Kitabı oku: «Fuego salvaje», sayfa 2

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–¿Usted quiere decir... que piensa que yo no puedo vender libros, y que si lo intento fracasaré?

–Bien, algunos de nosotros estamos hechos para cierto tipo de trabajos y otros tienen otros talentos. Sus talentos están relacionados con el trabajo de la granja.

–Pero hay una extensa zona que nunca ha sido visitada por colportores en mi estado natal. Conozco a la gente de Mato Grosso, y estoy dispuesto y verdaderamente ansioso de volver adonde siempre he vivido.

–Pero si no le va bien financieramente, será peor que si se queda y trabaja en la granja del Colegio, como lo hizo el último verano –aseveró el director de Colportaje. Si sale a colportar, quizás aumente su deuda; lo que necesariamente le impedirá estudiar durante el próximo año.

–Pero yo creo que tendré éxito –respondió Alfredo cortésmente–. Dios me ha dado buena salud y una dosis adicional de perseverancia. Y siento que necesito hacer ese tipo de trabajo para prepararme mejor para la tarea de predicar el evangelio, a la que me dedicaré una vez terminados mis estudios.

Por unos pocos momentos hubo silencio. El director de Colportaje estaba buscando un argumento que convenciese a ese desmañado y larguirucho muchacho de que era un simple campesino que nunca serviría como colportor. Sin embargo, el muchacho esperaba ansiosamente, dispuesto a rechazar cualquier argumento destinado a que desistiese de su plan.

–Bien, hijo mío; debo admirarlo por su temple, aunque dudo de su criterio. Para colportar se necesitan una voluntad y un valor como los suyos... Los primeros días yo trabajaré con usted y le indicaré su territorio. Aquí tiene un atractivo prospecto para el libro Vida de Jesús y la revista O Atalaia (equivalente a Vida Feliz, en castellano), que usted venderá junto con el libro. Comience inmediatamente a aprender la presentación sugerente del libro y, si usted quiere, yo con mucho gusto lo examinaré antes del viaje, para comprobar si la sabe.

–¡Maravilloso! Gracias por su cooperación.

Alfredo apenas pudo contener su alegría mientras se despedía de su interlocutor y partía hacia su habitación.

Capítulo 3
DOS VIDAS EN BUSCA DE UN IDEAL

Entrevistar a las personas, aprender a presentar libros y conseguir que la gente los comprara demandó a Alfredo diligente aplicación. Más que todo, lo obligó a pasar días saturados de duras dificultades. Hacia el término del verano, Alfredo dominaba los secretos fundamentales del colportaje, o venta de libros, y se sentía todo un hombre. Dios lo había bendecido y Alfredo lo reconoció repetidamente cuando regresó al colegio y anunció que había ganado todo lo necesario para un año escolar y ¡aún algo más!

Como llegó al colegio muy tarde en la noche, no tuvo oportunidad de ver a todos los nuevos estudiantes que habían llegado.

–Oye, Alfredo –le comentó uno de sus viejos amigos–, ¿viste a tu conciudadano?

–¿Mi conciudadano? ¿No somos todos brasileños los que venimos aquí?

–Me refiero a otro estudiante que viene, como tú, de ese lugar que queda al fin del mundo: el Mato Grosso.

–¡Magnífico! Ahora seremos dos los que defenderemos nuestro Estado. ¿Quién es? ¿De qué ciudad viene? ¿Cómo se llama?

–Es una señorita. ¿Su nombre? No lo recuerdo. ¡Pero no te excites tanto! Mañana la verás en el desayuno.

Después de más de cinco años, Alfredo veía nuevamente a Aurea. Se saludaron, y más tarde hablaron más extensamente y recordaron algunos de los incidentes ocurridos desde el día en que Alfredo la había visitado en su granja, al acompañar a dos pastores. Ahora podía entablar una buena conversación, y no se mostraba apocado e inhibido en presencia de una señorita.

Ella le contó cómo estuvo a punto de morir poco después de que Alfredo y los misioneros la hubieron visitado. La fiebre tifoidea la había obligado a guardar cama durante semanas. Su madre, ante la gravedad de la enfermedad, se arrodilló junto a la cama de su hija y prometió solemnemente que si ella se sanaba la dedicaría al servicio de Dios.

