Kitabı oku: «La persona de Cristo», sayfa 5

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La preexistencia en Hebreos

Si nos concentramos con mayor detalle en la tradición anterior a Juan, el mejor punto de partida es la enseñanza de la epístola de los Hebreos, sobre todo Hebreos 1:1 y ss. y Hebreos 7:3, complementados por Hebreos 2:9 y 10:5. Tanto si la doctrina de la preexistencia de Cristo es cierta como si no, es muy difícil creer que no se enseñe en estos pasajes. Cristo es un Hijo (sin el artículo definido, He. 1:2, no en el mismo sentido que los profetas, sino en uno que le coloca en una categoría propia. Además, es Aquel por medio del cual Dios hizo el mundo, no en este caso ton cosmos sino tous aiōnas (y, por lo tanto, fue anterior a él); y en Hebreos 1:3, los participios de presente ōn («siendo») y pherōn («sosteniendo») sugieren poderosamente la continuidad inacabable, por no decir la naturaleza eterna, de la existencia y la actividad del Hijo.

Volviendo a Hebreos 2:9, lo interesante es la manera en que dice (literalmente) que Cristo «fue hecho menor que» los ángeles. Está claro que aquel no fue su estatus natural u originario. En Hebreos 7:3 quien se tiene en mente no es Cristo, sino Melquisedec. Sin embargo, se nos dice que Melquisedec (literalmente) «fue hecho como» (aphōmoiōmenos) el Hijo de Dios. El Melquisedec histórico antecede al Jesús histórico por muchos siglos; sin embargo, Cristo es el modelo de Melquisedec, no al revés. Este «ser hecho como» debe incluir «sin principio de días», tanto como lo hace su «vive para siempre» (pantote zōn, He. 7:25).

Dunn admite la fuerza de estos pasajes, concediendo que «Hebreos describe a Cristo como Hijo de Dios con un lenguaje que parece denotar preexistencia más que cualquier otro texto que hayamos visto hasta ahora»,21 pero tiene una explicación preparada. Este lenguaje sobre una aparente preexistencia tiene que encuadrarse en el contexto de la deuda que tenía su escritor con el idealismo platónico, e interpretarse con una referencia cruzada al modo en que Filón trata al Logos: «Lo que es posible que debamos aceptar (sic) es que el autor de Hebreos, en última instancia, tiene en mente una preexistencia ideal, la existencia de una idea en la mente de Dios, su intención divina para los últimos tiempos».22 Sin duda, esto es muy improbable. Tenemos escasa evidencia de que el escritor a los Hebreos tuviera ningún contacto con el platonismo, y ninguna en absoluto de una deuda con éste. Los paralelos verbales no son una prueba de dependencia literaria, y mucho menos de identidad ideológica. Además, ¿qué sentido tendría sustituir «una idea en la mente de Dios» por el Hijo en Hebreos 1 y 2? ¿Es que Dios en esos últimos días nos habla por medio de una idea en su propia mente? Como señala G. W. H. Lampe, en Hebreos y Juan el Logos/ Sabiduría preexistente, aunque no se nos dice explícitamente que es una persona, se identifica con la figura personal del Jesús histórico, cuya personalidad se proyecta retrospectivamente sobre el Logos/Sabiduría hipostatizado. 23 Lampe seguramente pretende que esto sea una crítica, pero la percepción es lo bastante precisa. El Hijo de Dios preexistente en Hebreos 1:1 es la misma persona que clamó a Dios con su llanto (He. 5:7); y en su estado preexistente es tan personal como el Dios con quien se le compara, y con los profetas con quienes se le contrasta.

La preexistencia en Pablo

Cuando nos centramos en los escritos paulinos, no somos conscientes de entrar en un mundo diferente en ningún sentido del de Juan o Hebreos. Bien pudiera haber dicho, en este sentido, lo mismo que dijo en otro: «a mí, pues, los de reputación nada nuevo me comunicaron» (Gá. 2:6). Su cristología es tan elevada como la de ellos, y al menos igual de enfática en su afirmación de la preexistencia de Cristo.

