Kitabı oku: «Fuego salvaje»

Yazı tipi:

Fuego salvaje

Una historia real

Donald Robert Christman


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo de los editores

Fuego salvaje

Donaldo R. Christman

Dirección: Ester Silva de Primucci

Diseño del interior: Giannina Osorio

Diseño de la tapa: Romina Genski

Ilustración de la tapa: Shutterstock

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXXI

Es propiedad. © New Life (2007). ACES, 2021

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-347-0


Christman, Donaldo R.Fuego salvaje / Donaldo R. Christman / Dirigido por Ester Silva de Primucci. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo digital: OnlineISBN 978-987-798-347-01. Narrativa estadounidense. I. Silva de Primucci, Ester, dir. II. Título.CDD 813

Publicado el 25 de enero de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Capítulo 1
ANSIAS DE SABER

–Mira, hermana, me voy para encontrar una escuela en la que pueda, por lo menos, aprender a leer y escribir; yo...

–Ten paciencia, Alfredo, ten paciencia. Por ahora, quédate aquí, en la granja. Recuerda lo que prometió el tío Juan.

–Sí, lo recuerdo. Pero eso fue antes de que papá muriera. Ahora se ha olvidado por completo de su promesa.

Alfredo Barbosa de Souza tenía 15 años ¡y todavía no había pasado un solo día en la escuela! Su tío Juan había prometido enviarlo a una escuela y pagarle todos los gastos, en reconocimiento por lo que el padre de Alfredo había hecho para ayudarlo a comprar su rancho y su hato de vacas.

–El tío Juan siempre dice: “Cuando sea rico”. Ha tenido suficiente tiempo para hacerse rico, pero nunca ha venido ni siquiera a vernos –refunfuñó Alfredo en voz baja–. ¡Promesas olvidadas! ¡Yo haré algo por mi cuenta!

El señor Francisco, como le decían al padre de Alfredo, había sido un próspero ganadero en la zona sudeste del estado de Mato Grosso. El Mato Grosso se extiende por más de mil quinientos kilómetros a lo largo de la frontera occidental de la Rep. del Brasil. Su nombre significa “jungla densa” y abarca casi una sexta parte del territorio de dicho país.

En 1908, cuando Alfredo nació, el Mato Grosso era tierra de nadie. Solamente un puñado de valientes se internaba en la selva, infestada de jaguares, para apropiarse de enormes extensiones de tierras. Cada pionero era su propio juez y legislador.

El señor Francisco estaba orgulloso de sus veinte hijos; catorce eran de su primer matrimonio y seis del segundo. Sentía verdadera ansiedad por inculcar en cada uno el espíritu independiente del pionero.

Alfredo tenía tan solo 6 años cuando murió su padre. Belmiria, una hermana mayor, casada con un joven ganadero, lo invitó a que viviese con ellos por un tiempo. En ese entonces tenía 10 años, y podría transformarse pronto en un buen vaquero.

Le encantaba la vida silvestre y libre de los campos y los bosques, pero nunca olvidó la meta que se había propuesto desde pequeño: estudiar. Los libros, los pocos que había visto, siempre lo habían fascinado. Sus pocas visitas a “la ciudad”, el pueblo de Campo Grande, de diez mil habitantes, situado a unos sesenta kilómetros de su casa, le habían inspirado un vivo deseo de aprender.

“Algún día, algún día, voy a ir a la escuela”, repetía Alfredo para sí mientras cabalgaba de aquí para allá en la estancia.

Cierto día, el señor Luciano, cuñado de Belmiria, condujo un hato de vacas hacia el interior de San Pablo y se fue por varios meses. Cuando regresó, venía entusiasmado por una nueva religión que había encontrado.

–La religión es muy buena –admitió Alfredo mientras Luciano les contaba todo lo que recordaba de las personas que se denominan a sí mismas adventistas–; pero lo que yo necesito en primer lugar es una educación.

–Exactamente, Alfredo –repuso con calma Luciano–; los adventistas tienen en alta estima la educación y poseen un colegio en San Pablo.

Pero, aparentemente, Alfredo no se impresionó con el comentario.

Sin embargo, unos pocos días más tarde habló seriamente con su hermana sobre su deseo de estudiar y, después de conversar con uno de los estancieros que trabajaba en la propiedad vecina, tomó su decisión.