Dos años antes, el mismo verano de 1931 en que Alfredo había llegado al colegio, Aurea también había resuelto estudiar. Su hermano mayor la llevó hasta Campo Grande, y desde allí el pastor Max Rhodes la debía acompañar hasta San Pablo. Cuando llegó a la casa del pastor Rhodes, se sintió demasiado enferma como para continuar el viaje. Después de varios días de espera, tuvo que regresar a su casa, allá en los montes, y esperar instrucciones posteriores de las autoridades del colegio. Ahora, después de dos años, se habían hecho los arreglos para que viajase a San Pablo.

Alfredo y Aurea estaban ansiosos de aprovechar al máximo su estadía en el colegio. Con el tiempo se convirtieron en alumnos destacados, verdaderos líderes en las actividades espirituales y misioneras. Se trataban como amigos, manteniendo siempre mucho respeto.

–¿Qué pasa, Alfredo, que tú puedes hablar con Aurea siempre que quieras y los profesores nunca te llaman la atención? –le preguntó, intrigado, cierta vez un condiscípulo–. ¡En el momento que yo hablo con mi chica ya estamos en dificultades! Me parece que ellos ni siquiera saben que ustedes son novios.

–No sé. Creo que nos conducimos como corresponde.

Y en verdad ésa era la sencilla explicación.

Tanto Alfredo como Aurea dedicaron sus veranos a la obra del colportaje, y siempre en Mato Grosso. Ambos se sentían moralmente obligados a evangelizar su Estado natal, mediante los libros religiosos y elevadores que vendían. Aunque les habría resultado más fácil trabajar en las pobladas ciudades del litoral, escogieron el difícil territorio del interior de Brasil.

Durante cinco años, desde 1933 a 1937, trabajaron y estudiaron. Cada verano ganaron lo necesario para el siguiente año escolar.

Precisamente antes de terminar el año escolar de 1936 y de partir para Mato Grosso para el trabajo del verano, la directora del internado de niñas los interrumpió mientras estaban conversando.

–Para satisfacer mi curiosidad, me agradaría preguntarles algo. ¿Qué parentesco hay entre ustedes? Siempre pensé que probablemente ustedes eran primos, pero nunca he estado segura.

–No –dijo Alfredo–. No tenemos ninguna relación de parentesco. Sencillamente, somos buenos amigos.

–Bien, ustedes me han engañado –repuso bromeando–. Sabía que ambos eran de Mato Grosso y, a juzgar por su proceder, pensé que debían ser del mismo tronco familiar.

Pocos días más tarde, Alfredo y Aurea, tomaron el mismo tren e iniciaron, en su quinto verano consecutivo, el viaje de 48 horas hasta Mato Grosso. El día era caluroso, y los viejos y desvencijados vagones se sacudían y bailoteaban sobre los desparejos rieles de trocha angosta. Pero, como nunca habían viajado en trenes modernos, el viaje fue interesante y agradable, especialmente porque iban en dirección a sus casas.

Finalmente, a las siete de la tarde llegaron a la estación terminal en la ciudad de Baurú.

–Aquí estamos una vez más, Alfredo –comentó Aurea–. Ahora, debemos esperar tres horas hasta que venga el “transatlántico” que nos lleva a Mato Grosso... si es que continúa en servicio.

Tales esperas eran una parte inevitable del viaje hacia el interior. Los bultos y las maletas estaban amontonados contra la pared de la estación al extremo del edificio, y los jóvenes se dirigieron al banco más apartado del gentío que había en el amplio salón.

Lustrabotas, vendedores de golosinas, masas y café, todos niños mal vestidos, sucios y descalzos, procuraban constantemente y a grandes voces conseguir clientes. Las locomotoras arrojaban nubes de espeso humo, mientras maniobraban con vagones de carga y de pasajeros. La atmósfera no era del todo apropiada, pero Alfredo reunió suficiente valor como para dirigir la conversación hacia el tema que deseaba y presentar el plan que, hasta entonces, había sido un secreto personal.

–Aurea –comenzó a decir en forma vacilante–, seguramente Dios va a bendecirnos en nuestro trabajo de este verano.

–Tengo fe en que lo hará, Alfredo –respondió Aurea.

–Bien, he pensado que... si hacemos bien nuestro trabajo y cada uno de nosotros gana, por lo menos, lo suficiente para pagar el año escolar, bien podríamos casarnos al fin del verano. ¿Qué te parece, Aurea?

–Sí, Alfredo. Siempre te he querido, y he soñado con ese día.

