Kitabı oku: «La persona de Cristo», sayfa 4
Capítulo 2. La Preexistencia de Cristo
La preexistencia de Cristo se afirma claramente en el Credo de Nicea: fue «engendrado del Padre antes de todos los mundos». La doctrina implica, claramente, que en un principio Cristo no fue como nosotros; que sólo llegó a ser como nosotros al compartir voluntariamente nuestra vida; que, como el individuo particular que era, existió antes de la Creación; y que esta existencia como hombre fue continua con su existencia previa como ser celestial.
La preexistencia en Juan
Durante el siglo XX, esta doctrina se ha puesto mucho en duda incluso dentro de la misma iglesia. Pero hay una cosa sobre la que existe un consenso mayoritario: la doctrina se enseña en el Evangelio de Juan. La encontramos en el prólogo y en las primeras palabras: «En el principio era el Verbo». El verbo usado es importante. Era contrasta con se hizo (en el v. 14). El Verbo nunca se hizo en el sentido de llegar a ser. Simplemente, era. Juan usa el tiempo imperfecto (notemos de nuevo el contraste con el aoristo del v. 14), para indicar no tanto la continuidad como el final abierto de este estado existencial. Se corresponde con el Yo soy de Juan 8:58 («antes que Abraham naciera, yo soy») y al ho ōn («el que es y que era», Ap. 1:8) de Apocalipsis. También resulta interesante que Juan vincule esto (sin duda no por accidente) con las primeras palabras de Génesis: «En el principio». Es evidente que quiere enfatizar que, «en el principio», cuando todo lo creado llegó a ser, el Verbo no empezó a existir, porque ya existía anteriormente.
En el resto del Evangelio de Juan hallamos frecuentes alusiones a la preexistencia de Cristo. En Juan 8:57-58, por ejemplo, los judíos desafían a Jesús: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?». Jesús contesta que ha visto a Abraham, porque «antes que Abraham naciera [genesthai], yo soy [egō eimi]». El tiempo presente es notable, tanto porque subraya la cualidad atemporal, de final abierto, de la existencia de Cristo, como porque señala la continuidad entre su vida encarnada y su pasado pre-encarnado. También le vincula de una forma impactante con «el Dios de vuestros padres», quien, cuando Moisés le preguntó su nombre, repuso: «Y dijo Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y añadió: Así dirás a los hijos de Israel: “YO SOY me ha enviado a vosotros”.» (Ex. 3:14).
Muchos especialistas consideran que es muy improbable que Jesús hubiera afirmado semejante pretensión a la divinidad.1 Sin embargo, sin duda es necesaria una afirmación así para explicar la crucifixión, ¿no? Jesús debió decir y enseñar algo tremendamente ofensivo para los gobernantes judíos: algo que se señalase como algo más que un mero reformador social o político. Según Marcos 14:62, fue condenado por blasfemia. Para los oídos judíos, unas palabras como las de Juan 8:58 caerían, sin duda, dentro de esta categoría.
La mejor ventana que tenemos para conocer la opinión que tenía Jesús de sí mismo es la oración de Juan 17. Manifiesta una intimidad especial debido a las circunstancias (en el umbral del Calvario), y debido a la compañía (nadie más que los discípulos). Por lo que respecta a nuestro propósito, por el momento las palabras más impactantes son las del versículo 5: «y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera». La doctrina de la preexistencia de Jesús relumbra a través de estas palabras, sin ninguna ambigüedad. Jesús tuvo gloria antes que el mundo fuese: y la tuvo en la presencia del Padre (para soi, «contigo»). Ruega a Dios que le devuelva a la posición que ocupaba antes de la encarnación.2
También tenemos las afirmaciones de Juan sobre el Hijo del Hombre. En dos de ellas se afirma firmemente la idea de la preexistencia. Una es Juan 3:13: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, es decir, el Hijo del Hombre [que está en el cielo]». Aunque, como hacen algunos editores, omitimos la última frase, la postura está clara: el Hijo del Hombre está presente en la Tierra sólo porque ha descendido del cielo. La otra aseveración relevante sobre el Hijo del Hombre es Juan 6:62: «¿Pues qué si vierais al Hijo del Hombre ascender adonde antes estaba?». Aquí la idea es similar a Juan 17:5. La ascensión no supone el acceso a un tipo de existencia nuevo y desconocido, sino un regreso a lo que el Señor había conocido antes.
