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El significado de la preexistencia

Por consiguiente, la doctrina de la preexistencia parece bastante segura sobre sus fundamentos exegéticos. Pero ¿qué significa? Muchos eruditos la han sometido a una reinterpretación radical y reduccionista. Entre ellos, el principal ha sido John A. T. Robinson.39 Éste parte de la afirmación poco prometedora de que la preexistencia, como la mesianidad o «la humanidad impersonal», es un concepto que en la época moderna es posible que no signifique nada. Sin embargo, habiendo dicho esto parece que no está seguro de qué hacer con el concepto, porque procede a ofrecer nada menos que tres interpretaciones de la preexistencia.

Primero, dice que la doctrina de la preexistencia representa simplemente una actualización de la idea de la preordenación.40 Cristo preexistió en el sentido de que su ministerio formó parte de la voluntad deliberada y del plan de Dios. Robinson ni explica ni defiende esto. No obstante, seguro que es evidente que no puede existir tensión alguna entre la preordenación y la preexistencia. Establecer una no supone rechazar la otra. De hecho, las dos doctrinas se encuentran en ocasiones muy relacionadas en el Nuevo Testamento. En 1 Pedro 1:20, por ejemplo, leemos que Cristo fue destinado antes de la fundación del mundo, pero que fue revelado al final de las eras (mi traducción). La conclusión más segura respecto a este versículo es que ni afirma ni niega la preexistencia de Cristo. Por lo que respecta a su relación con la preordenación, es evidente que a lo largo del Nuevo Testamento lo que se preordena no es la existencia de Cristo sino su manifestación (1 P. 1:20), su soberanía cósmica (Ef. 1:9-10) y especialmente sus sufrimientos (Mr. 8:31; Jn. 17:1; Hch. 2:22 y ss.).

Segundo, Robinson ofrece lo que sólo puede llamarse una definición biológica de la preexistencia. Él sostiene que el único tipo de preexistencia de la que podemos estar seguros, es que «Jesús debió estar vinculado por medio de su tejido biológico con el origen de la vida en este planeta, y por detrás de él con todo el proceso inorgánico que se remonta hasta el polvo de estrellas y el átomo de hidrógeno; siendo parte del “manto sin costuras de la naturaleza” tanto como cualquier otro ser vivo».41 Por lo que respecta a lo que afirma este comentario, es perfectamente aceptable. Como indica el propio Robinson, el Nuevo Testamento nos lo dice explícitamente, sobre todo en la genealogía de Lucas, que traza la descendencia física del Señor hasta Adán. Robinson no dice más que C. S. Lewis: «Tras cada espermatozoo subyace toda la historia del universo: encerrada en su interior se haya buena parte del futuro del mundo».42 Lo que genera un problema es lo que Robinson niega. ¿Es ésta realmente la única clase de preexistencia? Como él mismo admite, su lenguaje no dice nada de la preexistencia del individuo como tal. Sus sentimientos se corresponden, en el otro extremo de la escala cronológica, con las palabras de Shakespeare sobre la post-existencia de Julio César:

César imperial, muerto ya y vuelto a la arcilla, Podrá muy bien tapar un agujero para que no entre el viento.43

¿Podríamos reducir la doctrina neotestamentaria de la resurrección a esto? Tampoco podemos reducir la doctrina de la preexistencia de Cristo a la idea de que Él estaba presente en el polvo de estrellas. Cuando tuvo gloria con el Padre antes de que el mundo fuese, ¿lo hizo como un átomo de hidrógeno (Jn. 17:5)?

El tercer enfoque44 es más sofisticado. Robinson comienza señalando que, para nosotros, existe una tensión insoluble entre la preexistencia y la humanidad de Cristo. ¿Por qué? Debido a nuestras presuposiciones, en especial nuestra idea de que lo que preexistió fue una persona. Los escritores del Nuevo Testamento, según Robinson, no sentían semejante tensión, porque no compartían nuestras presuposiciones. Según ellos, lo que se encarnó no fue una persona, sino una vida, poder o actividad que adoptó un cuerpo y una expresión en un ser humano individual. Cristo fue la encarnación de la agencia divina, la presencia y la gloria divinas. Pero no fue la encarnación de una persona divina.

