Kitabı oku: «Miranda en ocho contiendas», sayfa 6

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Pocos meses más tarde (noviembre de 1792), Miranda recibirá el mando de una parte del ejército en Bélgica y vendrán fortunas más sólidas, tal como lo supusieron los encuentros de Jemmapes y Ruremonde, y más importante aún, el sitio y toma de la ciudad de Amberes, operación exitosamente dirigida por el venezolano que no solo le valdrá a Francia la posibilidad de abrir la navegación del río Escalda (anteriormente en poder de los austriacos), sino al propio Miranda un mando de mucha mayor significación dentro del Ejército del Norte. Pero luego, en el curso de un catastrófico asedio a la ciudad de Maastricht y el infortunado desarrollo de toda la campaña terminada en Neerwinden, Miranda cumple órdenes de Dumouriez, aun cuando consigne de antemano opiniones contrarias al parecer de este con respecto a las dificultades que –a su juicio y, especialmente, en lo concerniente a la llanura de Neerwinden– significaba el hecho de ofrecer batalla en condiciones tan desfavorables.

Dumouriez no tardará en echar sobre Miranda la responsabilidad del desastre ocurrido en Neerwinden (lo cual, en pocas palabras, significaría la pérdida de Bélgica) y hacerlo responder por ello ante la Convención Nacional. Su reacción inicial, un tanto desaprensiva, pudo deberse quizá al hecho de que Miranda aún creyera contar con el apoyo de sus amigos girondinos, y por ello, en principio, se sentirá más o menos seguro a la hora de comparecer ante el Comité de Seguridad de la Convención Nacional (marzo de 1793) y, luego de tres días de sesiones consecutivas (mañana, tarde y noche[131]), dejar consignada una detallada relación de lo ocurrido en Neerwinden. Un mes más tarde le tocaría el turno de hacer lo mismo ante el Comité de Guerra. La impresión que suscitara durante esta segunda oportunidad solo vendría a ser una confirmación de la primera, en el sentido de que Miranda parecía hablar como un oficial que había intentado hacer lo mejor posible en medio de tan adversas circunstancias, exhibiendo de paso las instrucciones escritas por su excomandante en jefe[132].

No obstante, la acerada crítica que formularan los políticos más radicales (y cada vez más numerosos) de la Convención Nacional acerca del modo en que se condujo la malograda campaña haría que, pese al apoyo de sus partidarios, el caso fuese trasladado a la órbita judicial y, por tanto, que a la espera del juicio el venezolano permaneciera arrestado en la Conciergerie, el antiguo Palacio de Justicia convertido entonces en cárcel. Luego de una investigación preliminar, Miranda habría de comparecer ante el Tribunal Extraordinario en lo Criminal creado por la propia Convención y en el cual el «exterminador» Antoine Fouquier-Tinville (quien actuaba como fiscal durante el proceso) debía probar que Miranda había conspirado, como lo demostraba la derrota de Neerwinden, para cometer traición contra los intereses de la república.

La naturaleza de las acusaciones y la forma en que se condujo el juicio pondrían en evidencia que se trató de un asunto más político que militar y, por tanto, como lo sostiene Caballero, será la política la que decida su inmediato destino[133]. Como cabe ver, aparte de Miranda, el propio sector girondino estaba siendo enjuiciado a causa de semejante desastre[134].

Lo que en buena medida lo libró de probar el filo de la guillotina fueron tres circunstancias muy concretas: primero, la brillante peroración de su abogado Claude Chauveau Lagarde, futuro defensor de la reina María Antonieta, del jefe girondino Jacques Brissot e, incluso, de Charlotte Corday, quien habría de asesinar a cuchillazos en su bañera al líder jacobino Jean-Paul Marat; segundo, la concurrencia de algunos testigos de excepcional calidad (entre quienes destacaran Thomas Paine y Jean Barlow, antiguo capellán del ejército de George Washington[135]) ante ese tribunal que habría de juzgar al venezolano con base en un interrogatorio conformado por 63 preguntas; y, tercero –aunque tal vez se trate de la circunstancia en la cual se repare con menos frecuencia–, el cuidadoso inventario de los documentos conservados por él acerca de la campaña del Norte, los cuales no solo revelaban las órdenes escritas de Dumouriez sino que testimoniaban sus reiteradas objeciones al plan trazado por su superior en Neerwinden. La disciplina, obsesión y celo de Miranda con sus papeles personales demostraron ser en esta ocasión algo más que una simple manía personal. No parece exagerado sostener entonces que el esmero con que conservara aquellos legajos, aun en medio del lodo y las batallas, fue lo que en buena medida lo salvó del cadalso y le permitió obtener de parte del jurado un veredicto favorable a su absolución.

