Kitabı oku: «Himnos», sayfa 2

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EUREKA

Cuando sueño que estoy en la EEI, suelo rodearme de gente que está en la Tierra. Cuando sueño que estoy en la Tierra, floto ingrávido todo el tiempo, apenas unos centímetros por encima del piso.

Ambos teníamos 14 años cuando nos conocimos. Fue mi primera cita, para colmo doble, para colmo a ciegas, para colmo involuntaria: mi primo salía con tu hermana mayor: tú ibas de chaperona y yo fui el paliativo que evitó un mal tercio. Me caíste mal desde el principio. Con un vestido casi infantil y el pelo relamido, parecías recién llegada de tu primera comunión. No podía quedarme atrás, me encontraba en esa etapa en que se finge ser un malo de primera cuando todos saben que eres un ñoñazo sin remedio: mi rotísima chamarra de mezclilla y mi playera de Iron Maiden debieron causarte ternura y pena. Fuimos a ver Volver al futuro III y saliendo de la función, mientras Marco y Patricia fajaban en un parque, tú y yo comíamos helado en el café de enfrente.

«¿Te gustó la película?». Creo que esas fueron las primeras palabras que me dijiste; dudo que antes hayamos intercambiado siquiera un hola.

«Me gustó más la primera. El problema es que quisieron hacer algo tan grande como Star Wars y no les salió», dije en uno de esos desplantes de pedantería que solo ocurren en la adolescencia.

«Nunca he visto Star Wars».

«¡No?».

Así supe que mi primera impresión sobre ti no fue errada. Volteé hacia el parque implorando que la lluvia veraniega hiciera una aparición redentora forzando a los tórtolos a salir de entre los árboles. Antes de las primeras gotas del chubasco que efectivamente finalizó nuestra cita, vislumbré todas las forzosas veces en que tendría que soplarme tus horrendos lentes de pasta, tu dignísimo silencio, tu ignorancia ante Star Wars. A la semana siguiente tu hermana cortó con mi primo y asumí que no volvería a verte.

Hace unos días soñé que levitaba afuera de la secundaria esperando a que mis padres llegaran por mí. Tenía hambre y enojo. Aparecían una hora tarde, llenos de disculpas y pretextos, en un Shadow sin llantas sostenido por globos multicolores. Mientras yo flotaba ingrávido sobre el asiento trasero, mi padre me decía que ya era lo suficientemente grande como para llegar solo a casa.

«¡Pero apenas tengo doce años!», alegaba.

«No es cierto, Nico», replicaba mi madre. «Estás por cumplir cuarenta».

Volteaba hacia la ventanilla para encontrar el débil reflejo del casco de acrílico fijado a mi traje de astronauta.

«Ya deberías saberte el camino».

Entonces desperté.

Era el primer día de mi primer semestre de bachillerato. Daba frenéticos tumbos por los pasillos buscando el salón de la primera clase, en esa hora de la mañana en que las nubes son de un tono rosa dorado. Preguntaba a cada estudiante por la ubicación del salón L8 moviendo nerviosamente la mano donde llevaba mi tira de materias, como si agitar la razón de mi pánico justificara mi torpeza.

«Yo te conozco», escuché tras de mí. Unos horrendos lentes de pasta fueron la pista crucial para discernir quién me hablaba: bajo la placa de una puerta en la que la intemperie y el descuido habían desdibujado una L y un 8 hasta formar algo más bien parecido a una I y un 3, estabas tú, más alta y esbelta, con unos jeans que acentuaban tu cintura y una blusa de un verde criminal que por desgracia se ha vuelto a poner de moda.

«¿Luisa, verdad?».

«Así es, Nicolás».

Pasada la primera clase, la súbita cordialidad fue el pretexto idóneo para refugiarnos el uno en el otro: eras el único rostro familiar en kilómetros a la redonda, aunque fuera meramente por habernos conocido en una cita catastrófica ocurrida hacía un año. Presas de un miedo magnético a las aglomeraciones, los rostros desconocidos, pasamos pegados el resto del día, acaso involuntariamente.

