Kitabı oku: «La corona de luz 1»

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Ferreyra, Eduardo

La corona de Luz 1 : la travesía del huérfano / Eduardo Ferreyra. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0703-7

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Dibujos de tapa y contratapa: Agite.

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

La fantasía es verdadera, por supuesto. No es real, pero es verdadera. Los niños lo saben. Los adultos lo saben también, y precisamente por ello muchos temen la fantasía. Temen a los dragones, porque temen la libertad.

Ursula K. Le Guin, Essays of the Night, 1979

De oídas te había oído; Mas ahora mis ojos te ven.

(Job 42:5)

Finalmente, Abraham dijo: —No te molestes mi Señor; hablaré sólo una vez más. Supongamos que sólo encontraras diez justos. Y el Señor le contestó: —Entonces, por amor a los diez, no destruiría la ciudad.

(Génesis 18:32)

Eras atrás, insatisfechos de las respuestas que los dioses daban a sus plegarias, los hombres crearon poco a poco nuevos dioses e ídolos que les fueran más propicios, sin tener en cuenta que cuanto procediera de seres falibles como lo eran ellos, sería igual e inevitablemente falible. Todo pareció ir bien al principio; pero entonces, aquellos nuevos dioses supieron que lo eran y tramaron silenciosa venganza contra los mortales que los habían creado sólo para hacerlos esclavos suyos. No obstante, como continuaban sirviéndole, la Humanidad nada sospechó, y les dio cada vez más poder. Cuando al fin comprendió, aunque sólo fuera en parte, lo que estaba sucediendo, era ya demasiado tarde, y los papeles se habían invertido: ahora era esclava de su propia creación. No quedaban ya mortales capaces de detener a los nuevos dioses, ahora en guerra con los antiguos, a quienes pretendían arrebatar el control del Universo.

Esa guerra aún se está librando. Se dice que la noche se cierne sobre el género humano, y que una maldición pesa sobre él, consecuencia de siglos de adoración a los malignos dioses que creó. En su mundo no hay ya frontera nítida entre el bien y el mal, la cordura y la locura, el orden y el caos, los héroes y los villanos. Queda poca esperanza de amanecer para la Humanidad; y sin embargo, hay en esta tenebrosa noche historias que se alzan como estrellas de potente luz, y quizás nos guíen hacia el alba.

He aquí una de ellas.

1

Los Emergidos del Cráter

Se dice que existió hasta no hace tanto, en algún olvidado rincón del mundo, lo que había sido un pueblo grande o quizás una ciudad pequeña, pero que ahora se despoblaba a ritmo alarmante. Había nacido en lo que antaño fuera un vergel y que ahora se convertía en desierto pedregoso y polvoriento. Más allá de semejante páramo había unas escarpadas montañas de mala fama, que por entonces se creían deshabitadas, salvo por un solitario ermitaño reputado de loco; y no obstante, de allí, supuestamente, vinieron un día un par de individuos por entonces desconocidos. Cruzando el desierto, llegaron al poblado antes referido, en el que había una posada. Ayudaba a atenderla un adolescente de unos catorce o quince años que se llamaba Amsil, un muchachito flaco y triste, maltratado lo mismo por el dueño de la posada que por los pocos jóvenes de su edad que aún no se habían marchado a otros sitios en busca de mejor fortuna. Uno y otros se sentían frustrados y descargaban su rabia en el desdichado Amsil, cuya existencia era amarga y que tal vez sólo seguía vivo por inercia.

Ocurrió cierto día que la posada se hallaba vacía, salvo por un guerrero errabundo que almorzaba un asado de cabra y bebía abundante vino. El posadero temía que ese único cliente se fuera sin pagar, cosa que podía hacer impunemente, porque ya no quedaban autoridades en el villorrio, y quienes aún obedecían la ley lo hacían por la fuerza de la costumbre o porque les convenía hacerlo. Los forasteros normalmente pagaban al parar en la posada, como lo harían en cualquier otro lugar; pero de vez en cuando aparecía alguien conflictivo, a quien el posadero muy lógicamente temía hacer frente, y a quien terminaba mirando partir sin pagar ni un céntimo.

