Kitabı oku: «Introducción a la ética», sayfa 7
Frente a esto, el hedonismo tiene rostro risueño, quiere ser una filosofía jovial, filantrópica. No es muy exigente con el espíritu filosófico y, en el fondo, todo su sentido se aclara en dos o tres principios: el placer es el bien y el bien es el placer. Los conceptos de placer y de bien, o de aquello a lo que se ha de aspirar prácticamente, coinciden así como coinciden los conceptos de displacer y de lo [40] prácticamente malo; y la fundamentación es simple: placer es aquello a lo que todos tendemos, a lo que todos los seres vivos tienden; y su contrario el displacer es aquello de lo que todos huyen; así es por naturaleza. ¡Lo natural es lo racional! Es claro que esta identificación sirve de base a la argumentación. El Eudoxo platónico, quien se sumó a la orientación hedonista de la ética, indica, como un segundo argumento, que el sobrevenir de un placer aumenta siempre el valor-bien [Gutwert] que hace de una cosa un bien mientras que el surgir de un dolor lo menoscaba.
El placer designa aquí naturalmente una sola y única clase de bienes prácticos, y, como esperamos, vale como summum bonum según el principio de que todo placer es comparable en cuanto grandeza con el máximo placer. Por consiguiente, vale como lo único que en cada caso, en la praxis, es racional. En la forma tosca del hedonismo de Aristipo, según el principio de aprovechar el momento, lo mejor se da como el placer máximo del momento, cuando obviamente son posibles interpretaciones diferentes que son preferidas por otros hedonistas.
La función de la φρόνησις aquí es tomar la decisión, así como en general esta tiene la tarea no solo de fundar universalmente el principio, sino también de liberarnos, en los casos singulares en los cuales debemos valorar los placeres y los dolores, de todos los prejuicios de la convención y de hacer posible juntamente el cálculo de las consecuencias placenteras o displacenteras, etcétera.
Quizás ustedes opinen que trato, desde el principio, injustamente al hedonismo al ponerle el sello del escepticismo, lo que, más que una crítica, es una manera despectiva de hablar. Pero pienso que la crítica confirmará nuestro juicio. Ya estas pocas afirmaciones dan una mínima idea de estas carencias, que podemos hacernos aún más claras en las formas más desarrolladas de las éticas modernas. Es verdad que el hedonismo formalmente no es un escepticismo, porque el hedonismo no afirma que no existe el bien o la virtud, en la medida en que incluso establece como una norma superior la aspiración al máximo placer. ¿Pero cuál es el método de su fundamentación? Empíricamente establece: todos los seres vivientes tienden al placer y a nada más que al placer, supuesto que esto sea efectivamente establecido de manera estricta y que sea universalmente verdadero. ¿Se ha fundamentado mínimamente con ello que todos los seres deban aspirar al placer? Y la intelección de la legitimidad [41] de la inducción que establece aquel hecho universal ¿es ya la intelección de que todos deben aspirar en tal sentido?
Es un hecho universal empírico que los seres humanos se ríen cuando se les hace cosquillas, que responden con movimientos reflejos a ciertos estímulos. ¿Tendría sentido ahí hablar de un deber? ¿En qué sentido exactamente se refiere el hedonismo al «hecho universal» de la aspiración al placer? ¿Significa la universalidad de una ley natural? Si así fuera, nadie podría aspirar de otra manera. Pero ¿no presupone el deber práctico, según su sentido, que también podemos aspirar de otro modo?
