediante la manifestación en acto testamentario o mediante la libre manifestación de los sujetos que otorgarán parte de su patrimonio al desarrollo de una misión de caridad. Por su parte, la situación de la herencia yacente tiene lugar con la defunción del propietario del patrimonio y se mantendrá en dicha condición de yacencia, hasta tanto no concurra un heredero que acepte los bienes deferidos mediante testamento o por disposición legal.

En cuanto a los conjuntos de bienes organizados para causas benéficas, el emperador Justiniano les concedió la capacidad de obrar dentro de una sucesión y de actuar en calidad de parte en un proceso a través de representante. Mientras que, en el caso de la herencia yacente, la entrega de los bienes, junto con la administración y representación de tal patrimonio sucesoral, le fue conferida a un curador.

Conclusiones

 Al comparar las culturas involucradas, y pese a que Grecia y Roma constituyen los ejes fundacionales de la civilización y cultura occidental, es claro que la tradición mesopotámica permite entrever algunas características de orden humanitario frente al mantenimiento de la libertad de sus propios ciudadanos. Lejos de la conceptualización o el establecimiento de categorías de análisis, en estos casos se observa el rol del sujeto y su relevancia dentro de la sociedad.

 La equivalencia entre persona y ser humano refleja la voluntad de los gobernantes de la Antigüedad, dentro de una orientación predominantemente política y alejada de implicaciones jurídicas, tal y como se ve en Mesopotamia y en la tradición helénica.

 Según se desprende de la información consultada, el proceso de migración del ser humano hacia la categoría de persona obedece a un fenómeno de los procesos de pensamiento y de la capacidad de abstracción. Así pues, mientras la tradición babilónica solo comprende el sujeto o ente físico humano, la tradición grecorromana y, en especial la itálica, confieren atributos distintos, que trascienden la comprensión de roles tangibles.

 El concepto de persona dentro del derecho difiere notoriamente en función del régimen político dentro del cual se encuentra comprendido. De allí que se parta de una consideración meramente escénica-teatral y, solo a partir de Roma, se le atribuya una auténtica función jurídica.

 Según se trate de la presencia helénica o romana, el sujeto interviniente tiene y accede a los atributos de su condición conforme a la prevalencia de su situación particular. En ese orden, mientras en la Antigua Grecia prevalece la función política del sujeto en tanto ciudadano, la vida romana entiende la ciudadanía como un requisito adicional que por sí mismo no basta para el ejercicio de los poderes y derechos particulares de los individuos. Esto evidencia una mayor deducción y complejidad en la cultura itálica.

 La diversa y rica amalgama cultural que se desprende de la tradición romana, comprende al sujeto de derechos como una categoría jurídica propia. De allí que, tal y como se refleja en la actualidad, el ejercicio de los derechos políticos es ante todo un reflejo de reconocimiento de la persona como destinatario de atribuciones y facultades jurídicamente protegidas.

Referencias

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[*] El presente capítulo es producto de la investigación adscrita al grupo de investigación “Derecho Privado” de la Universidad Santo Tomás (Bogotá). Proyecto de investigación denominado “La institución de la familia en el derecho romano, canónico y civil colombiano y sus cambios a partir de la constitución de 1991”, financiado con recursos de la Universidad Santo Tomás (Bogotá).

La conformación familiar
en comunidades indígenas
de Colombia[*]

VILMA STELLA MORENO DÍAZ

EDILBERTO MELO RUBIANO

¿Por qué no ha de tener cada pueblo y cada raza un ángel custodio de más alta categoría y trascendencia, que ordene las acciones de los hombres todos que a dicha raza pertenecen, en prescrita dirección y cierto sentido, para que formen dentro de la obra total de la humanidad entera, una peculiar cultura? Juan Valera, TABARE[**]

Introducción

La presente investigación busca realizar una revisión documental acudiendo al diálogo interdisciplinar entre el derecho y las ciencias sociales. El objetivo es analizar cómo se desarrolla la conformación de la familia al interior de diversas comunidades indígenas asentadas en el territorio nacional. Se busca dar a conocer que diversas prácticas de regulación al interior de esas comunidades no las alejan del espíritu al que se orienta la Constitución de 1991.

Vale recordar que el 7 de agosto del 2019, en la celebración del bicentenario de la independencia (1819-2019), realizada en la plaza de Bolívar de Tunja, se hizo un pequeño homenaje a los indígenas. En este se reconoció la realidad ancestral de sus etnias, que, aunque menguadas, aún resuenan, a través de sus costumbres, en nuestra patria. Se presentó una obra de teatro mezclada con caricaturas donde aparecen indígenas que gritan en su dialecto “nuestra cultura no será la misma después de vuestra llegada”. Luego, una mujer indígena embarazada expresa: “mujer madre ahora yo soy la extranjera, yo me encargaré de proteger la semilla para que vuelva a germinar con nuestra propia herencia”[1].