Las horas parecían minutos mientras hacían los planes que concretarían sus mutuos sueños.

En la agencia de la editorial que había en Campo Grande, Alfredo y Aurea hicieron los arreglos finales concernientes a territorio, libros y revistas. Luego, se dirigieron a una habitación contigua a la oficina, inclinaron la cabeza y pidieron la bendición de Dios sobre el trabajo que realizarían en las próximas diez semanas.

–Dios mediante, te veré en Campo Grande en la primera semana de enero –confirmó Alfredo mientras se separaban–. Aurea, oraré cada día pidiendo que tengas éxito.

–Y yo haré lo mismo por ti, Alfredo –le contestó ella, al decirle adiós.

Aurea trabajaría en Campo Grande y en las cercanías. Su prometido iría primeramente a Aquidauana, una ciudad situada a unos 170 km, y luego se dirigiría hacia el límite con la Rep. del Paraguay. El costo, además de la dificultad para viajar, les haría totalmente imposible siquiera pensar en verse antes de terminar el trabajo del verano.

Ambos eran vendedores veteranos y jóvenes consagrados, y Dios bendijo sus esfuerzos. No estuvieron ociosos ni un momento, ya que ese año la recompensa del éxito iba a ser más grande que nunca.

La familia Matías le había pedido a Aurea que estuviese con ellos durante el verano. Fielmente, ocho horas al día, visitaba los hogares con una niña menor que estaba aprendiendo el arte de vender. A menudo hasta medianoche, sus dedos trabajaban en la preparación del ajuar. El 6 de enero entregó su último libro. Ese mismo día le dio los toques finales a su vestido de novia. En realidad, había ganado lo suficiente para pagar por dos alumnos: ella y su compañera, que era aprendiz. ¡Había sido su mejor verano!

Dos días más tarde, llegó Alfredo a Campo Grande con el dinero para un año de estudios y algo más. También había sido su mejor verano, rico en incidentes extraordinarios. Con el sentimiento de satisfacción que proporciona una tarea bien hecha, caminaron unas pocas cuadras hasta la casa del pastor Alfredo Meier, para hacer los planes de casamiento.

–Queremos un casamiento muy sencillo, pastor Meier –explicó pronto Aurea–. Tenemos por delante dos años más de estudios y debemos ser cuidadosos con nuestra economía.

Los siguientes tres días, Alfredo ayudó en algunas de las actividades de la iglesia e hizo los arreglos legales para su boda.

El 11 de enero de 1937, Aurea fue con amigos y testigos al Registro Civil. Allí esperaba Alfredo. Juntos, firmaron donde correspondía mientras se desarrollaba la ceremonia. Luego, el grupo fue a la iglesia.

Personas amigas habían ayudado a decorar la capilla con blancos claveles, especialmente en el pasillo central. El frente estaba adornado con calas, siempre abundantes en el Brasil. Alfredo, aunque no habituado a su nuevo traje negro y al cuello duro, tenía un aire de realeza.

Cuando el pequeño órgano tocó los acordes familiares, Aurea avanzó con toda gracia y dignidad por el pasillo, para saludar a su radiante novio. En presencia del Creador, que instituyera en el Edén el matrimonio, se prometieron solemnemente amor y fidelidad mutua, “en adversidad y en prosperidad, en enfermedad y en salud...”.

Afortunadamente para ambos, no podían saber de antemano que les tocaría vivir años oscuros y tristes. Pero, la experiencia de ellos beneficiaría corporal y anímicamente a centenares; más aún, a miles de personas.

En el colegio, ocuparon uno de los pequeños departamentos reservados para estudiantes casados. Alfredo se dedicó a sus estudios y Aurea tenía, como principal tarea, el ayudar a su esposo y preparar lo necesario para el pequeño Nelson, quien llegó un año más tarde.

Durante el año siguiente, el último que pasaron en el colegio, ella enseñó en la escuela primaria para aumentar los ingresos que su esposo había logrado durante el verano con la venta de libros. Dejaron el colegio libres de deudas.

–Aurea –dijo Alfredo a su esposa unos pocos días antes de que comenzaran las ceremonias de graduación–, estoy preocupado... Estoy terminando mis estudios de Teología, ¡pero todavía no se me ha hecho ninguna invitación oficial para trabajar!

–Quizá la Misión no pueda emplear nuevos misioneros, Alfredo. Pero Dios sabe que nos hemos preparado para hacer su obra; y si es en el Mato Grosso, mejor.