–Hay un hombre en la estancia Brijao que enseña a algunos a leer y escribir –anunció, en la sobremesa, Alfredo–. Me resulta duro salir de aquí, pero voy a partir tan pronto como pueda.

–¿De dónde conseguirás el dinero? Dudo que te tomarán sin que pagues algo –le preguntó el esposo de Belmiria.

–Eso es un verdadero problema. Todavía no tengo el primer cruzeiro [unidad monetaria brasileña de entonces]. Aunque tengo a Mauro, mi caballo. Es realmente mío, ¿no es verdad? No quiero desprenderme de él, pero un tropeiro [hombre que se dedica a las faenas ganaderas] me dijo que me daría trescientos cruzeiros por él. El señor Brijao me tomará por cincuenta cruzeiros por mes, incluyendo pieza, comida, enseñanza y todo lo demás. Por supuesto, tendré que trabajar algo también.

–Eso es por seis meses. Y entonces, ¿qué harás? –repuso Belmiria sin levantar la vista del plato.

–No lo sé. Pero, para entonces, tendré que saber algo más que ahora. Si tengo que desistir allí de mis propósitos... bien; por lo menos, habré comenzado.

Hacer el cambio no fue fácil. A Alfredo le resultó especialmente difícil separarse del fiel Mauro. Había sido su compañero de andanzas durante más de tres años. Pero llevó adelante sus planes tal y como lo había decidido.

Tomó un saco, o bolsa, de arpillera, lo llenó de sus pocas posesiones e inició su camino.

“No saben que voy ahora”, se decía para sus adentros al comenzar la caminata de seis kilómetros hasta la estancia Brijao, “pero seguramente me tomarán”.

El señor Brijao se alegró de tener otro ayudante en la estancia. Pronto, Alfredo ataba su hamaca junto a la de sus compañeros y condiscípulos, en la habitación de techo de paja cercana al establo de los caballos. Se sintió aliviado al descubrir que todos los alumnos eran muchachos de su edad o mayores. Había temido que le tocase ir a la escuela con niños menores que él.

El maestro, el señor Caetano, de ascendencia africana, era un hombre de distinguido aspecto. Alfredo comprendió que estaba capacitado para enseñarles perfectamente lectura, escritura y aritmética a un grupo de toscos muchachos campesinos.

El nuevo alumno se levantó temprano a la mañana siguiente, para ayudar en los trabajos que había que hacer: ordeñar varias vacas, darles agua, alimentarlas y llevarlas a pastar. Después de terminado el trabajo, los muchachos iban juntos a una pequeña pieza, para comenzar sus lecciones.

“El trabajo está primero”, se le informó a Alfredo, “No importa la cantidad de tiempo que insuma”. Aunque había ocasiones en las que la atención del ganado ocupaba la mayor parte del día, el horario de clases de la escuela era de 1 a 5 de la tarde.

El equipo escolar era lo más simple que se pueda imaginar. Una larga mesa ocupaba el centro de la habitación, con bancos de madera igualmente largos a ambos lados; un banco para los jóvenes y otro para las niñas. El señor Caetano se sentaba al frente, detrás de una mesita, hacia el rincón derecho. No se enseñaban sino los elementos más simples de lectura, escritura y aritmética.

Cuando el señor Caetano golpeaba con su lápiz sobre el improvisado escritorio, todos debían atender. El primer día que Alfredo asistió a clase, surgió un problema.

–Antes de comenzar las lecciones, repitamos el “Ave María” –ordenó el maestro.

–Perdóneme, por favor, señor Caetano –pidió Alfredo cortésmente–, pero yo no puedo. Creo en la Biblia.

La influencia del esposo de Belmiria y sus conocimientos, aunque parciales, de la nueva fe, le había hecho mella. –Si ese es el caso, usted no puede estar aquí. Puede retirarse inmediatamente, porque aquí todo estudiante tiene que repetir las oraciones católicas.

La voz del maestro era severa. Alfredo comprendió que había tenido un mal comienzo; y quizá ni siquiera terminaría su primer día de clases.

Los demás rezaron, pero él guardó silencio.

Durante el transcurso de la clase, cada mirada del maestro le daba a entender que no era bienvenido. “¿Por qué no te mantuviste callado?” se preguntaba. “No había necesidad de hablar en ese momento”. Pero la franqueza y la valentía caracterizaban a este joven, cuya vida tendría que soportar una prueba particularmente difícil.

