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Las narrativas del nacimiento

Cuando llegamos a los Evangelios de Mateo y Lucas nos encontramos una «cristología de lo alto» bajo una forma muy especial: la historia de la concepción de la virgen. El nacimiento de Jesús fue totalmente normal. Las narrativas no indican que se conservó la virginidad en el nacimiento (por ejemplo, no se menciona la ausencia de los dolores habituales en el parto). Aún sugieren menos que María siguió siendo virgen toda la vida (semper virgo). Enseñan, sencillamente, que María quedó encinta sin que mediara relación sexual alguna. En el Evangelio de Mateo esto se expresa con las palabras «antes que se juntasen» (prin ē synelthein autous), es decir, antes de que se consumara el matrimonio. La reacción de José fue natural: decidió divorciarse de su esposa. Sin embargo, en un intento generoso de reducir la humillación de María, planeó hacerlo encubiertamente (Mt. 1:19). En este momento intervino el ángel del Señor para disuadirle: «no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es» (Mt. 1:20). La concepción virginal se afirma más tarde, en el versículo 25: «pero [José] no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito». Las palabras ouk eginōsken autēn («no tuvo unión con ella») indican claramente que no tuvo relaciones sexuales con su mujer antes del nacimiento de Jesús. Las palabras «hasta [heōs] que dio a luz» implican con la misma claridad que sí que las tuvo después. El versículo 25 también resulta interesante, dado que nos informa de que fue José quien «le puso por nombre Jesús». Tal y como señala Cranfield, nombrar al hijo suponía aceptarlo como suyo.7 Era un acto de adopción, que confería a Jesús todos los derechos de la filiación legítima.

Mateo entiende el nacimiento de Jesús como el cumplimiento de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen [‘almâ] concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel». Según los lexicógrafos, la palabra hebrea ‘almâ no define estrictamente a una virgen, sino a una joven soltera.8 La idea es bastante académica, dado que se esperaba de las jóvenes solteras que fueran vírgenes. Si no lo eran, sus posibilidades de casarse se reducirían peligrosamente (Dt. 22:13 y ss.). Sin duda, los traductores de la Septuaginta entendían ‘almâ como «virgen» (en griego, parthenos). Lo cierto es que todas las versiones griegas y judías lo tradujeron como parthenos hasta Aquila (c. 130 d. C.), quien usó neanis («mujer joven»). Sin embargo, podemos estar seguros de que a Aquila lo movió el deseo de privar a los cristianos de un texto de comprobación.9

Podemos hacer algunos comentarios sobre el uso que hace Mateo de Isaías 7:14.

Primero, sean cuales sean los méritos de la exégesis de Mateo, su afirmación del nacimiento virginal es bastante independiente del otro texto. Isaías 7:14 puede resultar difícil de interpretar, pero Mateo 1:18, 25, no.

Segundo, no se puede acusar a Mateo de intentar acomodar la verdad a las expectativas de sus lectores. Los judíos nunca aplicaron Isaías 7:14 al Mesías, ni siquiera después de que la Septuaginta hubiera traducido ‘almâ como parthenos.

Tercero, resulta difícil entender por qué, si Mateo sólo pretendía inventar un nacimiento espectacular para el Señor, tuvo que buscar su inspiración en un pasaje tan oscuro y difícil como Isaías 7:14. En el Antiguo Testamento había otras fuentes más evidentes, como el nacimiento de Samuel (1 S. 1:1-20) o el de Isaac (Gn. 21:1-7; cfr. Ro. 4:18 y ss.). El tema de la esterilidad, prominente en ambas narrativas, aparece también en la historia de Juan el Bautista. Este tema se sacralizó por el hecho de que el pueblo judío debía su propia existencia a un milagro relacionado con esta misma aflicción, y si Mateo sólo hubiera querido una palanca apologética, ése era el tema que debía haber elegido.

Por último, mientras que Isaías 7:14 y ss. contiene bastantes problemas como para volver loco a cualquier exegeta, probablemente la referencia a un nacimiento milagroso es la única certidumbre del pasaje. El nacimiento iba a ser una señal (vv. 11, 14). Es difícil entender cómo el parto de una «mujer joven» (RSV) podría conseguir ese objetivo. Una señal requería alguna circunstancia inusual; y, ¿qué más inusual que el niño naciera de alguien que era una ‘almâ/parthenos según el sentido natural de estos términos?