Seguramente el pasaje aislado más importante es Gálatas 4:4: «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley». Lo que estas palabras parecen decir es lo mismo que dijo Cecil Francis Alexander:

Descendió a la Tierra desde el cielo, quien de todos es Dios y Señor. Cristo fue el Hijo de Dios antes de su misión y fue enviado como delegado y representante de Dios. Sin embargo, Dunn objeta que el verbo exapesteilen («enviado») es ambiguo, y no sugiere nada sobre el origen y el estatus del enviado. Dios envió a ángeles, igual que a Moisés, Gedeón o los profetas. Escribe:

Partiendo de esto es evidente que exapesteilen, cuando se usa para hablar de Dios, no nos dice nada sobre el origen o punto de partida del enviado; subraya el origen divino de su misión, pero no el del mensajero.

Por consiguiente, por lo que respecta a su uso en Gálatas 4:4, lo único que podemos decir es que los lectores de Pablo pensarían, probablemente, tan sólo en alguien enviado por comisión divina.24

Pero ¿no detectamos aquí cierta confusión? Es cierto que el verbo exapesteilen se usa normalmente en el griego tardío para hablar de cualquier tipo de misión y que, por lo tanto, partiendo de este verbo no podemos decir si la persona enviada era príncipe o mendigo, dios, embajador o cartero. Sin embargo, la cuestión no es ésta. La cuestión no es si Cristo fue Dios antes de ser enviado, sino si existía antes de ser enviado. Es muy difícil encontrar un caso de exapesteilen referido a un nacimiento, y los casos que cita Dunn no contribuyen a su argumento. Los ángeles existieron antes de ser enviados. Igual que lo hicieron Moisés, Gedeón y los profetas. Existe la presunción a favor de que lo mismo podemos decir de Cristo. Él es enviado como alguien que ya existe, no como alguien que empieza a existir cuando es enviado.

Sin embargo, existe una cuestión todavía más importante. El propio Dunn suscita la pregunta: «El hecho de que fue su Hijo el enviado, ¿no resuelve la ambigüedad del verbo?». Lamentablemente, no ofrece ninguna respuesta satisfactoria. No obstante, la idea de una relación especial entre Jesús y Dios no es un caso aislado que quede limitado solamente a este pasaje. Aparece, por ejemplo, en otros dos pasajes de Pablo: Romanos 8:3 y 8:32.

En Romanos 8:3 escribe: «Pues lo que la ley no pudo hacer, ya que era débil por causa de la carne, Dios lo hizo: enviando a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y como ofrenda por el pecado». El pasaje presenta dos peculiaridades interesantes. Primero, Pablo no se contenta con decir su Hijo sino su propio Hijo («el Hijo de sí mismo»), enfatizando así la intimidad especial del vínculo existente entre Él y el Padre. El énfasis carecería prácticamente de sentido si este vínculo no hubiera existido antes de que fuese enviado. Segundo, Pablo dice que Dios le envió en semejanza de carne de pecado. Esto se refiere, claro está, a la humanidad del Señor. Pero ¿por qué hacer referencia a ella? ¿No somos todos «enviados» en semejanza de carne»? ¿Y por qué expresarlo de una forma tan extraordinaria, en semejanza de carne de pecado? Está claro que sentía la necesidad de decir que Jesús fue humano. Está igual de claro que sentía la necesidad de definir con gran exactitud el tipo de humanidad que poseía. Todo esto se encuentra en plena consonancia con su unicidad como preexistente y divino; y es muy difícil de explicar de no ser así.

Romanos 8:32 dice: «El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con Él todas las cosas?». Sea cual fuere el significado preciso de no eximir y de entregar, una cosa está clara: existía una relación muy especial entre el Padre y el Hijo. Él era su propio Hijo, tan precioso que, si no lo eximió, entonces, a fortiori, no eximiría nada. De hecho, el lenguaje de este versículo recuerda mucho a Juan 3:16: «Dios entregó a su unigénito».