Las clases terminaron alrededor de las cinco de la tarde, y Alfredo fue a hablar inmediatamente con el señor Brijao, contándole en detalle lo que había sucedido.

–Podrías haber usado un poco más de tacto, hijo mío –le reprendió el ranchero colocando la mano suavemente sobre su hombro–. Pero, por una falta tan insignificante como la de no decir las oraciones con los demás no tienes que salir de aquí. Hablaré con el maestro. Coopera todo lo que puedas con él en la escuela y muéstrale que estás de parte de él, y que no eres rebelde a su autoridad.

Alfredo le agradeció, y fue a unirse con sus condiscípulos en la tarea de llevar los novillos a uno de los campos de pastoreo que estaba distante. Al día siguiente, todo marchaba bien en la escuela. Pronto le demostró Alfredo al señor Caetano que tenía verdadero fervor por aprender. No todos los muchachos estaban dispuestos a estudiar y sacrificarse por una educación, como lo estaba Alfredo, y a menudo hacían observaciones críticas e irónicas respecto del maestro.

Cierta tarde, al plegar los muchachos sus hamacas y disponerse a salir de la “escuela”, la conversación se centró en el maestro. Los alumnos, uno tras otro, lo criticaron duramente. Lanzaron contra él todas las censuras imaginables mientras repasaban sus recuerdos, para ubicar los errores que consideraban que había cometido. Para dar remate a sus andanzas, comenzaron luego a menospreciarlo porque era negro.

–¡Basta, compañeros! –dijo Alfredo entonces, en un tono dominante de voz–. Claro que es de color. Pero está tratando de ayudamos a aprender algunas cosas que necesitamos saber. ¡No tenemos derecho a hablar mal de él!

Desde entonces, no se dijo nunca algo malo del maestro en presencia de Alfredo. La razón por la que desde ese día el maestro fue tan amable con él tan solo la descubrió cuando se preparó para abandonar la escuela.

Los seis meses pasaron demasiado rápidamente. Se le había terminado el dinero y había solamente una cosa que podía hacer: regresar a la casa o ir a un lugar donde pudiese encontrar un empleo. Estaba seguro de que, por el momento, su educación había terminado.

–Gracias, profesor Caetano, por todo lo que usted ha hecho por mí. Aprecio muchísimo lo que me ha enseñado –dijo cuando se acercó por última vez a su ahora querido maestro.

–Ustedes esperen aquí un minuto mientras hablo con Alfredo –ordenó el maestro mientras salía con su alumno al patio, para darle un mensaje de despedida.

Dominando a duras penas su emoción, el señor Caetano expresó su pesar al ver que Alfredo partía.

–¿Recuerda aquella noche poco después de que usted llegara, Alfredo, cuando los muchachos estaban hablando en contra de mí? –preguntó.

–Sí, profesor...

–Bien, yo estaba a pocos metros de distancia y oí todo lo que se dijo. Oí y aprecié lo que dijo para defenderme. Desde ese día hasta hoy, usted me ha demostrado cuál es su verdadero valor. Sinceramente, puedo decirle que usted, Alfredo, es el mejor alumno que yo he tenido.

Las lágrimas rodaban abundantemente por sus mejillas mientras, en típico estilo brasileño, lo abrazaba dándole la despedida.

Dominando otra vez con firmeza sus sentimientos, pidió a Alfredo que regresara al aula un momento. Allí, en presencia de todos los demás, aventuró una profecía.

–Algunos de los que están aquí serán siempre bueyes, y otros serán conductores de bueyes. Alfredo será uno de los grandes conductores.

Con su bolsa de pertenencias al hombro, Alfredo tomó el camino que lo conducía a la casa de su madre, a unos 15 km de distancia. La visitaría por un corto tiempo, tal vez hasta que pudiese conseguir recursos y decidir algo más en cuanto a su futuro.

Su madre se sintió contenta de tenerlo otra vez en la granja, pero notaba su impaciencia. Nunca dejaba de hablar de su estadía en la escuela.

Cierto día, casi un año más tarde, el tío Juan pasó por la granja con un hato de vacas, con miras de venderlo en San Pablo.

–Ven conmigo y ayúdame con los animales, Alfredo. Quizás encontremos allí una escuela donde puedas estudiar. El viaje nos llevará casi veinte días.