Por último, destaca algo importante y que, en buena medida, se debe a la atenta pesquisa llevada a cabo en el marco de una reciente investigación respecto al tema. A la hora de reevaluar las fuentes disponibles, sus autores –Nelson Totesaut Rangel y Henrique Paolini– llaman la atención acerca del hecho de que este proceso tuviese lugar en una época anterior a la codificación, es decir, durante una coyuntura de tránsito entre el derecho antiguo y el derecho republicano. Por tanto, lejos de tratarse de un juicio caracterizado con arreglo a lo dispuesto por la norma escrita que regiría en Francia a partir del advenimiento de Bonaparte, el proceso contra Miranda presupuso el desfile de un elenco de testigos de «carácter» (pintores, artesanos, relojeros, sastres, zapateros, tipógrafos, funcionarios municipales y comerciantes, es decir, gente del común), quienes, en tal calidad, y junto a libelistas cercanos al reo, fueron capaces de hacer que el juicio se contrajera más a las atributos personales del acusado que a los elementos que informaran sobre su actuación militar, en todos sus detalles y desaciertos. Esto, claro está, confirma lo que se señalara anteriormente con relación a la presencia de elementos de carácter político que lucirían inescapables durante el juicio.

Sin embargo, al mismo tiempo, sería tal circunstancia la que permitiría hacer más viable la presunción de inocencia del acusado frente a los hechos materiales concretos (la campaña de Neerwinden propiamente dicha), ofreciéndole a Chaveau Lagarde mayores posibilidades de defender a Miranda en un contexto tan turbulento[136].

Francia es un imán que hace porfiar

Cualquier otro forastero, luego de haber sido procesado por ese tribunal ad hoc y haber salido librado a duras penas de semejante trance, habría tenido razones más que suficientes para despedirse de Francia para siempre. Especialmente, dada esa condición de forastero. Ello es así puesto que si algo se empeñó en acentuar la facción jacobina a partir de 1793 fueron dos cosas: la primera, que toda opinión que diera curso a las dudas debía interpretarse cada vez más como una actitud franca y decididamente contrarrevolucionaria; la segunda, y muy a contramano de la inicial idea ecuménica alentada por la Revolución, que todo extranjero era potencialmente sospechoso de colaborar con los enemigos de la nación francesa. Tanto será así que el propio Thomas Paine llegó a observar que, aun antes de que adviniese el «reino de la virtud» jacobino, ya había prevalecido el empeño, por parte de los radicales en la Convención Nacional, de declamar en contra de los girondinos por su disposición a emplear a «extraños» y «extranjeros»[137]. Sin embargo, por curioso que resulte, Miranda (calificado en distintos momentos de «español», «mexicano» o «peruano», justamente con la intención de resaltar esa ingrata condición de forastero) resolvió permanecer en Francia, instalándose con cierta holgura en el suburbio parisino de Belleville.

Si algo intentó hacer a partir de ese momento, y con la suficiente sangre fría luego de haber evitado la posibilidad de ser ejecutado, fue reclamar que se le devolvieran sus papeles y libros, incautados durante el proceso, así como algunas obras de arte y, especialmente, lo adeudado por sus servicios como oficial[138]. Visto así, ello significa que Miranda resolvió dar por terminadas, de una vez por todas, sus funciones militares en Francia. Y, como se ha dicho, esta fue, en todo caso, una etapa que le permitiría dedicarse a reclamar sueldos y gratificaciones que lucían inciertas y que, a duras penas, habrían de cancelársele.

