Kitabı oku: «La persona de Cristo», sayfa 3

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Sin duda alguna, la doctrina del nacimiento virginal la enseñan Mateo y Lucas, y las narrativas del nacimiento fueron una parte esencial de esos Evangelios desde buen principio. Brunner intenta ignorar esto recurriendo a una burla barata: «En otros tiempos este debate solía atajarse diciendo, escuetamente: “Está escrito”; es decir, con la ayuda de la doctrina de la inspiración verbal. Hoy día ya no podemos hacer esto, aunque quisiéramos».29 Esto es totalmente injusto. Lo que está en juego aquí no es la inspiración verbal, sino la canonicidad. El tema no gira en torno a las minucias textuales y exegéticas, sino a dos bloques sustanciales de enseñanza bíblica que abordan asuntos puramente teológicos, y que exponen un mensaje cuyo significado esencial está más allá de todo debate. Incluso un respeto mínimo por la autoridad de la Escritura debería generar respeto por esta doctrina, o al menos excluir el tono despectivo en que muchos cristianos se permiten hablar de ella.

La importancia teológica del nacimiento virginal

Sin embargo, asumiendo que fuera cierto, ¿qué importancia teológica tiene el nacimiento virginal? Por supuesto, podría ser cierto y no tener importancia alguna aparte de sí mismo, pero muchos teólogos han argüido que en su afirmación o en su rechazo están involucradas cuestiones teológicas importantes.

Karl Barth, por ejemplo, ha argumentado persuasivamente que el nacimiento virginal tiene un estatus especial como señal: «Es la señal que acompaña e indica el misterio de la encarnación del Hijo, destacándolo como un misterio frente a todos los comienzos de cualquier otra existencia humana».30 En una obra anterior había hablado del nacimiento virginal como la cara negativa del milagro de la Navidad, la señal de lo inconcebible,31 y concluía: «El Nacimiento Virginal al principio y la tumba vacía al final de la vida de Jesús dan testimonio de que su vida está diferenciada, de hecho, del resto de las vidas humanas, y diferenciada, en el primer caso, no en virtud de nuestro entendimiento o de nuestra interpretación, sino de sí misma».32

La postura de Barth armoniza bien con diversos aspectos de la enseñanza bíblica. Por ejemplo, la idea de una señal es importante en relación con la resurrección. Esto queda claro a partir de pasajes como Hechos 17:31: «porque Él ha establecido un día en el cual juzgará al mundo en justicia, por medio de un Hombre a quien ha designado, habiendo presentado pruebas a todos los hombres al resucitarle de entre los muertos». También se apunta a esta cuestión (aunque sólo someramente) en Romanos 1:4: «y que fue declarado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos».

En un sentido más amplio, el concepto de señal también era importante en relación con los milagros en general. Éstos no sólo eran hechos poderosos (dynameis) y maravillas (terata), sino también señales (sēmeia).

La función precisa que desempeñaban en este sentido queda plasmada en Hechos 2:22: «Jesús el Nazareno, varón confirmado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo en medio vuestro a través de Él». Los milagros atestiguaban que Jesús era un hombre de Dios.

Por lo que respecta al nacimiento virginal por sí solo, la profecía de Isaías 7:14 hablaba indiscutiblemente de una señal: «Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo». El nacimiento milagroso demostró que Dios aún estaba con su pueblo.

Por tanto, es evidente que Barth defiende un tema bíblico válido. Pero ¿a qué apunta la señal del nacimiento virginal?