El relato que hace Lucas del nacimiento de Cristo no es significativamente distinto del de Mateo. Incluso conserva su mismo regusto hebreo.

Se presta más atención a la respuesta y a la actitud de María, y hallamos un énfasis más firme sobre la gloria de su Hijo: es el Hijo del Altísimo y el Hijo de David (Lc. 1:32); el gobernador de un reino eterno (1:33), y el Hijo de Dios (1:35). Pero la esencia del mensaje sigue siendo la misma: cuando quedó embarazada, María no era la esposa de José, sólo su prometida y, además, era virgen (1:27). Su embarazo fue un acto de la gracia divina, explicable no en términos de inseminación humana (ni de un acto mítico de engendramiento divino), sino del poder creativo del Espíritu Santo.

Durante siglos, los cristianos aceptaron esta doctrina sin cuestionarla. Figuraba en lugar destacado en los primeros credos, y en el estándar doctrinal de las iglesias griega, romana y protestante. Sin embargo, en 1892, un pastor alemán llamado Schrempf se negó a usar el Credo Apostólico en el bautismo porque afirmaba este artículo, y durante el siglo XX incluso los teólogos relativamente conservadores lo han rechazado tachándolo de legendario. Por ejemplo, Hans Küng escribe: «Hoy día se admite, incluso entre los exegetas católicos, que tales historias son una colección de narrativas en gran medida inciertas, mutuamente contradictorias, intensamente legendarias y, en última instancia, con una motivación teológica».10 Emil Brunner considera que el nacimiento virginal es un intento de convertir un milagro de salvación en un problema metafísico: «la pregunta existencial “¿qué sucedió?” se convierte en la inquisitiva “¿cómo sucedió?”. Desde buen principio, la pregunta de cómo es posible que Dios se haga hombre está equivocada».11 Wolfhart Pannenberg la considera una leyenda que surgió en los círculos de la comunidad judía helenista, y que, en lo tocante a su contenido, «plantea una contradicción irreconciliable con la cristología de la encarnación del Hijo de Dios preexistente, que hallamos en Pablo y en Juan».12 Edward Schillebeeckx parece compartir el paradigma básico de Brunner: «Lo que tenemos aquí es una reflexión teológica, no una aportación de datos nuevos e informativos, como han demostrado bien a las claras los propios textos neotestamentarios».13 Más cerca de casa, William Barclay considera que la evidencia no es concluyente, y declara: «El problema supremo del nacimiento virginal es que diferencia de una forma bastante innegable a Jesús de los hombres; representa una encarnación incompleta».14 John Robinson es predeciblemente decisivo, y arguye que la doctrina del nacimiento virginal y la doctrina de la preexistencia son formas alternativas y mutuamente excluyentes de hablar sobre Cristo. No podemos hablar de ambas, ni tampoco entenderlas literal o descriptivamente; y ambas son tan confusas que hoy día resultan inútiles.15

Estas negativas se encuentran respaldadas por diversas líneas de razonamiento.

Dificultades en las narrativas del nacimiento

Primero, hay objeciones a las narrativas en sí mismas. Las más importantes se centran en el relato de Lucas. Por ejemplo, se afirma que su historia contiene dos conceptos distintos de la filiación divina. Según el versículo 32, esa filiación está vinculada al reinado mesiánico: Él es el Hijo y también el Mesías. Sin embargo, según el versículo 35, la condición de Hijo está vinculada con la concepción milagrosa. Es el Hijo porque nació gracias al poder del Altísimo.

Resulta difícil detectar incoherencias entre ambas visiones. Sin duda, la filiación davídica no es incompatible con la filiación divina, como no lo es con el hecho de que sea el Señor de David. Defender la idea de que los versículos 32 y siguiente, y 34 y siguientes representan dos fuentes diferentes es un recurso desesperado. Es razonable asumir que cualquier discrepancia hubiera sido tan evidente para Lucas como lo es para los estudiosos modernos; y ciertamente resulta difícil de creer que se hubieran tardado más de 2.000 años es descubrir algo tan evidente.