Quizás a ello se responda lo siguiente: el significado del hecho empírico universal es que el hombre normal, al cual también llamamos racional, se comporta así en el tender. Quien se comporta de otro modo debería estar en el manicomio y no queremos hablar de tales hombres perversos. Lo normal es lo debido. Sin embargo, esta respuesta es insuficiente. Lo anormal ¿es malo? «Perverso» significa un desvalor. ¿Cuál es el sentido de esta valoración despectiva del «perverso»? ¿Tiene que ver con una simple desviación del tipo zoológico del hombre, de los rasgos distintivos de su especie? En ese caso, en el mismo sentido, deberíamos calificar de malas, de indebidas, cualesquiera de esas desviaciones, así como toda deformación física y psíquica, y deberíamos aprobar la correspondiente desvalorización. Pero ¿por qué nos indignamos cuando se trata mal a un pobre lisiado y se hace escarnio de él por su anormalidad? ¿Por qué distinguimos tan tajantemente el reproche ético y la reacción estética a la anormalidad extraética? Evidentemente, con ello distinguimos sin vacilar y con plena distinción el no-deber ético y aquel no-deber-ser, que es una mera expresión y eventualmente desvalorización de una anormalidad; lo mismo ocurre en la esfera psíquica, en la cual, por ejemplo, de ninguna manera se desvaloriza una excesiva memoria o quizá un entendimiento excesivo en tanto indebido en sentido ético, y hasta es, desde otro punto de vista, altamente valorado. Además, se ve fácilmente que las innumerables anormalidades zoológicas, en todo sentido, sea ético o estético, son adiaphora. En consecuencia, es seguro que no se considera la normalidad en el sentido de la especie histórico-natural homo.
[42] Es claro que el hecho universal empírico al que se refieren los hedonistas solamente extrae su sentido del análisis del concepto común de experiencia del hombre normal. En la composición vagamente delimitada de las notas típicas que se han sedimentado en él, se encuentra también la nota de una aspiración universal al placer típica para estos hombres normales y una repugnancia al displacer, en la cual se expresa comprensiblemente una vaga regla de la empiria genérica. Pero, sea como sea, ¿de qué puede en general servir una apelación a la universalidad del hecho, indiferentemente de que esta sea vaga o exacta? A lo mucho puede ser útil para que reconozcamos, en el caso de que alguna vez estemos inclinados a pasarlo por alto, que en la vida práctica propia y ajena las aspiraciones al placer juegan un papel universal como inclinaciones de la voluntad y, en el actuar factual, como motivos siempre cooperadores. Pero esto se encuentra aún antes de toda cuestión de derecho. La validez universal reside ciertamente en la idea de un derecho, de algo que, en algún sentido, debe-ser. Pero si también se puede desprender del hecho universal del aspirar hedonista que el placer vale universalmente para los hombres como una meta buena, como una meta justa, ¿confundiremos la universalidad de esta validez de hecho [Geltung] con la validez universal [Allgemeingültigkeit] y estaríamos sujetos a la equivocación de las palabras validez de hecho y validez [Gültigkeit], las cuales pueden significar ambas cosas?
Así como se plantean las cuestiones de derecho para las aspiraciones, también se plantean, en sentido análogo exacto, para los juicios, las afirmaciones y las convicciones. ¿No es claro que la universalidad de una convicción de los hombres, indiferentemente de si es una universalidad rigurosa o aproximada, no significa en sí y por sí ni lo más mínimo para el derecho de la convicción, para su verdad, para su validez teórica? Todo gran progreso en el conocimiento lo prueba; quien descubre un conocimiento está legitimado en su intelección racional frente a todo un mundo convencido de algo distinto. ¿No debería ser de la misma manera en la región ético-práctica, no debería haber una intelección ética racional y un actuar ético racional, en el que uno solo intuye un nuevo, único derecho, vive una nueva vida, predica un nuevo evangelio ético, y ahí es el único que tiene razón frente a un mundo de gente que se equivoca? La universalidad de un comportamiento judicativo, valorativo, práctico entre los hombres no carece de significado para las cuestiones de derecho en la medida [43] en que los seres humanos, los descendientes de los simios, están sometidos completamente a la sugestión y, por consiguiente, se inclinan a considerar sin más justo lo que otros tienen por justo, y esto tanto más cuanto más ven que así estima y actúa la gente a su alrededor. Sin embargo, tener algo por justo sobre la base de semejante sugestión colectiva no es ni con mucho tener por justo de modo fundado. Lo tenido por bueno y lo verdaderamente bueno son dos cosas distintas. Aquello que es justo en sentido verdadero, aquello a lo que es bueno aspirar, se debe poder reconocer en tanto tal por el contenido esencial de lo que es valorado y a lo que se aspira, así como lo que es verdadero se debe destacar en la intelección racional por el contenido de sentido del juicio.