Primero, subraya el carácter esencialmente sobrenatural de Jesús y del evangelio. Aludiendo de nuevo a Barth,33 el nacimiento virginal está apostado de guardia en la puerta del misterio de la Navidad; y ninguno de nosotros debe pensar en apresurarse a pasar de largo. Se alza en el umbral del Nuevo Testamento, flagrantemente sobrenatural, desafiando nuestra racionalidad, informándonos de que todo lo que viene después pertenece al mismo orden que ese hecho, y que si nos parece ofensivo no tiene sentido que sigamos leyendo. Si nuestra fe se tambalea frente al nacimiento virginal, ¿qué hará frente a la alimentación de los cinco mil, el apaciguamiento de la tormenta, la resucitación de Lázaro, la transfiguración, la resurrección y, sobre todo, la anonadante mansedumbre de Jesús? El nacimiento virginal es la declaración de gracia de Dios, justo en el principio del Evangelio, de que el hecho de la fe es un sacrificium intellectus legítimo. Como escribe Barth: «Elimina la última posibilidad superviviente de comprender intelectualmente el vere deus homo. Sólo deja la comprensión espiritual, es decir, la comprensión mediante la cual la obra de Dios se ve a la luz que Él mismo arroja».34

En segundo lugar, el nacimiento virginal es una señal del juicio de Dios sobre la naturaleza humana. La raza necesita un redentor, pero por sí solo no puede producirlo; ni por medio de su propia decisión o su deseo, ni como precipitado de su propia evolución. El redentor debe proceder de fuera. Aquí, como en cualquier otra parte, «todas las cosas son de Dios». Él proporciona el cordero (Gn. 22:8). Barth tiene toda la razón: «La naturaleza humana carece de la capacidad de convertirse en la naturaleza humana de Jesucristo».35

En tercer lugar, el nacimiento virginal es una señal de que Jesucristo es un nuevo comienzo. No es un desarrollo de nada que haya sucedido antes.

Es una intrusión divina: la última, grande y culminante erupción del poder de Dios en la situación difícil del hombre, «El hombre sólo es participante bajo la forma del hombre que no quiere, no consigue, no reina, sólo bajo la forma del hombre que sólo puede recibir, meramente dispuesto; el que meramente puede permitir que se haga algo con él y para él».36

Sin embargo, hay dos facetas en las que el nacimiento virginal es más que una señal y donde, de hecho, parece formar parte de la lógica interna de las propias doctrinas. Éstas son la condición de Hijo divino de Cristo y su ausencia de pecado. En realidad, el propio Lucas relaciona explícitamente estas doctrinas con el nacimiento virginal:

«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso lo santo que nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc. 1:35).

Es difícil afirmar dogmáticamente que no podría existir una encarnación sin un nacimiento virginal. Sin embargo, lo que sí podemos decir es que si el acontecimiento no fuera milagroso contendría un factor profundamente incongruente. En Hebreos 2:10, el escritor habla de la pertinencia de que el Capitán de la Salvación se perfeccione mediante los sufrimientos. No cabe duda de que también es pertinente, de igual manera, el nacimiento de nuestro Señor tal y como se describe en Mateo y Lucas.

¿Es posible definir con mayor exactitud las incongruencias implicadas en una encarnación que fuera resultado de un acto sexual normal? Hay tres ideas que surgen solas.

Primero: sería muy difícil eludir cierto tipo de adopcionismo, porque según este paradigma Dios haría suya la naturaleza humana de Cristo sólo después de que cualquier otro agente la hubiera dotado de existencia. Sin embargo, según la doctrina de la concepción virginal, la naturaleza humana de Cristo no existe ni un solo instante excepto como la humanidad de Dios. Nunca se vuelve la naturaleza de Dios. Accede a la existencia unida ya a Dios.

Segundo: la refutación del nacimiento virginal significaría que el Señor tuviera una doble paternidad. Por un lado, un Padre divino, Dios; por otro, un padre humano, José. Esto no es imposible, pero sí incongruente, y parece que el Nuevo Testamento lo evita voluntariamente, como vemos en Lucas 3:23: «siendo, como se suponía, hijo de José». De hecho, esta dificultad ya la admiten muchos de los que niegan el nacimiento virginal, dado que a menudo pasan a negar también la preexistencia y la personalidad divina de Cristo. El rechazo del nacimiento virginal raras veces es el final del peregrinaje teológico de un individuo.

