Kitabı oku: «El último de la fiesta»
Para mi padre, que vivió los últimos años de su existencia bajo las sombras del Alzheimer.
Espero que haya recuperado la luz en la Tierra del Eterno Verano.
Dioni Arroyo
«En menos de treinta años, la inteligencia sintética sobrepasará a la biológica, y antes de que expire la segunda década de este siglo, la IA será indistinguible de la humana».
Raymond Kurzweil, La singularidad está cerca (2005)
Prefacio
El ambicioso Proyecto Cerebro Humano (Human Brain Project, HBP) se fundó en 2005, sorprendiendo a la comunidad científica y a la opinión pública internacional. Su objetivo era recrear un cerebro humano completo desde un ordenador, con circuitos electrónicos que fueran capaces de imitar a la perfección las redes neuronales del cerebro, sinapsis artificiales y una majestuosa capacidad de procesamiento y de transformación de la información en conocimiento. El director de dicho proyecto europeo, confirmó que el único problema era la financiación, y que si llegaban a contar con ella, en torno al 2020 estarían en disposición de presentar a la humanidad, un cerebro humano artificial dentro de un ordenador que podría hablar y comportarse de forma indistinta a cualquier ser humano. Supondría el nacimiento de la IA autoconsciente, el esperado Frankenstein, hacer realidad el hecho de convertirnos en dioses, hacedores de vida, o incluso en algo mejor: arrebatar a Dios su función más apreciada, creando un ser que existiera por sí mismo, con la facultad de pensar y de sentir.
Contra todo pronóstico, en 2013 la Unión Europea les concedió un crédito de más de mil millones de euros para el avance de sus investigaciones.
Unos pocos años después, a principios de 2016 nace Sophie (o mejor dicho, es activada), un robot humanoide social, de la mano de la empresa Hanson Robotics con sede en Hong Kong, que, ante su asombrosa capacidad de razonamiento y empatía, recibirá la nacionalidad en Arabia Saudita, como cualquier ser humano, con los mismos derechos y responsabilidades; tal vez, un acto de frivolidad sin precedentes.
Vamos a imaginar que los objetivos del HBP se cumplen según estimaban los neurocientíficos en sus fases iniciales
El mensaje se envió en un momento de optimismo ciego hacia el futuro, y fue diseñado por personalidades, entre otras, de la talla de Carl Sagan y Frank Drake. Se envió desde el radiotelescopio de Arecibo, Puerto Rico, directo al Cúmulo Globular M13, en el que calculaban que debía de haber más de cuatrocientas mil estrellas.
Su contenido incluía la posición de nuestro Sistema Solar y de la Tierra, así como algunos datos precisos sobre la especie humana, y se invitaba a otros seres inteligentes extraterrestres a establecer contacto y venir a nuestro mundo. ¿Ingenuidad, ignorancia, o una creencia equivocada en la afabilidad universal? Otros opinaban que podría deberse a una cierta presunción de los científicos, pero en cualquier caso, todos coincidieron en que el tiempo les demostraría si su decisión fue la más adecuada.
1
Dentro de unos años
Decenas de chicos salieron en desbandada gritando de alegría al terminar las clases. Las puertas del Centro Educativo Escritor Domingo Santos se abrieron y una algarabía de adolescentes en estampida alcanzó la calle entre voces y canciones. Marco, rezagado y remolón, echó un último vistazo al patio, como si buscase a alguien, pero impulsado por el torbellino de sus compañeros, se vio obligado a acelerar el paso sin poder volver la vista atrás.
Llevaba en la espalda una mochila repleta de libros y cuadernos. Su peso le obligaba a encorvarse mientras avanzaba titubeante. Se abrochó los botones de su abrigo y se alejó del bullicio por una calle peatonal. Dobló la esquina y se apresuró hasta detenerse en el punto exacto donde solía quedar con su grupo: una pequeña plaza en la que una vieja fuente de piedra había dejado de manar hacía mucho tiempo.
