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EL TIEMPO DE LAS REVOLUCIONES

Sobre el autor


Eduardo Montagut nació en Madrid en 1965, licenciándose en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM en el año 1988, con premio extraordinario. En la misma Universidad alcanzaría el doctorado en 1996 con una tesis sobre “Los alguaciles de Casa y Corte en el Madrid del Antiguo Régimen, un estudio social del poder”. Por otro lado, el autor emprende estudios de la época ilustrada a través de la Real Sociedad Económica Matritense y la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País sobre cuestiones de enseñanza, agricultura, montes y plantíos. En 1996 comienza su carrera de docente en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid.

Con el nuevo siglo, Eduardo Montagut inicia una intensa actividad en medios digitales y escritos con publicaciones de divulgación e investigación históricas, política y de memoria histórica, siendo autor de libros como Guíaburros: Del abrazo de Vergara al bando de guerra de Franco; Guíaburros: Episodios que cambiaron la Historia de España, GuíaBurros: La España del siglo XVIII y GuíaBurros: Historia del socialismo español, así como impartiendo conferencias, y participando en charlas y debates.

Agradecimientos

A la memoria de mi abuela Carmen

Introducción

Este libro pretende estudiar el intenso período protagonizado por las Revoluciones en Europa entre 1820 y 1848, clave para entender la historia posterior.

El liberalismo, pero también un naciente y pujante nacionalismo, fueron fuerzas poderosas que cuestionaron el sistema de la Restauración, un intento de recuperar el Antiguo Régimen —profundamente cuestionado por la Revolución Francesa y Napoleón— aunque con algunas concesiones a la nueva época. Por eso tenemos que dedicar un primer capítulo a entender las claves de este sistema pretendidamente restaurador.

Las Revoluciones parecieron fracasar, pero, en realidad, la Europa del final de la etapa que aquí tratamos, al menos la occidental, ya no sería la que se diseñó entre 1814 y 1815, aunque en la Europa oriental y central siguió imperando la autocracia o se basculó solo tímidamente hacia sistemas menos absolutos. En Occidente terminaron por asentarse los Estados liberales, en su versión más moderada, con matices entre unos países y otros, pactando la alta burguesía con algunos elementos del viejo orden con el fin de asentar un mínimo de conquistas y para frenar el avance de la democracia, así como el creciente malestar social, que, sobre todo, en 1848 se habían puesto de manifiesto en los procesos revolucionarios, como fue claramente evidente en Francia. Estaba naciendo el nuevo movimiento obrero, aunque se mantuvieron distintas formas de protesta social de signo preindustrial durante cierto tiempo. No debe olvidarse que 1848 es el año del Manifiesto Comunista de Marx y Engels.

Además, en paralelo a la creación de los Estados liberales se fortaleció el modelo de Estado−nación en Europa occidental, con las salvedades de Alemania e Italia, que tendrían que esperar todavía para conformarse como Estados unitarios, además de prefigurarse otros conflictos protagonizados por nacionalismos sin Estado, destacando el caso irlandés. Por su parte, en la Europa balcánica comenzaría, a partir del final de la época que aquí estudiamos, a generarse un intenso proceso de conflictos donde se ventilaron distintas hegemonías en la zona y se desarrollaron los deseos nacionalistas de distintos pueblos, y que culminaría en la Gran Guerra.

Por fin, era obligada una referencia al Romanticismo.

La Europa de la Restauración

Restaurar, volver a instaurar, fue el objetivo de las principales potencias europeas frente la dislocación del mundo que habían producido la Revolución Francesa y el Imperio Napoleónico. Se trataba de restaurar el orden político considerado legítimo, en la alianza del Altar y el Trono, y en una Europa en equilibrio.

La ideología de la Restauración

En la época de la Restauración se impuso un conjunto de ideas basado en los principios de la tradición, es decir, la historia, y la autoridad simbolizada y ejercida por la Monarquía con la Iglesia. Estos principios se enfrentaban a los que había introducido la Ilustración y desarrollado la Revolución francesa: el cambio, el triunfo de la voluntad humana, la libertad y la razón. En la Restauración estas ideas ilustradas y liberales eran consideradas como destructoras del orden social, al favorecer el individualismo y la competencia, así como del orden político representado por la alianza entre el Altar y el Trono.

La Monarquía absoluta fue restaurada en Europa, pero, en algunos lugares, como en la propia Francia, se buscó una especie de solución de compromiso entre el viejo orden y el nuevo, a través de lo que se conoce como el régimen de Carta Otorgada. La Monarquía fue restaurada en la persona de Luis XVIII, que concedió a sus súbditos una Carta Otorgada en 1814, es decir una Ley fundamental concedida por un monarca que, voluntariamente, limita sus poderes. No era, estrictamente, una Constitución porque no surgió de una asamblea más o menos representativa y era una concesión graciosa del titular de la soberanía, pero limitaba el poder de dicho titular.