Uno de los pocos escritores que cuestiona si Juan enseñó realmente la preexistencia personal de Cristo es John A. T. Robinson. La esencia de su argumento es que, a pesar del énfasis que hace Juan sobre la «otredad» de Jesús, «el lenguaje que usa para designar a Cristo en su relación más profunda con el Padre es el mismo que aplica en un sentido más endeble y general a los hombres».3 Por ejemplo, la idea de «entrar en el mundo» se usa de manera idéntica para hablar de Jesús, «el profeta», el Mesías y «todos los hombres». La designación «de Dios» (para theou) no sólo se aplica a Jesús, sino a «cualquiera que sea devoto y obedezca la voluntad [de Dios]» (Jn. 9:31-33). La designación Hijo de Dios debería aplicarse a todos los hombres: e incluso la designación dioses se aplicaba, en el Antiguo Testamento, a algunos hombres (Sal. 82:6).
Pero esto es un alegato muy especial. El lenguaje que usa Juan para hablar de Jesús —dice Robinson— es el mismo en un sentido endeble y más general que el que emplea sobre el resto de los hombres. ¿Cómo puede ser endeble y más general si son cosas diferentes? Además, los ejemplos son muy selectivos. Robinson omite casi todas las pruebas clásicas de la preexistencia. ¿De qué otro hombre dice Juan que fue en el principio, que estaba con Dios y que era Dios? ¿O que hizo el mundo y antes de que éste existiera tuvo gloria con el Padre? ¿En qué otros labios humanos pone las palabras del YO SOY eterno? ¿De qué ser humano dice que descendió del cielo y que después de la muerte ascendió adonde estuvo antes? Es cierto que Juan aplica a los creyentes un lenguaje demasiado exaltado, como también lo hace Pablo. Pero la clave de ese lenguaje en ambos casos no es la igualdad ontológica, sino el principio de la koinōnia («comunión»).
En realidad, pocas dudas pueden caber sobre que el Evangelio de Juan enseña la preexistencia de Cristo y retrotrae esa doctrina hasta la propia consciencia de sí que tenía Jesús. Pero ¿cuán creíble es el testimonio de Juan? Dunn pregunta: «¿Podemos asumir que la intención de Juan fue la de ofrecer esas expresiones diversas como palabras del propio Jesús?»4. Dunn se muestra escéptico: la cristología clásica de H. P. Liddon5 dependía del cuarto Evangelio «hasta un punto crítico», pero la obra de Strauss y Baur imposibilitó esa dependencia (excepto para unos pocos conservadores ignaros). Según Dun, debido a su carácter patentemente teológico, el cuarto Evangelio es sospechoso si pretende ser una fuente histórica clara: «Sería casi irresponsable usar el testimonio juanino sobre la naturaleza de Jesús como Hijo en un intento de revelar la opinión que tenía Jesús de sí mismo».6
Por supuesto, según los estándares modernos, la postura de Dunn no tiene nada de raro. Es la ortodoxia actual. Pero no debemos ignorar sus consecuencias. El cuarto Evangelio es canónico, y fue aceptado como tal desde el principio. Además, la iglesia primitiva jamás puso en tela de juicio su autoridad, aunque, como señaló J. B. Lightfoot, complicó la vida tanto a ortodoxos como herejes por un igual, «porque el lenguaje de este Evangelio tiene una incidencia muy íntima sobre incontables controversias teológicas que surgieron en los siglos primero, segundo y tercero de la era cristiana: y, por consiguiente, el interés directo de una u otra parte era negar la autoridad apostólica, si tenía fundamentos para hacerlo».7 El propio Dunn es un buen ejemplo del principio de Lightfoot. Tiene un interés teológico y académico para negar la validez (o al menos la naturaleza primitiva) de la doctrina de la preexistencia. El Evangelio de Juan es un obstáculo en su camino, y debe librarse de sus evidencias. Por lo tanto, Dunn osa hacer lo que nadie se atrevió a hacer en la iglesia primitiva. No niega explícitamente la canonicidad de Juan, pero la negativa implícita es enfática: fiarse de Juan es irresponsable. Debemos sin duda preguntarnos: si es irresponsable que un teólogo cristiano se fíe del testimonio inequívoco de un libro canónico indisputable, ¿qué criterio le queda?