—¡Marco, siempre eres el último! —le reprochó su amigo Luis, un chico desgarbado y con los cabellos hirsutos, que le advirtió con un gesto que ya se habían puesto en camino—. Tomé ha dicho que vamos a la acequia, que tiene cigarrillos.
—Siempre hacemos lo mismo, ¿no podíamos ir a otro sitio? —Marco se quejó resignado, sabiendo que su opinión casi nunca se tenía en cuenta.
—Pues se lo dices a él, a ver si te hace caso. ¡Vamos, tío, date prisa! Me ha tocado retroceder para decírtelo, así que ahora no te entretengas con chorradas.
Ambos aceleraron por una angosta calle sin aceras, que desembocaba en una avenida por la que cruzaron, igual que hacían siempre, como locos sin prestar la menor atención a los semáforos. Mirándose de reojo, echaron a correr compitiendo para ver quién llegaba antes, alcanzando una callejuela empedrada y empinada, riendo sin parar por el esfuerzo del ascenso que les hacía resoplar. El peso de sus mochilas les dificultaba el paso, pero entre risas, llegaron a la zona más elevada, donde por fin pudieron detenerse y recuperar el aliento.
—¡Como ayer, sigo siendo más rápido que tú! ¡He ganado! —Luis se señaló con aire triunfal, respirando entrecortado. La pequeña ciudad les saludaba desde la privilegiada atalaya, con una corona negruzca que se alzaba al firmamento, como si quisiera engullir la urbe, amenazante y sucia. Edificios grises y abandonados hablaban de otra época, con sus diminutas ventanas y los escasos árboles secos. El frío les cortaba la respiración y los cielos encapotados anunciaban la llegada de una tormenta.
—Aún nos queda una tremenda caminata hasta el pinar, ¿qué te apuestas a que esta vez te gano? —Marco no lo dijo muy convencido, pero su exclamación irreflexiva fue suficiente para que los dos se volvieran y reanudaran la carrera por calles vacías del viejo polígono industrial, a las afueras de la decadente ciudad.
En pocos minutos, el terreno se convirtió en un pinar con suelo de tierra, incómodo para correr con los zapatos que llevaban. Y en la acequia, como de costumbre, se encontraba su pandilla encabezada por Tomé, el más alto y corpulento de todos y que se había arrogado con el liderazgo.
—¡Llegáis tarde! Siempre sois los últimos —les reprobó otro chico más alto que ellos que se acababa de encender un cigarro.
—Que compartan uno, pero no de estos, que sea tabaco negro, que es mucho mejor. —Tomé, que se encontraba en medio del grupo de los seis adolescentes, les miró con gesto irónico, y siguió cuchicheando con los demás.
—Tomad, ¿quién tenía por ahí un mechero? —preguntó otro de los muchachos al tiempo que les acercaron un cigarrillo. Pronto apareció otra mano con un encendedor transparente, por el que apenas quedaba gas.
—Marco, te toca encenderlo a ti, así que esta vez no te escaquees —le desafió con sorna Tomé, provocando las miradas sarcásticas del resto.