El problema que plantea el propio versículo 34 es más grave: «¿Cómo será esto, si soy virgen?», preguntó María al ángel. Estaba prometida a José: ¿por qué le habría resultado tan inusual estar embarazada? Afirmar que sus palabras indican un voto previo de virginidad perpetua supone introducir una idea totalmente ajena al contexto (y a todo el Nuevo Testamento). En cualquier caso, si había hecho ese voto, ¿por qué se comprometió? Por otro lado, decir que María sabía que el ángel se refería a una concepción inmediata también resulta precario. Las palabras del versículo 31 no contienen una especificación cronológica. En ellas no hay nada que permitiera a María descartar la idea de quedarse embarazada después de su boda (un hecho aún futuro).

Entonces, ¿cuál es el motivo de su pregunta y de la sorpresa que ésta evidencia? No hace falta asumir que no es más que un recurso literario de Lucas, que crea así la oportunidad de introducir la profecía del ángel.16 La explicación más sencilla es que en aquel momento María no pensaba con claridad. Después de todo, no era un tema del que ella hablase habitualmente; el ser que hablaba con ella era un ángel y la noticia que le había dado era impresionante. De hecho, a lo largo de la Escritura, parece que fueron pocas las personas que pudieran pensar (o hablar) con claridad cuando les visitaron ángeles. En Lucas 1:12, se dice que Zacarías se mostró turbado. Juan (Ap. 22:9) cayó instintivamente a los pies de su visitante celestial, adorándole equivocadamente. El estado mental de María, cuando habló, se parecía seguramente al de Pedro en el monte de la Transfiguración, cuando balbució: «hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías; no sabiendo lo que decía» (Lc. 9:33). María no había estado escuchando con atención; no ha dotado de cohesión lógica a las diversas partes de la información; y lo único que se grabó en su mente es que era extraño estar hablando de hijos cuando ni siquiera estaba casada.

El silencio del resto del Nuevo Testamento

La segunda línea de objeciones es más formidable: que aparte de las narrativas del nacimiento de Mateo y de Lucas, el resto del Nuevo Testamento guarda silencio sobre el nacimiento virginal y no demuestra ningún interés por éste.

Pocos eruditos negarían los hechos sobre los que se sustenta esta objeción. Hay, como mucho, tres pasajes neotestamentarios en los que incluso los defensores más acérrimos del nacimiento virginal encontrarán alusiones al mismo.

El primero de ellos es Juan 1:13. El texto que suele aceptarse de este versículo dice «[hijos] que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios». Sin embargo, algunos manuscritos latinos antiguos ofrecían una lectura distinta, aplicando las palabras a Cristo y, más concretamente, a su nacimiento: «quien no nació de sangre [...] sino de Dios». Esta es la versión que apoyaba Tertuliano y aparece en algunas de las citas patrísticas del pasaje. Sin embargo, a pesar de todo, la evidencia manuscrita resulta tremendamente insuficiente, e incluso un defensor a ultranza del nacimiento virginal —como es J. G. Machen— concluye: «No nos sentimos inclinados a subrayar demasiado Juan 1:13 como testimonio del nacimiento virginal de Cristo».17

Lo mismo podríamos decir de Gálatas 4:4: «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley». Es muy improbable que la expresión «nacido de mujer» señalara a algo especial en el nacimiento de nuestro Señor. Por ejemplo, aparece en Mateo 11:11: «entre los nacidos de mujer no se ha levantado nadie mayor que Juan el Bautista». También lo encontramos en Job 14:1: «El hombre, nacido de mujer, corto de días y lleno de turbaciones». Estos pasajes sugieren poderosamente que en Gálatas 4:4 no se apunta a otra cosa que nuestro Señor tuvo una madre auténtica, humana.

No obstante, cabe destacar que existe una diferencia importante entre las palabras de Gálatas 4:4 y sus paralelos aparentes. Tanto en Mateo 11:11 como en Job 14:1 la palabra que se usa es «nacido» (gennētos). En Gálatas 4:4 la palabra es genomenos («venido»). La variación sugiere una idea que retomaremos luego: aunque no afirman explícitamente el nacimiento virginal, los escritores neotestamentarios describen la llegada del Señor al mundo en unos términos muy infrecuentes. Entre tanto, baste decir que si Pablo hubiera querido no contradecir la doctrina del nacimiento virginal, no podría haber elegido mejores palabras que las que usó en Gálatas 4:4.

