Kitabı oku: «Mi Señor, el Diablo»

Yazı tipi:

Mi señor, el diablo

De Aleister Crowley y la familia Manson a nuestros días.

Una mirada al satanismo

Edición Digital

Colección Conjuras

L.D. Books

Mi Señor, el Diablo ©

Edgard de Vasconcelos, 2017

L.D. Books

D.R. ©Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2017

Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A, Lote 1621

Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C. P. 09310, Ciudad de México

Tel. 5581 3202

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

Primera edición: mayo de 2017 ISBN: 9781976069871

Colección CONJURAS

D.R. ©Portada e interiores: Mariel Mambretti

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.

Índice

Introducción

Capítulo 1. Los primeros “agentes del demonio”

Capítulo 2. El diablo se manifiesta

Capítulo 3. La “gran bestia”, el rock y la simpatía por el diablo

Capítulo 4. Del delirio al crimen, por la ruta del diablo

Capítulo 5. Satán y sus ríos oscuros

Capítulo 6. El diablo, la svástica y la muerte

Capítulo 7. El diablo también habla español

Conclusiones

Apéndice fotográfico

Bibliografía

Introducción

Satanás siempre ha subyugado a los seres humanos. Su imagen y su supuesta presencia desde hace siglos acompañan la historia de los hombres. El Diablo ha formado y forma parte de las más diversas religiones, del arte y de la cultura popular. Incluso allí donde no existe un cuerpo doctrinal elaborado, nadie pone en duda su presencia maligna. Para algunos, sólo es un símbolo de los extravíos éticos o morales de los hombres; para otros, es una entidad palpable, influyente en la vida cotidiana, convocable incluso. Desde los libros sagrados al psicoanálisis, el Diablo está o bien batallando contra el Bien desde siempre, o bien anida sólo en los rincones más oscuros de la psiquis humana. Dueño de muchos nombres, como el gran exponente del mal y dueño de un poder ilimitado, Lucifer (uno de los modos de llamarlo) ha sido una obsesiva presencia en algunos períodos de la Humanidad; sobre todo, en aquéllos aquejados por pestes o grandes cataclismos, y/o dominados por el espíritu religioso (como la Edad Media europea, por ejemplo).

Pero no todos los hombres ni todas las corrientes de pensamiento consideran a Satanás un ser maléfico o execrable. Desde hace siglos han existido sectas, agrupaciones religiosas o movimientos “filosóficos” que le atribuyen al Demonio una representación positiva; es para ellos el símbolo y el motor de la fuerza humana; la pulsión de vida por sobre las limitaciones en barreras de la moral; el adalid del intelecto y la razón; la llama que alimenta la más transformadora rebeldía.

En 1969, la prestigiosa editorial Harper Collins lanzó al mercado una obra con un título pretencioso, e inquietante para los católicos: Biblia Satánica. Su autor: el escritor y músico estadounidense, Anton Szandor LaVey. Apoyándose básicamente en el vitalismo y el espíritu contestatario de Nietzsche, y apropiándose también de algunas ideas del ocultista Aleister Crowley, LaVey produjo un material que reclamó para sí la dignidad de un ensayo filosófico-religioso. En la obra, Satanás es presentado como un ente liberador. Su figura representa la sabiduría, el triunfo del conocimiento sobre la ignorancia, de la luz sobre las tinieblas, del atrevimiento sobre el miedo. Su llegada al hombre es, en suma, una iluminación. Pero los satanistas (los espirituales o los prácticos, los estudiosos o los intuitivos) existieron desde mucho antes de que LaVey escribiese su libro. La mayoría de ellos creía que el Demonio era una deidad a la que se debía adorar, y que era posible llegar hasta él por medio de la magia, la invocación, y por eso crearon ciertos ritos "satánicos”. Desde luego, este adjetivo no tenía para ellos un sentido peyorativo, como sí lo tiene, incluso en el habla popular, en la mayoría de las sociedades que han atribuido al Oscuro la suma de todos los males.

La Iglesia católica se dedicó y se dedica a "liberar” a aquéllos poseídos por el Demonio. Su presencia en uno es algo nocivo, malo, que hay que erradicar. Desde los conjuros populares hasta rituales oficialmente aceptados y practicados como el exorcismo van en ese camino. Pero hubo y hay también personas que, según la creencia popular o los líderes del pensamiento satánico, actúan movidas por hilos que manejaba Lucifer, o son sus representantes en la tierra, y eso, para ellos, lejos está de ser malo, y hasta es honroso.