Marco sostuvo el cigarrillo con sus dedos temblorosos. Encenderlo le repugnaba, siempre inhalaba una inmensa bocanada de humo que le hacía toser. No le gustaba fumar, no le veía la gracia. Si se tragaba el humo, tosía y provocaba la burla de sus amigos, y si no lo hacía, le recriminaban por desperdiciar una buena calada. Sabía que, hiciera lo que hiciera, encontrarían la forma de reírse de él. Veía a Tomé inhalando el humo con gesto serio, parecía el protagonista de una antigua película francesa, jactándose de ser el líder de la manada, como si se tratase del héroe de una aventura. Los demás le imitaban y observaban con absurda admiración; sin embargo, cuando escrutaban a Marco, lo hacían con desprecio, con gesto desafiante, sabiendo que no era capaz, y aguardaban a que tosiera para mofarse sin contemplaciones. Marco sabía que a Luis y a él les daban siempre tabaco negro, tan fuerte que entraba en tromba por la garganta, a diferencia del rubio, que iba más directo a los pulmones y no provocaba la incómoda tos. A pesar de no disfrutar en absoluto de aquella experiencia, encendió el cigarrillo.Lo sostuvo en los labios y aspiró con fuerza, conteniendo el humo en la boca para expulsarlo con suavidad, intentando evitar el espasmo y que esta vez todo fuera bien. Luego se lo pasó a Luis y así hicieron todos, como un ritual entre chicos de catorce y quince años orgullosos de imitar los actos de los mayores, los actos que les estaban vetados. Romper las reglas, llevar la contraria, atravesar la línea roja y probar lo prohibido era importante en sus cortas vidas, era un ritual de paso del que nadie escapaba por la insoportable presión del grupo. Era el momento de sentirse que formaban parte de los gallitos de un corral.
—¿Os acordáis cuando hicimos una presa y cortamos la acequia? —Óscar era el chico obeso, con una barriga que sobresalía por la camisa y que sonreía con las mejillas coloradas—. Vinieron los agricultores vociferando y tuvimos que largarnos para que no nos cazaran, ¡y los dejamos con un palmo de narices!
Todos rieron al unísono, aunque nadie quiso recordar que la idea había partido precisamente de Marco, que había visto en un documental la construcción de una presa. Buscaron piedras y ladrillos que colocaron en un punto de la acequia, para impedir que el agua pasase y se desbordara en ese lugar, inundando el pinar. Luego se pusieron a buscar renacuajos y ranas que vivían allí y que sin agua se mostraban tan torpes que los atraparon a placer. Aquello fue divertido; pero entonces eran muy críos, y ahora ya tenían otra edad, la de fumar y la de llamar la atención de las chicas, era lo que tocaba.
—Sí, fue la leche, nos piramos justo cuando se acercaban y les tocó a ellos solitos levantar todas las piedras. ¡Menuda panda de pringaos! —exclamó otro entre aspavientos y evitando toser a duras penas.
—¡No podían con el culo de tantas patatas como comen! —sentenció Luis, sin querer reconocer que en su casa aquel era el alimento diario.
—Tíos, he oído un chiste que es la leche, ¡escuchad! —exclamó Tomé de repente y todos le rodearon con interés y en un silencio que denotaba sumisión—. Dicen que han encontrado una cura definitiva contra el cáncer que jode a los padres. ¿Sabéis cuál es? ¡Venga, estrujaos la mollera, pensad un poco! —El grupo negó con la cabeza y siguieron prestándole atención—. ¡Pues matar a todos los padres! —Entonces estalló en una risa hilarante que terminó con carraspera y con varios escupitajos.
Cuando se terminaron los cigarros, contaron varios chistes verdes con los rumores de las alumnas más populares, y se fueron desperdigando por el pinar. A algunos les sonaban las tripas, lo que provocaba la burla del resto, siempre esperando una oportunidad para pitorrearse. Marco y Luis buscaban piñas para patearlas como si fuesen balones, y siguieron la ruta de la acequia, que desembocaba en un enorme pilón del tamaño de una piscina en el que había unas compuertas con esclusas para regular el nivel del agua. A lo lejos, se veían los edificios altos de la ciudad, con esa característica capa grisácea que la sepultaba, por la polución de los coches y de las fábricas. A ambos les recordaba a la silueta de un brócoli, y siempre era un motivo de sorna comentar a los demás que vivían en una ciudad-brócoli.
—Creo que me he tragado el humo del cigarro varias veces y me he mareado un huevo. —Marco tenía el gesto serio y un sudor frío recorría su frente—. Luis, no se lo digas a los demás, no me gusta fumar... ¡Lo odio con todas mis fuerzas!