El tema del dinero que se le debía por su actuación se limitó siempre a la órbita de lo impreciso (según la certificación hecha por varios despachos, se le adeudaban aproximadamente unos diez mil luises por todas las campañas en las que –como lo señaló el propio Miranda– «serví a la república a mi costa»). A juicio del investigador Carlos Hernández Delfino, los comités de Salvación Pública y de Hacienda de la Convención Nacional resolvieron entregarle a Miranda más de 21.000 libras en asignados (o sea, en papel moneda); sin embargo, existe la presunción –a su juicio– de que esta cantidad, además de otra en numerario y en especies que debían entregársele, jamás fueron recibidas por él[139].

Pero, así como lo del dinero permanece sin mayores posibilidades de ser clarificado, buena parte de los demás reclamos fueron atendidos de manera casi inmediata después de que Miranda obtuviera su absolución. Tal como lo apunta el historiador Carlos Villanueva, la lista montaba a la devolución de los siguientes enseres: un carricoche y un calesín con sus correspondientes caballos; una caja con útiles de cocina y servicios de mesa, así como unos baúles de ropa y papeles, no hallándose entre estos nada que pudiera comprometerlo, habiendo sido todo escrupulosamente examinado por su acusador, Fouquier-Tinville[140].

Aun cuando Miranda también pretendiera prevalerse de ese retiro para poner en orden sus documentos personales y componer un recuento del proceso recientemente entablado en su contra, esa misma primavera de 1793 no tardó en confirmar que Francia tendría un nuevo Gobierno que vería con mucho mayor recelo aún a los republicanos moderados. Los girondinos, amigos de Miranda, terminarían por verse desplazados del poder mientras que la fracción radical se adueñaría de la Convención. A partir de este punto, Miranda, como muchos otros moderados, sería rehén de la «República de la Virtud» y, especialmente, de su órgano más tenebroso: el llamado «Comité de Salud Pública».

Por ello, no tardará en ordenarse el arresto o rearresto de varios oficiales, entre ellos del propio Miranda (denunciado de simple palabra por su criado) bajo la acusación de hallarse implicado en una acción motorizada por los girondinos con el fin de recobrar el poder por la fuerza. A las imputaciones que se le formularan de no ser un revolucionario a carta cabal, se sumaría el testimonio de un exministro, ahora enemigo del venezolano, y al final se le hará encerrar en el presidio de La Force (originalmente, una casa de corrección para prostitutas) y, luego, en las Madelonettes, hasta enero de 1795.

Miranda pretenderá reclamar su libertad a cuenta de haber sido declarado inocente por el Tribunal Extraordinario en lo Criminal. Sin embargo, en vano logrará dirigirse a la Convención y exponer sus servicios, puesto que entre quienes más habían insistido en las circunstancias de una «conjura girondina» figuraba nada menos que Maximiliano Robespierre, quien lo acusaría ante el Comité de Salud Pública, junto a ciento treinta y cinco defensores más del girondinismo, de hallarse entre los principales instigadores de semejante conspiración contra la república[141].

Por curioso que parezca, mientras que en la Francia de la denostada monarquía existía una sola prisión de importancia en la capital –la Bastilla, cuya población carcelaria se hallaba repartida entre unos cuantos presos políticos, algunos delincuentes comunes y media docena de lunáticos–, el período de la virtud vería florecer en cambio veintiún establecimientos convertidos en cárceles improvisadas y abarrotados de prisioneros políticos[142].

Ante la duda de que no hubiese otra alternativa que la de enfrentar el cadalso por obra del terrorismo jacobino, Miranda lograría obtener (quien sabe por cuáles vías) una dosis de veneno de acción rápida –opio mezclado con estramonio en forma de caramelo– para anticiparse a la mano del verdugo[143]. Dado que, incluso –pese a la prevalencia de condiciones adversas–, a los prisioneros les era dable la conversación y la lectura, hubo quienes se procuraron una dotación de libros entre los cuales Miranda, seguramente, compartió sus horas. Además, de acuerdo con Joseph Thorning, barrer el piso de la celda les proporcionaría a los reos algo de ejercicio físico[144].