Otros no sólo se dedican a predicar los bienes del Diablo, sino que hasta realizan transacciones con él. Gilles de Rais, por ejemplo, fue un noble francés del siglo xv convertido, para muchos, en el primer asesino en serie de la historia. Rodeado de una corte de nigromantes, brujas y alquimistas, De Rais era un despilfarrador obsesivo que, al terminar en la bancarrota, ofreció a Satán la sangre de los niños a los que asesinaba, para que éste le devolviese la riqueza perdida, y así volver a sostener sus excesos y vicios.

Otra de las figuras que supuestamente han tenido pactos con el Diablo, según la leyenda, fue la condesa Erzsébet Bathory, quien, presa de su obsesión por no envejecer (y por mandato de Lucifer, según decía), bebía y se bañaba con sangre humana. Cerca de 650 niñas se dice que asesinó. Era la sangre de esas pequeñas, supuestamente, lo que hacía que su piel no se arrugase y ella toda no envejeciese. Pero también en el arte el Diablo ha metido la cola. Y los ejemplos son inagotables.

Giosué Carducci, un poeta italiano del siglo xix, de furioso credo anticlerical, fue un opositor a la monarquía de su tiempo. Recibió, merecidamente, el premio Nobel de Literatura en 1906 (un año antes de morir), pero lo que aquí importa es que escribió un poema titulado “Himno a Satán”, en el que veneraba al Diablo como dios de la razón y la libertad, y denostaba duramente a la cristiandad. No fue el único. Antes que él, el magnífico poeta y ensayista francés Charles Baudelaire (a quien Aleister Crowley admiraba) publicó, en 1857, el poema titulado “Las letanías de Satán”, que comienza con un verso que escandalizó a los clérigos de su tiempo:

“Oh tú, Ángel más bello y asimismo el más sabio

Dios privado de suerte y ayuno de alabanzas,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!”.

¿Creían estos poetas en lo que cantaban o era su forma artística de “patear al burgués”? María de Naglowska fue una intelectual rusa a la que se conoció como “La sacerdotisa de Lucifer”. Ella difundió una técnica a la que denominó “magia sexual”, y que era practicada por la secta khlysti, que pregonaba la flagelación como camino hacia la salvación. Se trataba de hacer el amor frente a un grupo que rodeaba ceremonialmente a la pareja, venerando sus órganos sexuales. En la revista que fundó en París en 1930, La Fléche, María de Naglowska publicó dos trabajos que resumían la base de sus creencias: "El Misterio del Ahorcamiento” e “Iniciación Satánica”. Mucho más acá, y ya en el terreno de la música, el neoyorkino Glen Benton, bajista y líder de la banda Deicide, no sólo se ha declarado abiertamente satanista, sino que sus composiciones están atravesadas por una temática satánica y anticristiana. En su octavo álbum, The Stench of Redemption, la banda incluye dos temas en que afirman su cercanía al Demonio: “Homage of Satán” y “Crucificied for Innocence”. Mucho más revuelo que los trabajos de Deicide causó en su momento la aparición de un álbum de los Rolling Stones, Beggar’s Banquet, de 1968. Sobre todo, uno de sus temas: “Simpathy for de Devil”. Aquella “simpatía por el demonio” quedó confirmada por otros álbumes como Their Satanic Majesties Request ("La solicitud de sus majestades satánicas”) o Goats Head Soup (“Sopa de cabeza de cabra”), su undécimo álbum de estudio, de 1973, cuando ya eran referentes innegables del rock universal, y su influencia cultural excedía lo meramente musical. Es muy probable que, para estos jóvenes transgresores de los años 60 y 70 (que buscaban, con el rock, el sexo, el alcohol y la droga, explorar, como ellos mismos decían, "el otro lado de la mente”), Satanás, en efecto, haya sido el símbolo de la ruptura, de la rebeldía, de la libertad ilimitada, del quiebre de las reglas y de la moral estatuida.

