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El manicomio-almacén de enfermos

El 9 de febrero de 1974 el nombre de Salt salta a los titulares de los principales diarios de España. Un día antes, un grupo de médicos del psiquiátrico de este pueblo gerundense, encabezados por el doctor Víctor Aparicio Basauri, ha denunciado el trato humillante que se da a las personas ingresadas en el hospital de Salt, con unas declaraciones que conmueven incluso a los sectores sociales más inmovilistas. La denuncia pública se hace, primero, en el marco de un coloquio sobre la situación de los hospitales psiquiátricos en Catalunya, organizado por el Colegio de Aparejadores de Barcelona y, al cabo de unos días, cuando la prensa ya se ha hecho eco del evento, en un popular programa de radio de la Cadena Ser, Ustedes son formidables. El sensacionalismo con que se difunde la noticia —durante la emisión del reportaje radiofónico se llega a oír ruido de roce de cadenas para ilustrar los métodos represivos que todavía se emplean en los manicomios de la época— provoca que la sociedad descubra la situación escandalosa en que se hallan los psiquiátricos en general y el gerundense en particular.

El hospital psiquiátrico de Salt, que entró en funcionamiento en 1906 para atender a los enfermos mentales de la provincia de Girona, es en 1974 un enorme depósito donde se hacinan casi novecientas personas controladas por un contingente de 115 seglares sin calificación profesional, los denominados “mozos de manicomio”. Más de un 10% de estas novecientas personas no tiene ni una cama donde dormir y prácticamente el 100% está desasistido en todo lo relativo a atención terapéutica, por lo que sólo cabe esperar un progresivo empeoramiento de su estado mental. La terapia más generalizada, a falta de otras, consiste en psicofármacos y electroshocks. Además, el psiquiátrico, dirigido por treinta monjas dispuestas a ofrecer caridad a quien ingrese, acoge a todo tipo de personas que la sociedad rechaza o margina. No son sólo enfermos mentales, también ingresan hombres y mujeres con discapacidad psíquica, dipsómanos, indigentes, mendigos, toxicómanos...

No es la primera vez que personas de relieve público en Catalunya denuncian el nefasto funcionamiento del psiquiátrico. En 1930, una representación de diputados de Girona visitó el manicomio de Salt para planificar sobre el terreno las posibles reformas y mejoras que en él podían introducirse. A raíz de aquella visita, los miembros de la comitiva dirigieron un escrito a la Diputación en que se declaraban “dolorosamente impresionados” y exigían una serie de cambios drásticos y mejoras urgentes “considerando que los progresos de las ciencias psíquicas ponen cada día más al alcance de las instituciones benéficas los medios para obtener, en ocasiones, la curación, a menudo, la mejora, y siempre un mayor bienestar para los desdichados privados del don del entendimiento” y “considerando, vistas las pésimas condiciones en que hoy se encuentran, en el Manicomio de Salt, más que recluidos, hacinados, todos juntos, viejos y jóvenes, agudos y pacíficos, maniáticos, tranquilos y desequilibrados furiosos, que no es posible ningún tipo de mejora, sino más bien —terrible paradoja— volver incurables casos que, en otras condiciones, podrían curarse, y agravarlos todos”.

La carta reivindicativa de los diputados tuvo efectos positivos y durante unos meses pareció que podían mejorar las prácticas en el ámbito de la psiquiatría. Pero, exceptuando este paréntesis, que coincidió con los años de la Segunda República, en que se movilizaron recursos económicos para actividades de bienestar social y se impulsaron grandes proyectos que debido a la Guerra Civil quedaron inconclusos, el hospital ha funcionado desde su creación como un espacio aislado del mundo donde se puede encerrar para siempre a las personas “insanas” que no se comportan según las pautas establecidas. Así se llega a 1974, cuando son los profesionales del centro los que denuncian la situación humanamente inadmisible en que viven los ingresados. Las declaraciones del doctor Víctor Aparicio en el popular programa radiofónico, una noche de 1974, estremecen a la población. El programa presentado por Alberto Oliveras, líder de audiencia nocturna durante años, cada semana sacaba a la luz pública casos de personas desamparadas a fin de ayudarlas con acciones solidarias o bien para suscitar una reacción del gobierno franquista. Un ejemplo: en 1965 el programa dedicaba uno de sus bloques a pedir ayuda para que un desconocido misionero jesuita llamado Vicent Ferrer pudiera seguir cavando pozos en áreas semidesérticas del sur de la India, como había hecho durante los últimos ocho años. Desde luego, el caso del psiquiátrico de Salt que relataban los diarios en 1974 encajaba a la perfección con la lógica del programa y los productores no escatimaron recursos para mostrar a la población la situación indigna en que se hacía vivir a los ingresados.