–Hay otros campos donde se necesitan misioneros. Si se nos llamara a otra región, ¿no debiéramos aceptar la invitación?

–Estoy segura de que Dios nos dirigirá. No nos preocupemos de antemano.

No era fácil abandonar el tema. Alfredo estaba impaciente pensando en su futuro, pues estaba en la última semana previa a la graduación y todavía no había recibido ninguna invitación.

–Alfredo, ¿dispone de un minuto? Debo hablar con usted –le dijo una tarde el pastor Manuel Soares, director de Colportaje de la Asociación de San Pablo–. Como estoy ansioso de volver al trabajo evangélico pastoral, la Asociación de San Pablo necesitará un buen director de Colportaje. No conozco a nadie a quien pueda recomendar, sino a usted. Pero, antes de todo, debo saber si usted está dispuesto a aceptar ese cargo.

–No veo cómo podré hacerlo –comenzó a contestar Alfredo. –¿Ya ha aceptado alguna invitación?

–No, todavía no, pero...

–Recuerde, Alfredo, que usted tendría uno de los mejores puestos de nuestra organización, dentro del campo misionero más grande y más sólido en todo sentido. Además, usted viviría aquí, en San Pablo, ¡la mejor ciudad de todo el Brasil! No solo eso, sino también su sueldo sería mucho mejor que el que pudiese tener en cualquier otra parte.

Ventaja tras ventaja le eran presentadas rápidamente. ¿Qué más podía esperar un joven graduando, especialmente cuando tenía libertad para aceptar la primera invitación que se le hiciera?

–Todavía no le he explicado mi problema, pastor. Usted verá: Aurea y yo nos hemos consagrado a la obra en Mato Grosso. Sabemos bien que la Misión de esa zona es pobre y que el trabajo allí es duro. Pero debemos ir allí. Otros no irán. No podemos quebrantar nuestra promesa hecha a Dios.

–Comprendo su argumento, Alfredo –repuso el pastor Soares–. Lo admiro por la decisión que ha tomado. No todos harían lo que usted acaba de hacer. No conocía sus planes. Seguramente, Dios lo bendecirá.

Alfredo fue rápidamente al encuentro de Aurea y le relató la conversación. Estaba seguro de que ella estaría de acuerdo en que había procedido correctamente. Se afianzó más en su convicción cuando Aurea lo felicitó por mantenerse fiel a su meta original. Luego, escuchó este oportuno consejo:

–No te impacientes tanto por nuestro futuro. Recuerda que Dios nos ha guiado hasta aquí y lo seguiría haciendo. Descansa un poco, mientras preparo la cena. Esta es la gran noche de nuestra carrera como estudiantes, y quiero que te sientas perfectamente cuando marches por el pasillo para ir a recibir tu diploma.

Pero esa noche Alfredo recibió algo más que un diploma. Poco antes de la ceremonia de graduación, al entrar en el vestíbulo del edificio principal, se le dijo que estaba buscándolo el pastor E. H. Wilcox, presidente de la Unión Sur del Brasil (campo misionero que comprende el Mato Grosso).

–Por fin lo encuentro –expresó el pastor Wilcox mientras saludaba a Alfredo–. Durante esta última media hora estuve buscándolo. La junta de la Unión decidió invitarlo a trabajar como misionero en la Misión de Mato Grosso, y tengo el gran privilegio de entregarle esta carta oficial. ¡Bienvenido al cuerpo de obreros y misioneros del sur del Brasil! –agregó, abrazando a Alfredo–. La Misión desea que usted vaya a Cuiabá, para iniciar allí la predicación del evangelio. Es un verdadero desafío, porque todavía no se ha hecho nada allí. Dios lo bendecirá, estoy seguro, y le dará una experiencia misionera maravillosa.

Le hubiera resultado imposible disimular su felicidad. El rostro de Alfredo resplandecía mientras le agradecía al pastor Wilcox por la confianza manifestada.

–Por favor, comunique a los miembros de la junta de la Unión mi aprecio por la invitación, y dígales que he aceptado el desafío de iniciar obra misionera en Cuiabá.

Luego, corrió a su departamento para contarle las novedades a Aurea.

–¡Todas nuestras cosas ya están empacadas, querido! –exclamó ella–. ¡Mañana mismo podemos viajar hacia nuestro destino!