La existencia y presencia de las comunidades indígenas en el país empezó a tener particular reconocimiento en la legislación nacional con la Constitución de 1991. Por ello, tal como lo expresó Carnelutti (2007):

Si los juristas, pues, son los obreros calificados del derecho, no todo en derecho es obra de ellos […]. Ahora bien, se puede admitir que no haya necesidad de un adiestramiento específico para hacer las aplicaciones de las leyes necesarias a la vida cotidiana […]. Las leyes pueden, pues, ser también no expresas, o como se suele decir, tácitas; a la ley tácita se le da el nombre de costumbre. Con el progreso del ordenamiento jurídico las leyes habladas y hasta escritas prevalecen cada vez más exactamente sobre las costumbres; pero esta regla tiene sus excepciones. (p. 70)

De ahí la importancia y justificación de esta investigación. A través de un método cualitativo de recopilación de información en fuentes secundarias sobre mitos y costumbres, complementado por entrevistas realizadas directamente a indígenas en calidad de líderes o estudiantes, se pretende aproximarse a establecer un reconocimiento de las costumbres familiares de algunas comunidades indígenas colombianas. Por lo mismo, Carnelutti (2007) agrega:

Pero lo que se debe tener bien en la mente es que, si la evolución agrega progresivamente algo a lo que antes existía, lo que antes existía no deja por eso de existir. Quiero decir que las unidades menores no desaparecen porque se formen unidades mayores. La familia está comprendida, pero no absorbida en la gens o gente; y lo mismo la gente en la tribu o en la ciudad; e igualmente, la ciudad en la provincia, en la región, en el Estado. Estado se llama, necesariamente, la unidad superior; pero las unidades inferiores, si cambian de nombre, no pierden ni la estructura ni la función.[2] (p. 70)

Como bien afirma Guzmán (s. f.), el Derecho, dentro del cual se adscribe la presente investigación, acude a otros campos de las ciencias humanas, como la literatura, la historia y la antropología, entre otros, para tratar de esbozar la realidad indígena que se analiza. Por ello, el autor en mención asevera que, de lado del principal eje teórico de la investigación, que es el jurídico, deben existir otros dos que permitan aproximarse a una visión más integral del objeto de estudio, que en este caso son: la familia indígena en Colombia, la tierra y la identidad. La tierra debe su importancia a que las relaciones entre indígenas y colonizadores, durante la conquista, se establecieron en términos de desplazamiento y control territorial. Con el advenimiento de la república, no han cesado en la actualidad las reclamaciones jurídicas relacionadas con el progresivo desposeimiento territorial indígena. Esto afecta las tradiciones culturales autóctonas y la subsistencia individual y colectiva:

También surge la tierra como eje conceptual en la medida en que es en torno a ella que se han estructurado las políticas estatales colombianas respecto a los indígenas, desde la constitución de los primeros repartimientos a los Conquistadores, hasta la disolución y posterior recuperación progresiva de las tierras de resguardo, pasando por las políticas de fomento a la colonización, de delegación de autoridad en los grupos misionales, y de reforma agraria. (Guzmán, s. f.)

En cuanto a la identidad, es la pertenencia individual al grupo indígena la cual tiene doble importancia. En primer lugar, porque constituye un factor de resistencia, debido a que, desde la conquista y hasta el periodo republicano, se les persiguió para obtener sus tierras. En segundo lugar, porque constituye un mecanismo social de adaptación y reacomodación de la comunidad ancestral (Guzmán, s. f.).

En la Constitución de 1991[3] se reconoce la diversidad étnica y cultural, un reconocimiento a la existencia de comunidades indígenas que estaban presentes en el territorio antes de la conquista española y que, a pesar de su exterminio y desplazamiento, se encuentran a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. Basados en un etnocentrismo fuerte, los españoles los llamaran “salvajes”, en términos de Farfán Moreno (2009), de modo que fueron excluidos de cualquier derecho a la propiedad y a la dignidad humana[4]. Pocos conciudadanos conocen sus raíces, usos y costumbres. Dichas comunidades incluso han tenido que vivir defendiéndose de los abusos e intereses de otros grupos al margen de la ley, en ocasiones de sus conciudadanos y de quienes abusan de la autoridad que ejercen en nombre del Estado.

Un grito de ayuda para los indígenas explotados en medio de la selva fue el lamento en las caucherías, que presenta José Eustasio Rivera (1984, pag.304 y 128), en La Vorágine[5], a través de Arturo Cova, quien escribe una carta al Cónsul y dice: “invoco sus sentimientos humanitarios en alivio de mis compatriotas, victimas del pillaje y la esclavitud, que gimen entre la selva, lejos de hogar y patria, mezclando al jugo del caucho su propia sangre”. Castro Caicedo (1979) también cuenta cómo la Registraduría Nacional del Estado Civil no podía legalizar sus documentos por culpa de la familia Arana del Perú, que los había esclavizado[6].