La apelación a la razón, por cierto, desempeña su papel también en el hedonismo; pero, por más que a Aristipo le guste emplear el término socrático φρόνησις, no aprendió lo decisivo de Sócrates, a saber, la remisión metódica al contenido de sentido de los valores mentados y a la valoración de su oscura intención en la visión de esencia. No aprendió a remitir al método de la puesta en relieve de la idea normativa mediante el retorno a las intuiciones ejemplares y a lo que se revela ahí como la autenticidad de las exigencias prácticas.
Ustedes habrán tenido la sensación de que el hedonismo tiene aún otros aspectos que destacan y que están sujetos a crítica. Prescindiendo del desconocimiento de la idea universal de norma, de deber, debido a la referencia de la misma a las facticidades empíricas, el hedonismo se equivocó, es decir, no solo se equivocó debido a la confusión entre lo natural y lo normativo. Desde luego, es profundamente falsa la identificación del bien con el placer y, por lo tanto, la identificación de lo que en cada caso es absolutamente debido con el fin último del máximo placer. Acerca de esta manifiesta ceguera para tantos géneros de valores absolutos y sobre todo para todo lo moral en sentido específico, que precisamente es el tema principal de la crítica habitual del hedonismo, no queremos hablar aquí, donde solo contamos con las teorías éticas de Aristipo, demasiado primitivas, y con el hedonismo antiguo en general. Preferimos dedicarnos ahora a un nuevo y más rico [44] material ilustrativo proporcionado por la ética de la Edad Moderna. En conexión con el gran movimiento espiritual científico y filosófico, los contrastes entre las teorías éticas se agudizaron desde el Renacimiento y, en cuanto los motivos antiguos como los hedonistas siguieron operando, experimentaron una transformación más rica y profunda.
§ 9. Perspectiva general sobre la contraposición sistemática del empirismo y el racionalismo en la historia de la ética moderna
Caracterizo por anticipado y brevemente una contraposición capital que nos sale al paso en la ética moderna hasta Kant, a saber, la existente entre el empirismo y el racionalismo. No queremos hacer nuestra la oscura fórmula tradicional: «el empirismo deduce todo conocimiento de la experiencia; el racionalismo, de la razón». Ella carece de valor. De nuestra crítica al hedonismo, podemos deducir fácilmente qué significa el empirismo en la ética y, del mismo modo, podemos añadir, en todas las paralelas ciencias filosóficas de principios. Ahí, lo más importante era que conceptos como los de bien y, por último, de lo absolutamente debido tenían que adquirir su sentido en referencia a los facta de la experiencia con respecto a aquello que se considera bien en el nivel humano. De modo general, podemos decir lo siguiente: en las disciplinas en cuestión, nos salen al paso por doquier conceptos fundamentales emparentados de manera peculiar, que definen, en una acepción amplia, las ideas de verdad y falsedad, de justo e injusto, de valor y desvalor. En una palabra, son ideas normativas. Nos remiten a posibles sujetos que juzgan, valoran y quieren, e implican fundamentales conceptos noéticos paralelos, en los que se expresan las diferencias de un comportamiento subjetivo normal, correcto e incorrecto, que han de ser justificadas o reprobadas en el modo de la razón; así, por ejemplo, el juzgar correcto o falso, el querer y actuar éticamente correctos o reprobables. A los conceptos fundamentales les corresponden, entonces, los principios fundamentales de las disciplinas filosóficas normativas, como los principios lógicos fundamentales de la verdad y de la falsedad, y, correlativamente, las leyes normativas de la corrección del juzgar, así como los principios éticos fundamentales [45] que se refieren a lo que en el nivel práctico es bueno y justo, o sea, al actuar éticamente correcto.
Así pues, lo esencial del empirismo ético (como, paralelamente, del lógico) es que ve en las ideas normativas solo expresiones para hechos, para facticidades del juzgar, sentir, querer del ser humano y, de acuerdo con ello, ve en los principios normativos leyes de hechos, las que, en consecuencia, se enmarcan en las de la antropología, biología, psicología. En la medida en que en esto se toma aquí en consideración principalmente a la psicología, el empirismo se llama también psicologismo.