Durante la primera semana de clases platicamos todo lo que no habíamos platicado nunca. Parecía que ese año en que no te había visto lo habías pasado metida en un curso intensivo para volverse interesante. Mi estirpe metalera me obligaba a guardar un prudente recelo ante Pearl Jam, pero que te gustaran por encima de Michael Jackson me parecía un prodigio. Seguías sin haber visto Star Wars, pero al fin pudimos hablar de lo buena que era Volver al futuro en comparación con sus medianas secuelas. Tus eventuales silencios, siempre tan dignos, de pronto fueron interpretados por mis hormonas como la máxima representación del atractivo. Incluso, cuando me preguntaste a qué quería dedicarme en la vida, apenas dibujaste una mueca cuando te dije que deseaba ser astronauta.

Pero no fui el único en notar que te habías convertido en una de las chicas más atractivas de todo el Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur. El primer año no fui más que el amigo que debían sortear tus pretendientes. En el segundo año solo coincidíamos en el camión al salir de la escuela. En el tercer año fuiste la chica más popular de todas las fiestas a las que no fui invitado.

Soñé que estaba en la EEI cavilando sobre una encomienda del rey: debía comprobar que la corona era de oro puro y no de una aleación barata. Para distraerme del problema real decidía bañarme en una tina de madera. Al sumergirme, notaba cómo mi propio cuerpo empujaba hacia arriba el nivel del agua. Pensaba en el volumen de los cuerpos, el peso de los cuerpos, la densidad de los cuerpos. Acto seguido salía corriendo desnudo por toda la estación gritando: «¡Lo he descubierto! ¡Lo he descubierto!». Pero cada integrante de la tripulación volteaba a verme estupefacto: yo caminaba sobre las superficies curvas de cada módulo, ellos flotaban en el espacio. Yo anunciaba mi descubrimiento en griego, ellos, atónitos, guardaban silencio en inglés.

Iba en el tercer semestre de Física cuando nos reencontramos en una fiesta en el Ajusco. Mi mejor amigo estaba empecinado en ligarse a una amiga extrajera tuya; me llevó solo para entretenerte. Apenas pasó el momento del reconocimiento y la sorpresa, los qué has hecho y los cómo has estado, salió un chiste ineludible:

«No tengo la menor idea de qué se trata tu trabajo», dijimos casi al unísono. La diferencia yacía en cómo explicábamos nuestras elecciones. Aunque había transitado por dos cursos de verano en las instalaciones de la NASA, seguía sin tener claros los motivos que me habían impedido renunciar a una vocación infantil: viajar al espacio. En cambio, tú sabías perfectamente por qué estudiabas literatura. Podías articular lo que yo apenas intuía; convertías una herramienta común a todos, el lenguaje, en una artilugio capaz de parecer solo tuyo. Te escuchaba hablar sobre las propiedades de la escritura para concentrar diversos significados, mientras pensaba en símiles específicos. Jamás me había divertido tanto escuchando un parlamento motivado por el alcohol:

«…es entonces cuando puedes decir que algo es literario, cuando concentras en un breve espacio textual una cantidad inmensa de información, de significados que trascienden el texto…».

«Como un hoyo negro».

«¿Cómo?».

«Un hoyo negro: un espacio sumamente pequeño donde se comprime una enorme cantidad de materia y que atrae todo lo que está a su alrededor. Así es un texto como lo explicas: cuando hay muchísima gravedad en ese texto, pum, se convierte en literatura».

«Más de uno te daría la razón y más de uno debatiría contigo una hora, lo cual no es tener la razón pero sí su respeto».

«¿A un físico borracho? Dudo que haya alguien capaz de algo semejante».

Pero tú fuiste capaz de escuchar a un físico borracho y el resto de la noche buscamos coincidencias entre dos disciplinas que de pronto no parecían tan opuestas.