Esto expresa de forma muy clara la gravedad de las cuestiones involucradas en la negación de la preexistencia de Cristo. La gloria de la iniciativa de amor del Dios Padre es el tema más importante del Nuevo Testamento. La manifestación suprema de ese amor es la entrega, el envío y el sacrificio de su Hijo: pero para alcanzar toda su fuerza depende de la relación especial entre Cristo y el Padre. Por eso, en Juan 3:16 y en Romanos 8:32 los escritores utilizan un lenguaje que recuerda a Abraham cuando sacrificó a Isaac: «Toma ahora a tu hijo, tu único, a quien amas» (Gn. 22:2). La auténtica maravilla de la devoción de aquel patriarca radica en la cualidad preciosa y única de Isaac, y la esencia de la maravilla del Calvario, considerado (como debe ser) un acto de Dios Padre, radica en la naturaleza única y preciosa de Cristo. El envío pierde la mayor parte de su valor si no mediaba amor entre ellos. La entrega pierde la mayor parte de su majestad si la relación entre «padre» e «hijo» sólo hubiera durado unos pocos años. El Calvario podría seguir siendo un monumento al heroísmo de Cristo, pero dejaría de hablarnos del amor del Padre. Por curioso que parezca, la fuerza de Juan 3:16 y de Romanos 8:32 depende de la homoousios («una sustancia») de Nicea. Según Nicea, Dios entregó lo Suyo. Según aquellos que niegan la preexistencia, Dios entregó a Otro.

Nuestro pasaje paulino clave sobre la preexistencia es 2 Corintios 8:9: «Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros por medio de su pobreza llegarais a ser ricos». Estas palabras tienen un interés práctico evidente. El motivo de la liberalidad es lo que Cristo hizo por usted (di hymas, para su beneficio): se hizo pobre. Era rico, precisamente como Dios lo es, en gloria (Fil. 4:19). Pero se hizo a sí mismo pobre. No fue un proceso gradual, sino un momento decisivo, como indica el tiempo aoristo. Aplicado meramente al Cristo histórico, esto no tiene sentido. ¿Cuándo fue rico el Cristo posterior a la natividad? «No fue como Moisés, que renunció a los lujos del palacio para servir a sus hermanos; nunca tuvo ninguna riqueza terrenal a la que renunciar».25 Lo que dice Pablo es que mientras que para el cristiano la pobreza inicial da paso a la riqueza, para Cristo sucede lo contrario. Además, esta comprensión de la misión de Jesús no es una novedad para los cristianos corintios. Es algo con lo que están muy familiarizados: «pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo [...]».

En Colosenses 1:15 y ss. retomamos la atmósfera de Juan 1:1-4 y de Hebreos 1:2-4, con su énfasis en la importancia pre-temporal y cósmica del Señor. Esto resulta más notable si, como aducen algunos eruditos, el pasaje es un himno pre-paulino. Entonces reflejaría incluso más directamente la tradición cristiana primitiva.

La afirmación clave es el versículo 17: «Y Él es antes de todas las cosas». Pablo no dice fue sino es (estin). Como mínimo en la forma es muy parecido a Juan 8:58: «antes que Abraham naciera, yo soy» (egō eimi). Es difícil creer que la frase antes de todas las cosas se pretende señalar una superioridad de rango antes que una prioridad de existencia. La forma natural de expresar la superioridad no hubiera sido pro pantōn, sino epi pantōn (Ro. 9:5; Ef. 4:6), o hyperanō pantōn (Ef. 1:21; 4:10), o hyper panta (Ef. 1:22). Además, el contexto precedente deja claro que Pablo estaba pensando en la preexistencia: «por Él fueron creadas todas las cosas [...] todo fue creado por Él y para Él». Si todo lo que fue creado lo hizo Él, entonces es evidente que Él no fue creado.

Pero ¿qué pasa con las palabras del versículo 15: «Él es [...] el primogénito de toda creación»? ¿No sugieren que Cristo fue una criatura, aunque fuese la primera? Ciertamente, los arrianos aplicaron este sentido a las palabras, para respaldar su doctrina de que «hubo cuando él no estuvo» (ēn pote ouk ēn). Sin embargo, debemos tener en mente que Pablo (o quienquiera que fuese el autor originario) no dice prōtoktistos («primer creado»), sino prōtotokos («primer nacido»). Además, la Septuaginta había usado prōtotokos en el Salmo 89:27: «Yo también lo haré mi primogénito» y, como resultado, prōtotokos, usado de forma absoluta, se había convertido en un título mesiánico reconocido.26 Esto lo facilitó su aplicación a Israel en pasajes como, por ejemplo, Éxodo 4:22: «Israel es mi primogénito».