El racionalismo combate esta interpretación según la cual todo lo ético y lo lógico se refiere a los seres humanos accidentales o a las facticidades empíricas del desarrollo cultural humano o los vincula al hecho de la naturaleza humana universal, por ejemplo, a la especie biológica homo, tal como surgió fácticamente, según las teorías de la evolución más recientes, en la evolución de las especies zoológicas. Este distingue con precisión las disciplinas filosóficas normativas en tanto disciplinas a priori de las ciencias de hechos del ser humano, es decir, también de la psicología científico-experimental; en general, pues (contrariamente al empirismo común) diferencia tanto las disciplinas como los conceptos en a priori y empíricos. Según el racionalismo, la ética —es decir, no la tecnología ética, la cual puede ser referida a los hombres empíricos, sino la ética filosófica— se inserta en una serie de ciencias como la matemática pura, la cual, según el racionalismo, no dice nada sobre la existencia factual y, por eso, no debe ser fundada mediante comprobaciones empíricas; así, se distingue tajantemente de las ciencias de la naturaleza, de la psicología, de las ciencias del espíritu y también de la ciencia de la cultura ética del ser humano. Con esto no se ha dicho que todas las disciplinas y todos los conceptos a priori sean de un solo tipo, por ejemplo, la matemática y ética. Ciertamente, en este respecto, solo más tarde se esclarecerá la diferencia entre el a priori del posible ser factual y el a priori del posible deber-ser.
En el desarrollo histórico, queda sin aclarar la disputa, que se conecta con lo anterior, acerca del «origen» de las ideas en cuestión, el cual, según el empirismo, reside en la experiencia, y, según el racionalismo, en la razón. Ahí están precisamente las múltiples ambigüedades y [46] oscuridades que complican las fórmulas tradicionales de la contraposición de ambas partes. Pero en particular se ha de advertir que solo el racionalismo ve con claridad, en la medida en que reconoce la necesidad de una rigurosa separación entre, por un lado, «ideas» normativas y de otro género, y, por otro lado, los hechos, y acentúa la diversidad esencial del contenido de sentido sea de los conceptos, sea de las ciencias. Pero si, para satisfacer la peculiar validez absoluta que se expresa en las ideas normativas, regresa a una fuente de legitimidad originariamente dadora en la razón y la entiende como una capacidad del alma, para la cual aquellas ideas serían innatas y, cuando, para conferir a esta capacidad del alma una dignidad más alta, recurre a Dios, entonces parece que esto recae en el principio de anclar las ideas en hechos, lo que además le imputa como pecado al empirismo. No obstante, en tales teorías racionalistas hay quizá un contenido válido, presentido pero no manifestado con claridad. En todo caso, esta contraposición incompleta entre empirismo y racionalismo, que solo en nuestros días ha adquirido una aclaración última y universal, demostrará pronto todo su significado excepcional para la ética filosófica.
En la selección de nuestro material de estudio de la historia de la ética moderna, había anunciado la caracterización de la gran contraposición entre el empirismo y el racionalismo éticos. En la lucha de las dos facciones, que continúa de siglo en siglo, se ven intentos siempre nuevos de aclarar de manera perfecta los conceptos y problemas éticos fundamentales, y de obtener así una claridad progresiva acerca del metódo propio de la ética. Se puede decir lo siguiente: en la forma de esta lucha antagónica, la ética busca el camino hacia su propia idea científica conforme a la cual puede final y verdaderamente empezar a convertirse en lo que quiere llegar a ser: una ciencia rigurosa, una ciencia en sentido pleno y auténtico, que extrae sus conceptos de fuentes originales veraces, que establece en la intelección más completa sus principios y construye todo lo demás en fundamentaciones rigurosísimas. Pasa, entonces, con la ética moderna lo mismo que pasa con toda la filosofía moderna. En esta época, pues, el sentido profundo de su historia es descrito como la voluntad de una ciencia rigurosa, y así lo dicho vale de igual modo [47] para todas las disciplinas filosóficas hasta el presente, que quizás no sin razón se puede ver como un tiempo de la consumación, vale decir el tiempo en que aquello que era al inicio ha encontrado al fin su cumplimiento.