Ahora, la única puta del lugar se disponía a ofrecer sus servicios al guerrero, cuyos abultados músculos observaba melancólicamente Amsil, pensando quizás que, de haber sido suyos, nadie se habría animado a golpearlo ni a burlarse de él; y en ese momento se abrió la puerta de la posada y entraron dos figuras colosales. Al momento concertaron la atención general, porque su apariencia era de verdad temible, no quedando muy claro si se trataba de hombres, bestias o demonios. Su traza recordaba la de los slandorgs, bárbaros que habitaban las montañas de allende el desierto cuando éste aún no era desierto; pero los slandorgs llevaban más de una década desaparecidos. Y sin embargo, esos dos forzosamente tenían que venir de allí, puesto que llegaban polvorientos y con los ojos irritados.

A cada paso, sus pesadas botas arrancaban crujidos de las tablas del piso, y en su entorno todo parecía volverse débil y quebradizo.

—¿Qué miras? ¿Te gusto?–preguntó con potente vozarrón, extraño acento y pronunciación dura el que iba adelante. Obviamente el idioma local no era el suyo y le daba trabajo.

—Oh, sí, me gustan los hombres fuertes y rudos–respondió la puta, zalamera y con sonrisa de comerciante ante un jugoso negocio.

—A mí también. Le preguntaba a él–concluyó el otro, señalando al guerrero, que intercambiaba miradas de estupor con la mujer, sin saber si tomar a broma la respuesta o no; y entonces llegó a ambos una vaharada repulsiva, que provocó en él una mueca de asco y en ella, directamente, arcadas. Aquellos tipos precisaban un baño urgente.

Pero por lo visto, a ninguno de los dos les interesaba bañarse por el momento. Se sentaron a una mesa, y las sillas parecieron gemir cuando las ocuparon. Amsil los observaba con curiosidad no exenta de morbo, casi agazapado tras el mostrador. Nunca había visto a nadie tan gigantesco, ni de apariencia más temible. Eran feos ambos, de piel bastante morena, y llevaban desgreñadas melenas. El más alto, el que había hablado, parecía el más feroz, de barba puntiaguda y chivesca y ojos duros y crueles como el infierno. El otro tenía un aire menos amenazador, pero se mantenía hosco y taciturno. Su expresión invitaba a mantenerse a leguas de distancia de él. No eran datos tranquilizadores, y menos teniendo en cuenta que ambos portaban enormes espadas además de otras armas.

El guerrero los estudiaba atentamente. Por su acento no había podido discernir su lugar de origen, ni tampoco por sus ropas, ajustadas y prácticas, de cuero negro bien curtido pero bastante ajado y sin el menor adorno. Lo poco que podía ver de sus armas tampoco le decía mucho. Entonces notó que, a su vez, ellos lo observaban a él. Por supuesto, entre hombres de armas era lógico estudiarse con desconfianza, pero no le gustó la forma en que lo hacían aquellos dos. Así miraba él a las mujeres que despertaban sus apetitos sexuales. Sin embargo, no tenía ganas de pelear, así que siguió regateando el precio de los servicios que le ofrecía la mujer.

—Le gustan las mujeres al muy marica–comentó el de la barba chivesca, entre la decepción y el asombro, en algo que aspiraba a ser un susurro, pero que resonó como un trueno. Su compañero lo fulminó con la mirada y miró hacia la mesa del guerrero–. No seas tonto. De todas maneras, no entiende lo que decimos.

Y era cierto; porque hablaba en una jerigonza gutural que no muchos hombres hablaban, admitiendo que alguien más, aparte de ellos, la hablara.

Amsil, no queriendo problemas extra con el posadero, fue a notificarlo de la presencia de aquellos dos inusuales clientes. Estos, hambrientos y malhumorados, empezaban a impacientarse.

—¿Qué pediremos?–preguntó el de la barba chivesca a su compañero. Pero éste se encogió de hombros y no respondió, así que el primero, debiendo tomar solo esa decisión, paseó la mirada por los alrededores para inspirarse, y no encontró más que el plato del único comensal allí presente, el guerrero–. ¡Eh, tú!–dijo alzando la voz, en el idioma local, pero siempre con acento bárbaro. El guerrero, fastidiado, le dedicó su atención–. ¿Cómo se llama eso tan sabroso?

El guerrero resopló.

¡Mierda!–exclamó, sin que quedara claro si aquello era una respuesta burlona o una imprecación.

Mientras tanto había regresado Amsil, severamente reprendido por el posadero, y se acercaba a la mesa, cohibido y vacilante, para atender a aquel par de energúmenos. Al acercarse, también él sintió la vaharada pero, curiosamente, le agradó. Era una mezcolanza de olor a sudor y a bolas, a cuero y a humo, a pie hediondo y a culo; y aun así, le agradó.