Tercero: sin el nacimiento virginal, la encarnación se convierte en una especie de mera iniciativa humana. Recordemos Juan 1:13: «que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios». Ya hemos visto que este pasaje no se puede citar como una evidencia directa del nacimiento virginal, pero es difícil discrepar de Abraham Kuyper cuando escribe: «Sin duda Juan tomó prestada esta descripción gloriosa de nuestro nacimiento más elevado del hecho extraordinario de Dios que destella en la concepción y en el nacimiento de Cristo».37 Como mínimo, debemos admitir que en el acto de la encarnación Dios se mueve con las mismas libertad e independencia de las que disfruta en la obra del nuevo nacimiento. Allí, la dependencia de la voluntad humana se excluye expresamente. Sería incongruente ceder a ella más en el área delicada de la encarnación. Además, no puede haber duda alguna de que las narrativas del nacimiento vinculan la naturaleza de Jesús como Hijo de Dios al hecho de que el Padre participó de una forma peculiarmente directa e íntima en la creación de su humanidad. Negar el nacimiento virginal e introducir en lugar de él la actividad sexual humana supone distanciar inaceptablemente a Dios de la generación del Santo (Lc. 1:35).

Cuando hablamos de la relación entre el nacimiento virginal y la falta de pecado de Jesús, hemos de andarnos con cuidado. El Nuevo Testamento nunca presenta la concepción milagrosa como una explicación de esa ausencia de pecado. La eliminación del factor masculino en la concepción tampoco explicaría, por sí solo, esa falta de pecado. María también tenía pecado (a menos que aceptemos el dogma católico romano de la inmaculada concepción), y no hay evidencias de que el pecado sólo se transmita por vía paterna. Además, la propia conducta de María en el momento de la anunciación y de la concepción no puede considerarse carente de pecado. Cuando hayamos dicho todo lo posible sobre la fe, la actitud sumisa y la aceptación de María de la voluntad de Dios, tendremos que admitir que su respuesta (incluso su pasividad) fue humana y, como tal, imperfecta. «Como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas» (Is. 64:6). Además, ciertos elementos de la conducta posterior de María señalan claramente que, en gran medida, ella no comprendía la situación muy bien (Lc. 2:48 y ss.); y esto debe precavernos para que no hablemos con demasiada soltura sobre la fe que sirvió como la matriz humana para la promesa divina.

Tampoco podemos permitirnos creer que la transmisión del pecado está vinculada a la naturaleza libidinosa del propio acto sexual. Agustín se alegraba de que «la concepción no fue conforme a la ley de la carne pecaminosa (en otras palabras, no se debía a la excitación de la concupiscencia carnal)».38 Y siempre ha habido tendencias, dentro de la tradición cristiana, que han considerado el acto sexual en sí mismo como pecaminoso, y la virginidad como algo especialmente virtuoso. Pero nada de esto debe gran cosa a la enseñanza de la Escritura y, en esta área, como mínimo, Barth es un guía más fiable que Agustín:

No es como si la virginidad como posibilidad humana constituyera el punto de conexión con la gracia divina [...] La vida pecaminosa del sexo se excluye como origen de la existencia humana de Jesucristo, no debido a la naturaleza de la vida sexual, no debido a su pecaminosidad, sino porque toda generación natural es la obra del hombre dispuesto, actor, creador, soberano.39

No obstante, el nacimiento virginal arroja una luz significativa sobre la carencia de pecado de Cristo.

Lo hace, antes que nada, al enfatizar el papel del Espíritu Santo. Sin embargo, hay dificultades en el modo en que la teología ortodoxa ha formulado esto habitualmente. Casi invariablemente, aquellos que abordan el tema hablan de que la naturaleza humana de Cristo fue santificada o purificada por el Espíritu Santo. Esta idea es al menos tan antigua como Agustín: «Pues lo que Él adoptó de la carne, lo limpió para poder tomarlo o lo limpió por el hecho de tomarlo».40 Calvino habló en la misma línea: «libramos a Cristo de toda mancha no porque fue engendrado en su madre sin mediar la cópula con un hombre, sino porque fue santificado por el Espíritu, de modo que esa generación fuera pura y sin mácula, como lo hubiera sido antes de la Caída de Adán».41 Ésta se convirtió en la forma estándar de explicar la falta de pecado del Señor.42