En ese momento, el psiquiatra Josep Torrell era médico residente del hospital de Salt. En 1984, en el décimo aniversario del conflicto de Salt, recordaba la situación del psiquiátrico en declaraciones a la revista gerundense Presència: “Salt no era un caso excepcional. Era sólo una muestra de cómo funcionaba la psiquiatría en todo el Estado. Había una concepción del hospital como manicomio-almacén de enfermos. Faltaba personal en todas partes y no se atendía a los enfermos como era debido. No había psicólogos, ni asistentes sociales, ni médicos internistas... En Salt, concretamente, sólo había un director de centro y cuatro médicos de guardia por casi novecientos enfermos. Con estas condiciones, se imponía un tratamiento de reclusión, entendido como el único medio posible de tener a los ingresados “controlados” y que se manifestaba en deficientes condiciones higiénicas, prohibiciones diversas, control de la correspondencia, encierro en celdas de aislamiento, maltratos... A todo ello se añadía que estos manicomios estaban regidos básicamente por personal religioso, acostumbrado a un trato con los enfermos más propio de los establecimientos del siglo pasado que de las modernas tendencias psiquiátricas del momento”.


El entorno natural resulta una auténtica terapia.

En los años setenta, la psiquiatría no forma parte de la estructura sanitaria del país. Es decir, no existe una práctica psiquiátrica establecida. En el mejor de los casos, quien se lo puede permitir visita a uno de los escasos psiquiatras privados que trabajan en el país, pero la mayor parte de la población que necesita atención psiquiátrica no la recibe. Cuando alguien entra en proceso de enfermedad mental, y carece de medios para acceder a la psiquiatría privada, puede aspirar a dos situaciones: o lo encierran en el manicomio, que es un espacio de contención, no un centro terapéutico, o lo esconden en la casa familiar. Resumiendo, la atención psiquiátrica no existe, pero los enfermos mentales sí.

Desde principios de los años setenta se han alzado diversas voces autorizadas que critican con contundencia la situación de la asistencia psiquiátrica: faltan recursos y coordinación, y las condiciones de vida en los hospitales psiquiátricos son muy deficientes y atentan contra la dignidad humana de los ingresados con el uso de elementos de castigo como cadenas, correas y grilletes.

Son los últimos años de la dictadura franquista, así que la situación estalla en un contexto de efervescencia política, de sensibilización y de contestación frente a todo lo que no funciona. Es el momento de exigir cambios sociales y políticos que mejoren las condiciones de lo que hasta ahora se ha aceptado más o menos resignadamente. Y en este contexto los manicomios de España se convierten en uno de los símbolos más flagrantes de la oscura realidad de una época.

Es entonces cuando surge un movimiento clandestino en el seno de la psiquiatría institucional que defiende nuevas formas de atención: la Coordinadora Psiquiátrica. Constituido por jóvenes profesionales que han vivido los procesos contestatarios de los años sesenta, el movimiento mantiene estrechas relaciones con grupos críticos de la psiquiatría europea. Su discurso, muy influido por el marxismo, critica sobre todo la negación de derechos humanos que sufren las personas con enfermedades mentales.

La Coordinadora consigue que un grupo de profesionales asuma la reivindicación de la necesidad de cambio. A partir de 1972 se suceden diversos conflictos en hospitales psiquiátricos de todo el Estado. Las crisis protagonizadas por el personal del psiquiátrico de Oviedo y el del Instituto Mental de la Santa Creu, en Barcelona, pasan más o menos desapercibidas para la mayoría de la población, pero no para los profesionales de la asistencia psiquiátrica. En cambio, en 1972 el conflicto de Conxo, el centro psiquiátrico de Santiago de Compostela, desvela el problema a la sociedad y prepara el terreno para la crisis de Salt.