Uno se siente tentado a responder a esto diciendo: puede que sea verdad, pero no es lo que enseña el Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento, la existencia de Jesús como hombre es una continuación de su existencia previa o anterior como ser celestial. El Verbo que habitó entre nosotros es el mismo Verbo que estaba con Dios. El Cristo que hallamos en forma de hombre es el mismo que anteriormente existió en forma de Dios. El Cristo que vive en la pobreza es el mismo que, previamente, fue rico. Además, aunque podamos distinguir correctamente entre Dios y su palabra, poder, actividad y presencia, no cabe duda de que en el Nuevo Testamento tales cosas se hipostatizan en las personas del Hijo y del Espíritu Santo. El Hijo no sólo es enviado; viene por propia voluntad y como expresión de un altruismo incomparable. La combinación de lo volitivo y lo altruista, ¿no da como resultado lo personal?

Anthony Tyrrell Hanson también desea reinterpretar la doctrina de la preexistencia, pero su enfoque es distinto al de Robinson. De hecho, Hanson es muy crítico del enfoque de Robinson sobre la evidencia del Nuevo Testamento: «En cada caso me parece que no ha logrado tomar en consideración la evidencia de que, en realidad, esos escritores creían que Cristo era un ser divino preexistente».45 Pero aunque Hanson sabe lo que dicen Pablo y Juan, no se siente impulsado a aceptarlo: «La evidencia que convenció a los escritores neotestamentarios no nos convence».46 Él arguye que lo que debemos hacer es conservar la intención subyacente en la doctrina de la preexistencia, aunque no podamos aceptarla con detalle. La doctrina no se originó en Jesús, sino en la iglesia primitiva. ¿Por qué la inventaron? ¡Para conservar y expresar la realidad de Cristo como revelación de Dios! Si Dios se había revelado de forma suprema en Cristo, entonces (pensaban los primeros cristianos), Dios debe haber sido siempre como ahora se le conoce en Cristo. En consecuencia, toda revelación de Dios en la era precristiana debe haber sido una revelación de Dios en Cristo. En la práctica (y en su intención), Hanson desmitifica la doctrina de la preexistencia: representa la existencia anterior del amor altruista de Dios.

Por supuesto, es cierto e importante que Cristo es la revelación de Dios. Pero en el Nuevo Testamento esta «unidad reveladora» descansa sobre la unidad ontológica. Jesús puede decir «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14:9), sólo porque también puede decir «Yo y el Padre uno somos» (Jn. 10:30). De otro modo, Cristo revela a Dios sólo desde fuera, como observador, y no es más que el último de los profetas: una posición contradiría la idea que se establece en Hebreos 1:1, que nos dice que Dios habló sus última palabra no por medio de un profeta, sino de su Hijo. Si la ontología es errónea (si el escritor da una respuesta equivocada a la pregunta «¿Quién es Él?»), toda su teología de la revelación también es errónea. La verdadera relación de la doctrina de la preexistencia con la obra de la revelación está bien expresada por Pannenberg: «La unidad reveladora de Jesús con el Dios que es de la eternidad a la eternidad nos obliga conceptualmente a aceptar la idea de que Jesús, como Hijo de Dios, es preexistente [...] Si Dios se ha revelado en Jesús, entonces la comunión de éste con Dios, su filiación, pertenece a la eternidad».47

Otros estudiosos se resisten a la tentación de desmitificar la preexistencia de Cristo, y prefieren rechazarla sobre fundamentos teológicos. De entre éstos, el más frecuente es que no es coherente con la humanidad de Cristo. Esto lo afirma con una fuerza especial John Knox: «La creencia en la preexistencia de Jesús es incompatible con la creencia en su humanidad normal y genuina [...] Podemos tener la humanidad sin la preexistencia, y la preexistencia sin la humanidad. No hay absolutamente ninguna manera de tener ambas».48

Podemos hacer tres comentarios sobre esto:

En primer lugar, el uso que hace Knox de la humanidad de Cristo como principio regulador de cristología es inaceptable. Para él, no basta con conservar la veracidad de la humanidad, debe protegerla de toda presión y tensión: «Si tuviéramos que decidir entre la preexistencia y una vida genuinamente humana, no cabe duda de cuál sería la elección».49 Esto es puro dogmatismo. Como mínimo, hay la misma justificación para hacer de la deidad el principio regente y de emitir una afirmación directamente opuesta a la de Knox: «Si tuviéramos que decidir entre la crucifixión y una existencia divina genuina, no cabe duda de cuál sería la elección». Sin duda, es un tributo al énfasis que la iglesia primitiva ponía en la divinidad del Salvador que la primera herejía cristológica fuera la negación de la carne de Cristo (docetismo). Por supuesto, Knox lo sabe perfectamente e, incluso, acusa a Pablo de emplear el lenguaje del docetismo en Filipenses 2:7-8 y en Romanos 8:2: «Hemos de admitir la presencia en el pensamiento paulino, al menos en ocasiones o en según qué conexiones, de una reserva o de cierta duda respecto a la plena autenticidad de la humanidad de Jesús».50 Tanto si esto es justo para Pablo como si no, al menos admite que la iglesia primitiva era extremadamente sensible sobre el tema de la deidad de Cristo, y de que se preocupaba, al menos en apariencia, de intentar no forzar este atributo, más que el de la humanidad. Esto no es sólo cuestión de palabras, también aparece en la actitud práctica de la iglesia hacia Cristo. Correctamente o no, los primeros cristianos le adoraban. Correctamente o no, no le llamaban hermano sino Señor. Estas actitudes eran totalmente esenciales para la existencia de la iglesia, y reflejan una consciencia que consideraba crucial la deidad del Salvador. Frente a este trasfondo, no cabe ninguna justificación para hacer de la humanidad el principio cristológico directivo, que debe protegerse de cualquier presión y cargas, y que descarta por principio toda sugerencia de trascendencia.

En segundo lugar, es difícil aceptar la asunción implícita de Know de que debe existir una continuidad absoluta entre la humanidad de Cristo y la nuestra. Comentando sobre Juan 17:5 («Y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera»), Knox pregunta: «¿Podemos imaginar que un verdadero hombre hablase de semejante manera?».51 Un verdadero hombre, en este sentido, probablemente significa un mero hombre. A lo que podemos responder: ¿Podemos imaginar a un verdadero hombre diciendo «Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar» (Mt. 11:28), o haciendo y diciendo cualquiera de las cosas registradas en los Evangelios? Demos un paso más radical: ¿Podemos imaginar que los Evangelios se escribieron sobre un mero hombre? De hecho, aunque Knox niega el nacimiento virginal, la ausencia de pecado y la preexistencia, su propio Cristo dista mucho de ser normal. «La realidad del Logos —escribe— estuvo plenamente presente en el Acontecimiento que fue el centro de la vida humana de Jesús y, por tanto, de forma preeminente en esa propia vida humana».52 ¿No es éste el lenguaje del docetismo? Ciertamente, no es normal hablar de la vida de una persona como el centro de un Acontecimiento (con A mayúscula); y sin duda no es nada ordinario un hombre en quien estaba presente la realidad del Logos de forma plena y preeminente. La religión de Knox somete esta lógica a una presión intolerable.

En tercer lugar, la negativa de Knox de la preexistencia personal de Cristo es fatal para la doctrina de la Trinidad. Él mismo no la aceptaría: «Si se nos preguntase qué le sucede a la doctrina de la Trinidad que tiene la iglesia si nos basamos en semejante comprensión de la preexistencia, la respuesta debería ser clara: “Nada en absoluto”».53 La postura de Knox es bastante curiosa. Acepta que «hay motivos para hablar de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo como tres modos personales o hipóstasis del ser divino».54 También acepta que fue concretamente Dios el Verbo quien se encarnó en Cristo. Lo que no acepta es que Jesús de Nazaret sea idéntico al Logos. El Logos estaba presente de forma preeminente en la vida humana de Cristo, pero «sin ser simplemente idéntico con Jesús». El efecto de esto es enfrentar la autoridad de John Knox con la del apóstol Juan, quien identifica explícitamente ambas. Fue el propio Logos quien estuvo con Dios, se hizo carne, lloró ante la tumba de Lázaro y fue crucificado en el Calvario. No podemos quedarnos a medio camino de Juan, tomando prestada su terminología y un porcentaje de su enseñanza. Si el Verbo se hizo carne, el crédito de Juan está seguro. Si el Verbo sólo tuvo una presencia preeminente en la vida humana de Jesús, el crédito de Juan no está seguro; y, si no es así, debemos abstenernos de realizar ningún tipo de vínculo entre el Logos y Jesús. Hemos de dejar que nuestro «verdadero» hombre disfrute tranquilamente de su papel como mero hombre.