En el origen de la cultura moderna y especialmente de la filosofía, como alejamiento revolucionario de la Edad Media, con el predominio de la orientación espiritual naturalista determinado por ese alejamiento, reside el hecho de que el empirismo haya encontrado, en general así como particularmente en la ética, una particular receptividad y que, a fin de cuentas, haya adoptado formas de desarrollo mucho más ricas que el racionalismo, aunque este precisamente haya cautivado a los más ilustres espíritus del tiempo y sostenido las posiciones sustancialmente más válidas, las únicas susceptibles de un desarrollo.
En primer lugar, seguiremos una línea de teorías empiristas que están en estrecha conexión con el hedonismo antiguo, pero que, en sus elaboraciones modernas de los motivos hedonistas, nos ofrecerán un valioso material para poner de relieve los más importantes problemas éticos. En este respecto, partiremos de Hobbes y seguiremos la línea del utilitarismo hasta Bentham y Mill.
Posteriormente, nuestro tema será la gran y extraordinariamente instructiva disputa entre la moral del sentimiento y la del entendimiento, forma en la que sobre todo se dirime la disputa entre empirismo y racionalismo. Podremos sacar de ahí una primera comprensión de los problemas más profundos de una teoría de la razón ética.
Al desarrollo de la moral del entendimiento también pertenece la moral kantiana. Originalmente dependiente de la moral del sentimiento, en su época crítica, Kant mismo se convirtió en el más decisivo representante de la moral del entendimiento. Conoceremos de cerca la ética formal kantiana, con la cual se enlaza el gran conflicto entre la ética formal y la material. La crítica nos preparará sobre todo el camino a la idea auténtica de una ética formal, la cual no excluye una material, sino que la exige a su lado.
Ahora procedamos al desarrollo de nuestro programa.
Capítulo 3
LA ÉTICA Y LA FILOSOFÍA DEL ESTADO DE HOBBES Y SU PRINCIPIO EGOÍSTA DE la AUTOCONSERVACIÓN
§ 10. Presentación de la teoría hobbesiana
En la cumbre de la ética moderna, se encuentra Thomas Hobbes. Vivió entre 1588 y 1679. Su época es, pues, la de las guerras de religión inglesas y continentales, una época en la que la religión y el culto se hundieron en una turbia corriente de pasiones humanas, y Europa, efectivamente desunida, ofreció la imagen de la guerra de todos contra todos y de un dominio total de intereses egoístas so capa de ideales religiosos. Hobbes obtiene de su experiencia de vida y de mundo una visión pesimista de este. No quiere dejarse engañar, quiere confiar solamente en lo que ve. Ve que el egoísmo rige el mundo. El amor cristiano al prójimo es, para él, una mera frase vacía. Solamente en beneficio propio hacen los hombres el bien a otros. Renuncia a la moral. En el nombre de Dios y de la religión, se han perpetrado todas las atrocidades posibles. Dios no es un objeto de la experiencia. Renuncia a Dios y la religión. Es ateo.
Dio un impulso enorme a la ética por el modo en que recondujo teóricamente al egoísmo los hechos inequívocos del comportamiento altruista de los hombres y las normas morales reconocidas por todos como mandatos de la razón, y así diseñó el primer intento de una filosofía moral utilitarista, una moral diseñada sobre la base del mero egoísmo. En vez de filosofía moral, podemos incluso hablar de ética social. La base principal de la ética hobbesiana es hedonista; sin embargo, comparado con el hedonismo común, tiene un nuevo carácter. Mientras que el hedonismo común o bien niega las obligaciones morales o bien, ahí donde aconseja la consideración por los demás, la benevolencia, la gratitud, etc., pasa por alto, sin embargo, [49] lo que es propiamente conforme al deber que es inherente al comportamiento social, la ética hobbesiana busca precisamente explicar como un deber racional este carácter de un deber dirigido al individuo. Cree poder deducir las exigencias morales del principio puramente egoísta o, dicho más claramente, las exigencias sociales de la razón en cuanto tales.