El tercer pasaje es Romanos 1:3, que declara que Cristo era hijo de David conforme a la carne. En las genealogías de Mateo y de Lucas, esta descendencia no se sigue a través de María, sino de José. Sin embargo, sería imprudente llegar a la conclusión de que esto contradice palpablemente el nacimiento virginal. Si lo hiciera, sin duda los propios evangelistas lo hubieran detectado. Aparte de la posibilidad de que la propia María perteneciese a la casa de David, José había adoptado a Jesús como su propio hijo, de modo que legalmente lo había situado dentro del linaje davídico. Además, aquí, como en Gálatas 4:4, Pablo usa el verbo ginesthai («venir»), en lugar de gennasthai («nacer»). Tal y como señala C. E. B. Cranfield, esto quizá refleje el conocimiento que tenía Pablo de la tradición del nacimiento virginal.18 Sin duda, el lenguaje que usa es muy coherente con esto, y muy difícil de explicar si fuera otro el caso.

Sin embargo, sigue siendo un hecho que aparte de las narrativas del nacimiento de Mateo y de Lucas, el Nuevo Testamento no hace referencia explícita al mismo. Pero esto dista mucho de ser tan condenatorio como parece.

En primer lugar, el Nuevo Testamento nunca niega ni contradice el nacimiento virginal.

Segundo, las historias de Mateo y de Lucas son los únicos relatos que poseemos sobre el nacimiento y la infancia de nuestro Señor. En este sentido, la concepción milagrosa recibe un 100 por 100 de confirmación por parte de los registros conservados.

En tercer lugar, Juan guarda silencio no sólo sobre el nacimiento virginal sino también sobre incidentes tales como la tentación, la transfiguración, la última cena y la agonía en el huerto. Probablemente consideraba que no tenía sentido duplicar los relatos de estos sucesos, ofrecidos en los Sinópticos, y su silencio sobre el nacimiento virginal puede explicarse con esta misma razón. Después de todo, dice que si hubiera escrito todo lo que sabía, el mundo no podría contener todos los libros que podría escribir (Jn. 21:25).

En cuarto lugar, si la historia del nacimiento virginal fuera legendaria, Juan, que escribió treinta o cuarenta años más tarde, la hubiera negado sin duda alguna, despejando así la confusión. No duda en corregir otras tradiciones erróneas (como la que sostenía que Jesús afirmó que Juan no moriría, Jn. 21:23). Es incluso más probable que hubiera corregido una historia que conllevaba la posibilidad de que María se viera envuelta en un escándalo, una mujer sobre la que tenía una responsabilidad especial (Jn. 19:27). Esto hubiera quedado reforzado por el hecho de que, a la vista de las circunstancias, el nacimiento virginal parecía cualificar y limitar la humanidad del Señor, convirtiéndose en un arma en manos de aquellos herejes que negaban que Cristo hubiera venido en la carne (1 Jn. 4:2).

Por lo que respecta a Pablo, es conveniente recordar que era compañero de viaje de Lucas, y que es muy improbable que existieran divergencias fundamentales entre las tradiciones que proclamaron. También es muy arriesgado asumir que si Pablo creía algo, o sabía de algo, estaba obligado a mencionarlo. De hecho, es muy parco en sus referencias los detalles de la vida de Jesús. Por ejemplo, nunca menciona a José ni a María. ¿Quiere esto decir que no sabía nada de los padres de Jesús (o que negase su existencia? También guarda silencio sobre el bautismo, la tentación, la transfiguración y Getsemaní. No menciona ni una sola de las parábolas o de los milagros de Cristo. El único motivo de que mencione la Cena del Señor es que en la iglesia de Corinto habían surgido unos problemas especiales en relación con ella, problemas que sólo se podían resolver recordando los actos y las palabras que usó Jesús para instituirla. Nunca surgió ningún problema que requiriese una alusión al nacimiento virginal y, probablemente, ésta sea toda la explicación sobre el silencio que guardó el Apóstol al respecto.