—Pero qué muchacho tan apuesto–dijo el de la barba chivesca, comiéndose al chico con la mirada; y al instante su compañero, lacónico como siempre, lo premió con un puntapié por debajo de la mesa. Amsil se puso colorado, y temió que aquel sujeto de traza diabólica fuera a violarlo; pero mejor violado que muerto, que era lo que había temido en primer lugar–. Tráenos dos platos de buena mierda, por favor–añadió, muy orgulloso de su amabilidad y refinamiento.

Amsil, por supuesto, quedó perplejo.

—Enseguida, señor–replicó como un tonto; y no sabiendo si había oído mal, si aquellos forasteros tenían tan repugnantes apetencias culinarias o qué, fue a buscar al posadero y le refirió lo que acababa de suceder.

El hombre reaccionó con irritación.

—Tú siempre el mismo inútil–rezongó–. Si no entiendes qué te pidieron de comer, ¿por qué no te haces repetir?–y Amsil, avergonzado, respondió algo en un hilillo de voz–. ¡Más fuerte! No te oigo.

Me da miedo–musitó Amsil, bajando la cabeza, humillado.

—Una jovenzuela recién desflorada es más hombre que tú. No me sirves para nada. Tendré que hacerme cargo yo… como siempre.

Y el posadero fue a atender él mismo a los dos extraños clientes, y así los vio por primera vez; pero incluso desde lejos, le dieron un gran miedo también a él. Aquellos gigantes de melena desgreñada, más feos que todos los demonios del infierno, parecían hambrientos, enojados y capaces de devorar vivo a cualquiera que les hiciese repetir la orden. Oró por su vida y se acercó a la mesa de los singulares clientes. Ya desde cierta distancia lo repelió la vaharada que despedían los sujetos, pero el susto es excelente estímulo para disimular reacciones así.

—Disculpad, señores–dijo–, que no os haya atendido yo mismo desde un principio, así habríais tenido que esperar menos. Amsil es un zoquete bueno para nada, os aseguro que no vale la comida que desperdicio en él,,,

Los dos forasteros intercambiaron miradas perplejas y se volvieron a un tiempo hacia el posadero, cuyo nerviosismo se incrementó. Los tipos parecían vagamente molestos, y él ya se imaginaba cortado en trocitos.

—¿Podría saber, señores, a quiénes tengo el inmenso honor de servir?–preguntó.

—Me llamo Azrabul, y él es Gurlok–contestó el de la barba de chivo.

¡Ah!–exclamó el posadero, sin hallar nada mejor para decir y sonriendo tontamente–. ¿Y de dónde vienen?

—Del país de los Gorzuks–replicó cortésmente Azrabul, rascándose el mentón y mirando al posadero como si éste fuera un animal exótico de esos que los príncipes gustan tener en sus zoológicos privados y él se esforzara por tratar de entender de qué criatura se trataba.

—¿Y… qué país es ese?–preguntó el posadero, cada vez más inquieto.

Azrabul tardó en responder. No dominaba bien el idioma local y no estaba muy seguro ni de qué se le preguntaba, ni de conocer la terminología para que se le entendiera.

—En las montañas, en el gran caldero–dijo.

¿Caldero? ¿Se refieren a un valle?

—No, no… Más profundo, adonde vuestro sol no alumbra.

—¿Y nuestra comida, qué?–preguntó Gurlok, irritado, hablando por primera vez desde su ingreso a la posada; y pronunciaba el idioma local tan torpemente como su compañero.

—Sólo quería saber con qué vino querrían acompañarla–respondió el posadero, intentando disimular su terror creciente y ya casi incontrolable,

—¿Vino?... Cualquier vino está bien, muchas gracias–dijo Azrabul.

—Tendrán el mejor de la casa–aseguró el posadero–. Pronto Amsil les traerá la comida. Por cierto, ¿puedo preguntar qué plato pidieron?

—Eh…–murmuró pensativamente Azrabul–. Mierda. Dos porciones de mierda.

Habiendo averiguado lo que debía y más, el posadero se retiró sin demoras.

—Toma un balde y ve a cagar–ordenó a Amsil–. Tú tenías razón, después de todo, y si mierda quieren, mierda habrá que servirles.

—A lo mejor mierda significa, en slandorg, alguna otra cosa–sugirió Amsil, tras considerables titubeos.

—No digas estupideces. Esos dos no son slandorgs, sino demonios que han tomado esa apariencia. Incluso nombres de demonios tienen… y vienen del Cráter–respondió el posadero, llevándose la mano a la hebilla de su cinto para precaverse del Mal.