—A mí tampoco me gusta, pero ni de coña se lo diría a Tomé y a los otros. Retén el humo en la boca como hago yo y luego lo expulsas con tranquilidad, pero no te lo tragues porque es asqueroso y luego la cabeza te da vueltas como en un tiovivo.
—Eso es lo que intento —dijo suspirando con melancolía, al mismo tiempo que sentía arcadas—. Jope, encima me huele el aliento y mi madre me va a pillar.
—Oye, Marco —cambió su amigo de tema de forma abrupta—, ¿por qué andabas tan despistado a la salida? ¿No estarías buscando a esa, verdad?
—¡No! ¡Claro que no! ¿Por quién me tomas? He coincidido con ella alguna vez por casualidad pero no me interesa lo más mínimo y nunca hemos hablado. —Se hizo el silencio. Sus palabras habían sentenciado la conversación, y ambos, satisfechos, se concentraron en el sonido del agua que corría veloz por la acequia, inundada de algas—. ¿Serán estas las algas que nos dan como verduras para comer?
—¡Qué asco, tío! Espero que no, tonto. ¿Cómo nos van a dar de comer estas cosas? Oye, nos estamos alejando mucho, volvamos.
—Vale, adelántate, que ahora voy yo. —Marco se hizo el interesante con la mirada huidiza, sin ganas de echar a correr.
—Como quieras, pero si estás a punto de potar, no metas la gamba y lo haces aquí, bien lejos para que no te vean. ¡Y no te retrases!
Luis se marchó confundido en dirección al grupo que, a lo lejos, entre los pinos, se habían vuelto a congregar. Marco tragó saliva y se sentó en el pilón; el mareo no había pasado y su cabeza seguía dando vueltas. Era lo que necesitaba, unos minutos de concentración y silencio para recuperar la normalidad. Su corazón latía a mil por hora, y se imaginó que tenía en su pecho a un grupo de rock duro aporreando la batería con un rimo frenético, y su barriga le confirmó lo revuelto que se sentía. Intentó focalizar la atención en un punto del pinar para no desviar la mirada y que el mareo se fuese marchando, al tiempo que sentía arcadas ascendiendo por la garganta. De repente escuchó un ruido, como si fueran pasos que retumbaban en la tierra, y del susto casi se cae al agua. Se volvió y tuvo que ponerse de pie ante lo que se le venía encima.
A tan solo unos cien metros, un caballo que había aparecido de la nada, movía sus crines galopando hacia él, desbocado, sorteando los pinos a su paso. ¿De dónde había salido? Se frotó los ojos sin poder aceptar lo que veía. Tenía que ser un producto de su recalcitrante imaginación, pero los volvió a abrir y el caballo seguía cabalgando hacia él. No se lo podía creer... Pasó a su lado, casi rozándole, con sus enormes y profundos ojos negros, sintiendo su aliento, y se detuvo en seco a unos pocos metros con increíble agilidad, resollando y jadeando.
Marco se quedó paralizado, intentando dominar el pánico mientras las piernas le temblaban. Observó cómo entre las crines, se escapaban lágrimas que resbalaban por la cabeza del animal, lo que le produjo una punzada en el corazón. ¡El caballo sollozaba! Nunca había visto nada igual; contemplaba de cerca y por primera vez a un enorme caballo, que además refulgía por el sudor, que incluso lloraba y que le estaba sondeando con sus penetrantes ojos. Entre ambos se creó un profundo silencio, interrumpido por el silbido del viento y la respiración exaltada del equino, mientras los dos no dejaban de clavarse la mirada.