A pesar de esto, su silencio no es sencillo, y más de una vez uno tiene la impresión de que Pablo está pensando en el nacimiento virginal, que impone su propio troquel sobre lo que escribe. Como indica James Orr: «En las epístolas apenas se hace una sola referencia a la entrada de Cristo en nuestra humanidad que no esté caracterizada por alguna peculiaridad de expresión significativa».19 Cuando examinamos el lenguaje de Romanos 1:3, Gálatas 4:4 y Filipenses 2:7 (ser hecho, genomenos, en semejanza a los hombres), es natural preguntarse: «¿Así es como estamos acostumbrados a hablar de un nacimiento natural?».20 Podemos añadir tres ideas más.

Primera: de entre todos los evangelistas, Lucas es el historiador más concienzudo. Su prefacio señala que tenía acceso a fuentes escritas y a los relatos de testigos oculares de aquellos que estuvieron con el Señor desde el principio. También indica que él mismo había «indagado diligentemente» en todas las cosas, y que le interesaba ofrecer un relato ordenado que confirmase a Teófilo la veracidad de lo que había oído. Es difícil creer que, habiendo dicho esto, se pusiera de inmediato a hilvanar leyendas. Es evidente que no era crédulo, ni es probable que recurriese al engaño intencionado. Debía estar convencido personalmente de que la tradición sobre el nacimiento virginal estaba bien fundamentada.

Segunda: según la propia naturaleza del caso, la concepción virginal hubiera sido un secreto muy bien guardado. En el momento del nacimiento de Jesús, María y José estaban entre desconocidos, y es improbable que hubieran surgido sospechas de que el niño había nacido fuera del matrimonio. Está claro que, psicológicamente, María no querría hablar de los detalles con nadie excepto con unos pocos amigos íntimos. Aquellos detalles eran demasiado íntimos y potencialmente vergonzosos. Se nos dice más de una vez que María guardaba para sí estas cosas. Esto explica en gran medida el silencio de la iglesia. Pocos sabrían la verdad y, en medio de los difíciles campos de misión del Imperio, pocos de los que la supieran considerarían inteligente proclamarla.

Tercera: en cierto sentido, el hecho de que el resto del Nuevo Testamento guarde silencio es un argumento que favorece la doctrina que exponen Mateo y Lucas. Demuestra que, como el título «Hijo del hombre» y la frase «el reino de Dios», la doctrina del nacimiento virginal no figuraba en la predicación de la iglesia primitiva. Por tanto, es evidente que Mateo y Lucas no se limitaron a leer en la historia anterior el mensaje expuesto en la comunidad cristiana. Como hemos visto, esta doctrina tampoco tenía valor apologético. Los judíos no esperaban que el Mesías naciera de una virgen (como sí esperaban que fuera del linaje de David). El único motivo para registrar semejante doctrina fue que creían que era cierta y la pusieron por escrito aunque los paganos pudieran malinterpretarla flagrantemente, y aunque personas como Juan, que estaban en posición de conocer la verdad, pudieran refutarla. ¿Una motivación teológica?

La tercera línea de objeciones al nacimiento virginal es que tiene una motivación teológica. Las narrativas del nacimiento no reflejan la verdad, sino el deseo de ofrecer una explicación para llamar a Jesús “el Hijo de Dios”. Ciertamente, según sostiene Küng21, el mismo Lucas lo dice: «por eso lo santo que nacerá será llamado Hijo de Dios» (1:35).

Como respuesta podríamos decir que un hombre no miente por el mero hecho de ofrecer una explicación. Si Jesús era el Hijo de Dios, era adecuado ofrecer alguna explicación, y el nacimiento virginal (junto con los conceptos posteriores como la generación eterna) podrían formar parte de ésta. Jesús era el Hijo de Dios por generación eterna, por medio de la resurrección y del nacimiento virginal. Una cristología global tendría que hacer justicia a todos estos elementos.

Por otra parte, pudiera ser que lo que hace Lucas no sea explicar la filiación mediante el nacimiento virginal, sino éste mediante la filiación. Como muchos otros creyentes, puede que se enfrentase a las preguntas: «¿Por qué un nacimiento virginal? ¿Qué importancia tiene?», y contestase: «Es una señal de la condición de Hijo, una forma de entrada única en la vida humana, coherente con su posición divina exclusiva».