Alberto huyó de la fiesta con tu amiga alemana y tú te ofreciste a darme un aventón; al fin de cuentas vivíamos a escasas cuadras de distancia. Cuando subimos a tu coche, ese vocho infame que ahora debe descansar en algún deshuesadero igualmente infame, pusiste el estéreo.

«¿Quién canta?».

«Pulp. Te lo juro, junto con “High & Dry”, debe ser la mejor canción del año».

No soportaba su ritmo bailable, ni siquiera entendía la letra, pero fue suficiente escucharla en esa ocasión para grabarla en contra de mi voluntad. Tú ibas tan borracha como yo, conducías del carajo y más de una vez creí que nos estamparíamos. Para colmo te diste el lujo de querer sostener una conversación. Aferrado al asiento, lo último que deseaba era felicitarte porque al fin habías visto Star Wars y discutir por qué demonios te seguía gustando más Volver al futuro. Antes que ver hacia el frente sembrado de obstáculos y peligros, preferí voltear hacia la Luna llena que nos seguía, como si fuera un talismán contra los percances. Cuando llegamos a tu casa creí que había presenciado un milagro, solté un suspiro casi tan grande como el que años más tarde soltaría al rebasar la línea de Kármán y no dudé en interpretar tu heroica inhabilidad tras el volante como una señal ineludible, debía hacerte una pregunta inesperada:

«¿Te has dado cuenta de que nos volvimos a reunir por culpa de una cita ajena?».

«Y yo que siempre creí que tú habías sido mi primera cita», bromeaste.

Soñé que Sergei Krikaliov y yo mirábamos por la escotilla hacia la Tierra mientras pasábamos por encima de Eurasia. Fumábamos cigarros cubanos, bebíamos los mejores expresos de la galaxia. Cuando empezaba nuestro escrutinio sobre las costas de Portugal, él me decía: «Espera a que lleguemos a la Unión Soviética; entonces verás con tus propios ojos la magnificencia a la que es capaz de llegar un pueblo cuando se entrega a un objetivo común, y sentirás vergüenza, Nicolás, sentirás vergüenza por ese país tuyo que jamás ha conocido la concordia y sentirás respeto por la nación que puso al primer hombre en el espacio». Ante la pequeñez de Gran Bretaña y Francia le daba la razón. Sobre una Alemania dividida me preparaba para el espectáculo. Pero al cruzar los Cárpatos y el delta del río Danubio no había más que una nubosidad inescrutable. Sobre Moscú el humo se disipaba dejando ver unas ruinas que llegaban hasta Vladivostok. Incluso Königsberg podía apreciarse como un exclave en llamas. Sergei lloraba a mi lado: «¿Dónde quedó mi país?». Desde Alaska se apreciaba la cavidad donde una vez hubo una nación, como si el cráter de Tunguska abarcara la totalidad del territorio ruso. Pero yo creía que podía consolar a Sergei, el último ciudadano de la Unión Soviética. No dudaba en decirle que no necesitaba un país, que nadie necesita un país, que al principio fue la gente quien inventó las fronteras y luego las fronteras comenzaron a inventar a la gente; y si algo era evidente desde aquí es que las fronteras son meras líneas imaginarias.

No recuerdo bien cuánto duramos juntos. ¿Año y medio acaso? Sin duda lo recordarás mejor que yo. Hubo otras chicas antes de ti y las hubo también después. Nunca fui del todo un primerizo, tampoco me convertí más tarde en un experto. Te grabé muchos mixtapes que disfrutabas como si fueran libros de poemas, llenos de canciones que aún detesto. Algunas las seguí detestando por terribles. Otras porque estaban ligadas a ti. Estuviste el tiempo suficiente como para acompañarme en dos aniversarios luctuosos. Uno, cuando apenas empezamos; y otro, poco antes de terminar. Por supuesto te conté que mis padres murieron juntos en un accidente de tránsito. Te conté que mi padre me inculcó la devoción por Led Zeppelin y que mi madre me enseñó a escrutar el cielo con un telescopio. Te conté que de chico les daba lo mismo contarme las hazañas de don Quijote o de Ulises o de Yuri Gagarin o de Neil Armstrong o de Arquímedes como si fueran cuentos infantiles; seguía sus relatos a través del sueño, siempre me quedaba dormido tras las primeras frases.