Los conflictos que se desencadenan en estos hospitales coinciden con la puesta en marcha del III Plan de Desarrollo franquista, que abarca desde 1972 a 1975. El plan establece como objetivos médicos la “promoción de la asistencia sanitaria de la población del medio rural”, así como la potenciación y el desarrollo de los hospitales. Además, deja constancia del estado calamitoso de la asistencia psiquiátrica. El Panap (Patronato Nacional de Asistencia Psiquiátrica) prevé, dentro de este plan, un aumento del número de camas en todos los psiquiátricos del Estado y un incremento en la inversión destinada a personal.

En el psiquiátrico gallego de Conxo, un grupo de profesionales dirigido por el doctor Montoya se aferra a estas declaraciones de buenas intenciones del Plan de Desarrollo e inicia en 1972 una reforma de la asistencia psiquiátrica en el centro, que pasa por establecer lazos con otras instituciones sanitarias de Orense, a fin de crear una especie de red psiquiátrica provincial. Estos intentos serán frustrados en 1975, cuando la “revolución” de Conxo termine con el despido masivo del personal del centro. Pocos meses antes, la intervención del doctor Víctor Aparicio en el programa radiofónico de la Cadena Ser ha situado el psiquiátrico de Salt en el mapa del horror de la asistencia psiquiátrica en el Estado y, seguramente, el éxito de este programa ha evitado que los protagonistas del conflicto de Salt corrieran la misma suerte que los profesionales de Conxo: en un primer momento, la Diputación de Girona pidió el despido fulminante de todos los trabajadores implicados, pero se retractó.

De los conflictos psiquiátricos de la época, el de Salt es el más conocido y el de consecuencias más inmediatas. A raíz de la denuncia de las condiciones anacrónicas en este hospital se inicia una reforma psiquiátrica que en las comarcas gerundenses se refleja en el llamado proceso de sectorización, es decir, la implantación de una infraestructura asistencial psiquiátrica distribuida por las comarcas y basada en un régimen abierto de visitas al enfermo. Lo primero que se persigue es detener el flujo de pacientes que llegan semanalmente al psiquiátrico de Salt desde toda la geografía gerundense. Esto implica la apertura de ambulatorios extrahospitalarios en las ciudades que respalden al psiquiátrico provincial y aborden la enfermedad mental desde la terapia, el respeto y la especialización. Los tres primeros centros se abren en Palamós, Figueres y Olot. Con estos ambulatorios se trata de acercar al máximo al equipo de facultativos y trabajadores de la salud al enfermo, para que una actuación rápida y adecuada in situ evite la necesidad de internar a personas que sólo sufren una crisis. El proceso de sectorización se pone en marcha. Es un plan innovador en el Estado español, a la estela de algunos ejemplos europeos, como el de Francia, el primer país que impulsa un plan de sectorización similar. Lo hace a partir de las ideas elaboradas en 1934 en Catalunya por psiquiatras como Francesc Tosquelles, exiliado en Francia después de la Guerra Civil española. Tosquelles, nacido en Reus a principio el siglo XX, ejerció como psiquiatra en el ejército republicano. Durante su juventud se había alimentado de las teorías del profesor Emili Mira, en el Institut Pere Mata, y de las corrientes culturales anarquizantes que circulaban en la Catalunya de los años veinte y treinta. Las experiencias que vivió en la guerra y el paso por un campo de concentración en territorio francés consolidaron sus teorías, que puso en práctica en Francia. Tosquelles contribuyó a dibujar el mapa de la sectorización en este país y fue pionero en la defensa de la terapia institucional, según la cual la vida en los psiquiátricos debe basarse, entre otras cosas, en la participación de los ingresados en actividades que impliquen relaciones e interacciones entre los internos y de éstos con el equipo terapéutico.