Lo cierto es que Satanás, el ángel más hermoso de la creación, que lideró una rebelión contra Dios, por lo que fue expulsado para siempre de su lado, existe para muchos. Él, aturdido por su propio orgullo, habría dado vida a la maldad, al dolor, a la mentira, a la muerte, a todo lo malo que existe en el mundo. Su figura incluso bien podría ser una panacea para todas las contradicciones dogmáticas, el balance del Dios bueno que no podría nunca haber dado origen al mal. Lucifer representa el lado oscuro de los seres humanos, aunque para otros es la luz que abate las tinieblas. Es en esa doble condición que aún fascina y se supone que fascinará al ser humano. ¿Por los años de los años? Los próximos renglones se abocarán a compartir asombros y preguntas, más que a dar improbable respuesta.

Capítulo 1

Los primeros “agentes del demonio

"Los que aprueban una opinión, la llaman opinión; pero los que la desaprueban, la llaman herejía.”

Thomas Hobbes

Satán, ¿era ajeno al plan de Dios o parte integrante de ese plan? ¿Es su contrincante o su necesario balance en la Creación?

Mucho antes de empezar a lidiar con las verdaderas sectas satánicas, los adoradores grupales de Lucifer o sus solitarios devotos, la Iglesia católica debió vérselas con algo que miró con el mismo afán condenatorio: los movimientos religiosos heréticos. Éstos, que no sólo cuestionaban el dogma, sino que en muchos casos ponían en entredicho la legitimidad misma de la institución, eran ni más ni menos que los agentes del Demonio.

Entre los siglos x y xii comenzaron a extenderse por Europa algunas de esas creencias religiosas heterodoxas. Uno de esos grupos, nacido en la región de Tracia (actual Bulgaria) y de Bosnia, fue el de los llamados bogomilos, nombre que derivaba del de su principal líder espiritual. Bogomil lejos estaba de oler a azufre y llevar tridente. Era un sacerdote búlgaro, pobre, que vivía pacíficamente en las montañas macedónicas, y que se atrevió a poner en dudas ciertos principios de fe.

Satán, hijo de Dios

El movimiento de los bogomilos descreía de la coexistencia entre Padre, Hijo y Espíritu Santo, e iba un paso más allá; le negaba carácter divino al nacimiento de Jesús. Estos réprobos creyentes sostenían que Dios había tenido dos hijos, y éstos eran Miguel y Satán, los que representaban respectivamente al bien y al mal. Miguel es ángel jefe de los ejércitos de Dios para las religiones judía y católica; Satán, el ángel que se rebeló contra Dios.

Influenciados por los paulicianos, un movimiento cristiano que había nacido en Armenia en el siglo VII y llegó luego a los Balcanes, los bogomilos adoptaron la doctrina maniquea. Según ésta, todo en el mundo se reduce a la lucha entre el bien el mal.

El movimiento rechazaba la ortodoxia ceremonial de la Iglesia católica, y sus fieles elegían al azar a un grupo de ancianos para que se ocuparan de oficiar los ritos creados por el propio colectivo religioso. Vale decir: los bogomilos no tenían sacerdotes como tales; y menos, estables.

Las ceremonias religiosas se realizaban en casas particulares, y no en templos alzados a tal efecto, y sólo podían ser bautizados los adultos, y no con agua o aceite sino mediante plegarias y autorenuncias.

Francisco Javier Arriés es un licenciado en Ciencias Física que con ese seudónimo ha escrito una serie de artículos y libros sobre ocultismo. Se ocupó también de los bogomilos en un trabajo para la revista española Año Cero. Veamos qué nos dice al respecto:

“En tierras búlgaras el viajero se encuentra con un sorprendente folclore de cuentos y leyendas cuyos protagonistas son Dios y su hijo, el diablo, empeñados en una lucha sin cuartel. Se trata de historias en las que este último detenta el poder creador, tanto del mundo como del género humano; de relatos impregnados de dualismo, la corriente de pensamiento que afirma la existencia en el Universo de dos fuerzas antagónicas en lucha perpetua. Y es que, tras una aparente confesionalidad ortodoxa, católica, protestante o musulmana, muchos búlgaros guardan lo esencial de las enseñanzas de los iniciados de una secta que prendió en el corazón de los Balcanes y que se extendió por Europa como una mancha de aceite: los bogomilos”.