De repente, y cuando Marco había decidido huir de aquel escenario, el caballo despertó de su aparente parálisis, avanzando varios pasos para dar un asombroso salto y caer al pilón, sumergiéndose en las turbias aguas. No hubo relinchos ni gemidos; el caballo solo asomó la cabeza unos segundos para buscar los ojos de Marco, inhaló oxígeno y, después, con un mutismo estremecedor y resignado que anunciaba la muerte, se hundió lentamente, inerte, hasta desaparecer de su vista. Se quedó impactado ante un hecho tan insólito, sin poder reaccionar, contemplando cómo aquel animal pletórico de vida apenas unos segundos antes, aquel asombroso caballo radiante y fornido que había surgido de la nada, se había sumergido en el agua con la intención de morir. Sin luchar, rindiéndose ante la vida y la muerte.
Nunca imaginó que el final pudiera llegar a ser tan venerable.
—¡Marco! ¡Nos vamos! ¡Baja de las nubes! Ahí te quedas. —Los gritos de su amigo le llegaron en sordina, porque lo que acababa de presenciar le había dejado helado, incapaz de despertar. Presenció aterrorizado cómo se formaban algunos remolinos y sospechosas burbujas salían a la superficie, aunque poco después, dejaron de aparecer. El mortal mutismo se había cobrado su presa. Solo restaba esperar que su cuerpo ascendiera flotando, pero aquello era algo que por nada del mundo estaba dispuesto a presenciar, no quería ser testigo de una muerte tan espeluznante. Había oído que los animales ahogados ascienden hinchados como globos por el agua engullida, así que cortó de un hachazo sus pensamientos y recobró la atención abandonando el lugar maldito.
Lo último que recordaría de aquellos momentos, era la mirada triste del animal, esos ojos enormes y acuosos que le observaban antes de decidir su propio final. Ese último adiós. Una imagen que jamás podría olvidar, que se había grabado a fuego en sus entrañas, una escena que le devolvería la memoria durante las largas noches de insomnio en forma de pesadilla.
Se alejó con un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal, sabiendo que en breve el animal asomaría la cabeza convertido en un ser rígido, en un cadáver que le seguiría mirando con los ojos abiertos pero ya vacíos, con el rostro hierático, impávido, aterrador y con el cuerpo tumefacto. Como en una película de terror.
Echó a correr sin querer alcanzar a su grupo, sintiendo los regueros de lágrimas que caían por sus mejillas. Al menos el viento frío alivió levemente la intranquilidad que ascendía por su estómago; le angustiaba la sensación de saber que no existía una respuesta ni una explicación a lo que acababa de presenciar, y además tenía la certeza de que lo que había vivido, había ocurrido para que él lo presenciara. Por alguna extraña razón, solo él debía de estar presente. ¿Por qué le llegaba ese pensamiento con tan poco sentido? ¿Por qué estaba convencido de aquello?
Se frotó la frente y tomó la determinación de no contárselo a nadie. A fin de cuentas, ¿quién se lo iba a creer? Sería una manera muy ingenua de hacer zozobrar su ya frágil destino.
Aún no había llegado a su casa cuando comenzó la tormenta, una lluvia revitalizadora que, por lo menos, disimularía sus lágrimas.
2
Subió los escalones de dos en dos con el corazón en un puño. El piso donde vivía era un tercero, y antes de llamar al timbre, esperó unos instantes. Respiró profundamente y deseó que su madre no se le acercase para que no le oliera el aliento a tabaco. Lo deseó con todas sus fuerzas, viniéndole a la cabeza recuerdos de infancia, en los que creía que si anhelabas algo con la suficiente firmeza y lo visualizabas una y otra vez, se volvía realidad. Recuperó la compostura imaginando que su madre no lo notaría y que todo saldría bien, y sonrió con confianza: la clave estaba en creérselo para que, como un chispazo, se materializase su poderoso deseo. Llamó y la puerta se abrió casi al instante. Su madre, con una mueca indescifrable, ni le miró a los ojos, atareada en asuntos más importantes.
—¡Me tienes hasta las narices, Marco! Siempre llegas tarde. La comida está fría, pero te la vas a comer igual, ya lo creo que te la vas a comer. Lávate las manos y siéntate, ¡vamos, espabila y no te retrases más!