Arango (1980), en relación al tema, asevera que hubo razas, como la pijao, que ser vencidas llevó a que las mujeres se hirieran el vientre para arrojar la criatura que llevaban en sus entrañas, para que así estos no tuvieran que soportar la injuria y la humillación de la servidumbre que traía consigo la conquista española (Ministerio de Cultura, s.f.). Cabe aquí mencionar que, si bien es cierto que muchos religiosos, apadrinados por los españoles, se beneficiaron de la esclavitud de los indios de América, hay ejemplo de varios dominicos que salieron a defenderlos y a reclamar, conforme al evangelio, que eran criaturas humanas con derechos. Ejemplo de ello son, entre otros, Francisco de Vitoria y Antón de Montesinos (1511)[7], tal como se lee en su sermón cuando afirma: “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos Indios…?” (De las Casas, 1951, pp. 441-442).

Mitos y leyendas que relacionan
el origen del hombre y la fecundidad
propia de la conformación
familiar indígena

Tal como lo expresa Geertz (s.f.), el análisis de una cultura no puede hacerse como si se tratará de “una ciencia experimental en busca de leyes, sino [como] una ciencia interpretativa en busca de significaciones”. Por ello, no se puede desconocer el mito en materia de costumbres ancestrales.

Así las cosas, toda costumbre hace parte de una cultura y esta a su vez, según Rubio (2007), “tuvo su origen cuando nuestros antepasados adquirieron libre y arbitrariamente la capacidad de simbolizar o de originar y dotar de significado una cosa o hecho, y […] captar y apreciar su significado” (p. 3) y tener memoria de esas costumbres. Además de dar identidad y pertenencia a un pueblo o nación, le dan la posibilidad de agradecer la cultura y, en consecuencia, es la base de su reconocimiento y compromiso de socialización y defensa.

En las diferentes etnias de nuestro país, hay mitos y costumbres propias de la cosmovisión indígena. En su base, hay una figura masculina y una figura femenina, de donde surgen unos hijos y, de allí, se desprende a su vez la conformación de la familia y su relación con la madre tierra, Pacha Mama. Ejemplos de estos mitos son:

Mito xocama (Leticia, Amazonas):
origen de los astros

Un día el Sol estaba casado con la Luna. Pero un día se amargó con ella por el mal comportamiento de sus hijos, las Siete Cabrillas (estrellas), que cuando salían a pescar regresaban tarde a la casa. Entonces un día pelearon hasta decidir separarse. La Luna cogió a sus hijos y se los llevó. Lloró junto con ellos y subieron al espacio, arriba de la ciudad de las almas, un poco más abajo de donde vive Kémari[8]. De esa manera, la Luna sale a alumbrar con sus hijos en la noche. El Sol se fue solo por otro lado. Pero Kémari, al ver que estaban peleando, se amargó. El Sol se hizo rojo, por avergonzado, y así quedó hasta el día de hoy.

Este relato fue contado por el nativo Wilfredo Pereira, y tomado de la Cartilla del Consejo Superior de la Judicatura y la Asociación zonal de concejo[9] de autoridades indígenas de tradición autóctona (AZCAITA).

Mito de los indios muzos
(altiplano cundiboyacense): el dios Are
y el origen de los seres humanos

La tierra era un valle feliz y de hermosura sin par. Sobre ella regía Are, el dios supremo, quien, en su infinito amor y generosidad, habíale regalado las plantas, las flores, el sol, la luna e incontables luminares. Un día el dios Are decidió descender a la tierra desde su morada cósmica […] se detuvo al pie de un caudaloso río (El Carare) y de sus riberas tomó unos juncos y con ellos confeccionó sendos muñecos que, al infundirles el soplo divino, les dio vida. Llamó a uno de estos Fura, que quería decir hembra o mujer; al otro, Tena, o sea macho u hombre. Y así fue cómo surgieron en la tierra los primeros seres humanos; fue la iniciación del humano linaje. […] Are les encomendó la misión de reproducirse y poblar la tierra con numerosa progenie. Empero, púsoles la condición de ser mutuamente fieles, porque solo de esa manera se conservarían eternamente jóvenes, sin que en ningún instante conocieran las penas y el dolor. Si violaban este precepto o condición de fidelidad, entonces vendría la vejez, la enfermedad y la muerte. […] Pasaba el tiempo, cuando un día cualquiera apareció un apuesto joven en procura de una misteriosa piedra verde […], que daba vida eterna. […] Zerbi contó a Fura sus deseos […]. Partieron Fura y Zerbi hacía las montañas cercanas en el intento de conseguir la prodigiosa joya. […] Fura fue sintiendo atracción por Zerbi y estos amantes saciaron su loca fiebre de amor. […] de pronto Fura despertó a la realidad y comprendió la inmensa falta que había cometido… una profunda melancolía inundaba su alma […] iban reflejándose en su rostro y cuerpo. … Fura regresa a su hogar mancillado. […] Tena decidió poner fin a su propia existencia […]. (Arango, 1980)

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