La metáfora de la mancha de aceite es más que válida no sólo para este movimiento herético sino para muchos otros, rebeldes, contestatarios, en una época en que el catolicismo debía afianzarse como religión de Estado, identificada con éste. Pero lo que más nos interesa aquí son las conexiones de las huestes de Bogomil con lo demoníaco.

Para este movimiento religioso herético, la cruz era considerada un instrumento maligno, ya que había sido utilizado para matar a Jesús. No creían en la resurrección de los cuerpos porque, a juicio de sus creencias religiosas, el mal estaba directamente ligado con lo material, con lo carnal, con lo corporal, y no era allí donde reinaba Dios, sino en el mundo espiritual.

Por ello, sus miembros renunciaban a mantener relaciones sexuales, no comían carne, no tomaban vino. Cada miembro, antes de haber sido aceptado como tal, debía pasar por un período de observación durante el cual habría de comprobarse si, en efecto, el futuro miembro se abstenía de mantener relaciones sexuales, no ingería ni carnes rojas ni cualquier otro alimento que tuviese sangre, además de abrazar los otros principios rectores generales. La prohibición estaba fundamentada en que, como dijimos, para los bogomilos, Dios era el creador del espíritu, y el demonio era el creador de la materia.

Leamos nuevamente a Arriés:

“La visión pesimista de la sociedad que exhibían los bogomilos era una consecuencia directa de su cosmogonía. El hijo primogénito de Dios Padre, Satanael, recorrió el Universo hasta sus más bajos confines, y envidió el reino de su padre. Cuando ascendió de nuevo, se rebeló contra él. Fue despojado de su carácter celeste y arrojado del cielo. Decidió entonces, secundado por miríadas de ángeles rebeldes, crear su propio reino. La creación en siete días narrada en el Génesis no sería sino obra suya. Tras crear la Tierra, el Sol, la Luna, los vegetales y los animales, concibió el plan de crear al ser humano. Para mantener al hombre bajo su imperio, Satanael dio las tablas de la ley a Moisés. Con la misma misión envió a Elías. Así se ha perpetuado el orden civil y religioso que ha tenido al hombre sometido bajo el poder de los demonios”.

Pero no sólo el demonismo seducía a los heréticos cultores de estas creencias. Los bogomilos predicaban la igualdad social, la liberación del hombre del dominio de clérigos y de nobles, postura que, sin dudas, les creó una enorme popularidad entre los pueblos de la región, muchos de los cuales profesaron este credo durante muchos años. En Bosnia, incluso, llegó a ser a su vez la religión de Estado.

Desde su aparición, en el siglo x, hasta su declive, un par de centurias más tarde, el movimiento lideró varias revueltas en contra de las autoridades constituidas, contando siempre con el apoyo de las clases populares.

A finales del siglo xii y comienzos del xiii, bajo el papado de Inocencio iii se iniciaron toda una serie de brutales persecuciones contra los movimientos heréticos de Bulgaria.

En 1463, los turcos llevaron a cabo la invasión final a Bosnia, se apoderaron de la región, y junto con la caída de la ciudad llegó el final de un movimiento casi, podría decirse, "político-religioso”, que desafió no sólo a la Iglesia católica sino también a la nobleza de aquel tiempo. Demonizados por la jerarquía eclesiástica, los mismos bogomilos asumían parte del rol que se les adjudicaba, al conceder a Satán un papel que excedía en mucho al de un mero rol de reparto.

“El Diablo es, está, obra por sí”

Otro de los movimientos religiosos considerados herético por la Iglesia católica fue el que integraron los "cátaros”. Este término tiene origen en el griego katharós, que significa "puro”, aunque los historiadores prefieren pensar que deriva del latín cattus, que significa “gato”, ya que así eran nombrados por la Iglesia católica, que se refería a ellos como los “seguidores de Satanás con apariencia de gato”. También se los denominó “albigenses”, pues se hicieron fuertes en la ciudad de Albi, Occitania, y desde allí se expandieron.

Los primeros integrantes del catarismo llegaron a Europa occidental, provenientes de Europa oriental, hacia finales del siglo x. Influidos por los bogomilos, se asentaron en el sur de Francia, lugar desde donde habrían de dejar luego fuertes rasgos en el arte y la cultura de todo Occidente, como veremos más adelante. Pero vale precisar que fue recién en siglo xiii cuando los cátaros se convirtieron en un grupo religioso con marcada influencia en casi toda Francia.