Ante esto Amsil empalideció, y una vez más tuvo miedo. Porque conocía la historia, aunque datara de unos años antes de que él naciera: en las montañas al otro lado de lo que ahora era un desierto, un objeto, al parecer una gran roca, se había desplomado desde los cielos, estremeciendo los cimientos rocosos de las poderosas cumbres y abriendo un profundo y siniestro socavón, un portal al mundo demoníaco. Los magos de la corte explicaron que los slandorgs se habían atraído la ira de los dioses debido a sus malvadas costumbres. Ahora habían desaparecido; el mundo estaría mejor sin ellos. Eso habían dicho, pero nada anticiparon acerca de los temibles seres que desde entonces abandonaban el Cráter cada noche y patrullaban las montañas, invisibles para los mortales que, no obstante, registraban su presencia valiéndose de los demás sentidos. Ya nadie en su sano juicio frecuentaba esas montañas, pero un anacoreta medio loco había ido a vivir allí, impulsado por una insensata curiosidad. Se ignoraba qué había sido de él, pero lo lógico era suponer que habría enloquecido del todo; y si las huestes diabólicas lo habían hallado, mejor ni imaginar su destino. También había quienes aseguraban que los slandorgs no estaban tan extintos como se creía, y que sus inmensos corpachones sobrevivían animados por espíritus malignos que los habían poseído; pero puesto que nadie se acercaba a las montañas en cuestión, se ignoraba de qué fuente procedía el dato.

—Vamos, muévete–apremió el posadero a Amsil–. Quiero que coman y se vayan cuanto antes. No estaremos seguros en tanto ellos permanezcan aquí.

—Pero es que no necesito ir a cagar–explicó el muchacho.

—¿HAY ALGO

QUE SEAS CAPAZ DE HACER BIEN?–gritó el posadero, con su habitual mal carácter espoleado por el miedo; y tomando un balde, se dirigió a hacer él mismo lo pretendido previamente de Amsil.

El atribulado muchacho sintió un nudo de angustia en su garganta. Era un completo inútil, y saberlo lo obligaba a preguntarse qué absurdo destino o burla cruel lo mantenía vivo nada menos que a él, un error de la Naturaleza escarnecido por absolutamente todo el mundo, cuando todos los días la Muerte recogía el tétrico tributo con que oprimía tanto a la Humanidad como al resto de las criaturas vivientes y arrancaba llantos en miles de hogares. Cada noche se iba a dormir deseando no despertar al día siguiente; y cuando pese a ello despertaba con cada amanecer, maldecía lo mismo la hora de su nacimiento que la cobardía que le impedía abreviar sus sufrimientos quitándose la vida.

No había advertido el chico que, al gritarle el posadero, todas las miradas habían convergido hacia él. El guerrero y la puta habían rápidamente vuelto a lo suyo, que una vez llegados a un acuerdo en materia tarifaria, había pasado a ser un intercambio de noticias de todo el mundo hasta que él terminase su almuerzo y quisiera saciar sus otras apetencias. Los dos temibles forasteros, no obstante, no le quitaban los ojos de encima. El de la barba chivesca lucía en la mirada su crueldad habitual; en la del otro había cálculo. Ninguna de las dos resultaba agradable. Amsil bajó la vista, incómodo. Cuando volvió a subirla, los dos hombres ya no lo miraban y conversaban entre sí, aunque, como de costumbre, era el de la barba chivesca quien más hablaba.

Minutos más tarde regresaba el posadero con un balde lleno de excremento fresco y maloliente.

—Llévaselo–ordenó a Amsil, tendiéndole el balde.

—Es que… por favor…

—¡OBEDECE!–bramó el posadero.

Azrabul y Gurlok de nuevo miraban hacia ellos. Amsil prefirió ni imaginar qué pensarían de él. Tomó el balde y lo llevó a la mesa ocupada por los dos gigantes, que parecían fragantes comparados con el contenido del balde.

—Ya os traigo platos y cucharas–musitó; y dando media vuelta, eso pretendía hacer, cuando de repente una mano poderosa lo retuvo por el brazo. Los dos forasteros habían descubierto el contenido del balde, y no estaban nada complacidos.

—Un momento–dijo Gurlok, y su habla era siempre tan tosca y dura como el resto de su persona, pero comprensible–. No queremos hacerte daño, chico; pero si no nos explicas por qué haces esto, o si la explicación no es razonable, temo que lo lamentarás.