La connotación más poderosa en el título prōtotokos es la primogenitura (de hecho, la Vulgata lo traduce como primogenitus), que a su vez transmite las ideas de soberanía sobre la casa y el derecho de herencia. La idea de la soberanía ya está vinculada con el término en Salmos 89:27: «Yo también lo haré mi primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra». En Hebreos 1:2 la filiación divina está claramente vinculada con la herencia y, en Hebreos 12:23, todo el pueblo de Dios está contenido en la designación «la iglesia del primogénito». Dentro de la comunidad cristiana, cada miembro tiene derechos de primogenitura: somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Ro. 8:17). Cabe destacar, además, que tanto Lightfoot27 como Bruce28 citan dos casos de una fuente rabínica en los que claramente no se puede pensar en Dios como parte (aunque fuera la primera) del mundo.

La preexistencia en los Evangelios sinópticos

Los Evangelios sinópticos son menos explícitos sobre la preexistencia de Cristo que las epístolas paulinas, y esto plantea una especie de enigma. Sin embargo, debemos recordar lo siguiente: que los Evangelios no representan una fase más antigua de la tradición que, por ejemplo, Gálatas; que presentan a Cristo en términos de actos en lugar de proposiciones; y que no podemos establecer una distinción formal entre la deidad y la preexistencia. Los sinópticos contienen abundantes evidencias de la primera y, sin duda, implican la segunda.

La evidencia que tenemos para la preexistencia es cuádruple.

Primero, tenemos el uso del título Señor, sobre todo en pasajes como Marcos 1:2-3. Aquí a Juan se le presenta como el precursor del Señor, pero Marcos intensifica la fuerza de la afirmación al representarla como el cumplimiento de Malaquías 3:1 y de Isaías 40:3. En el primer pasaje, es el propio Yahvé quien viene como mensajero del pacto. En el segundo, hay que preparar el camino para Él. Si Marcos veía a Cristo como el Señor (como Aquel que venía a su propio templo), ciertamente debía pensar que existió antes de su venida, ¿no es cierto?

La segunda evidencia es la consecuencia de la afirmación: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado» (Mr. 1:15). La conexión entre Jesús y el reino es íntima: hasta el punto de que podemos incluso decir que el único motivo de que el reino haya venido es que lo ha hecho en el propio Jesús el Rey. En semejante interpretación no hay nada novedoso. Cranfield29 cita a Marción diciendo que: «En el evangelio, el propio Cristo es el reino de Dios». Orígenes se expresó de forma parecida, diciendo: «Como Él es la propia sabiduría y la propia verdad, quizá también sea el propio reino». Cranfield expresa su punto de vista así: «De hecho, podríamos llegar al punto de decir que el reino de Dios es Jesús y que Él es el reino».30 Esto tampoco significa solamente que Él es la suprema bendición y el don del reino. A la luz de Marcos 1:2 y siguiente, debe significar que es el Rey. El reino ha venido porque el Rey lo ha hecho; y el Rey ha venido porque Yahvé lo ha hecho. Esto es lo que esperaba el Antiguo Testamento:

Entonces todos los árboles del bosque cantarán con gozo delante del Señor, porque Él viene; porque Él viene a juzgar la tierra (Sal. 96:12-13; cfr. Sal. 98:9).

Desde este punto de vista, la propia natividad es una parousia, que sólo

es posible gracias a la preexistencia de Cristo.