Obviamente, el motivo detrás de este lenguaje es encontrar alguna manera de soslayar la dificultad que surge de la condición pecadora de la propia Virgen. Esto es totalmente loable, y uno duda a la hora de enfrentarse a una batería tan formidable de talento teológico. Pero hay que formular algunas preguntas: ¿Qué fue santificado y cuándo? ¿Fue el óvulo sin fertilizar? Seguro que no. No tiene mucho sentido hablar de la santificación de una porción de tejido. ¿Fue el óvulo fertilizado o el propio feto? Parece imposible hablar de que esto se santificara sin decir que, antes de semejante santificación, era impuro o pecaminoso. Gracias a Shedd —quizá el abogado más poderoso de la idea de que la naturaleza de Cristo fue santificada en su concepción— vemos claro que esto nos conduce a unos problemas teológicos graves. Shedd se ve forzado a argumentar que la naturaleza humana de Cristo fue también justificada y, además, sobre el fundamento de la expiación. «La naturaleza humana de Cristo», escribe, «fue tanto justificada como santificada antes de que asumiera su unión con el Logos; justificada prolépticamente, como lo fueron los santos del Antiguo Testamento, sobre el fundamento de una expiación que aún debía producirse».43 Unas páginas más adelante encontramos una afirmación parecida:

Toda naturaleza que exija santificación exige justificación; porque el pecado es culpa, además de contaminación. El Logos no podría unirse con la naturaleza humana adoptada de la Virgen María, y transmitida desde Adán, a menos que previamente hubiera sido librado de la condenación y del poder del pecado.44

Éstas son afirmaciones que ponen los pelos de punta, porque no sólo sugieren que la humanidad de Cristo existió durante un tiempo sin unión con el Logos, sino que incluso presentan al Señor como alguien con necesidad de su propia expiación.

Creemos que es mejor eludir un lenguaje que nos meta en semejantes dificultades. No hace falta decir más que la humanidad de Cristo fue creada por el Espíritu Santo, en lugar de procreada mediante el acto sexual, y que como tal participó del carácter esencial de todo lo que crea Dios: era muy bueno. Si el énfasis recae sobre la creatividad divina, entonces toda pecaminosidad adherida a la humanidad de Cristo debería atribuirse al Espíritu Santo, su Creador, lo cual es impensable. La única sofisticación que sería prudente añadir es pensar en la santidad del Señor como co-creada. Esto implicaría que fue dada en y con la creación de su propia humanidad. De la misma manera que Dios hizo al primer hombre perfecto, a pesar de haberlo tomado del polvo de la tierra (Gn. 2:7), al Último Hombre también lo hace así, aunque haya nacido de una madre pecadora.

El segundo vínculo entre el nacimiento virginal y la ausencia de pecado en Cristo es que nos ayuda a comprender cómo este último puede carecer de la culpa de Adán. Tal y como señala Abraham Kuyper, «todo depende de la cuestión de si la culpa original de Adán se imputó también al hombre Jesucristo».45 Asumiendo por ahora la doctrina de la culpa adánica —tal como se define en la dogmática tradicional— es evidente que a Cristo no se le imputó esa culpa. El único factor disponible que puede ayudarnos a entender esta inmunidad es el nacimiento virginal. Adán engendró a un hijo a su propia imagen (Gn. 5:3). Pero Adán no engendró a Cristo. La existencia del Señor no tiene nada que ver con el deseo o la iniciativa adánicos. Como ya hemos visto, Cristo es nuevo. Viene de fuera. No es un derivado ni una rama de Adán. Es un paralelo al primer hombre, una nueva partida, y como tal no está afectado por la culpa que corre por el torrente originario. Sin embargo, al decir esto, no debemos olvidar que Él asumió voluntariamente esta culpa (He. 2:16). No obstante, incluso aquí el lenguaje de Hebreos relaciona a Cristo no con la semilla de Adán, sino con la semilla de Abraham.