Aun cuando, por lo general, se pone de mucho mayor relieve la forma en que se salvó del juicio seguido en su contra en 1793, las posibilidades de haber sido llevado al cadalso fueron tal vez mayores en 1794, dado este clima desprovisto de toda garantía judicial. Valga por caso decir que, de los restantes 135 girondinos enjuiciados durante los 19 meses que duró el régimen del Terror, apenas lograron sobrevivir 27[145].

Lo que sin duda lo salvó en esta oportunidad junto al pequeño lote de militares y convencionales venidos en desgracia (todo ellos antiguos partidarios de la Gironda) fueron dos circunstancias concretas. La primera, la intervención directa ante la Convención Nacional del ministro de los Estados Unidos en Francia, del libelista Thomas Paine y de otros amigos internacionales de la «causa» a fin de que los jacobinos aceptasen reabrir el debate sobre la suerte de los reos[146]. En segundo lugar, lo que Joseph Thorning, biógrafo estadounidense de Miranda, define como las condiciones «relativamente subdesarrolladas» de la política del Terror, capaces de ofrecer aún ciertas escapatorias dentro del sistema[147]. Por último, y poco después, la llamada «reacción termidoriana» se haría cargo del resto, al darse la caída del régimen jacobino y la ejecución del propio Robespierre, el día 9 de termidor (27 de julio de 1794).

Con todo, transcurrieron casi seis meses desde la culminación del Terror antes de que la Convención le restituyera formalmente su libertad en enero de 1795. Para ese momento, por ejemplo, los prejuicios en contra de los voluntarios procedentes del mundo exterior comenzaron a amainar, a tal punto que François Kellermann (oriundo de Alsacia) vería restaurado su rango a partir de entonces[148]. Tal vez algo de ello explique que el terco aventurero se resistiera aún a alejarse de Francia. En este punto, las versiones sobre sus pasos por París luego de abandonar la cárcel son un tanto contradictorias: algunos sostienen que Miranda tomó alojamiento en el Hotel Mirabeau (calle Mont Blanc, hoy la Chaussée d’Antin), en tanto que otras fuentes señalan que se estableció en las afueras de la ciudad, en un lugar llamado Ménilmontant, en casa del diputado Tissot, precisamente uno de los pocos correligionarios de la Gironda cuya cabeza se salvó por milagro de convertirse en balón de muerte durante la exterminación promovida por el sector más radical de la Revolución.

Lo cierto del caso fue que, durante este interludio del miedo francés, Miranda conoció y, según lo confirman varios memorialistas de la época, invitó y entretuvo en su casa (al parecer, en este caso, en el Hotel Mirabeau) al brigadier Bonaparte. Desde luego que Bonaparte aún distaba de ser Bonaparte, es decir, el futuro factor de la política francesa. Hablamos, pues, de quien aún se hallaba distante de cobrar ascendiente ante el carácter débil e irresoluto del Directorio, aquel comité de cinco miembros que, excepto por un breve interludio durante el cual la propia Convención estuvo a cargo de los asuntos ejecutivos, ejercería el mando tras la caída del régimen dirigido por Robespierre.

Casi como era natural, Miranda y Napoleón no simpatizaron mayormente. Por ello mismo resultan interesantes las opiniones que llegaron a merecerse uno del otro. Por un lado, y por más cierto que fuera el hecho de que el venezolano solo llegaría a conocer en ese momento a un Napoleón «prenapoleónico», es decir, a un brigadier de veinticinco años de edad que apenas comenzaba a destacarse como oficial artillero, la impresión que le provocara resultó ser más bien fría, incluso desdeñosa. Lo único que en cierto modo puso de relieve en clave favorable fue el carácter inquieto que caracterizara a Bonaparte.

De acuerdo con el propio Miranda, quien habría de referirse a este episodio algunos años más tarde, el encuentro tuvo lugar en alguna fecha posterior a los días termidorianos de 1794. Si hemos de confiar en tales recuerdos, la primera de las dos entrevistas ocurrió en casa de una cortesana que mantenía una relación cercana al célebre actor Talma, y ello dio pábulo a que ambos se explayaran en una conversación registrada luego. «Yo vivía con gran comodidad, aunque exteriormente no lo aparentaba», le confiaría Miranda a Manuel Serviez al traer a cuento sus recuerdos de la época de Francia tras la caída de Robespierre.