La tercera línea de evidencia sinóptica para la preexistencia de Cristo es el uso que hace Jesús del título el Hijo del Hombre como la manera que prefiere para designarse.31 C. F. D. Moule32 considera que la doctrina de la preexistencia de Cristo es post-dominical, y afirma que la idea de preexistencia se adhirió a los dichos sobre el Hijo del Hombre sólo en los escritos de Juan. Ciertamente, en las afirmaciones juaninas hay un grado de explicitud que supera a cualquier otro en los sinópticos. Pero Moule ignora la posibilidad de que la idea de la preexistencia esté implícita en la propia designación. Al llamarse el Hijo del Hombre, ¿afirmaba Jesús la preexistencia, entre otras cosas? Esto solía responderse con una afirmación confiada sobre el fundamento de que en Similitudes de Enoc el Hijo del Hombre es una figura divina preexistente. George Eldon Ladd, por ejemplo, escribe: «En Enoc, el Hijo del Hombre es claramente un ser preexistente, celestial (si no divino) que viene a la Tierra para establecer el reino de Dios. El uso que hace Jesús de la expresión Hijo del Hombre conllevaba una pretensión implícita a la preexistencia».33 Hoy día no se sabe con seguridad la fecha de las Similitudes, y parece que el consenso entre los especialistas sostiene que es post-cristiana.34 Esto no priva por completo a Enoc del valor como evidencia para la época de Cristo, pero sí imposibilita argüir que los oyentes originarios de Jesús le hubieran entendido a la primera como si hiciese las afirmaciones precisas que aparecen en las Similitudes.

Sin embargo, parece prudente argüir que los dichos sobre el Hijo del Hombre deben interpretarse a la luz de Daniel 7:13 y ss. Si es así, tiene una incidencia directa sobre la cuestión de la enseñanza de los sinópticos sobre la preexistencia de Cristo, porque el Hijo del Hombre en Daniel es, casi con toda seguridad, una figura divina. Es sobrehumano (no un hijo de hombre, sino como los hijos de los hombres); ejerce un dominio que es universal y eterno; y viene «con las nubes del cielo» (v. 13). Como Señala Joyce Baldwin: «una concordancia revelará lo frecuente que es la referencia a las nubes en relación con la presencia del Señor, no sólo en el Pentateuco sino todo a lo largo de la poesía veterotestamentaria y la literatura profética».35 Podríamos citar como ejemplos la gloria de Dios en el monte Sinaí (Ex. 24:16), el pilar de nube (Nm. 9:16) y la nube que llenó el templo de Salomón (1 R. 8:10). El simbolismo prosigue en el Nuevo Testamento en relación con la transfiguración (Mr. 9:7) y la parousia (Mr. 14:62). El regreso de Jesús con las nubes del cielo es sinónimo de su regreso en la gloria de su Padre.

Si Jesús era este Hijo del Hombre, entonces era Rey, sobrehumano y divino, y la pretensión de preexistencia ya está implícita en estas otras. Jesús no podía afirmar que era un Mesías divino sin sostener también que era preexistente.

Ciertamente, el modo en que los Evangelios hablan del Hijo del Hombre es totalmente coherente con su preexistencia, y casi imposible de explicar si se niega. Esto es especialmente cierto de dos dichos que hablan de la venida del Hijo del Hombre al mundo: Marcos 10:45 y Lucas 19:10. El primero nos dice que Cristo vino no para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos. El segundo nos dice que vino a buscar y a salvar a los perdidos. La idea no es simplemente que el Hijo del Hombre está en el mundo porque vino a él (supuestamente de alguna otra parte), sino que estos pasajes le adscriben una intención deliberada para venir. Vino porque quería servir. Vino porque quería salvar a los perdidos. Algunos de los dichos añaden una dimensión ulterior al sugerir, a veces tangencialmente, la gloria del estado del que había descendido. El propio pasaje de Marcos 10:45 lo hace al decir: «ni aun el Hijo del Hombre». El hecho de que Él, de entre todos los hombres, debiera servir tiene algo de inesperado y de incongruente. De hecho, en las palabras que se le atribuyen aquí, Jesús hace el mismo uso práctico de su gloria preexistente como el que hace Pablo en Filipenses 2:5 y ss. y 2 Corintios 8:9: su voluntad de renunciar a sus propios derechos y privilegios es un modelo para nuestras kenōsis y una reprensión a todas nuestras pretensiones humanas.