El argumento que dice que existe cierta conexión entre el nacimiento virginal y la ausencia de pecado en Cristo queda reforzado por el hecho de que una humanidad sin pecado es imposible sin que medie un milagro. El primer hombre fue santo porque Dios le hizo así; el nuevo hombre (el cristiano) es santo porque Dios lo hace así; el Último Hombre es santo porque Dios lo hace santo. La santidad sólo puede existir en la vida humana en virtud del acto divino y, por lo que respecta a Jesucristo, este acto tiene lugar en el mismísimo inicio de su existencia.

Los papeles positivos

Las exposiciones sobre el nacimiento virginal pueden degenerar fácilmente convirtiéndose en meras negativas, como si la doctrina conllevase solamente la exclusión de la paternidad humana. De hecho, también incluye roles muy positivos para María y el Espíritu Santo.

Si abordamos primero el papel del Espíritu Santo, el lenguaje de Lucas 1:35 es muy significativo: «el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». El verbo episkiazein recuerda a la transfiguración, cuando una nube vino sobre ellos, cubriéndolos (Lc. 9:34). Como las nubes del Sinaí (Ex. 24:15) y las de la parousia, sugiere una presencia teofánica. También nos recuerda que, aunque la concepción de Cristo fue milagrosa, no es inexplicable. Queda explicada por el poder del Espíritu Santo, del mismo modo que la existencia del propio cosmos está explicada por el hecho de que el Espíritu Santo se movía sobre la faz de las aguas (Gn. 1:2). Sin embargo, una cosa se elude cuidadosamente: toda sugerencia de que el Espíritu Santo fuera el Padre de Jesús, o que el nacimiento de éste fuera el resultado de la unión sexual entre María y la deidad. La naturaleza humana de Cristo no fue engendrada de la esencia de Dios, sino creada de la sustancia de la Virgen. Si tanteamos reverentemente un poco más, podemos decir que un óvulo ordinario, producido de una forma natural, fue fertilizado milagrosamente por el poder y la bendición del Espíritu. Por lo tanto, Juan Damasceno46 tenía razón, aunque lo expresara de un modo curioso, cuando describió la oreja de María (su respuesta creyente) como el órgano físico de la concepción milagrosa.

En aras de la precisión, y para evitar malos entendidos, sería mejor no hablar de Dios como Padre de la naturaleza humana de Cristo. Quizá ni siquiera sea útil hablar de Él como Padre de la naturaleza divina. Él es el Padre de la Persona eterna, el Hijo de Dios. Dado que Cristo no cambia ni renuncia a su identidad cuando se hace carne, Dios es el Padre del Hijo encarnado tanto como del Hijo preexistente. Pero no es el Padre de su naturaleza humana. Es su Creador.

También el papel de María fue positivo. La humanidad de Cristo no fue creada ex nihilo, sino ex María: de su sustancia.47 Ella contribuyó a él igual que cualquier madre humana contribuye a su hijo: óvulo, genes, un desarrollo fetal normal y un parto común. Él era, en un sentido plenamente correcto, «el fruto de su vientre» (Lc. 1:42). John Pearson escribió que no hay motivo para negar a María «lo que se concede a otras madres en relación con el fruto de su vientre; al Espíritu no se le atribuye nada más que lo necesario para hacer que la Virgen realice los actos de una madre».48

La contribución de María no concluyó con el nacimiento. Ofreció el hogar, el entorno y los cuidados con los que Jesús creció, y es posible que tuviera que hacerlo sin la ayuda de un marido. La ausencia completa de referencias a José durante el ministerio público de Jesús sugiere poderosamente que a esas alturas ya había muerto. Bajo el cuidado de su madre, Jesús creció física, intelectual, social y espiritualmente (Lc. 2:52); y aunque en determinados momentos ella no entendía, su lealtad hacia Él jamás vaciló. Estuvo con Él hasta el final (Jn. 19:26), y su amor, su respaldo y su guía temprana contribuyeron inestimablemente a hacer de Él el hombre que fue. Esto no quiere decir que merezca nuestra adoración, pero sí nuestra gratitud.

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