A cambio, me contaste que siempre quisiste ser maestra de primaria y que fue la lectura de libros proscritos en tu muy católica casa lo que te motivó a ser escritora; porque, aunque tu madre no supiera quiénes fueron Sade o Bukowski, tú hallaste en esos libros un reducto de rebeldía que por secreto era infalible. Contraria al hermetismo específico que te distinguió en el bachillerato, me contaste a fondo sobre el divorcio de tus padres y de cómo conociste a tu papá apenas cumplidos los 19. Me contaste del quiste que te extirparon y del ovario que se fue junto con el quiste. Siempre alegabas que nunca quisiste ser madre de todos modos, pero cuando te desnudaba me esforzaba en besar la cicatriz antes que el vello. Me explicaste que escribías tus sueños a sabiendas de que era la escritura quien daba sentido a lo que antes eran imágenes inconexas. Y escuchaba con auténtico interés tus cuentos y algunos de tus sueños y hacía lo posible por entender los poemas o las películas que te gustaban. Hay promesas que se contraen únicamente porque habrán de romperse: alguna vez me hiciste jurar que tendríamos que reencontrarnos en el futuro, como previendo un final inminente. Incluso intenté darle una oportunidad a Radiohead. Pero eso último jamás se me dio bien.

Te corté cuando volviste de las vacaciones de semana santa, tras acostarte con un tipo en Acapulco. Sin embargo nunca supiste que fajé varias veces con una chica de primer semestre a la que le daba asesorías. Él se llamaba Israel y le rompí la nariz. Ella se apellidaba Thompson, pero ya no recuerdo su nombre. Te envié una carta por correo postal que solo decía una palabra: puta; tan distinto de aquel Nicolás que llevaba escasas semanas saliendo contigo cuando te envió una carta por correo postal que solo decía una frase de Volver al futuro: I’m your density.

Soñé que éramos los mismos chicos de 14 años, mirábamos el Golfo de México desde la escotilla y me decías:

«La Tierra es redonda y azul como una naranja».

Como no te entendía, soltabas un leve bufido mientras meneabas la cabeza para agregar más tarde:

«Entiende, Nico: hay otros mundos, pero ya está este».

Me enteré de tu matrimonio por Alberto. Ignoro si él te contó del mío. De lo demás me enteré por los periódicos que hojeaba cada que venía a México: Luisa galardonada como la mejor filóloga de su generación, Luisa dando entrevistas, Luisa promocionando novelas que me negué a leer por un infundado temor a ver algo de mí en algún personaje. Mi relación contigo fue muy parecida a las secuelas de un pie roto: no se recuerda la rotura hasta que te das un golpe en el mismo sitio; y a veces, es una falible pero íntima forma de pronosticar el clima. Cada mujer con la que me enrolaba, tras el final, me recordaba un poco lo que tuvimos. A veces antes de terminar reconocía las señales catastróficas que pasé por alto contigo. Llegó el momento en que los periódicos o Alberto me hablaban de ti y ya solo sonreía. De tantas veces que vi tu nombre en papeles y pantallas, era el nombre de cualquier otra persona. Eras cualquier otra persona.

Soñé de nuevo con Sergei, pero ahora él buscaba consolarme: en el sueño llevaba casi 40 años en el espacio y no deseaba volver.

«Pero tienes que hacerlo, Nico, tienes que descender».

«Pero, Sergei, soy como tú: no tengo país, no tengo planeta, no tengo a dónde volver».