También cabe destacar que la explicación que hace Lucas de la condición de hijo que tiene Cristo se enmarca en términos del Espíritu Santo. No se enfatiza la ausencia de paternidad humana, ni tampoco la actividad de Dios Padre. De hecho, uno tiene la impresión de que el escritor elude cualquier tipo de lenguaje que pudiera sugerir que el hijo de María fue engendrado por Dios. Lucas usa el lenguaje de la creación, no de la generación: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». El resultado no es tanto que el hijo sea Hijo de Dios, sino que es «santo» (v. 35).

Emil Brunner expresa esta objeción de un modo ligeramente distinto: «La idea de la partenogénesis es un intento de explicar el milagro de la encarnación».22 Sin embargo, curiosamente, la narrativa ha causado una impresión diametralmente opuesta en otros estudiosos. James D. G. Dunn, por ejemplo, considera que la cristología de las narrativas del nacimiento es incoherente con la doctrina de la encarnación, que implica la preexistencia de Cristo.23

No obstante, asumiendo que Lucas es, como poco, coherente con la encarnación, resulta muy difícil creer que adelante arbitrariamente una teoría sobre cómo sucedió. No trabajaba en el vacío. Aparte de cualquier otra cosa, debía tener en cuenta los sentimientos de María, lo cual por sí solo hubiera imposibilitado que diera rienda suelta a su imaginación. Además, como explicación de la encarnación, la doctrina del nacimiento virginal es un fracaso rotundo. En sí misma es un misterio tan grande como el que pretende explicar. Incluso después de las narrativas del nacimiento tenemos que preguntarnos: ¿Cómo descendió sobre ella el Espíritu Santo? ¿Cómo la cubrió el poder del Todopoderoso? Estas preguntas, en esencia, no son distintas a: ¿Cómo se encarnó?

No hay necesidad de creer que Mateo y Lucas escribieran sus textos por otro motivo que el de que creían que así es como sucedieron en realidad las cosas.

¿Teológicamente insostenible?

Sin embargo, los críticos del nacimiento virginal no se han contentado con argüir que las narrativas del nacimiento tienen una motivación teológica. Han seguido diciendo que la propia doctrina es insostenible desde un punto de vista teológico. Este argumento ha adoptado más de una forma.

Según algunos eruditos, el nacimiento virginal es incoherente con la preexistencia de Cristo. Dunn, por ejemplo, afirma que las narrativas del nacimiento plasman la concepción virginal como el origen de «“Jesús”, como el engendramiento (=origen) de Jesús para ser el Hijo de Dios».24 Un poco más adelante escribe en los mismos términos: «Lo que está a la vista es un engendramiento, una llegada a la existencia de aquel que será llamado, y que de hecho será, el Hijo de Dios; no la transición de un ser preexistente para convertirse en el alma de un bebé humano ni la metamorfosis de un ser divino en un feto humano».25 Pannenberg, como vimos, adopta la misma postura: el nacimiento virginal es incoherente con la idea de la encarnación de un ser preexistente.26

No obstante, debemos tener en cuenta que las narrativas del nacimiento —sobre todo la de Mateo— contienen pistas claras sobre la deidad absoluta de Cristo. Se le llama Emmanuel («Dios con nosotros») en Mateo 1:23. El nombre «Jesús» también es significativo. La idea clave en esta cuestión no es la etimología («Jehová salva»); eran demasiados los niños judíos que llevaban este nombre como para edificar una teoría sobre este hecho aislado. Lo importante es la afirmación que se hace en Mateo 1:21 de que aquellos a los que salva son su propio pueblo. La hipótesis de Mateo es la misma que la de Marcos, quien, al principio de su Evangelio, registra el advenimiento de Cristo como el cumplimiento de la profecía veterotestamentaria de que el Señor (Jehová) vendría a su templo (Mr. 1:3).