“No sé si me daré por satisfecho con cualquier escuela”, reflexionó Alfredo durante unos instantes. Su confianza en la fe adventista había aumentado firmemente durante el último tiempo.

–Me gustaría asistir a ese colegio adventista que hay en la ciudad de San Pablo –sugirió Alfredo.

–Yo no tengo dinero para enviarte tan lejos. Pero encontraremos alguna escuela en el interior del Estado.

Alfredo estaba perplejo. Aunque el tío Juan estaba dispuesto a cumplir con su palabra, Alfredo no estaba dispuesto a ir a cualquier escuela. Durante ese año de permanencia en su hogar había obtenido informaciones adicionales sobre el colegio adventista, y su corazón le decía: “O la escuela adventista o ninguna”. Al día siguiente, el tío Juan arreaba solo su hato de vacas a través de los campos.

Pocos días más tarde, algunos forasteros, que trataban de encontrar a una familia que vivía por esos lugares, se detuvieron en la casa de los Barbosa. El señor Ernesto Matías estaba guiando a los ministros adventistas Max Rhodes y Godofredo Ruf hasta el sitio donde vivía una familia adventista aislada: los Asunción.

–Nosotros también somos adventistas –anunció Alfredo; aunque esta era la primera vez en su vida que conversaba con pastores adventistas.

–¡Maravilloso! –respondió el señor Matías–; entonces tú podrás decirnos cómo llegar a casa de la familia Asunción. Sin duda tú los conoces.

–En realidad, no los conozco; pero con los informes que ustedes tienen yo los voy a hacer llegar hasta la casa.

–¿Vendrías con nosotros para mostramos el camino? ¡Magnífico! –dijeron los misioneros.

–Sería mejor que nos quedáramos aquí esta noche, y mañana temprano podremos iniciar nuestro viaje. Nos llevará un par de días llegar hasta allá, porque en la mayor parte del trayecto no hay buenos caminos.

Había muchas preguntas en su mente, la mayoría referentes al colegio adventista cercano a la ciudad de San Pablo. Por otro lado, los Barbosa conocían tan poco acerca de las creencias y las normas de la iglesia que casi hasta medianoche cada minuto fue dedicado al estudio de las verdades de la Biblia.

Tal como Alfredo lo suponía, emplearon más de dos días en encontrar la casa de la familia Asunción. El padre había fallecido, dejando solas a su esposa y a su hija Aurea, de 16 años.

–¡Por fin llegaron, señor Matías! –exclamó Aurea–. Esta es la visita que usted nos ha estado prometiendo tanto tiempo.

–Y esta vez no he venido solo. Aquí están el pastor Ruf y el pastor Rhodes.

–Apenas los vi tuve la seguridad de que ellos eran los pastores que usted nos había dicho que vendrían. Pero, ¿quién es el joven que está allí, bajo el árbol? Vino con ustedes, ¿verdad?

–Oh, ese es un joven amigo que yo traje para ti, Aurea –repuso bromeando el señor Matías, quien era, para Aurea, casi como un padre. El rostro de Aurea se sonrojó un tanto mientras procuraba aparentar indiferencia. Alfredo era tan tímido para tratar con extraños, especialmente con señoritas, que inmediatamente se había separado de los tres hombres. La curiosidad de Aurea era demasiado fuerte. Con un almohadón bajo el brazo, caminó hasta el plátano a cuya sombra se había recostado Alfredo para descansar.

–El suelo es un poco duro. Aquí tienes un almohadón, que ayudará un poco –le sugirió amablemente.

–Estoy bien, no necesito el almohadón –replicó, huraño, Alfredo.

Ella se quedó a poca distancia, tratando de entablar una conversación. Pero él se negaba a entrar en tema. No era que no le interesase, sino que nunca había hablado con señoritas fuera del círculo de su familia.

–Alfredo es un buen muchacho, Aurea. ¿No conseguiste relacionarte con él? –le preguntó más tarde el señor Matías, en un tono medio burlón.

–Yo hice mi parte, pero él no quería hablar –repuso la niña riendo entre dientes–. Quizás una buena cena lo haga sentirse mejor.

Ni una buena cena, ni una noche de descanso ni un abundante desayuno pudieron ahuyentar la timidez de Alfredo. Durante el día y medio que estuvo en la casa de los Asunción, se volvió tan invisible e inaudible como pudo.