El ser humano que más ha viajado en el tiempo, apenas 0.02 segundos por delante de los relojes terrestres, de pronto buscaba convencerme de que el futuro era posible como si él fuera un emisario del mismo. Sergei escrutaba el espacio visible desde la escotilla y ante la súbita aparición de un azul gajo terrestre, me decía:

«Nadie aterriza dos veces en el mismo planeta».

Me casé con una compañera de la maestría a los 27, la edad en la que suele morirse la gente respetable, la misma edad en que se casaron mis padres. Cuatro años más tarde, en mi proyecto de posdoctorado, cometí una proeza que bien podría confundirse con una estafa: colaboraré en el diseño de un brazo mecánico robotizado que, siendo francos, solo podíamos instalar y operar los inventores. La NASA no tuvo más opción que enviar al elemento más joven del equipo a su instalación: es decir, yo.

Me sentía como en una película cada vez que me hacían una prueba física de resistencia o un examen médico, cada vez que me entrenaban para usar mi traje en una alberca de un azul tan profundo como el del mar en playas bajas, cada vez que me preparaban en simuladores para el despegue, siempre con un júbilo indistinguible del terror. Porque saber de Física te obliga a reconocer los peligros de un ascenso hacia las estrellas: conoces al pormenor cada detalle que puede salir mal, las estadísticas que explican cada posible error y el cálculo que demuestra que eres un jinete espacial que cabalga sobre una bomba atómica hacia la termósfera.

¿Te acuerdas de las primeras planas de todos los periódicos mexicanos aquel 12 de abril? EL SEGUNDO MEXICANO EN EL ESPACIO, MÉXICO DE NUEVO EN LAS ALTURAS y un etcétera de tinta fútil. Mis tíos las conservan todas aún, enmarcadas y colgadas en la sala, desde las que consignan entrevistas en las que preguntaban por mi opinión sobre la guerra contra el narco y la política mexicana, hasta aquella burda entrevista en que apenas me preguntaron qué marca de calzones es privilegiada en la EEI.

Mi madre solía decir que los telescopios son máquinas del tiempo que ofrecen una vista al pasado. Imagina que tienes una pizarra llena de fotografías que has juntado con el tiempo. Fotografías que has tomado a lo largo de tu vida. Fotografías que se tomaron incluso antes de que tú nacieras. Es natural que tarde o temprano algunas de las personas que aparecen en ellas hayan muerto. Pero también es natural que esas fotos permanezcan, donde los presentes conviven con los que se han ido. Habrá un momento en que todos los que aparecen en aquellas fotos hayan muerto y que en ese momento también lleguen fotos de los que apenas van naciendo. Imagina que esa pizarra, esa colección, empezó desde antes de que nacieras y seguirá cuando hayas muerto. Así es el cielo. Pero así también es el despegue.

Lo que mi madre jamás imaginó es que yo mismo terminaría montado en una máquina del tiempo; que al dar vueltas alrededor del planeta a miles de kilómetros por hora, todos los astronautas viajamos en el tiempo en imperceptibles pero sólidas fracciones de milisegundos directo hacia el futuro. ¿Y qué ves en un ascenso hacia el espacio, mientras retas la atracción gravitacional de la Tierra, sino tu vida recapitulada en un zapping brutal a través del tiempo, donde las fechas se confunden y los acontecimientos adquieren dimensiones desconocidas, conexiones imperceptibles entre hechos minúsculos y eventos decisivos, puentes que parecen conectar en un mismo plano cada uno de los tiempos verbales en que has vivido?