Los tres principales teóricos de la Restauración fueron Joseph de Maistre, el vizconde de Bonald y Von Haller.

Joseph de Maistre fue un teórico político y servidor de la administración del Reino de Saboya que planteó en su obra Consideraciones sobre Francia (1797), escrita en Suiza al tener que exiliarse por la ocupación francesa de Saboya, una visión profundamente crítica de la Revolución Francesa. De Maistre partía de una concepción providencialista de la historia. Los hombres se encontraban ligados a Dios, pero a los que no sojuzgaba. Los hombres podían actuar libremente, aunque bajo la mano divina. Serían “libremente esclavos”, es decir, que actuaban de forma voluntaria, pero sin poder perturbar los planes generales establecidos por Dios. Así pues, la Revolución Francesa sería un designio de la Providencia. No eran los hombres los que dirigían la Revolución, sino que ésta los dirigía y utilizaba por voluntad divina. El fin de la Providencia era castigar a Francia. Los franceses eran un pueblo elegido que tenía una misión que cumplir y al desviarse de ese camino había recaído la ira divina sobre el mismo. Pero sería la Ilustración la causa inmediata que había desencadenado la Revolución, ya que era, siempre según el autor, una filosofía subversiva, que había alejado al pueblo de la religión y contra las que el autor consideraba las “leyes fundamentales del Estado”.

Pues bien, como hemos señalado, el castigo por el camino emprendido por los franceses era la Revolución. Dios empleaba, según De Maistre, “los instrumentos más viles”, pero obraba así porque castigaba para regenerar. De esta forma Francia regresaría al orden con el retorno a la senda correcta de la religión y con la restauración de los Borbones.

Posteriormente, publicó Sobre el Papa (1819), obra en la que se establecía el papel del Papado en la lucha contra la supuesta decadencia histórica de la humanidad. Maistre defendía, pues, la vuelta al orden, a esa tan repetida alianza del Altar con el Trono.

Por su parte, Louis de Bonald pasó de aceptar la Revolución -fue reelegido alcalde de Millau en 1790 y formó parte de la Asamblea departamental- a ser un feroz crítico de la misma. El desencadenante de su cambio de postura fue el momento en el que se tomaron las medidas revolucionarias contra el clero francés. En 1791 dimite de su cargo y emigra a Heidelberg, donde se encontraba el ejército del príncipe de Condé. Allí escribe su primera obra, Teoría del poder político religioso (1796), donde pretende demostrar que el hombre no puede dar una constitución a la sociedad religiosa o política. Al año siguiente, regresó clandestinamente a Francia donde comenzó a colaborar en el Mercure de France. En 1800 publicó el Ensayo analítico sobre las leyes naturales del orden social y, al año siguiente, una obra donde condenaba el divorcio. Napoleón le ofreció reeditar su primera obra si retiraba el nombre del rey de la misma, pero Bonald se negó. La Restauración de los Borbones fue su mejor época. Fue nombrado caballero de San Luis, elegido diputado y consiguió que saliera adelante una ley que prohibía el divorcio. También fue miembro de la Academia Francesa. Bonald estaba, pues, claramente identificado con la época de la Restauración. Para el autor el poder era de origen divino y la Monarquía era anterior a la propia sociedad.

Por fin, el suizo Von Haller fue un intenso defensor de la más pura reacción política con duras expresiones acerca de la Revolución, al considerarla como una hidra, además de proclamar una verdadera guerra santa contra los liberales. A partir de 1816 publicó una obra en volúmenes, titulada, Restauración de las ciencias del Estado. Estos pensadores condensarían un pensamiento apegado a la época de la Restauración, aunque algunos de sus planteamientos pudieran informar a partir de entonces las posturas de las ideologías reaccionarias y tradicionalistas de los siglos XIX y XX.

Fuera del ámbito estricto de la Restauración estaría la figura de Edmund Burke, siendo uno de los primeros y más agudos críticos de la Revolución Francesa. La importancia de su pensamiento reside en que puso los cimientos del pensamiento conservador.

La Revolución Francesa se basó, como sabemos, en los principios ilustrados sobre la necesidad de la construcción racional de una sociedad, sustentada en el postulado de los derechos naturales. El privilegio, definidor de la sociedad del Antiguo Régimen, era considerado no sólo antinatural, sino, sobre todo, irracional. El papel que cada uno desempeñaba en la sociedad no se debía sustentar en la cuna, en el nacimiento o pertenencia a un estamento que por tradición tenía privilegios, sino en su contribución a la sociedad. La igualdad jurídica, ante la ley, era un derecho incuestionable y racional.