Reiteramos que no tomamos estas “herejías” por su mero sentido histórico o doctrinal. Lo que nos interesa es su relación con lo demoníaco, en tanto y en cuanto le den una “dignidad ontológica” a Satán. Esto es: que le reconozcan una existencia real y una virtud autónoma y operativa. El Demonio podría obrar a su libre albedrío, por sí.

Sin ser entonces demoníacas como cultoras o devotas de lo oscuro, esas “desviaciones” de la ortodoxia católica, de algún modo allanaban el camino a los futuros ritos demoníacos confesionales, pues le concedían a lo diabólico una existencia real. San Agustín, por ejemplo, que tuvo una juventud “descarriada” y creyó en el maniqueísmo, fue luego (fiel continuador y adaptador de Platón al cristianismo) un defensor de la idea de Dios-Sumo Bien-Luz. El Mal entonces pasaría a ser para él sólo “ausencia de bien”. El Mal y su máxima causa, el Demonio, sufrirían así una desjerarquización. Agustín les quitaría ese peso ontológico, esa dignidad de ser, que como veremos persiste en las herejías que estamos analizando.

Los cátaros, para seguir con ellos, creían en la dualidad creadora que representaban Dios y el Diablo, en donde Dios era el bien, y el espíritu, y Satán era el mal. A éste le correspondía la parte material del ser humano, o sea el cuerpo.

Esa dualidad estaba en lucha permanente, y el conflicto sólo desaparecía con el fin de la vida. Por ello ningún cátaro le temía a la muerte, muy por el contrario. Tanto es así, que el catarismo fue una de las pocas religiones en las que estaba permitido el suicidio, aunque por razones muy fundamentadas. Y la única forma aceptada de suicidio era por ayuno.

La "endura”, que así denominaban los cátaros al suicidio permitido, fue considerada por la Iglesia como la herejía más grande cometida por un movimiento religioso monoteísta. Si bien, como dijimos, la endura sólo estaba permitida cuando existían motivos extraordinarios, o cuando la persona estaba afectada por una enfermedad incurable, que le producía un gran sufrimiento.

Esta doctrina herética predicaba la salvación mediante el ascetismo, y el rechazo a todo lo que el mundo material pudiese ofrecer. Allí, precisamente, radicaba esa lucha permanente que debían librar todos sus miembros entre lo esperable, que era abrazarse sólo a lo espiritual, o sea al mundo divino, y rechazar las necesidades de la carne.

El Gran Creador

Las reglas que debían respetar los cátaros eran muy estrictas; incluso el ingreso al movimiento exigía abnegación y convencimiento. El proceso de iniciación duraba algo más de tres años, durante los cuales el aspirante debía aprenderse de memoria el Evangelio según San Juan y someterse a ayunos tres veces por semana, entre otros rigores.

Luego, ya como miembros plenos, los cátaros debían marchar siempre en parejas, vestir de negro, cubrirse la cabeza con una capucha, dejarse la barba, no mentir nunca y llevar una bolsa en la que portaban el Evangelio en su versión antedicha, y una marmita para colocar el alimento a ingerir. El recipiente no debía tener grasa porque la tenían prohibida.

Los cátaros, mucho más que los bogomilos, fueron brutalmente perseguidos por la Iglesia católica, a través de las cruzadas contra los herejes a las que aquélla convocaba, especialmente con el papa Inocencio III. Semejante ensañamiento ¿se fundamentaba sólo en cuestiones de índole dogmática o doctrinal? ¿Era un combate contra el Demonio, existiese o no?

El historiador José Julio Martínez Valero recuerda algunos hechos que dieron origen al nacimiento del catarismo, lo que explicará el porqué de tal encono de la Iglesia:

“Las razones son mayoritariamente de tipo social. El clero del siglo XII no era muy eficaz cuando dirigía sus prédicas al pueblo, que parece entendía mucho mejor a los predicadores ermitaños. Según Labal, el clero veía en la vida laica la perdición, y sólo la vida religiosa era digna de salvación. El clero veía además en la mujer la fuente de todo pecado y perdición. También se mostraba disconforme con la vida urbana que comenzaba a renacer: el auge del comercio podía ser un peligro para la explotación de los excedentes mediante el sistema económico feudal. Era por lo tanto difícil de alcanzar la salvación para los laicos”.