Tuve una pesadilla: iba con mi padre sobre Reforma, partíamos desde el cruce con Insurgentes. Era una de esas tardes en que la Luna es visible a pesar de la luz del día. Tras verla fijamente, mi padre me preguntaba qué pasaría si no existiera la Luna. Le explicaba cómo las mareas mayúsculas, fruto de la crucial cercanía con una Luna joven, propiciaron el arrastre de minerales que más tarde habrían de convertirse en el caldo de cultivo que permitió la vida. Le explicaba que nació tras el impacto ocurrido entre dos protoplanetas en que solo la Tierra sobrevivió. Le explicaba que ella impide que nos salgamos de nuestra órbita. Le explicaba que ella asegura que el eje de la Tierra sea constante. Le explicaba la falsedad de todos los mitos cotidianos a su alrededor. Le explicaba que si la densidad de la Luna fuese menor, acaso la Tierra no sería como la conocemos. Le explicaba que se aleja de nosotros unos centímetros al año en una lanzamiento de bala cósmica que ocurre en cámara ultralenta. Le explicaba cómo muchas de las suposiciones de Verne sobre el viaje a la Luna resultaron ser acertadas, casi proféticas. Le explicaba minucias sobre la expedición del Apolo 11. Pero casi llegando a Bucareli terminé hablándole de cómo el primer libro que leí fue De la Tierra a la Luna de Julio Verne; de cómo una vez me explicaste que «Luna» en latín quiere decir «la que ilumina»; de cómo Georges Méliès juntó para su película tramas de Verne y de H. G. Wells para crear un producto nuevo y propio; de cómo los Smashing Pumpkins homenajearon esa película en el video de «Tonight, Tonight»; algunos aseguran que gracias a esa película a los famosos les llaman «estrellas»; le hablé de cómo te grabé un mixtape que abría con esa canción.

«Ahora sabes tantas cosas, has vivido tantas cosas. ¡Quién lo diría! Mi hijo es un astronauta», entonces se llevaba los puños a la cintura y me espetaba: «¿Cómo puede ser que no reconozcas el camino a casa?».

Noté que él también levitaba ingrávido, apenas unos centímetros por encima del suelo.

«¿Por qué flotas, papá?».

«Porque ahora eres más viejo que yo».

De la misma forma en que jamás creí que viajaría de nuevo al espacio años más tarde, jamás creí que me escribirías apenas pusiera los pies sobre la Tierra. Un mail escueto pero significativo:

Nicolás:

Inevitablemente me enteré de tu proeza. Ahora perteneces a la estirpe de Arjuna, Gagarin y el Major Tom. Te felicito.

No pude evitar responderte en los mismos términos:

Aquí Major Nick. Muchas gracias, Luisa. También yo me he enterado inevitablemente de tus proezas. Sabes mejor que yo a qué estirpe perteneces ahora.

Semanas después iba en el coche cuando me topé en la radio con esa vieja canción de Pulp. Para sorpresa de mi entonces esposa, no cambié la estación.

Antier soñé que tomábamos cervezas sin burbujas con las estrellas de fondo. Te contaba una noticia del día anterior: el Gran Colisionador de Hadrones del CERN había creado plasma de quarks, la materia más densa que haya manipulado la humanidad, más densa que una estrella de neutrones, casi tan densa como un hoyo negro, tan densa que un centímetro cúbico de ella pesaría 40 mil millones de toneladas. A ti te parecía un chiste estupendo y me decías que, como siempre, la ciencia llegó muy tarde o muy temprano, según se vea; que el lenguaje es la única materia que al compartirse, al expandirse, aumenta su densidad; que Cervantes fue un hoyo negro y que Shakespeare fue un hoyo negro y que Dante fue un hoyo negro y que Ovidio fue un hoyo negro y que Homero fue un hoyo negro y que el internet era un Gran Colisionador de Hadrones donde cada hora crecía el plasma de quarks y que en un día que ya vaticinabas habría de desbordarse sobre sí mismo para convertirse en un hoyo negro supermasivo.