—Es que llovía y estaba esperando a que escampase… ¿y papá? ¿Aún no ha llegado?
—Pues no, ni vendrá. Se queda a hacer unas horas en la fábrica... Así que, si no quieres ser como él, ya puedes estudiar para que cuando seas un hombre tengas un buen trabajo. ¡Todos los días se sacrifica por vosotros!
—Sí, mamá. —Se dirigió al cuarto de baño y se cruzó con su hermana mayor, que le olisqueó al pasar y le puso cara de desaprobación. Sabía que había fumado.
—Idiota, me voy a chivar a mamá ahora mismo.
—No, no digas nada, y te prometo que te doy la propina de este domingo.
—Y la paga del próximo, porque si no se lo cuento, así que tú verás.
Marco entró en el baño enfurruñado, cerró la puerta, puso el cerrojo y se contempló ante el espejo. Aún tenía el estómago revuelto, y a través de la ventana le llegó un olor a lentejas quemadas, las que había cocinado su madre. La luz del espejo parpadeó y se apagó, como de costumbre. Entonces las sombras bañaron el entorno, y su silueta difuminada en el espejo, pareció reflejar la del caballo. Se acercó buscando el brillo de sus ojos, y sintió el latido irregular de su corazón. ¿Por qué se habría quitado la vida aquel animal? Se lavó la cara y se enjuagó la boca, intentando calmar la amarga sensación de abatimiento, hasta que alguien golpeó la puerta con los nudillos.
—¡Vamos, date prisa! ¿Qué estás haciendo?
Su madre, con su actitud tan distante y tan rígida, le demostraba cada día que era alguien en quien no podía confiar. Se secó el rostro e intentó en vano peinar sus cabellos revueltos y alborotados que, de un color castaño, caían en mechones sobre su frente, ocultando las cejas y mostrando dos cuencas vacías escondidas entre las sombras. Aspiró con fuerza una buena calada de oxígeno que esta vez no le hizo toser, y abrió la puerta con decisión.
Salió dispuesto a afrontar la vida, esa vida del sabor de las lentejas quemadas que invadían sus fosas nasales, como si su cuerpo no le perteneciera, como si aquella fuera la vida de otro Marco con el que no se sentía identificado. Otro Marco que seguía frente al espejo apagado y oculto entre las sombras. Otro Marco que, en su fuero interno, también quería poner fin a todo y lanzarse con el caballo al fondo del pilón.
Se sentó a la mesa y las imágenes de la televisión hablaron de varias guerras en África y Latinoamérica, de los niveles de radiactividad en su país, de la eterna crisis económica y de los despidos masivos causados por la automatización, la rutina de siempre. Su hermana no le dirigió la mirada, sonriendo para sus adentros al haber conseguido dos propinas semanales de una forma tan sencilla. Tenían otro hermano más pequeño que siempre comía en el colegio por el horario de clases, y otro, el hermano mayor, al que nunca se le mencionaba por la vida errática que llevaba, y que ya no vivía con ellos. «Un pariente con problemas siempre es un pariente lejano, aunque sea tu puñetero hermano mayor», había escuchado en alguna ocasión murmurar a su padre. Su madre, taciturna, con la mirada cansada y el rostro avejentado, les sirvió las lentejas, con una señal de advertencia de que el plato debía quedar vacío. Después, tras unos minutos de silencio insufrible, llegó un segundo plato de patatas cocidas con algo de carne de pollo. Su hermana y él disimularon la sensación de disgusto, hartos de comer patatas casi a diario, pero el silencio se volvió a imponer y nadie se atrevió a abrir la boca más que para comer con desidia.