La ética de Hobbes reside en su famosa o tristemente famosa teoría del Estado; en una teoría del Estado basada en el simple principio de que, para Hobbes, los conceptos de lo éticamente justo e injusto se solapan con los de lo jurídicamente justo e injusto, dicho con precisión, coinciden en el Estado exigido por la razón. La teoría del Estado de Hobbes es una construcción ideal, y ahí da igual si y con qué limitaciones Hobbes pensó haber explicado en ella también el origen histórico del Estado. En todo caso, es cierto que, en el discurso sobre el devenir histórico del Estado, describió el origen de la idea de Estado en la razón, es decir, quiso mostrar los motivos racionales que deberían determinar al ser humano, si precisamente es racional, a socializar voluntariamente y, así, a someter su vida social a una forma legislativa que llamamos estatal. Solo que el Estado no debe naturalmente ser el Estado fáctico que se formó accidentalmente, sino que debe extraer su estructura legislativa exclusivamente de la razón. La teoría hobbesiana del Estado ofrece a los ciudadanos que ya viven en este una clarificación ulterior de los motivos racionales que se encuentran en la regulación estatal y que se realizan solo de manera incompleta en la forma histórica del Estado. Hobbes ofrece, así, normas para la crítica del Estado, y para el legislador, normas para el mejoramiento en el sentido de la idea racional. Esto recuerda a Platón, pero el Estado platónico está lejísimos del hobbesiano.
Según Hobbes, el hombre es egoísta por naturaleza. El hecho fundamental es este, que el solo y único instinto originario del ser humano es el egoísta, el instinto de la autoconservación, de la autopromoción. En ello yace esta idea: nada distinto de la autopromoción puede ser fin último para el ser humano; al fin y al cabo, el ser humano busca el máximo placer (y eso coincide con la promoción de la conservación) y huye de lo que causa displacer. Este es, pues, el punto de partida de la conocida construcción. Esta reza así:
[50] En el estado de naturaleza, el hombre sigue sin restricciones el instinto de autoconservación; sin restricciones intenta procurarse el máximo placer y apropiarse de los bienes, y tiene, además, su derecho natural a ello. En esta condición, no existe ningún mandamiento que pudiera legítimamente impedirle una conducta sin restricciones. «Legítimo» significa aquí de parte de la razón. Así pues, aquí no se habla propiamente de derecho; falta el concepto contrario de ausencia de derecho. También podríamos decir aquí que, en el estado de naturaleza, hay una diferencia de razón práctica y sinrazón práctica, de lo prácticamente correcto e incorrecto, solo en la medida en que el ser humano puede también engañarse en la expectativa y en el cálculo del placer esperado o de la autopromoción y ser intelectivamente conducido al error. Sin embargo, aquí no tienen lugar todavía los conceptos de derecho y ausencia de derecho, de lo obligatoriamente exigido y prohibido.
¿Cómo se llega a estas distinciones? En el estado de naturaleza, vale el principio homo homini lupus. Siguiendo cada uno irrestrictamente sus apetitos, ahí donde los hombres conviven en un espacio y dependen, por así decir, de una y la misma reserva de bienes, los conflictos son inevitables; hay lucha, lucha de todos contra todos, asesinato, homicidio, guerra. Resulta un estado muy insatisfactorio: el hombre vive en la escasez, en el miedo, en la intranquilidad. Ahora bien, la razón enseña a los hombres que un aspirar desenfrenado, una libertad ilimitada, no es adecuada para la satisfacción de sus necesidades y de sus verdaderos intereses; el hombre reconoce que la paz es la condición fundamental para una vida provechosa y que sin ella todos los demás bienes perderían su valor. La razón dice al hombre que la paz solo es posible si cada uno renuncia a la falta de límites de la actividad de su voluntad. Son necesarias leyes que limiten adecuadamente las esferas de lo que los individuos pueden disponer en el nivel práctico. Pero también tiene que existir un poder que dé eficacia a las leyes. Esto no se lograría con simples promesas de someterse a las leyes limitantes impuestas por la razón. El egoísmo de los individuos las infringiría a la primera ocasión. Tiene que existir una voluntad dominante, dotada de fuerza coercitiva, que dé vigor a las leyes.