Su semblante seguía adusto y ceñudo, pero su voz sonaba calma, y la tremenda manaza que aprisionaba el brazo de Amsil presionaba menos duro. Eso tranquilizó al muchacho.

—Pero señor–dijo tímidamente, aunque sin vacilar y mirando a Gurlok a los ojos, mientras Azrabul examinaba asqueado el contenido del balde y empezaba a retemblar de negra cólera–, habéis pedido mierda.

—¡¡¡EXACTO: MIERDA!!!–rugió Azrabul, y ante el vozarrón de trueno y el feo rostro que la ira asemejaba al de un monstruo, Amsil estuvo seguro de que su fin se hallaba próximo. El guerrero y la prostituta, sobresaltados, lo miraron con curiosidad.

Gurlok comprendió que Amsil no había querido ofender, pero Azrabul prosiguió, señalando hacia la única otra mesa ocupada:

—¡¡¡COMO LO QUE COMÍA ÉL!!!

Al oír esto, el guerrero se levantó, intrigado, se puso de pie, más gallardo que Azrabul y Gurlok, pero no menos colosal que ellos; y se acercó a la mesa donde tanto revuelo se estaba armando de repente. Al ver el balde revisó, como los otros, su contenido; y sin duda lo halló tan repugnante como todos los demás, pero entendió de inmediato cómo se había llegado a aquella situación, y lo acometió un acceso de risa. A decir verdad, fueron carcajadas como quizás no se habían oído ni volverían a oírse otras en aquella posada. Pero fue una hilaridad imprudente, porque Azrabul estaba de pésimo humor, y como a la armadura del guerrero le faltaba algo, no halló mejor modo de subsanar el detalle que calzarle el balde con mierda y todo a guisa de casco. La sonrisa de Azrabul rebosaba ahora malignidad satisfecha, pero lo que emergió de debajo del balde rezumaba iracundia.

—Ve a buscar a tu amo, muchacho–dijo Gurlok a Amsil.

Azrabul acababa de parar un puñetazo del guerrero y de una trompada había enviado a este, bailoteando entre mesas y sillas, varios metros más allá, para finalmente desplomarse cuan largo era y nada elegantemente. El golpe había sido demoledor; pero había orgullo guerrero en juego, y encima una mujer estaba mirando, así que el caído se incorporó sin dilación y se lanzó de nuevo a la carga.

El posadero llegó nerviosísimo ante Gurlok, arrastrando consigo a Amsil; y ciertamente su mano era mucho menos recia que la de Gurlok, pero lastimaba más.

—Señor, cuánto lamento que por culpa de este imbécil…

Abreviemos– sugirió Gurlok, viendo al guerrero bailotear por cuarta o quinta vez entre mesas y sillas–. Traenos tres porciones de cualquier cosa sabrosa que tengas. Y vino.

—Ya oíste, ¡muévete!–increpó el tabernero a Amsil.

—No, no envíes a tu esclavo–dijo Gurlok–. Tienes razón, es un completo inútil, así que encárgate tú mismo. Y como me caes bien, y favor con favor se devuelve, te libraremos del chico.

El posadero y Amsil empalidecieron a un tiempo. y miraron a Gurlok.

—El muchacho no vale ni la sangre con que ensuciaría su espada, señor–aseguró el posadero.

¿Y quién habló de sangre?... No lo mataré. Lo llevaremos con nosotros. Nos vendrá bien como esclavo o como mascota.

Mientras tanto el guerrero, todo contuso, se había desplomado ahora sobre una mesa, y ya no tenía fuerzas para incorporarse. Sintió una potente palmada en el culo.

—Tienes muy hermosas nalgas, amigo–dijo Azrabul–. Y peleaste con valentía. Ven, levántate. Creo que aquí podemos dar por terminado esto. ¿Cómo te llamas?

El guerrero se volvió como pudo, entre la rabia impotente y la humillación. En el proceso estuvo a punto de caer, pero Azrabul lo sostuvo. Mientras luchaba por erguirse, el guerrero tuvo oportunidad de ver frente a él una descomunal verga hinchada bajo un pantalón de cuero. Si él lograra mantenerse tan erecto como aquella verga, otro gallo le cantaría; mas no pudiendo lograrlo, no le quedaba más remedio que agradecer librarla, en medio de todo, tan barata: en algunas tribus bárbaras se estilaba humillar al enemigo vencido penetrándolo analmente.

—Wilkarion–replicó entre quejidos, logrando erguirse al fin.

—Estuviste magnífico, Wilkarion–lo felicitó Azrabul, palmeándole la espalda. Pero fue demoledor para el guerrero, que volvió a tambalear–. Lo siento. Me caes bien. Yo soy Azrabul.