Su hermana, después de permanecer en el cuarto de baño diez interminables minutos, salió disparada al instituto. Por fin llegó su turno, y se coló para peinarse con la parpadeante luz del baño que tanto le mareaba y a la que nunca se acostumbraría. Después, titubeante y dudando, se dedicó a organizar los libros y cuadernos de las clases de la tarde; siempre se equivocaba con alguna asignatura, por lo que intentó memorizar las que le tocaban aquella jornada, y cuando creyó que lo tenía todo controlado y no le faltaba nada, lo guardó en la mochila y se dirigió a su madre para despedirse.
—¡Marco! No quiero que llegues tarde, ¿me oyes? Y no te entretengas al salir. Estoy cansada de que te quejes del poco tiempo que tienes para hacer los deberes.
—Descuida, que llegaré pronto. Esta semana tenemos muchas tareas.
—Pues ya lo sabes. Quiero que aproveches el tiempo y que saques buenas notas, que seas un ejemplo para tu hermanito. ¿Me estás escuchando?
—Que sí, mamá, que te escucho, que volveré pronto y haré los deberes.
—Marco, una cosa más. —Le obligó a detenerse y prestar atención; su madre había empezado la frase de forma solemne, lo que significaba que debía escuchar con los cinco sentidos—. En tu Centro Educativo, ¿no habrán escolarizado a los chismes esos de los que tanto hablan por la tele, verdad? Tu padre dice que son peor que una plaga y que los están introduciendo en los colegios.
—No lo sé, mamá, a nosotros no nos hablan de esas cosas…
—Claro, claro, no os lo van a decir, pero si los han introducido lo sabréis, porque se notan a la legua. Digo yo que sabréis diferenciar una persona de una máquina. —De espaldas a él, abrió el grifo de agua caliente para disponerse a fregar los platos—. Tan tontos no seréis, digo yo.
—Que sí, mama, que sabremos diferenciarlos…
—Vale, venga, no te daré más la tabarra, vete ya, que no quiero que te retrases.
La tarde discurrió con normalidad, con las aburridas matemáticas, con sus incomprensibles reglas absurdas que no conseguía comprender, y luego el inglés, un tostón insufrible; les obligaban a memorizar verbos de carrerilla para luego dar paso a la gramática, formada por un cúmulo de normas abstractas que bailaban en su cabeza como cuando se tragaba el humo del tabaco. Le daba rabia porque luego, aunque aprobase, nunca sabía hablar en aquel idioma, no les enseñaban a desenvolverse, a aprender las frases corrientes y útiles para la vida diaria. Solo repetían una y otra vez como papagayos. El instinto le advertía que aquella no era la forma de aprender un idioma, pero es que su sabio instinto le decía demasiadas cosas que él no podía cambiar. Ese instinto le hacía perder demasiado el tiempo, le planteaba preguntas y más preguntas. ¿De qué le servían a un adolescente tantas preguntas sin respuesta? Solo podía aceptar las certidumbres que llegasen hasta él, renunciar a cuestionar y dejar que su interior fluyera con mansedumbre o, ¿acaso lo más importante no sería atreverse a imaginar buenas preguntas? ¿No consistiría en eso el secreto de la vida? Su instinto le adelantó que jamás tendría una respuesta, y que tal vez eso significaba la madurez, el aceptar hacerse mayor resignado a no saber nada.
El asunto del caballo le había afectado, y supo que padecería pesadillas durante muchas noches, que le afectaría de una u otra forma. ¿Por qué había sido el único en vivir esa experiencia? ¿Qué mensaje le intentaba transmitir el animal? ¿Era esa la mejor manera de morir? ¿Escogiendo tu propio final en el momento elegido? Se golpeó la coronilla con el lápiz intentando dejar de darle vueltas a la cabeza, intentando no pensar y concentrarse en la tediosa lección del profesor, pero su cabeza ardía de pensamientos que se amontonaban uno tras otro.
Ausente de cuanto le rodeaba, intentó aterrizar para lamentar de nuevo que en clase fueran cuarenta y cinco chavales amontonados como en una lata de sardinas y que, para más desgracia, apenas le llegase la luz natural a su pupitre. Sin dejar de mirar el reloj de la pared, sintió verdadera ansiedad porque llegasen las seis de la tarde. Aquella jornada se había convertido en un puro hastío.