Me salí parcialmente de la NASA. Poco después atravesé un divorcio en el que, más allá de los honorarios de mi abogado y la división de propiedades, me costó admitir que no conocía en lo más mínimo a la mujer con la que me había casado. Dos personas que se desprecian hacen planes y compran una casa; eso es el matrimonio. Me alejé de los tenues reflectores que me seguían el paso para dedicarme casi exclusivamente a la enseñanza. A diferencia de muchos, no me dejé seducir ni por los cheques que otorgan las conferencias ni por la tibia fama que representa convertirse en opinólogo mexicano.

Cumplí años con el extraño dolor de haber cruzado una meta temprana pero simbólica: con 39 vueltas alrededor del Sol, había rebasado la edad en la que murieron mis padres. En una fiesta en casa de mis tíos, que se distinguió por la inaudita capacidad pulmonar de los hijos de Marco y la temprana borrachera de Alberto, al soplar sobre una vela con forma de signo de interrogación que coronaba un pastel de chocolate, me percaté de una ironía crucial: ellos murieron en una colisión entre dos máquinas destinadas al viaje cotidiano. Su único hijo, en cambio, había sobrevivido a una cabalgata espacial que había redefinido la versión superlativa del peligro. Ignoraba cómo sentirme ante la exagerada confianza que depositamos en la estadística.

Recuerdo mis dudas ante las mediciones matemáticas porque ese mismo día me enteré que volvería al espacio. Sería el encargado de dirigir la actualización mecánica de mi brazo robótico. Apenas colgué el teléfono, como si nunca se hubieran ido, volvieron para instalarse por meses las cámaras de televisión, los reflectores, las llamadas en horas inoportunas, las entrevistas para las que revisitaba el guion que había perfeccionado con el tiempo.

Un cálido domingo en Florida, dos días antes del lanzamiento, di una última serie de entrevistas exclusivas. El resto lo sabes perfectamente.

Cuando entraste a la sala del hotel dedicada a las entrevistas, te reconocí por el verde criminal de tu blusa, el mismo tono horrendo que juzgué jamás volvería a estar de moda.

Venías de parte del periódico español más importante con una encomienda específica: una crónica sobre los pormenores de mi viaje. Ambos sabemos que todo lo que redactaste es mentira. No olvido tu sutil venganza: con el pretexto de tu crónica, hiciste preguntas capaces de provocar taquicardia: mi divorcio, mis películas favoritas, qué música escuchaba ahora, consejos para los jóvenes aspirantes a astronautas que más bien me hicieron pensar en mi rebasada juventud. Fuiste tan nulamente profesional que no me quedó más que estar agradecido contigo. Quedamos en vernos en el bar del hotel en cuanto me deshiciera del último reportero.

Sonaba en las bocinas del lugar «Yes I’m Changing», una tímida pero inquietante balada de Tame Impala, uno de los pocos grupos de ahora que me gustan lo suficiente como para ubicarlos. Me preguntaba con una sinceridad brutal qué demonios hacía esperándote. Había sido un hijo de puta contigo, hubo un tiempo en que eso me parecía insoportable. Pero ahora tenía menos ego que entonces y me había perdonado, no sin abollar un par de veces más la imagen impoluta que siempre quise tener de mí mismo. Que me hubieras engañado en otro siglo había dejado de tener la más mínima importancia hacía lustros. Incluso todos los demás terribles defectos que te encontré en el camino eran bagatelas comparados con los delirios psicóticos que conocí después, en ocasiones tan diversas que me avergüenza admitir que soy un científico capaz de emprender el mismo experimento una y otra vez sabiendo de antemano que será un fracaso. ¿Pero qué tanto podíamos haber cambiado, si debajo de mi mejor saco y mi camisa más cara había una playera de Mastodon, de la misma forma en que antes traía siempre una playera del Black Album de Metallica? Sí, había reconocido con los años los prodigios guturales de Tom Waits, la apacible violencia de Björk, la épica nostalgia de Springsteen, la magnificencia total de Dylan, pero en momentos como este me volvía a sentir un muchacho que no conoce más indumentaria textil y emocional que duros riffs metaleros.