—Recordaré su nombre, señor–le aseguró Wilkarion con sinceridad–. Ahora, con su permiso, me retiro a mis aposentos… Cuando sepa cuáles serán mis aposentos, claro…

Azrabul asintió y dio media vuelta para regresar a su silla. Por el camino, y sin dejar de avanzar, se volvió en dirección a Wilkarion, quien rengueó hasta la silla más próxima, en la que se sentó a esperar al posadero. De la puta, ni rastros; tal vez se hubiera dado cuenta de que el guerrero ya no estaba en forma para transacciones carnales.

Por caminar sin mirar, Azrabul chocó contra Gurlok, a quien aquello no agradó: durante la lucha su compañero se había ensuciado con mierda, aunque por lo demás su contrincante no había logrado hacerle ni un rasguño. Premió la torpeza de su compañero golpeándole las pelotas y arrancándole una queja al hacerlo. Luego, para evacuar una duda que acababa de asaltarlo, volvió a tocar la entrepierna de Azrabul a través del pantalón de cuero, más suavemente esta vez.

Como de costumbre, no dijo nada. Era lógico excitarse durante un combate, pero siempre y cuando éste fuera interesante y contra un oponente digno; pero en este caso, más que a luchar, Azrabul se había dedicado a moler carne. Y ahora no lograba despegar sus ojos de Wilkarion. Lo atrae, pensó Gurlok sin celos.

—Ojalá lo mismo nos ocurra a nosotros– dijo Azrabul en la gutural lengua de los Gorzuks, entendida sólo por él, por Gurlok y por los habitantes de Más Allá del Cráter.

—No te preocupes. Ya encontraremos quien nos harte a trompadas hasta que no sepamos ni cómo nos llamamos– ironizó Gurlok en la misma lengua.

Sin dejar de mirar a Wilkarion, Azrabul asintió distraídamente, hasta que captó el sentido de aquellas palabras.

Imbécil– gruñó, volviéndose hacia Gurlok entre indignado y divertido.

Gurlok amagó apenas una sonrisa, lo que en él equivalía a una carcajada.

—No te niego que también a mí me parecía muy apuesto– dijo–, pero eso era antes de que a puñetazos le bajaras la boca hasta el ombligo y le pusieras la nariz donde antes había un ojo. Además, encuentro decepcionante que tanto músculo y espalda ancha no le hayan servido de nada. ¿Y no admitiste tú mismo que era un marica? Sigue con esos gustos y terminarás tú también correteando hembras.

—Me equivoqué. Es tremendo machazo.

Me imagino.

—Sigue con tus ironías y será a ti a quien te ponga la boca donde ahora tienes el ombligo. Porque lo hice pedazos y aun así lucha hasta lo indecible por mantenerse de pie es que me gusta. Tal vez algún día, durante nuestra misión, estemos en esa misma situación y quisiera creer que, cuando eso ocurra, demostraremos su mismo temple.

Gurlok, pensativo, iba a darle la razón, cuando llegó el posadero trayendo una fuente con grandes tajadas de fiambre y una jarra llena de vino.

—¿Qué pensó el tipo de que nos llevemos al muchacho?–preguntó Azrabul, sirviéndose, en cuanto el posadero se hubo retirado.

—No pareció gustarle mucho, pero no protestó–contestó Gurlok, haciendo lo propio–. Al chico pareció gustarle menos todavía. Empiezo a preguntarme si no será todo lo imbécil que dice el posadero. Tal vez sería mejor dejarlo aquí.

—Nos lo llevaremos–Azrabul sirvió a Amsil varias rebanadas de fiambre y dijo, en la lengua local:–. Come. Andaremos mucho y necesitarás estar fuerte.

Amsil, en absoluto silencio, miró su plato e intentó comer, pero algo le impedía tragar, algo que ni él hubiera sido capaz de definir.

Poco menos de dos horas más tarde, partía el extraño trío. Dejarían atrás el germen de extraños rumores acerca de los dos Emergidos del Cráter. Unos los describirían como gigantes de aspecto temible, pero honorables, y otros los pintarían como seres demoníacos y depravados proclives a la violencia y al secuestro de donceles para saciar con ellos sus antinaturales apetitos sexuales… O tal vez no. Quizás las cosas sucedieron en realidad de muy distinta manera, aunque así se comenzara a reconstruirlas pocos días más tarde en una famosa y relativamente cercana biblioteca.

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