La ceremonia de entrega de diplomas de esa noche tuvo un significado especial para Alfredo. Estaba más seguro que nunca de que verdaderamente iniciaba una vida de servicio para Dios.

Capítulo 4
DIFICULTADES

Sin embargo, pasaron dos días antes de que Alfredo, Aurea y Nelson, su heredero de un año, emprendieran el viaje en tren hacia Campo Grande.

–De paso, Alfredo, ¿recuerdas que justamente hace dos años hicimos juntos aquel viaje a Campo Grande?

–¿Que si lo recuerdo? Aquellas tres horas que tuvimos que esperar en Baurú fueron inolvidables. ¡Aceptaste tu condena por propia decisión y con tanta alegría! –bromeó Alfredo.

–¡Estos dos años han sido maravillosos, querido! Si los años que nos esperan llegan a ser como los pasados, la vida va a ser hermosa.

En Campo Grande organizaron cuidadosamente su trabajo futuro con el pastor Meier, antes de disponerse a viajar los 800 km que los separaban de Cuiabá, la capital de Mato Grosso. Esta ciudad es una de las últimas avanzadas de la civilización, en la dilatadísima y casi desconocida jungla del Brasil. No había servicios de trenes para Cuiabá, y tendrían que viajar en ómnibus o encontrar un camión que los llevase. Cuando no llovía, el camino era pasable; con lluvia, no había modo de hacer el viaje. Se consideraba que se necesitaban tres días de viaje para cubrir esos 800 km en esos caminos.

Afortunadamente, estaba por salir una jardineira, que en aquel entonces parecía ser el mejor medio de transporte. La jardineira es un vehículo mitad ómnibus, mitad camión. Podía llevar entre diez y doce personas en la parte de adelante y, en la parte posterior, que era más grande, podía transportar el equipaje pesado y otros bultos. Aurea, Alfredo y Nelson se sentaron en los toscos asientos, y al poco rato habían entablado amigable conversación con los compañeros de viaje.

Los caminos estaban transitables y, después de tres días de un viaje interesante aunque cansador, llegaron a Cuiabá. El pequeño Nelson, feliz como nunca, estaba siempre en brazos de sus padres. Todo les resultaba nuevo, ya que nunca habían viajado por la parte norte de su enorme Estado.

La gente de Cuiabá tenía por costumbre tomarse la vida y sus obligaciones con calma y tranquilidad. Lo que no se hacía hoy, podía esperar hasta mañana... o hasta el siguiente día. Al pastor Barbosa, que siempre corría de un lugar a otro y cuyas energías nunca decaían, le resultó difícil adaptarse a esta costumbre. En realidad, nunca se adaptó. Siempre estaba ocupado y con mucho trabajo. Debía levantar una nueva iglesia, conseguir interesados en el evangelio y guiarlos pacientemente en el conocimiento de las verdades bíblicas. El lema del pastor era el conocido refrán: “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.

Después de trabajar cuatro años allí, recibió una invitación de la Junta Misional para trasladarse a la ciudad de Corumbá, situada junto al límite boliviano, a unos 600 km al sur.

–No estoy más interesado que tú en dejar Cuiabá, Aurea. Sin embargo, la Junta Misional conoce las necesidades mejor que nosotros. De modo que arreglemos el equipaje tan pronto como podamos.

–Tenemos muchos amigos aquí, Alfredo. No debemos desligarnos de esas amistades. Piensa en todos los interesados en las verdades evangélicas a quienes abandonarías.

–La Junta Misional ya está enviando otro misionero hacia este lugar, de modo que nuestros amigos no quedarán solos.

Alfredo había dirigido la organización y la construcción de una hermosa iglesia en el corazón de la ciudad. Unos sesenta creyentes estaban sosteniendo esa obra con sus recursos, y cada sábado se reunían más de cien adultos y niños para adorar a Dios. ¡Verdaderamente Dios los había bendecido!

“Un traslado siempre es útil”, opinó Alfredo mientras preparaba su equipaje. “Por fin podemos limpiar la casa de todas esas cosas guardadas durante años ‘por las dudas’... y que nunca se usarán”.

A poco de llegados a Corumbá, ya se habían adaptado y recomenzado sus actividades misioneras, a pesar del calor y de lo apartado del lugar.