Knox llega incluso a decir que: «Si pretendemos hablar con cierta precisión, no podemos identificar simplemente a Jesús, a pesar de su importancia, con una de las “personas” de la Trinidad».55 En abstracto, puede que esto sea cierto. Pero resulta difícil de concebir cómo podría sobrevivir a semejante verdad la doctrina de la Trinidad. Decir que Jesús no es una de las personas de la Trinidad es decir que no es el Hijo de Dios: y si Él no lo es, ¿quién es? De hecho, fue el problema generado por esta misma identificación el que hizo que la doctrina de la Trinidad fuera necesaria. Si Jesús no es el Hijo, no hay evidencia alguna de que Dios tenga un Hijo o de que exista pluralidad en la deidad. Si esto es así, podemos descartar con toda tranquilidad la doctrina de la Trinidad.

Por supuesto, la idea que Knox intenta transmitir puede ser otra: que la naturaleza humana de Jesús no puede identificarse con el Logos en su totalidad de igual manera que el propio Logos no puede identificarse con la deidad (theiotes) en su totalidad. Esto es cierto. Pero lo que genera el problema de Knox es su hipótesis de que la naturaleza humana es una persona. Como niega la antigua doctrina de que la naturaleza humana de Cristo era o bien impersonal (an-hypostatos) o «en personal» (en-hypostatos, es decir, que halla su identidad personal en el Logos), debe distinguir entre el Jesús histórico y el Logos, considerándolos personas distintas. En términos de la Teología clásica, aunque la naturaleza humana de Cristo no puede identificarse con el Logos, el hombre Cristo Jesús sí puede. El Jesús histórico es el Logos encarnado.

Sin embargo, la batería más formidable de objeciones teológicas procede de G. W. H. Lampe.56 Lamentablemente, en cierto sentido es extremadamente difícil seguir su lógica. Esto es verdad, especialmente, sobre el argumento de que la creencia en la preexistencia de Cristo afecta gravemente el concepto de la mediación. Lo que parece estar diciendo es que en tanto en cuanto la mediación parece realizarla el Espíritu (concebido como «la mano que extiende Dios hacia su Creación»), tuvo una naturaleza directa e inmediata real: en contacto con el Espíritu, estábamos en contacto con el propio Dios. Sin embargo, cuando la mediación se lleva a cabo a través del Logos preexistente, el efecto consiste en distanciarnos de Dios: «El Hijo sugiere un ser que no es el propio Dios, sino que coexiste con Él y actúa como su agente».57 Sin embargo, y sin duda alguna, negar la preexistencia sólo empeora el problema. Reduce eficazmente la relación entre Cristo y Dios, y limita el conocimiento que tiene el Hijo del Padre eterno que el primero pudo atisbar en los treinta y pocos años de una vida breve. Por el contrario, en el Nuevo Testamento (y en la ortodoxia posterior), la naturaleza de hijo se definió de modo que potenciaba la mediación. Ser el Hijo es ser igual a Dios (Jn. 5:18). Ser el Hijo significa que Él y el Padre son uno solo. Éstas fueron las afirmaciones subyacentes en la doctrina posterior de la homoousion: el Padre y el Hijo son uno solo, y participan del mismo ser. Según este paradigma, en Cristo el Mediador ya estamos cara a cara con Dios. Aparecer ante el trono de Cristo es aparecer ante el trono divino. Él ocupa el centro de la monarquía divina.

Incluso es el centro de la misma. En Él no hallamos el Verbo; le hallamos siendo el Verbo.