El día en que Bonaparte fue a comer conmigo –prosigue el venezolano– advertí su asombro al reparar en el lujo interior del cual me rodeaba. (…)

Me sorprendió notar que Bonaparte, inquieto, pensativo, receloso, movía la cabeza y dejaba escapar conceptos poco en armonía con las opiniones que habíamos emitido. Poco después de comer salió; y luego supe que había dicho: «Miranda no es un republicano sino un demagogo»[149].

Napoleón concuerda con las impresiones de Miranda y las corrobora, pero va más allá y lo tilda de «bribón», el «bribón más insigne de la España»; lo cree mexicano «aunque sin estar seguro, porque es reservado»; lo considera a la vez «espía de la Corte española y de Inglaterra». Luego apunta algo más corrosivo, lo cual no era algo que estuviese reñido con la proverbial maledicencia de Bonaparte, al decir que «vive en un tercer piso, que está amueblado con el lujo de un sátrapa; nos da comidas preparadas por Méot [el célebre chef de París] y servida en lujosa vajilla, no obstante pregona que se halla en la miseria»[150]. Y sin embargo, en medio de aquel enjambre de descalificativos no deja de motejarlo, en frase que recogen con alivio los autores más chapados a la antigua, como un «Quijote sin locura, en cuya alma arde un fuego sagrado».

Tal vez durante aquellas conversaciones Bonaparte y el general «americano» no coincidieran mucho acerca del método, aun cuando sí en el diagnóstico de lo que acontecía en Francia en tales momentos. Y a Miranda, por supuestos juicios temerarios que formulara acerca de la actuación «expansionista» del Gobierno y que ofendieran al Directorio, se le acusa como de costumbre por complicidad conspirativa (esta vez en contra del Ejecutivo colegiado). Su bien ganada fama de conspirador haría que no existiera, ni tan siquiera en estos tiempos de una Francia relativamente sosegada, manera alguna de escapar al hecho de ser visto como sospechoso en potencia. De inmediato se le conduce a prisión y es encerrado esta vez en la cárcel de Plessis. Pero el gobierno del Directorio no era la tiranía del Terror, y así logra ser liberado a falta de mayores pruebas, pese a que se le pretendiera someter a una vigilancia rigurosa.

Según una privilegiada testigo, una dama inglesa de nombre Helena María Williams, quien recogería más tarde los recuerdos de aquella época, Miranda se hizo acompañar una noche a su casa por el cancerbero que guardaba sus pasos; en medio de la comida, con una taza de café en la mano y haciendo reverencias, abrió una puerta y se evadió entre los pliegos de la noche. Días más tarde procuró llevar más lejos aún su desenfado al escribirle lo siguiente al Poder Ejecutivo: «Ciudadanos, he dejado al guardián que ustedes inútilmente me han dado para forzarme a salir de Francia». Lejos de admirar las dotes escapistas de su huésped, Miss Williams sería muy dura al respecto: «[Miranda] olvidando sus nobles principios, optó por asumir el riesgo de comprometernos». Helena María prometió, a partir de entonces, no volver a ver jamás a Francisco[151].

Cuando, poco después, el Directorio resuelve exhumar una casi olvidada Ley de Extranjeros, ordena sea aplicada a Miranda y decide expulsarlo definitivamente del país, este no tarda en seguir burlando por un tiempo a la policía, pero siente que su relación con Francia va angostándose rápidamente. Le escribe al Directorio, cree no haber infringido ley alguna que ataña a los extranjeros y, durante esos meses, mantiene una correspondencia extremadamente interesante con el crítico de arte Antoine Quatremère de Quincy, en la cual ambos deplorarían el saqueo que, con la anuencia del Directorio, había venido practicando justamente el joven Bonaparte –brazo ejecutor de la agresiva política exterior del Directorio– durante sus campañas por Italia con el fin de enriquecer los museos de París[152].

Me encontraba proscrito –escribe Quatremère– por consecuencia de los sucesos políticos (…).