–Alfredo, ¿no te agrada Aurea? –le preguntó el señor Matías mientras hacían el viaje de regreso–. Realmente es una niña preciosa... ¡y buena!

–¡Es una señorita hermosa! –exclamó Alfredo–. Pero ahora no puedo pensar en chicas. ¡Debo pensar en una educación! Quizás algún día nos encontremos otra vez; quién sabe...

Capítulo 2
ALFREDO SE ENROLA EN EL EJÉRCITO

El trabajo en la granja aumentaba y Alfredo estaba ocupado, demasiado ocupado como para siquiera tener tiempo de practicar lo que había aprendido en sus seis meses de estudio. Sin embargo, no había olvidado su meta de ir a la escuela adventista cercana a San Pablo. El correo no llegaba regularmente, porque no había servicio postal oficial en esa parte del país; solo cuando alguno de la familia podía ir a Campo Grande era factible conseguir diarios y revistas. Entre estas, compraban la Revista Adventista, por la que Alfredo obtenía informes adicionales del colegio al que ansiaba asistir.

Cierto día, hallándose de visita en Campo Grande, vio un regimiento del Ejército que desfilaba en la calle principal del pueblo. Toda la población, unas diez mil personas, habían ido a verlo y vitoreaban a su paso.

“Esto es lo que yo necesito”, pensó, mientras su corazón latía al ritmo del de los jóvenes soldados. “Es hora de que me una al Ejército. Quizá me resulte más fácil observar el sábado allí que en casa, donde hay tanto trabajo”.

Antes de que terminara el día, Alfredo se había enrolado en el Regimiento de Campo Grande. No habiendo tenido oportunidad de asistir a ninguna iglesia adventista, conocía poco acerca de sus creencias, sin embargo renovó su suscripción a la Revista Adventista.

Equipado con una biblia y algunos libros religiosos, se dijo: “Ahora dispondré de más tiempo para estudiar y aprenderé a leer mejor”.

Aunque no era miembro de iglesia, deseaba contar a sus camaradas todo lo que sabía. Pronto, comenzó a leer a uno de sus compañeros la Biblia y los artículos de la Revista Adventista. Uno de esos artículos contaba el caso de un joven del Estado de Río Grande del Sur (el ahora pastor Emilio Azevedo) que, tras mucha insistencia, consiguió permiso para observar el sábado como el día de reposo ordenado por Dios.

“Si tengo que afrontar las mismas dificultades y aun más severas, no importa; estoy dispuesto a todo”. Fue su decisión y promesa ante Dios; obedecer su Ley y guardar mejor el día de reposo.

–Sargento, hay un asunto importante del que quiero hablarle –le confió a su superior poco tiempo después.

–Diga de qué se trata, amigo. ¿Qué es eso tan serio?

–Bien, yo no podré trabajar más en sábado. Es el día del Señor y voy a observarlo como mi día de descanso.

–Bien, hijo, esto es el Ejército; tú sabes. Si tenías ideas raras como esta, ni siquiera deberías haberte asomado por aquí.

–Sé que parece una locura, pero seguramente es posible que me den el sábado libre, ¿verdad? Todos los demás compañeros quieren que se les dé el domingo, de modo que yo trabajaré los domingos. ¿Qué le parece?

–No puedo prometer nada. Pero jugaré mi cabeza en tu favor y le hablaré al comandante sobre el asunto. ¿Está bien?

–Gracias por su ayuda. Apreciaré mucho lo que usted haga –contestó con un suspiro de alivio, como si el problema ya estuviese solucionado.

Y en realidad lo estaba. Desde entonces su nombre nunca apareció en la lista para trabajos o maniobras en sábado. Tenía permiso para salir del cuartel ese día, y generalmente lo pasaba en un bosque cercano leyendo la Biblia.

Algunas semanas más tarde, el sargento hizo formar a su Compañía para que el comandante pasara revista. Mientras los hombres estaban en posición de firmes y alertas, el comandante preguntó en voz alta:

–Sargento, ¿cuál de sus hombres me recomendaría usted como el más responsable? ¿En quién puede depositar usted toda su confianza?

Sin vacilación, el sargento señaló a Alfredo.

–Ese, comandante; es el mejor que tengo en todo sentido.

–Envíemelo después de un período de instrucción. Necesito un asistente.