Pero volvamos al año 1974. El proceso de sectorización en Girona implica la contratación de más personal médico. No sólo para cubrir las plazas de los nuevos dispensarios que van a abrirse en las comarcas gerundenses, sino también para mejorar las condiciones de vida de las novecientas personas ingresadas en Salt y para cambiar la cultura de trabajo y el tipo de atención al enfermo que reinan en el psiquiátrico. Se contrata a psiquiatras, trabajadores sociales y psicólogos y se inicia un proceso de reforma. Es en el contexto de estos movimientos cuando Cristóbal Colón se incorpora al equipo de profesionales de Salt como auxiliar psiquiátrico. De hecho, es el primer auxiliar que entra a trabajar en esta institución y comparte categoría profesional con más de un centenar de mozos de manicomio que ya hay en ella. En teoría realizan el mismo trabajo, con idénticas responsabilidades, pero lo hacen con concepciones diametralmente opuestas. Esto genera tensiones similares a las que se producen en el área de dirección entre el equipo de gestión anterior y los profesionales de la atención psiquiátrica recién llegados. El equipo formado por nuevos psiquiatras, psicólogos y el auxiliar psiquiátrico trata de minimizar el problema y cooperar para llevar adelante la reforma. Colón pertenece a este grupo, pero pasa la jornada laboral fuera de él, unos peldaños más abajo en el escalafón jerárquico profesional. Sus compañeros, los demás mozos, no le ven con buenos ojos y lo mandan al punto más atroz del psiquiátrico: la enfermería, donde los ingresados pasan buena parte del día atados, donde se ven las crisis más violentas.

“¿Por qué tratarlos como objetos? ¿Por qué tenerlos en una habitación y dejar que las horas, los días y los años se apoderen de su piel sin darles una oportunidad? ¿Qué estamos haciendo con estas personas?”, se pregunta en sus escritos el joven auxiliar psiquiátrico Colón. Y prosigue la reflexión: “Los ves pasear arriba y abajo por el patio. Son cuerpos vivos que han perdido el alma. En este lugar [Salt], cerca de un millar de personas pasan sus días sin intimidad ni sensación de individualidad. Les han hecho perder la dignidad. Es una imagen parecida a la que hemos visto en las películas de los campos de concentración”.

Cristóbal no tardará en comprender que ha de salir de la enfermería del psiquiátrico, donde muy poco puede aportar a la reforma de la atención en la que cree. Los nuevos profesionales del hospital de Salt, entre los que se encuentran Josep Torrell y el psicólogo Josep Mateu, se trasladan una o dos veces por semana a las poblaciones con dispensarios para atender a los pacientes. Pero Cristóbal pasa el día en la zona más dura del hospital y cada vez se le hace más cuesta arriba, así que convence al nuevo equipo técnico para organizar unos talleres de laborterapia, es decir, de realización de terapia mediante el trabajo, actividad que ya ha puesto en marcha en Zaragoza y Martorell. El hospital alberga a novecientos ingresados que, en el mejor de los casos, se pasan los siete días de la semana paseando por el patio del manicomio. Es el momento de movilizarlos, de inventar actividades que puedan realizar y que den sentido a sus existencias. Se aprueba la idea y Josep Mateu y Cristóbal Colón la aplican de inmediato. Estos talleres iniciados en el psiquiátrico de Salt son el embrión de una nueva concepción que se va gestando en la mente de Cristóbal: la posibilidad de construir una empresa de verdad que resuelva problemas de verdad.

El dispensario del sector de la Garrotxa empieza a recibir visitas en marzo de 1975. Las visitas se atienden en el hospital comarcal de Sant Jaume, es decir, en el centro hospitalario que da cobertura a todos los pueblos de la Garrotxa. En poco tiempo, al dispensario se añaden los servicios terapéuticos de un club de ocio, situado en la calle San Rafael, y pronto se plantea abrir un centro de día. Josep Mateu, que se desplaza semanalmente desde Salt al dispensario de Olot, es uno de los impulsores de los talleres del club de ocio. Ve muy claro y sostiene que trabaja con personas como las demás. “Si pensamos que la persona humana es el resultado de una evolución afectiva a lo largo de su vida y que los problemas de salud mental se han de situar en fases de esta evolución que no han terminado de completarse, de algún modo todos, dentro de esta evolución, tenemos algo de anormal. La línea de la normalidad es muy relativa, porque las circunstancias ambientales son decisivas. Si se vive en una época difícil, desfavorable, el índice de enfermedades mentales aumenta porque cuesta más integrarse”, explica Josep Mateu en una entrevista publicada en la revista Presència.