Para los cátaros, en cambio, el reino de Dios no era de aquí. Este mundo, en verdad, había sido creado por Satanás, quien creó también las guerras, todo lo material, e incluso... ¡a la Iglesia católica!

Los heterodoxos de Albi consideraban a dicha iglesia como autoritaria, y sostenían que mantenía el dogma entre sus feligreses merced a los terribles males que, decían, caerían sobre ellos si incumplían con los dictados de la fe católica.

Martínez Valero señala ahora las diferencias entre el accionar y los mandatos de los clérigos católicos y los cátaros:

“Los cátaros llevan una vida austera y predican en la lengua del pueblo. También desdeñan al mundo, como los clérigos, pero proponen explicaciones satisfactorias para la gente. La administración del consolamentum a la hora de la muerte limpiaba de toda impureza. La mujer consolada era igual de pura que el hombre. Sus predicaciones no tenían nada de escandaloso, por lo que podían calar en cualquier cristiano. Todo esto los convertía en un oponente de la Iglesia, ya que venían a llenar algunos 'huecos' dejados por ésta”.

A mediados del siglo xiii, los príncipes y monarcas que habían acogido en sus territorios a los miembros del movimiento religioso herético, los fueron abandonando a su suerte, más preocupados por terminar con guerras que secaban sus arcas que por proteger a los cátaros.

Y si la persecución y las Cruzadas no lograron terminar definitivamente con el movimiento, sí lo haría algunos años más tarde la Santa Inquisición.

Un prestigioso historiador, hermetista y especialista en Edad Media, el francés René Nelli, dice, en la introducción de su libro La vida cotidiana entre los cátaros:

“Hubo cátaros en Francia, en Cataluña, en Italia, en Alemania e incluso, según parece, en Inglaterra. Pero sobre todo en el Mediodía francés, desde finales del siglo xii hasta el año 1209, momento en que se desencadenó la Cruzada, el catarismo pudo organizarse en forma de Iglesia y, mediante los grandes señores ganados a su causa, ejercer una influencia social y política sobre el conjunto del país [...] Las costumbres morales que había impuesto durante la época en que triunfó se mantuvieron en cierta medida aún después de convertirse en clandestino en las ciudades y en las zonas rurales y, hasta comienzos del siglo xiv, en casi todos los sectores de la sociedad”.

Ya fuese en la forma omnipresente y extrema que refería la Iglesia (llevando, desde luego, agua para su molino), ya fuese sólo en su explicación cosmogónica, los cátaros incluyeron al Diablo como una presencia operativa. Por otra parte, esta corriente religiosa produjo reformas en los modos de llevar adelante el cortejo amoroso, dulcificó el trato hacia la mujer, y fue en parte responsable del concepto de amor ideal que se materializó en la poesía provenzal. Rechazó la mentira al punto de sostener que una relación amorosa veraz fuera del matrimonio no era pecado, y sí lo era el monótono cumplimiento de los deberes maritales dentro del matrimonio. ¿Eso era ser satánico? Para la Iglesia, sí. En todo caso, el Diablo llegaba para quedarse.

Los ritos con el Amo

Bogomilos y cátaros, entonces, fueron satanizados por la Iglesia católica, si bien no eran oscuros adoradores del Diablo, ni renegaban de la bondad de Dios. Simplemente no compartían el dogma de la Iglesia medieval, y aquello los convirtió en herejes y “satanes”.

Injustamente, estos movimientos heréticos fueron relacionados por el relato oficial católico, durante toda la Edad Media e incluso durante el Renacimiento, con los numerosos grupos o individuos que practicaban la brujería y solían reunirse en las noches del viernes o del sábado en algún lugar poco accesible de los bosques. Éstos llevaban a cabo ceremonias orgiásticas de adoración al Demonio llamadas “aquelarre” o “sabbat”. Aquéllos eran más refinados, atacaban al dogma impuesto, y por tanto eran más peligrosos para la jerarquía eclesiástica.

Pero volvamos a los brujos, y a uno de los términos antes citados. Sin dudas, denominar “sabbat” a una reunión de brujas y brujos adoradores de Satanás fue producto del encendido antijudaísmo de la jerarquía católica en tiempos del Medioevo. De ese modo, mataban “dos pájaros de un tiro”.