Lampe también arguye que la doctrina de la preexistencia hace que la doctrina cristiana de Dios sea ineludiblemente tri-teísta. El motivo es que una vez el Logos se conceptuó en términos humanos como Jesús, fue plausible dotar a persona del significado completo que tiene en la definición de Boescio: «una sustancia individual de naturaleza racional». Esto, dice Lampe, es bastante incompatible con la unidad de Dios. Si el Logos es una persona en este sentido y el Padre es una persona en el mismo sentido, debemos abandonar el monoteísmo. Una parte de la respuesta a esto debe ser que la identificación de Jesús con el Logos ya la hacen los escritores canónicos (notablemente, Juan), y que si la teología cristiana debe ponerse a juzgar su propio canon, asistiremos a su fallecimiento. Además, la iglesia siempre ha admitido que la doctrina de un Dios en tres Personas conllevaba un elemento de misterio e incluso de contradicción aparente.

Dios era un Ser. Dios era tres Personas. El canon afirmaba ambas cosas, pero no enseñaba cómo armonizarlas. La iglesia no tenía derecho de negar ni una ni la otra por amor a la coherencia, igual que no lo tenía a negar el amor divino por no poder armonizarlo con la existencia del mal.

Aparte, la iglesia siempre ha defendido que no comprende la naturaleza tripartita de Dios de una forma que contradiga su unidad. El Logos de Juan, personal y preexistente, afirma su propia deidad sólo en términos estrictamente monoteístas: «Yo y el Padre somos uno». La teología nicena hace lo mismo. El Padre y el Hijo no son dos seres (ousiai); son un único ser (homoousios). Para esta línea de pensamiento era fundamental trazar una distinción entre persona y esencia. Existía una diferencia entre el modo en que Dios era uno y el modo en que era tres: era uno en esencia, tres en Personas. Mientras se mantuviera esa distinción, no había ninguna contradicción en afirmar las tres en una. Es cierto que la iglesia sabía que a la hora de intentar expresar esa distinción usaba el término persona no para hablar, sino para guardar silencio.58 Sin embargo, esto no debe llevar a una orgía de humildad por parte de los teólogos. Otras disciplinas, incluyendo las ciencias exactas, se enfrentan a problemas parecidos. En la Física, igual que en la Teología, muchas cosas contradicen el sentido común. Paul Davies escribe:

Por supuesto, los físicos, como todo el mundo, tienen modelos mentales de átomos, ondas lumínicas, el universo en expansión, electrones, etc.; pero esas imágenes a menudo son muy inadecuadas o tendenciosas. De hecho, sería lógicamente imposible que una persona pudiera visualizar con precisión determinados sistemas físicos, como los átomos, porque tienen características que, simplemente, no existen en nuestro mundo empírico.59

Lampe también afirma que la preexistencia debilita la creencia en la encarnación: entonces a quien vemos en Jesús no es a Dios, sino a su socio. Resulta complicado ver la fuerza de esta idea. El Hijo no podía asumir carne si nunca existió. Un ser inexistente no puede adoptar la forma de siervo. El sujeto de la encarnación, fuera quien fuese, debía existir previamente. Tampoco es nada justo decir que la preexistencia debilita la creencia en la encarnación erradicando de la vida de nuestro Señor todo condicionamiento cultural y social. Es cierto, sin lugar a dudas, que Cristo vino al mundo como Persona divina con un carácter y una identidad bien definidos. Sin embargo, no tenemos derecho a descartar su experiencia humana como si no hubiera incidido en su personalidad. Tampoco podemos estar de acuerdo con Lampe cuando escribe: «Es una naturaleza humana que no debe nada esencial a las circunstancias geográficas; no se corresponde con nada del mundo real y concreto; después de todo, Jesucristo no ha “venido en la carne”».60 La naturaleza humana de Cristo no fue una mera abstracción metafísica. Tuvo una marcada individualidad que la distinguía radicalmente, por ejemplo, de las de Pedro y Juan, Judas y Caifás. Era suya. Aparte, esta individualidad no le fue dada meramente, una vez por todas, en el misterio. Se desarrolló como resultado de su experiencia. Creó su propio vocabulario distintivo y sus propios métodos docentes. Tuvo su propio círculo social definido. Tuvo sus propias experiencias individuales. No tenemos derecho a confiar tales cosas a su naturaleza humana. La Persona (el Hijo de Dios) queda modificado por las experiencias de la vida terrenal. El Hijo de Dios aprende la obediencia, el Hijo de Dios es tentado, padece y muere. El Hijo de Dios aprende la compasión del único modo en que se puede aprender: por experiencia. En Cristo, la personalidad divina se ve envuelta en el proceso de aprender y de llegar a ser. Podríamos decir incluso que sus experiencias forman parte del significado de la propia deidad. Getsemaní forma parte de la memoria del Dios trino.