Alfredo recibió las instrucciones, y pronto estuvo a las órdenes del comandante. Su trabajo consistía, principalmente, en alimentar, dar de beber, cepillar diariamente el caballo del comandante y estar cerca de la oficina del jefe en carácter de mensajero. Esto era para él un verdadero regalo. Era un trabajo fácil, que muchos de sus compañeros hubiesen querido tener. Sin embargo, no podía reunir el valor necesario para hablar al comandante sobre sus convicciones religiosas.

El sábado, todo el campamento recibió órdenes de ir de maniobras al campo. “¿Qué hago ahora?” se preguntaba Alfredo. Temprano por la mañana del sábado, tomó su Biblia, un poco de comida y caminó hacia los bosques. A la hora del almuerzo, Alfredo se arriesgó a ir al lugar de las maniobras para conseguir la comida. Pero no podía hacerlo sin que nadie se diese cuenta.

–¡Oh, protestante! ¡Qué hora de asomarte! –le gritó uno de sus camaradas cuando apareció en escena.

–¡No pudiste aguantar más! –bromeó otro.

Alfredo era muy conocido y apreciado. Pero la tentación de mortificarlo un poco era demasiado grande aun para sus mejores amigos. En feriados y ocasiones especiales siempre era un compañero muy buscado, porque los soldados pasaban de dos en dos para recibir sus raciones, y el que lo acompañaba siempre conseguía una doble porción de cerveza y de carne de cerdo, porque Alfredo no consumía las suyas.

–¿Por qué todo este bochinche, Alfredo? –preguntó el comandante–. ¿Dónde ha estado todo el día?

–Soy adventista –respondió con calma–, y observo el sábado. Esta es la razón por la que no estuve aquí durante la mañana.

–Adventista... –murmuró el comandante–. Conozco algo acerca de ellos. Usted paga el diezmo de todo su dinero, ¿verdad?

–Sí; lo he estado ahorrando cuidadosamente, comandante.

–¿Y usted no va tras las mujeres cuando va a la ciudad, como estos otros? –preguntó luego, mientras quienes escuchaban se sonreían reconociéndose culpables.

–No, comandante; nunca –repuso con toda seriedad y dignidad.

–Bien, entonces tiene mi permiso y aprobación. Manténgase así, y quizá pueda ayudar a sus compañeros a enderezarse un poco.

No tuvo más problemas durante el resto de su permanencia en el Ejército. Y, en la medida en que pudo, siguió el consejo de su comandante de “enderezar” a algunos de sus compañeros. Con tacto y convicción, logró que uno de ellos aceptase el cristianismo, convirtiéndose en un fiel adventista.

La vida en el Ejército amplió la visión de Alfredo; pero con cada día que pasaba se robustecía su deseo de asistir al colegio adventista. Contaba los días que le faltaban para terminar el servicio militar. Poco antes de ello, recibió una carta de su cuñado Arturo.

La abrió ansiosamente y leyó: “Hice un viaje para visitar a la familia Asunción y he decidido comprar una extensa zona de terreno que limita con su granja. Aurea preguntó por ti, y yo le dije que pensaba escribirte para que te unieses a nosotros cuando nos traslademos. Pronto saldrás del Ejército, de modo que ven y vive con nosotros. ¿Estás de acuerdo?”

Dejando caer la carta en su litera, Alfredo consideró la invitación. “Tengo 22 años –pensó–. Si no voy pronto a la escuela, seré demasiado viejo. Ir allí y estar cerca de una chica linda como Aurea serviría para confundirme y atrasarme aún más. No. Resistiré la tentación”.

Hecha su decisión, escribió una carta explicando sus planes y sus razones para no retornar, por el momento, a la vida de granjero. Pero no había pensado cómo conseguir dinero para emprender su aventura educativa. ¡Y San Pablo estaba a mil cuatrocientos kilómetros de distancia! “Pero allí es donde debo ir ¡y pronto!” murmuró.

Antes de salir del Ejército recibió una agradable sorpresa. Descubrió que el día en que fuese dado de baja todo su equipo, incluyendo el caballo, sería de su propiedad. Ignorando las creencias adventistas sobre el particular, había adquirido un pequeño revólver.

–¡Esta es la respuesta a mis oraciones! –dijo en voz alta–. Ahora puedo conseguir suficiente dinero como para ir al colegio y tener un buen comienzo.