Además, lo máximo que podemos decir contra las narrativas del nacimiento es que no enseñan específicamente la preexistencia de Cristo. No la niegan, ni tampoco enseñan nada que sea incoherente con ella. ¿Por qué esperar que los evangelistas embutiesen su cristología en todas y cada una de las referencias a Jesús? Además, toda afirmación sobre la existencia humana del Señor puede tacharse de incoherente si la desligamos de su contexto teológico. Ningún escritor neotestamentario tiene una cristología más elevada que el escritor de Hebreos. Sin embargo, proclama que Cristo fue tentado (He. 4:15), aprendió la obediencia (5:8) y gustó la muerte (2:9). A la vista de esto, ninguna persona de quien puedan ser ciertas tales cosas puede ser divina. Tampoco puede nadie ser simultáneamente el Hijo de Dios y nacer de una mujer (Gá. 4:4). Según Mateo, Jesús, el Rey de los judíos, nació; según Lucas, el Hijo de Dios nació. Pasaron 600 años antes de que alguien comenzara a sospechar que en estas palabras había algo incompatible con la cristología de Calcedonia.

Emil Brunner suscita una objeción teológica diferente: el nacimiento virginal es incoherente con la humanidad genuina de Cristo (no podemos por menos que destacar, de pasada, lo mutuamente contradictorias que son las diversas objeciones: un crítico entiende que la doctrina no encaja con la deidad preexistente, otro la considera incompatible con la verdadera naturaleza humana). La idea particular que tiene en mente Brunner es que la procreación a través de un padre humano forma parte de lo que significa ser humano: «El Hijo de Dios —escribe él— asumió la humanidad plena; por tanto, tomó para sí todo aquello que cae dentro de la esfera del espacio y el tiempo. La procreación por medio de los sexos forma parte de la vida humana».27

Aquí, Brunner es culpable de un procedimiento que a menudo él condena en otros: establecer una asunción a priori sobre lo que, según el juicio de Dios, constituiría una encarnación genuina. Tal y como él lo ve, Dios sólo podría encarnarse mediante la procreación humana. Pero esto nunca puede ser más que una hipótesis y, además, demasiado endeble como para justificar que un teólogo cristiano rechace la enseñanza clara de la Escritura. Asimismo, según las premisas de Brunner, ¿qué tenemos que hacer con Adán y Eva? No nacieron mediante la unión de los sexos. Por supuesto, Brunner no acepta la historicidad de Adán. Aun así, el primer hombre, fuera quien fuese, no pudo engendrarse mediante el acto sexual entre dos seres humanos.

Aparte de esto, el argumento de Brunner ya ha sido sobrepasado por los acontecimientos. La inseminación artificial y la fertilización in vitro han suprimido la necesidad de que medie la relación sexual. La ectogénesis puede llegar a eliminar la gestación ordinaria; y quizá un día la división celular sustituya al óvulo y al esperma. Sean cuales fueren los méritos éticos de estos procedimientos, anulan por completo el argumento de que la procreación ordinaria es esencial para ser verdaderamente humano. La pregunta decisiva es si la célula o el gen es humano o no. Su forma de llegar a la existencia es indiferente.

Brunner también presenta otro argumento que casi resulta seductoramente atractivo. El Hijo de Dios debió entrar en el mundo de una forma indigna; y el nacimiento virginal, al negar esto, es docético. «Ni siquiera su origen tuvo forma ni belleza. También tuvo lugar en forma de siervo».28

Una vez más, aquí Brunner impone su propia lógica al procedimiento divino. Todo debe tener un motivo anti-docético. Hay que eliminar todo aquello que «no sea digno», incluyendo, por supuesto, la voz desde el cielo en el bautismo de Jesús, la transfiguración, los milagros e incluso la propia resurrección. ¿Qué sentido tiene eludir la Escila del docetismo si acabamos en la Caribdis del arrianismo? En cualquier caso, las narrativas del nacimiento no tienden coherentemente a exaltar a Jesús. No sólo subrayan su origen humilde y su circunstancia de pobreza, sino que provocan, casi innecesariamente, el escándalo de que su nacimiento fue prematuro y de que José no fue su padre. Además, el propio nacimiento milagroso resulta ofensivo a muchos, aunque si brillara por su ausencia en el relato muchos de los propios eruditos que hoy objetan a su presencia se quejarían de su omisión. Se preguntarían cómo alguien que nació de la manera ordinaria, de unos padres normales y corrientes, podría ser el Hijo de Dios. Lo cierto es que al hombre siempre le parecerá ofensivo el proceder de Dios.

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