Entrada a La Fageda.

En el club social de Mateu, que funciona un par de veces por semana, se trabajan diversas actividades relacionales —excursiones, lectura de diarios, juegos colectivos...—, es decir, actividades que combatan la marginación de estas personas y que las ayuden a sentirse integradas primero en un grupo y después en la sociedad. Poco a poco va aflorando la posibilidad de copiar también algunas de las actividades que ya se están llevando a cabo en el taller de laborterapia de Salt, más vinculadas al aspecto ocupacional. Con esta experiencia, los responsables del dispensario se dan cuenta de que hay enfermos que podrían realizar una tarea productiva y que ésta les beneficiaría mucho como terapia. Y eso por varios motivos relacionados con la reconstrucción de la autoestima, pero también por uno prosaico: el dinero. Vivimos en una sociedad en la que se valora el dinero. Para estas personas, ganar dinero significa, lisa y llanamente, que su trabajo tiene un valor. Pero la red de asistencia psiquiátrica carece de recursos para llevar a cabo este proyecto.

Entramos en los años ochenta con el plan de sectorización implantado en Catalunya: en Olot, por ejemplo, el psiquiatra Josep Torrell atiende a los pacientes dos días por semana y el psicólogo Josep Mateu organiza talleres con estas mismas personas. En el hospital de Salt también se empieza a notar que ha disminuido el número de ingresos y que los nuevos profesionales han implantado otro sistema de trabajo y atención a los ingresados. Por otro lado, siguen realizándose con buenos resultados los talleres de laborterapia que han puesto en marcha Josep Mateu y Cristóbal Colón. Este último ya hace unos años que ha abandonado el hospital de Salt para irse a vivir y a trabajar en centros sanitarios de Barcelona.

Todo sigue su curso hasta que un día, a finales de 1981, el doctor Torrell recibe una visita de su amigo y antiguo compañero de profesión Cristóbal Colón, que le comenta que su mujer y él están pensando en trasladarse de Barcelona a la Garrotxa, porque él cree que sería posible crear una empresa que diera trabajo a los usuarios del club social que gestiona Mateu en Olot. El proyecto también podría tener el efecto de generar empleos para los ingresados en el psiquiátrico de Salt que pudieran ser externalizados, es decir, que tuvieran autonomía para vivir fuera del hospital siempre y cuando recibieran la atención médica y asistencial necesaria. Con este proyecto, Colón aspira a llevar a la práctica la asistencia a personas con enfermedades mentales a partir de un medio productivo. Este planteamiento implica contradicciones, porque la producción es, según como se mire, la antítesis de la asistencia. Además, no tienen dinero ni un proyecto empresarial determinado. Tampoco tienen modelos que copiar en el mundo de la psiquiatría en España; como experiencias similares sólo cuentan, aparte de con el proceso que se está realizando en el hospital de Trieste, en el norte de Italia, con el trabajo con discapacitados psíquicos de las entidades agrupadas en la Coordinadora de Tallers de Catalunya. Ni saben cómo podrán efectuar la integración de estas personas en el ámbito laboral: cómo reaccionarán estos colectivos largamente marginados y cómo les recibirá el resto de la sociedad. Pero ambos amigos saben que no tienen nada que perder: si sale mal, no empeorará la situación de las personas y como mínimo habrán intentado evitar que un grupo de éstas se desgaste en un manicomio. Y disponen de un punto de partida, un nombre para la empresa: La Fageda. Cristóbal ha decidido que bautizará su proyecto empresarial con el nombre de un espacio natural que le apasiona, el lugar que ha escogido para instalarse con su familia en la Garrotxa, la Fageda d’en Jordà. En esta visita se forja una alianza fundamental para el proyecto. En adelante, el doctor Torrell se convertirá en el valedor de la iniciativa, en el hombre que dará la cara ante sus contactos de la Garrotxa para que crean en el futuro de La Fageda y respalden a su amigo.

Al cabo de unos meses tiene lugar la escena en el despacho del alcalde de Olot.

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