Pero ni siquiera éste es el verdadero alcance del problema. No cabe duda de que el cuarto Evangelio ejerció una tremenda influencia sobre la cristología posterior. El vínculo entre él y Nicea y Calcedonia es muy directo. Tampoco es sólo cuestión de dogma. El Evangelio de Juan tuvo la misma influencia sobre la vida y la devoción cristianas. En este Evangelio el discipulado encontró las máximas afirmaciones sobre el amor divino. Dunn es consciente de esto: «En un sentido real, la historia de la controversia teológica es la historia del intento por parte de la iglesia de asimilar la cristología de Juan».8 Sin embargo, Dunn también afirma que «las afirmaciones juaninas de mayor peso son un desarrollo que parte de la tradición anterior, como mucho tangenciales a ella».9 Si como mucho son tangenciales, ¿qué serán como poco? ¿Quiere decir que, durante los dos últimos milenios, la iglesia, al intentar asimilar la cristología juanina, se ha ido por la tangente? ¿Está diciendo que debemos enrollar la alfombra teológica hasta llegar a Calcedonia, pasar por encima del Evangelio de Juan hasta llegar a la cristología de María Magdalena y empezar de cero?
A menudo tenemos la impresión de que el clásico de Liddon, The Divinity of our Lord (La divinidad de nuestro Señor), nació fuera de tiempo y quedó obsoleto de inmediato por el auge de la erudición crítica moderna; igual que el canal de Calcedonia quedó anticuado por la llegada de los grandes navíos de vapor. Ciertamente, Liddon habla con una «certidumbre majestuosa».10 Pero esto no se debe a que ignorase las cuestiones o porque vivió antes del auge de la crítica. Pronunció sus Sermones Bampton en 1866, treinta y un años después de la Life of Jesus («Vida de Jesús») de Strauss (1835, 1846), y diecinueve años después del Kritishe Untersuchungen Uber Die Kanonische Evangelien (Tubingen, 1847). Liddon era plenamente consciente de la postura que adoptaron esos eruditos sobre el cuarto Evangelio, y observó perspicazmente que el Evangelio de san Juan se había convertido en el campo de batalla del Nuevo Testamento.11 También observó que:
Lo que está en juego cuando se desafía la autenticidad del Evangelio de san Juan no es cuestión de una mera crítica diletante. El meollo de esta investigación trascendental se encuentra muy cerca de la esencial del credo de la cristiandad [...] Y es que el Evangelio de Juan es la afirmación escrita más manifiesta de la Deidad de Aquel cuyas pretensiones sobre la humanidad no pueden analizarse sin pasión, ya sea la del amor que adora o la de la enemistad vehemente y decidida.12
Lo cual, traducido, quiere decir: el hecho de que «los poderes elementales del universo» (Gá. 4:9, mi traducción) conocen perfectamente la importancia estratégica del cuarto Evangelio es el único motivo por el que han concentrado sobre él sus ataques.
Dentro de los límites del programa de sus sermones, Liddon se enfrentó completamente a Strauss y a Baur en su propio terreno. Cinco años después, el máximo erudito británico del Nuevo Testamento, J. B. Lightfoot, pronunció una conferencia magistral sobre Internal Evidence for the Authenticity and Genuineness of St. John’s Gospel (Evidencias internas de la autenticidad del Evangelio de san Juan).13 El valor permanente que tiene la contribución de Lightfoot es que demuestra, incluso exageradamente, que Juan no era un «teólogo despegado del suelo». Su Evangelio abunda en detalles históricos, biográficos, geográficos y topográficos. Lightfoot concluye: «El evangelista no va flotando por las nubes de la especulación teológica. Aunque con su vista penetra en los misterios de lo invisible, sus pies están firmes sobre el terreno sólido de los hechos externos».14 Este punto de vista ha suscitado un apoyo creciente, representado por el estudio de C. H. Dodd, Historical Tradition in the Fourth Gospel («La tradición histórica en el cuarto Evangelio»,15 los Sermones Bampton de J. A. T. Robinson, publicados póstumamente,16 y, en menor escala, el ensayo de Robinson His Witness is Trae: A Test of the Johannine Claim («Su testimonio es verdadero: una prueba de la afirmación juanina»).17
Está claro que a Juan le interesaban los hechos, pensaba sin duda que eran importantes y es evidente que quiso relatarlos. A priori, deberíamos esperar que su actitud se tradujese en su plasmación de las palabras de Cristo. Un hombre que desea ofrecer la situación exacta de Getsemaní, la identidad precisa de quien arrestó a Jesús, el tiempo específico que duró la construcción del templo y el instante concreto de la crucifixión no va a inventarse palabras que poner en la boca de Aquel a quien considera la Verdad.