Miranda, que conocía el secreto de mi escondite, fue a verme y me exigió que entabláramos una correspondencia sobre el peligro que amenazaba a Roma y la cual él se encargaría de hacer pública. Efectivamente, se publicó por aquellos días en una serie de artículos que aparecieron en el diario Le Rédacteur.

A poco de haber alcanzado mi liberación recogí en un opúsculo aquellos recortes y lo envié al general Bonaparte, quien, naturalmente, no los tomó en cuenta[153].

La situación de relativa calma pero de desarreglo administrativo no tardaría en llegar a su fin tras el golpe de Estado del 18 de fructidor (septiembre de 1797) que acentuaría la preeminencia de los miembros más «radicales» del Directorio alineados tras la figura de Paul Barras y lograría la exclusión de los dos miembros llamados «moderados», Lazare Carnot y François de Barthélemy. Rápidamente el Directorio «reordenado» pretenderá purgar las dos cámaras legislativas –el Consejo de Ancianos y la de los Quinientos– de elementos que presuntamente trabajaban en pro de la restauración de los borbones.

Comenzará así un nuevo ciclo de persecuciones y, por alguna peregrina razón, el venezolano figurará entre una lista de supuestos «capetos» (o sea, realistas) a los que el nuevo Gobierno pretendía deportar a la Guyana francesa. Pero mientras la policía del Directorio hace registro de su casa y detiene a su criada Francisca Pottier, Miranda logra enconcharse durante tres meses en París con su habitual habilidad, y bajo diferentes nombres y atuendos, hasta que resuelve renovar contactos con Pitt al otro lado del canal de la Mancha sobre lo que crípticamente calificara en su correspondencia con el primer ministro inglés como el «viejo negocio de atrás», delicioso eufemismo con el cual, ahora más que nunca –en vista del peligroso expansionismo francés–, pretendía referirse a sus planes en torno a la América española.

Al escoger entre dos males –continuar viviendo en la Francia del incoloro Paul Barras y sus colegas del Directorio, o regresar al alero inglés y reiniciar los amargos tira y afloja con Mr. Pitt en Londres–, Miranda pareció resuelto a inclinarse definitivamente a favor de lo segundo. Así, en enero de 1798, mediante dos nombres fabricados por él –Gabriel Eduardo Leroux Hélander y Mirandow Américain– y provisto de peluca y anteojos verdes, vence a la policía y la terca bruma que separaba al puerto de Calais del puerto de Dover, a través del canal inglés[154].

Entre 1798 y 1800 Miranda no tardará en volver a ser objeto de interés por parte de Pitt. Pero ni él ni Pitt serán ya los mismos; las fisuras y recelos registrados casi diez años antes serán apenas pálido anuncio de la nueva etapa que se abriría en la relación entre ambos.

En principio Pitt olvida los viejos desencuentros y le dispensa cierto grado de atención, pero Miranda no tarda en darse cuenta de que el primer ministro continúa sin mostrarse totalmente inclinado a favor de sus proyectos (pese a la amenaza que significara el expansionismo francés y mucho más pese a lo malquistada que Inglaterra estuviese con España) como para empeñarse en darle crédito a una empresa que, en el fondo, aún resultaba dudosa.

Tampoco puede perderse de vista el siguiente detalle a la hora de tomar en cuenta la presencia de nuevas aprensiones. Miranda venía, en 1798, de haber tomado parte, directa e indirectamente, del «canibalismo» que había tenido lugar en Francia. Había actuado, en todo caso, como un oficial al servicio del ejército revolucionario. Por tanto, los principales miembros del gobierno tory, que controlaba, aparte del Gabinete, la Cámara de los Comunes, recelarían de él y verán una sombra jacobina demasiado cercana a sus actuaciones, al punto de hallarse en condiciones de conocer los alcances de su desempeño dentro del ejército revolucionario durante las campañas de 1792 y 1793. Tal como lo apunta Karen Racine al hablar de tales sospechas y prevenciones: «Ciertamente no todos aprueban los planes de Miranda, ni tan siquiera lo que implicara su persona. Su tránsito por el ejército francés del Norte no sentaba bien entre algunos oficiales británicos e, incluso, entre algunos libelistas»[155].

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