Y tenía razón. Caballo, revólver y artículos menores le proporcionaron lo suficiente como para viajar por tren a San Pablo, y pagar la mayor parte de su pensión y estudios en el colegio para el primer año. Aunque asistía a cuarto grado junto con niños, no se quejaba.

–Tengo edad, ¡pero no demasiada como para no aprender! ¡Por fin, a los 23 años, estoy en una escuela; en una verdadera escuela! Y, lo mejor de todo, en una escuela adventista –era su comentario.

Parecía increíble, pero era cierto. ¡Y estaba feliz!

Los estudios le resultaron divertidos, porque su corazón estaba en ello. Terminó el cuarto grado con buenas notas, rindió libre el examen de quinto y pasó directamente a sexto grado.

Durante el primer verano trabajó en la granja del colegio para conseguir fondos para su segundo año. Sin embargo, a poco de comenzar el segundo año escolar resultó evidente que sus fondos eran insuficientes. “Aumentarán mis gastos de estudios, y ¿cómo me vestiré?” se preguntaba. De tanto en tanto, algunos estudiantes le daban ropa, pero la mayoría de ellos también eran pobres.

Cierta mañana, notó que había un agujero en la suela de su zapato derecho. Día tras día aumentaba de tamaño, pero no tenía dinero para hacerla componer. En ese entonces se estaban construyendo las veredas frente al edificio de Administración, y Alfredo trabó amistad con el contratista que, al mismo tiempo, era el zapatero de la aldea cercana.

–Señor Seguide, debe ser duro para usted tener que hacer solo toda la mezcla. ¿Qué le parece si lo ayudo un poco en el trabajo?

–Según el contrato, yo no puedo subcontratar a nadie para que me ayude, joven.

–Pero usted tiene su taller de compostura de zapatos –razonó Alfredo–. ¿Cuándo realiza esa tarea?

–Ahora no tengo mucho trabajo. Lo que hay, lo hago de noche.

–Entonces, le haré una propuesta. Le ayudaré a hacer la mezcla, si usted le coloca a mi zapato derecho una media suela.

–¿Solo a un zapato?

–Eso es todo. ¿El trabajo de cuántas horas representa esa tarea?

El zapatero quedó pensando un momento.

–Bien, Alfredo, tendrás que trabajar unas doce horas para que yo haga la compostura.

–Comienzo ahora mismo. Al fin y al cabo, hoy ya no tengo más clases.

El rendimiento se duplicó mientras Alfredo colaboró con el señor Seguide, y esto, naturalmente, alegró al zapatero que había estado trabajando solo. Puesto que Alfredo tenía un solo par de zapatos, el señor Seguide arregló el zapato esa noche y se lo trajo a la mañana siguiente temprano. Al término del segundo día, Alfredo ya había cumplido su promesa. ¡Doce horas llenas de músculo y transpiración por la suela de un zapato! Esa y otras situaciones similares fueron parte de una educación que habría de serle muy útil en los años venideros.

Ese año, su mayor problema fue el financiero. Decidió vender libros de salud y religión durante el siguiente verano (tarea denominada “colportar”). El trabajo en la granja no podía proporcionarle los recursos necesarios para afrontar los gastos escolares y personales.

Como el año escolar se acercaba rápidamente a su fin, se apersonó al jefe de Ventas de la zona de la editorial que publicaba dichos libros, a fin de averiguar lo referente a territorio, libros y otros detalles.

–Estoy listo para comenzar el trabajo el mismo día en que terminen las clases –le dijo en forma optimista.

–Permítame pensarlo un poco –fue la vacilante respuesta–. Venga a verme mañana.

“Qué extraño que él no haya querido hablar conmigo acerca de este trabajo”, pensó Alfredo mientras regresaba a su habitación. “Quizá... bien, no trataré de leer su mente. Mañana me explicará todo”.

A la tarde siguiente, volvió a hablar con el jefe de Ventas, pero en un primer momento se descorazonó al oír las noticias.

–Alfredo –le dijo el director de Colportaje con calma–, he hablado con otras personas del Colegio sobre el asunto de su ingreso en el trabajo de venta de libros. Todos consideramos que usted no debiera tratar de emprender esa labor. Será mejor que se quede aquí, en la granja, como lo hizo el verano pasado.

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