Por supuesto, Dunn no ignora las tendencias más conservadoras de la erudición bíblica. Se muestra abierto a la idea de que el cuarto Evangelio fue escrito antes del año 70 d. C., y es muy consciente de «la renovación del interés por el cuarto Evangelio como fuente histórica para el ministerio de Jesús».18 Pero aún no está preparado para admitir que lo que encontramos en Juan sea una tradición auténtica, o al menos unas reflexiones auténticas sobre la opinión que Jesús tenía de sí mismo. Hay dos motivos para su postura. Primero, según él dice, existe una gran diferencia de estilo entre las enseñanzas en los sinópticos y los discursos registrados por Juan. Pero esta diferencia, ¿de verdad es sorprendente? Mateo y Lucas usaron deliberadamente las obras de sus predecesores, lo cual dejaba poco espacio para el ejercicio de su originalidad. Sin embargo, Juan opta deliberadamente por cubrir un terreno distinto, centrándose en el ministerio en Jerusalén y en los discursos de Jesús, en lugar de en los sucesos externos de ese ministerio. Los discursos, por sí solos, tuvieron un público diferente (los rabinos jerosolimitanos y el círculo íntimo de discípulos) que aquel que fue testigo del ministerio en Galilea; y fueron transmitidos en arameo, que Juan tuvo sin duda que traducir (sin la ayuda de predecesores). Sobre todo, Juan tuvo que comprimirlos y condensarlos, y lo hizo de acuerdo con su propia intención y sus circunstancias, frente al trasfondo de su propia predicación, y dentro de las limitaciones de su personalidad. El resumen podría ser tanto suyo como el resumen que hace Mateo del Sermón del Monte o el que hace Marcos de la «pequeña apocalipsis» (Mr. 13:5-37). Pero esto no es lo mismo que decir que pudieran ponerse en los labios del Señor ideas nuevas como la preexistencia y la afirmación de ser Dios. Estas ideas no representarían una evolución del pensamiento de Jesús, ni serían meramente tangenciales a éste, como sugiere Dunn. Lo revolucionarían, y harían de Juan un falso testigo. Por supuesto, en lo abstracto, los eruditos pueden llegar precisamente a esta conclusión. Pero la iglesia cristiana no puede hacerlo, al menos si quiere retener dentro de su canon el Evangelio de Juan.
Dunn sostiene, en segundo lugar, que existe una falta total de paralelos reales en la tradición temprana para la insistencia de Juan en una naturaleza filial divina y preexistente. En otras palabras, que la doctrina de la preexistencia no aparece en las epístolas paulinas, en Pedro o en Santiago, en los Evangelios sinópticos o ni siquiera en la epístola a los Hebreos.
Debemos tener claras las consecuencias de la postura de Dunn. Un inventario rápido de textos que, tradicionalmente, se usan para enseñar la doctrina de la preexistencia incluyen los siguientes: Mateo 18:11; 20:28; Marcos 1:1-3; 12:1 y ss.; Romanos 8:3; 1 Corintios 10:4; 2 Corintios 8:8; Gálatas 4:4; Filipenses 2:6; Colosenses 1:15-17; 1 Timoteo 1:15; 3:16; 2 Timoteo 1:10; Hebreos 1:1-14; 7:3 y 1 Pedro 1:20. Esta batería resulta impresionante y sugiere a las claras que la fortaleza de la doctrina no radica meramente en pasajes individuales, sino en la fuerza cumulativa de la evidencia. El enfoque de Dunn sobre estos pasajes resulta muy problemático. De entrada, ataca a cada uno de ellos separado de los demás. Lo que es aún más grave es que parece aplicar una hermenéutica insostenible. Sin centrarse en el significado natural sino en el necesario, pregunta: «Esas palabras, ¿podrían significar otra cosa?» y, en cada uno de los casos, responde «¡Sí!». Los peligros de este paradigma se evidencian de inmediato al contemplar la fraseología con la que Dunn manifiesta sus conclusiones: «no puede ser sino que [...]»; «es posible que Pedro quiera decir [...]»; «phanerousthai puede usarse en este caso con el sentido de [...]»; «quizá la idea es sencillamente que [...]».19 Antes (p. 47) tenemos afirmaciones como: «Marcos dejó su versión abierta a interpretaciones».