La familia Barbosa había aumentado, para ese entonces, a seis miembros. Nelson, el mayor y el único varón, fue seguido por Gilda, Gilia y Noemí. Los habitantes de Corumbá se enorgullecían de sus hijos, porque eran más fuertes y sanos que los que vivían en otras localidades. Tal vez fuera cierto que los parásitos intestinales, tan comunes en otros lugares no podían existir en el suelo calcáreo sobre el cual estaba emplazada la ciudad de Corumbá. Sea cual fuere la razón, el hecho es que la salud y la felicidad reinaban en el hogar cristiano de los Barbosa.

Uno de los mayores problemas que afrontaba el pastor Alfredo Barbosa era encontrar y comprar un terreno adecuado para la escuela, la iglesia y los edificios de la Misión. Los fondos de que disponían eran siempre escasos, de modo que nunca había un excedente como para efectuar nuevas compras.

Se alquiló un local donde podían reunirse para adorar a Dios los nuevos creyentes y las familias interesadas en el evangelio. Alfredo amaba el trabajo pastoral y de evangelización; de ahí que, tras muchos esfuerzos, consiguiera que ochenta adultos y niños se reunieran cada semana en las instalaciones provisorias.

Pasaron tres años, y todavía el pastor Barbosa estaba buscando un terreno adecuado para la nueva iglesia. Los lotes céntricos eran ideales, pero imposibles de adquirir por su precio. En cambio, los lotes económicos estaban fuera de la ciudad misma.

Pero con Dios no hay imposibilidades y, finalmente, el pastor Barbosa encontró exactamente el lote necesario y a un precio que podría llamarse razonable, a tres cuadras de la calle principal de la ciudad. Tenía un frente de 25 m, lo que proveía amplio espacio para una escuela y una iglesia modesta. La casa del pastor podía fácilmente construirse en la parte posterior del lote, ya que este tenía casi 70 metros de fondo.

–Después de la cena, hagamos un corto paseo hasta el lote –le sugirió Alfredo a Aurea–. Así podremos pensar cómo quisiéramos que se construyese la nueva casa. Es decir, si la Junta Misional puede realmente conseguir el dinero para comprarlo.

–¡Encantada! –repuso Aurea– Y después desearía que pasáramos por el consultorio de algún médico. Quisiera conseguir algún medicamento para eliminar esta irritación que tengo en la piel.

–Ya tienes esa molestia desde hace varios días, querida. Mejor, prestale atención. Quizá necesites algunas vitaminas. Cerca del banco hay un médico que dicen que es muy bueno. No lo conozco, pero hagamos la prueba.

Toda la familia fue al lugar donde pronto podría construirse su nueva casa.

–¡Qué hermoso va a ser tener una casa propia! –exclamó Aurea–. No sería nuestra pero, siendo propiedad de la Misión, es como si fuera nuestra.

–Me alegro de que estés contenta –replicó el esposo–. Dios ha sido muy bueno al contestar nuestras oraciones y ayudarnos a encontrar este terreno. Esta misma noche escribiré una carta, pidiendo que se presente el asunto a la Junta Misional tan pronto como se pueda. No hay mucho dinero en la tesorería, yo lo sé, pero creo que Dios nos ha ayudado a encontrar este lote y que no hay que desaprovechar esta oportunidad.

El pastor Barbosa tomó en sus brazos al bebé, y les ordenó a los demás niños que regresaran a la casa mientras ellos iban al consultorio del médico.

Afortunadamente, la sala de espera estaba vacía y Aurea fue atendida inmediatamente por el joven médico japonés, que en poco tiempo se había hecho de una buena clientela.

–Es solamente un pequeño eccema, señora de Barbosa –diagnosticó–. Usted necesitará una pocas inyecciones de calcio para fortalecerse, y le daré cierto ungüento que ha curado molestias como esta en muchas personas.

–Bendito sea –le dijo Aurea, sonriente, unos pocos días más tarde a su esposo–; ese joven doctor sabía lo que decía. ¡Ese ungüento es realmente maravilloso!

–Quizá las inyecciones hayan ayudado también –opinó su esposo–. De todos modos, guarda lo que sobre en el botiquín, donde puedas encontrarlo en caso de que los niños tengan alguna erupción de la piel.

Las fastidiosas ampollas, que le provocaban a Aurea una molesta comezón, se habían secado completamente. Se había formado en su lugar una piel nueva y sana, y ahora podía olvidarse de que había tenido alguna vez alguna dificultad.

Sin embargo...

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