De la crítica de Lampe podemos extraer otra idea adicional. Él sostiene, aunque no con tantas palabras, que la doctrina de la preexistencia hace que la encarnación sea prácticamente un mito: Jesús se convierte en «una especie de invasor del espacio exterior»; se le entiende básicamente como «un superhombre que desciende voluntariamente al mundo de los mortales ordinarios»; es «un luchador del espacio omnipotente que lucha, por así decirlo, con una mano atada a la espalda».61

La réplica a esto debe ser que la doctrina neotestamentaria de la encarnación en realidad no puede defenderse frente a la acusación de que parece un mito. La propia idea de ser enviado sugiere, inevitablemente, un viaje, y la idea de regresar al Padre sugiere, ineluctablemente, una huida. La única manera de evitar esto es abandonar toda idea de encarnación, y retraer al cristianismo del mundo de la carne al de las ideas. Entonces dispondríamos de una encarnación ideal (un hombre inspirado), una expiación ideal (en el corazón de Dios), y una resurrección ideal (la supervivencia de unos recuerdos preciosos). Estas ideas no pueden ser objeto de burla ni de caricatura, pero tampoco constituyen el cristianismo, al menos no el del Nuevo Testamento. En él, Cristo vino en la carne, resucitó en ella y ascendió ante la mirada atónita de sus discípulos. Ese Cristo no puede ser más invulnerable a la profanidad («¡Ahora tenemos el despegue!») de lo que lo fue a la crucifixión.

Pero si hay objeciones teológicas a la doctrina de la preexistencia también existe un poderoso respaldo teológico para ella. Esto viene particularmente de las dos afirmaciones más básicas del cristianismo.

La primera es la posterior existencia de Cristo. Según el Nuevo Testamento, Cristo resucitó de los muertos y los propios apóstoles consideran esta doctrina como el fundamento mismo del cristianismo (1 Co. 15:14 y s.). Sin ella, todo lo demás es en vano, y el mensaje cristiano es una falsedad monstruosa. Además, para los primeros cristianos el Jesús resucitado tenía una importancia absoluta. Vivían por la unión con Él. De Él derivaban gracia y paz. Sus vidas estaban construidas en torno a Él, y enraizadas en su persona. Era la fuente e incluso el contenido de su salvación. Como señala C. F. D. Moule: «Experimentaban al propio Jesús como en una dimensión que trascendía lo humano y lo temporal».62 Al ser esto así, Moule tiene todo el derecho del mundo a preguntar: «Si Jesús de Nazaret retiene así su identidad después de su muerte, en una dimensión distinta y en una en la que es difícil negar el epíteto eterno, ¿qué hemos de decir de Él antes de su nacimiento y su concepción? ¿Acaso se puede negar la existencia posterior a la encarnación a una personalidad eterna previa a ella?».

La segunda es la deidad de Cristo. A primera vista, la escasez de referencia a la preexistencia de Cristo en el Nuevo Testamento es notable. Lo mismo sucede en la reflexión cristiana posterior. Pero hay una explicación evidente. La preexistencia no era una doctrina independiente. Estaba inserta en la deidad de Cristo (que la eclipsaba). La vida y la devoción cristianas se basaban en la deidad, y es sobre ella, como es lógico, donde los oponentes concentraron sus ataques. Por consiguiente, en este frente la iglesia debe reunir sus fuerzas, centrándose en el tema principal (la deidad de Cristo) y refiriéndose sólo de paso a los asuntos como su preexistencia. Sin embargo, la verdad mayor sin duda incluye la menor. Es imposible que una persona divina no sea preexistente. Su divinidad demostró que no pudo nacer en el año 4 a. C.

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