En Mateo 8:20 (paralelo a Lc. 9:58) hallamos una consciencia parecida de la incongruencia de su condición terrenal, humilde: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza». Una vez más, lo notable es que Él de entre todos los hombres, carezca de hogar:

Mas tu lecho fue el cieno, oh Tú Hijo de Dios, en los desiertos de Galilea.36

Habiendo dicho esto, encontramos una dificultad para relacionar a Cristo, en su primera venida, con la visión que tuvo Daniel del Hijo del Hombre: que no hay «venida en las nubes». Todas las alusiones en los Evangelios relacionan éstas a la segunda venida (por ejemplo, Mr. 13:26; 14:62).

Podemos decir dos cosas como respuesta a esto:

Primero, que la natividad y el ministerio temprano no carecieron del todo de esplendor divino. La natividad se encuadra en el contexto de la misión del Precursor, la visita de los magos (Mt. 2:1 y ss.) y la aparición de la multitud angélica (Lc. 2:8-13). El propio ministerio recibe una reiterada acreditación divina por medio de los milagros y la Voz del cielo (Mr. 1:11; 9:7). Incluso sobre el fundamento de los relatos sinópticos, el comentario de Juan estaría más que justificado: «y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).

Segundo, es peligroso insertar en la profecía de Daniel la distinción entre la primera y la segunda venida de Cristo. Para el Antiguo Testamento, la parousia es un todo indivisible. La distinción sólo se formula en el Nuevo Testamento, e incluso entonces sólo gradualmente. Geerhardus Vos expresa muy bien las implicaciones que tiene esto para nuestro estudio actual:

Si en manos de nuestro Señor la venida mesiánica se resuelve en dos plazos, una primera y una segunda aparición, entonces la firma general del suceso indiviso, como la naturaleza sobrenatural del carácter teofónico y la procedencia celestial de la venida, se pueden aplicar indiscriminadamente a cualquier estadio, lo cual no supone negar, por supuesto, que las características que destacó Daniel puedan encontrar un cumplimiento más realista en la segunda fase que en la primera.37

En su primera venida, no menos que en la segunda, Jesús es el Hijo del Hombre y, como tal, es un ser celestial preexistente.

Partiendo de los Evangelios sinópticos hallamos una cuarta consideración: los postulados claros de la parábola de los arrendatarios (registrada en los tres: Mt. 21:33-46; Mr. 12:1-11; Lc. 20:9-19). Todo lo que hay en esta parábola conspira para enfatizar la grandeza del Mesías rechazado: es el último enviado, el hijo, no un siervo, el hijo amado, el unigénito, y el heredero. Debido a esta grandeza, las consecuencias de rechazarle y matarle son trascendentales. Cuando Jesús preguntó: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará a esos labradores?», los judíos dijeron: «Llevará a esos miserables a un fin lamentable, y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo» (Mt. 21:40-41). Tal y como señala Vos:38

Esta respuesta asumía que no podía producirse nada más radical que un cambio de administración; que Caifás y sus compañeros, miembros del Sanedrín, serían destruidos, y otros gobernantes les sustituirían, después de lo cual la teocracia podría funcionar como antes. Jesús corrige esta hipótesis tan simplista; para Él, esta respuesta era totalmente inadecuada. Ellos no habían apreciado la plena gravedad del rechazo del Hijo de Dios: la abrogación completa de la teocracia, y la edificación desde los cimientos de una nueva estructura en la cual el Hijo, así rechazado, recibiría una justificación plena y el honor supremo: «Por eso os digo que el reino de Dios os será quitado y será dado a una nación que produzca sus frutos». (Mt. 21:43)

La grandeza que está en juego aquí (la que subyace en la gravedad de rechazarle) no es solamente la de la condición mesiánica de Jesús. La propia condición mesiánica descansa sobre algo más profundo: la condición de hijo. Él es Hijo antes de ser enviado, y es enviado porque es Hijo: «Tendrán respeto a mi hijo» (Mt. 21:37). Las ideas de la preexistencia y la filiación forman parte de la esencia del relato.

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