Apareciste anunciada por la chillona fosforescencia de una blusa verde que se distinguía desde el satélite de Google Maps. Platicamos de todo menos de nosotros. Solo el ilimitado alcohol que me surtían desde de la barra nos permitió dejar de lado los magros éxitos para hablar de los fracasos circundantes: tú luchabas contra un público que primero te encumbró y que ahora pedía más de lo mismo, contra premios que no te concedieron por ser mujer y premios que te dieron solo por ser mujer, contra editores que buscaban estrangularte sintáctica y financieramente, contra los estragos de un matrimonio que pareció más bien naufragio; por mi parte, había perdido una plaza en el MIT, participé en un proyecto que hubiera merecido el Nobel de no ser porque un equipo japonés se nos adelantó presentado no solo conjeturas sino una confirmación; arrastraba el miedo a no saber qué hacer si volvía a México, un país que de pronto parecía más distante que Alfa Centauri y una ex que me había dejado, además de cuentas vacías, la noción de que debes mentirle a la gente que amas para que no sepa cuánto te desprecia. ¿Pero no era todo esto justamente lo que queríamos? Estaba a menos de 48 horas de subirme a un cohete, tú debías escribir una crónica con todos los viáticos pagados, ¿y ambos nos entregábamos a una tristeza latente en el bar de un hotel?

«No creo que deseemos nunca lo que deseamos. No creo que queramos ser otra cosa más que nosotros mismos, pero el puto problema es que al preguntar qué somos en realidad preguntamos qué queremos ser», soltaste mientras sonaba «Harvest Moon», en el plan filosófico que anuncia el término de las festividades. Me hacía yendo camino a mi habitación cuando me preguntaste si quería bailar.

«¿No recuerdas que no bailo?».

«Pero ese era el Nico de antes», replicaste, «el de hoy es lo suficientemente temerario como para treparse a un pinche cohete y a una pista».

Dejé que eligieras la canción en la rocola. Volvías a la mesa tendiendo la mano cuando empezó a sonar esa vieja canción de Pulp, en una lenta y cruda versión sujetada por la firme voz de Nick Cave.

«¿Sabías que ya inventaron la patineta voladora?», me preguntaste mientras dábamos sutiles, ingrávidos tumbos por la solitaria pista de un bar vacío.

«Luisa, qué no te das cuenta: estamos en el futuro».

Ayer soñé que mi madre estaba conmigo en la EEI. Discutíamos si el telescopio era una máquina del tiempo que inspeccionaba el pasado o una máquina del tiempo que vislumbraba el futuro: la luz sobreviviente de estrellas muertas hace eones o la luz de estrellas que un día guiarán nuestro paso hacia las galaxias. Sergei Krikaliov, el hombre que ha vivido más tiempo en el espacio, aparecía caminando directo hacia nosotros para zanjar el tema con una palabra: «Ambas».

Los marinos ignoran el vértigo hasta que pisan terreno firme: zarpar es un remedio desesperado contra el mareo. Así me sentí al subir al cohete, una templada mañana de enero del 2015, como si alcanzar la velocidad de escape fuera la única forma de corregir el aturdimiento. Antes del despegue, las palabras de Nick Cave se revelaron como una predicción cumplida, con una tranquilidad semejante a la que otorga el rigor matemático que pronostica un eclipse: nos besamos sobre la pista al ritmo de «Disco 2000», detrás de tus lentes brillaron dos satélites hospitalarios, cogimos en tu cuarto conducidos por una torpeza alcohólica: llegamos a la cama no sin tropiezos, rompiste varios botones de mi camisa, cediste cuando pedí que no te quitaras los tacones: fuimos inhábiles, casi novatos, fuimos tremendos. No podía esperarse menos del espléndido problema que siempre representamos, fue imposible distinguir más tarde lo adolorido de lo contento. Y ante el tenue resplandor que atravesaba las cortinas, hablaste de etimologías hasta que nos dormimos.

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