Equiparar el Sabbat (o sea, el descanso obligatorio que la religión judía santifica y que se celebra precisamente desde la noche del viernes a la del sábado) con una ceremonia demoníaca tenía como propósito acusar también a los judíos de adoradores del Diablo. Algo que sólo se podía afirmar en el desconocimiento general del Antiguo Testamento, donde abrevó el mismo cristianismo.

El rito, según narraban los clérigos para aterrorizar a los feligreses, se desarrollaba en un lugar del bosque sólo conocido por los participantes, que llegaban a una hora previamente acordada. Una vez reunidos todos los integrantes del grupo, bailaban al son de una música de ritmo "diabólico”, mientras que, desde un costado y con forma de macho cabrío, Satanás mismo observaba la escena.

Luego de la danza, las brujas (no los brujos) se alineaban en fila para ir, una por una, besando el trasero de Lucifer. Completada la curiosa ceremonia, todos los integrantes participaban de un banquete donde comían y bebían sin control, Más tarde se entregaban a una orgía sexual, y todo concluía al amanecer.

Lo cierto es que ni la Iglesia católica, ni su brazo armado, el Santo Oficio, han podido dejar alguna prueba concluyente de que los aquelarres, o "sabbat” fuesen algo más que una leyenda destinada a aterrorizar a las personas. Los únicos documentos exhibidos fueron confesiones arrancadas bajo tortura, lo cual los hacía carentes de toda legitimidad.

¿Demonios o dioses paganos?

Podría ocurrir, empero, que aquellos encuentros que para los clérigos católicos eran rituales demoníacos, no fuesen más que rastros de algún tipo de religión local pagana. En su libro Las brujas en el mundo, el italiano Massimo Centini, licenciado en Antropología Cultural, abona esta postura y dice:

"La teoría que pretende identificar en el complejo ritual del aquelarre los vestigios de antiguas religiones precristianas es, probablemente, la forma más racional de interpretar el sentido del fenómeno de la brujería. Margaret A. Murray, en su famosa obra Le streghe nell’Europa occidentale (1921), sugiere la relación de las prácticas mágicas llevadas a cabo por las brujas con una cultura religiosa evolucionada a partir de los rituales precristianos de la fertilidad, en una propuesta interpretativa claramente a contracorriente. Las tesis de la estudiosa inglesa, pese a tener un interés indiscutible, resultan bastante arraigadas porque presuponen la existencia de una antigua organización religiosa pagana que fue demonizada y considerada brujería por parte de la Inquisición. Según Murray, detrás del Diablo, considerado amo y señor de las reuniones de brujas, en realidad había un 'dios cornudo' pagano, una criatura que con el paso del tiempo había adoptado múltiples caras, pasando de la representación de la prehistoria a las máscaras que todavía hoy se utilizan en el folclore".

Esto no es poco probable, si recordamos a los sátiros y otras divinidades de los bosques. Pero, así las cosas, supongamos que aquellos rituales que la Iglesia y más específicamente la Inquisición identificaron como demoníacos no eran más que fragmentos de una religión precristiana. Ello probaría, según dice Centini, que la conversión no ya al cristianismo sino al monoteísmo en general, no había sido completa en todas las áreas.

Centini subraya asimismo que, ya en tiempos del Santo Oficio hubo muchos teólogos y juristas que no aceptaban la leyenda del aquelarre, esa ceremonia en la que brujas y brujos se reunían en oscuros y secretos lugares para devorar bebés, matar cristianos y protagonizar desenfrenadas orgías sexuales.

El antropólogo italiano recuerda también que los teóricos del Santo Oficio afirmaban que el Demonio podía tener una doble fisonomía al acercarse a los hombres para inducirlos al pecado. Podían ser íncubos o súcubos.

Los primeros adoptaban la forma de apuestos varones que seducían a las brujas y se unían sexualmente a ellas. Los súcubos, en cambio, adoptaban la forma de hermosas mujeres capaces de cautivar a santos y ermitaños.

Pero para la Inquisición, fundada en 1184 en Languedoc, sur de Francia, para combatir a los cátaros, la lucha contra la herejía era, en realidad, parte de una política de disciplinamiento religioso, en una época en que el cristianismo no había logrado aún consolidarse plenamente.

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