Sonó el timbre y suspiró aliviado. Todos se levantaron sin esperar a que el profesor terminase su aburrido discurso, en el que protestaba porque, mientras los niños del centro disfrutaban de las partidas de ajedrez por ordenador, los de su barrio perdían el tiempo vagabundeando por las calles, lo que les auguraba un destino poco halagüeño. Sin darle tiempo a concluir, salieron en tropel al angosto y lúgubre pasillo. Entre las sombras corrieron pisándose unos a otros, hasta alcanzar la puerta de salida y abandonar el pabellón, bajo unos cielos grises y la mortecina luz del crepúsculo. Él disimuló alejándose de Luis y de los demás, buscando a las chicas que salían del otro edificio, hasta que su vista encontró a quien buscaba. Sus pupilas se dilataron y el corazón pareció despertar. Ella salía sonriente, con la mochila a su espalda y su enorme melena rubia y lisa cayendo sobre los hombros. Cuando se le aproximó otra compañera, ambas rieron con placidez. Observó cómo varios profesores les escoltaron hasta el final de las escaleras, y allí se mezclaron con el resto, saliendo todas con la típica algazara estudiantil. Demasiado lejos de su posición, pero lo suficiente para que no la perdiera de vista y disfrutase de aquella cándida sonrisa. Aquel era el mejor momento del día.
Fuera del Centro Educativo, en la misma acera paralela a la calle y como ya empezaba a ser habitual, les esperaba una numerosa comitiva de adultos sin intención de darles la bienvenida. En esta ocasión eran más que otros días, y gritaban encolerizados. Marco y el resto de su clase se vieron absorbidos por aquella turba, una manifestación desordenada de adultos con los rostros indignados, y entre ellos, los profesores, que a empellones y a duras penas, intentaban pedirles que se marchasen. Marco tuvo la impresión de que las imágenes que se veían por la tele eran idénticas a lo que se vivía en la realidad; hasta qué punto el mundo de los mayores era un caos en el que todos parecían cada vez más enojados.
—Tú, sí, tú, ¡mírame bien! ¿Eres un chico o una máquina? ¡Contesta!
Un hombre fornido de unos cincuenta años lo acababa de zarandear como a un muñeco; Marco levantó la vista para comprobar su mirada de odio, su rabia descontrolada que desencajaba la expresión, mientras con aquellas manos poderosas apretaban sus flácidos hombros con riesgo de partirle en mil pedazos. Le impactó su fuerte olor a sudor y a ajo, y fue incapaz de abrir la boca, había enmudecido por el temor a recibir un buen guantazo de aquellas manazas que, como arpones, lo sostenían igual que a un vulgar maniquí.
—Déjeme, que me hace daño —musitó entre dientes sintiendo que su corazón se aceleraba.
—¡Joder, no hay quien los distinga, son igualitos a nuestros hijos! —Otros adultos gritaron con frustración, mirando a la multitud de chicos que intentaban escabullirse de aquella marabunta.
—Tú qué eres, ¿una chica o una máquina? ¡Vamos, responde! —A Marco se le paralizó el corazón. Una mujer obesa y cincuentona se había dirigido a ella, y con una de sus zarpas le sujetaba la mochila para que se detuviese—. ¡Quiero que me lo digas!
Marco no estaba dispuesto a consentirlo, y a pesar de su fragilidad, avanzó decidido hacia ella, impulsado por las fuerzas de reserva que se hacen presentes en los momentos necesarios. Otros chicos le frenaban el paso, pero, entre empujones, consiguió tocar su hombro y sorprenderla. El escalofrío que sintió debió de ser contagioso, porque ella giró el rostro para saber quién acababa de poner una mano sobre su hombro, y cuando le vio, se asustó, pensando que quería agredirla.