Hobbes deduce así que, ante todo, los individuos tienen que renunciar completamente al ejercicio [51] propio y libre de su voluntad en favor de una voluntad general dominante. Habla de una sumisión contractual de todos a la única autoridad soberana de la voluntad omnipotente del Estado, que es la fuente de todas las restricciones legales y jurídicas, restricciones a la esfera de la voluntad que se transfieren al individuo como aquellas que le incumben. Un individuo, un príncipe, funciona mejor como representante de esta voluntad de Estado, en favor de la cual todo otro individuo, en el contrato estatal, debe, en primer lugar, renunciar completamente a su propia voluntad. Es, pues, mejor un solo egoísta a la cabeza que muchos egoístas.
Las diferencias entre derecho y ausencia de derecho, entre lo permitido y lo mandado, adquieren sentido solo con el establecimiento de las leyes del Estado, que son en cierto modo artículos de paz. Un deber, una obligación existen solo en el vínculo social, y a aquí pertenece todo aquello que es definido como éticamente bueno y éticamente malo; de acuerdo con el razonamiento hobbesiano, lo ético coincide exactamente con lo legal. Expresamente afirma que el bien ético y el mal ético indican solo la concordancia o el contraste de nuestras acciones voluntarias con una determinada ley, por medio de la cual el bien y el mal son asociados a nuestra condición según la voluntad y el poder del legislador1. Con todo, debemos recordar, no obstante, que Hobbes habla del Estado mandado por la razón. Ciertamente, sus escritos De Cive (1642)2 y Leviatán (1651)3 siguen también las tendencias prácticopolíticas; ambos textos, mediante la deducción de la necesidad racional de un poder estatal, pretenden también reforzar la autoridad del ordenamiento estatal de hecho y, en especial, la del Estado absolutista. Pero debemos descartar lo que en sus escritos hay de tendencia política y atenernos a la idea de Estado que deduce de la razón. A este respecto, es de gran interés que, en esta unilateralidad extrema, se haya hecho el intento de derivar en modo puro la necesidad de un orden estatal y, con ello, de la fuente necesaria de [52] las obligaciones sociales, de un principio egoísta y de la razón en la mera función de cálculo egoísta. Estado significa aquí el universo de todas las normas sociales a las que todo ser humano debe necesariamente someterse, en la medida en que debe poder convivir racionalmente con todo aquel con el que comparte el espacio del actuar práctico. Examinado con precisión, Estado significa también una consciente organización de la voluntad para la unidad de una voluntad general, o sea, de las personas humanas singulares en una personalidad de orden superior, en la cual todo querer individual y actuar tiene la función consciente y habitual de cumplir un querer supraindividual. Sin embargo, cada uno sirve exclusivamente a su propio interés en el momento en que crea esta forma, en unión con los otros, con el fin de satisfacer los intereses de todos en el mejor modo posible. Además, falta todo lo que sería necesario para diseñar y articular un sistema de esferas del derecho en tanto esferas de reglas universalmente exigidas y determinadas.
Quisiera aún subrayar que, según esta teoría, aquello que es conforme al deber propio del precepto legal se diferencia netamente de lo que es meramente conforme a la razón. Pues algo que es racionalmente práctico existe no solo en el Estado, sino también en el estado de naturaleza, o sea, en el cálculo racional del máximo placer individual. En el Estado, el que actúa se siente vinculado por la ley, se conforma a una voluntad estatal que manda y a su poder amenazante.
§ 11. Las repercusiones de la ética hobbesiana en Mandeville, Hartley y Bentham
Las repercusiones de la ética de Hobbes se muestran en la tendencia —imposible de extirpar de la ética inglesa de ahí en adelante y no cultivada en tal medida en ninguna otra literatura y ética como en la inglesa— de fundar la moral en el principio del amor propio, sea al desnudo como en Hobbes o como en el frívolo Mandeville y nuevamente en Bentham, sea con el disfraz psicologista como en el utilitarismo altruista desde Hartley.
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