Si aplicásemos estos cánones de interpretación a las afirmaciones cotidianas, pronto nos veríamos sumidos en el absurdo. Por ejemplo, tomemos la frase «Escocia derrotó a Gran Bretaña en Hampden». Su significado natural (para nosotros) es que el equipo de fútbol de Escocia obtuvo una victoria contra Gran Bretaña en el Hampden Park, Glasgow. Pero éste no es su significado necesario. Puede significar otra cosa. Queda «abierto a otras interpretaciones», sobre todo si aislamos cada palabra e interpretamos atomísticamente el pasaje. Escocia puede referirse al ejército escocés, al equipo de hockey de Escocia o bien al equipo femenino de bolos. Derrotar puede significar «vencer con las armas». Y Hampden puede ser un error tipográfico por Hampton, lo cual a su vez puede ser la abreviatura de Hampton Court, Southampton o Northampton. Por consiguiente, podríamos concluir que la afirmación originaria «puede muy bien significar» que el equipo femenino escocés de bolos derrotó, usando las armas, al equipo de hockey británico en Northampton.
La única manera de evitar semejantes absurdos (sobre todo al interpretar documentos de los que nos separan unas enormes barreras lingüísticas, culturales e históricas) es insistir en que las palabras deben tener su significado natural, no el necesario, y que las frases y los párrafos deben interpretarse holística, no atomísticamente. El espectáculo de un erudito cristiano que forja su propia postura al señalar diminutas ambigüedades verbales en cada uno de los dieciséis argumentos que han dado forma a la fe y a la adoración de la iglesia durante dos mil años no resulta ni convincente ni edificante. Otro problema es el uso que hace Dunn del concepto «el contexto de significado del siglo I». Aquí su argumento sostiene que en el mundo conceptual del siglo primero, designaciones como Hijo de Dios, Hijo del Hombre y Espíritu de Dios nunca indicaron un redentor personal y preexistente y, por tanto, no pueden tener ese significado cuando se aplican a Cristo. Existe un caso típico de este tipo de lógica en el comentario que hace Dunn de Gálatas 4:4.20 «Aquí Pablo no tiene intención de argumentar una postura o afirmación cristológica particular, ya sea sobre la encarnación o no». ¿Por qué? Porque existen pocos precedentes para esta idea de la encarnación. En realidad, «dentro del contexto de significado del siglo I» existe una sorprendente ausencia de la idea de un Hijo de Dios, o un individuo divino, que desciende del cielo a la Tierra para redimir a la humanidad. En consecuencia, si Pablo hubiera pretendido enseñar una doctrina de la encarnación, éste hubiera sido un concepto totalmente nuevo, que para un judío (a) hubiera sido imposible y (b) ininteligible para sus lectores.
Pero ¿podemos tomarnos en serio la sugerencia de que la cristología no puede escapar de su contexto de significado del siglo I, que no debe contener nada radical ni extraño para los oídos de sus destinatarios, que el Hijo de Dios en los sinópticos no puede significar más de lo que significa en IV Esdras, que Espíritu no puede trascender su significado en Filón y Josefo? Sin duda, esto es una tontería. Todos los títulos divinos se transforman al aplicarlos a Cristo. Además, por su propia naturaleza, el evangelio es un misterio. No es algo que ya esté presente en la cultura y el entorno de los oyentes, sino algo nuevo y sorprendente: una buena noticia que casi desafía la creencia. Es el mismo Pablo el que exclama:
Cosas que ojo no vio, ni oído oyó,
ni han entrado al corazón del hombre,
son las cosas que Dios ha preparado
para los que le aman. (1 Co. 2:9)
Y ciertamente, además, el motivo de que los judíos crucificasen a Cristo, los atenienses se burlaran del evangelio y el Imperio persiguiera a la iglesia fue que el cristianismo trascendiese de una manera tan manifiesta su contexto de significado propio del siglo I.