Pues bien, Burke combatió estas afirmaciones empleando argumentos, que luego han podido ser usados por los futuros conservadores. Los ilustrados y los revolucionarios franceses realizaban, realmente, en opinión de Burke, un ejercicio irracional porque estaban cuestionando el saber acumulado durante siglos, generación tras generación. Burke no dudaba de la necesidad de ciertas reformas paulatinas, pero lo que planteaba como irracional no era ese pasado que se quería destruir de un plumazo con la Revolución, sino, precisamente, ese intento que menospreciaba todo lo anterior.

Recordemos, en este sentido, que los revolucionarios franceses fueron los que bautizaron el sistema que querían destruir con la denominación de Antiguo Régimen, con un sentido crítico y peyorativo. Era viejo, era caduco, era irracional, insistimos, era injusto, y no cabían componendas con el mismo. Esa actitud y esa acción en Burke eran, en contraposición, insistimos, lo que hacía irracional a la Revolución, al cambio instantáneo y profundo. La Revolución era un medio hasta insensible con la historia, con el acervo acumulado.

La violencia desencadenada, el Terror, la guillotina y hasta la esencia del propio régimen de Napoleón hicieron que Burke comenzara a tener éxito en determinados sectores políticos y de opinión, pero, sobre todo, en el futuro, ya que iba más allá de la defensa de los privilegios estamentales, del poder de la Monarquía y de su alianza con la Iglesia, es decir, se hacía más atemporal. El conservadurismo que terminaría conformándose después necesitaba superar lo concreto o coyuntural para recoger fundamentos que pudieran ser aplicados en cada momento. El conservadurismo se convirtió en una opción política, ideológica y hasta una manera de entender la vida, que defendía el mantenimiento, con algunas actualizaciones, de las estructuras políticas, económicas y sociales acumuladas en el tiempo, y que se enfrentaba a las opciones, ideologías y concepciones de la vida que han combatido y combaten la defensa de la tradición por el simple hecho de serlo.Burke habría tenido, por lo tanto, más éxito en conformar el conservadurismo que las opciones contrarrevolucionarias de De Bonald, de Maistre, o de los defensores de la Restauración como Metternich, por ser poco populares, por centrarse demasiado en devolver el poder a las Monarquías, y en su alianza con el Altar.

La Paz de París de 1814

A finales de marzo de 1814 las tropas rusas y prusianas entraron en la capital francesa, y el 30 de mayo se firmaba la conocida como primera Paz de París.

El principal problema de las potencias vencedoras pasaba por decidir quién ocuparía el trono francés. En principio, había varias alternativas. En primer lugar, estaba la defendida por Metternich, que pasaba por una Regencia de María Luisa o del propio Napoleón, pero con abdicación en el hijo de ambos, el rey de Roma. No cabe duda de que Metternich abogaba por un monarca de origen austriaco. Pero en esta postura se encontraba solo. Otra opción que circuló entre los aliados era la de Bernadotte, el antiguo mariscal de Napoleón y ahora rey de Suecia, como llegó a pensar el zar Alejandro I, aunque tampoco era completamente contrario a la solución austriaca. Pero pesó más la postura británica de devolución del trono a los Borbones, aunque no despertaran ningún entusiasmo en el zar. Así pues, Luis XVIII fue coronado rey de Francia, y Napoleón pasaría a la isla de Elba.

La Paz estableció que Francia debía regresar a las fronteras de 1792, aunque con Saboya, Avignon, una zona en el valle del Mosa y del sur del lago de Ginebra. Estas concesiones territoriales, junto con la no exigencia de indemnizaciones económicas, supusieron un verdadero ejercicio de generosidad hacia el país derrotado. Puede interpretarse por el hecho de que las potencias vencedoras solamente quisieran hacer responsable a Napoleón de lo que había ocurrido y no a Francia, y/o para evitar el desarrollo del revanchismo en el país, facilitando el reinado de Luis XVIII. Eso sí, por si acaso, se decidió fortalecer una especie de barrera en las fronteras de Francia para evitar veleidades expansionistas futuras. En primer lugar, Holanda ganó territorios, Austria se quedaría con zonas italianas del Norte, se garantizó la independencia de Suiza, y se estableció la libertad de navegación por el Rin. Pero, al calor de los acontecimientos que se iban a desarrollar inmediatamente, el mapa de Europa variaría de nuevo en esta zona por la segunda Paz de París, además de abordarse cuestiones de gran calado en otras áreas.

El Congreso de Viena y la Paz de París de 1815

El Congreso de Viena se abrió el 18 de septiembre de 1814, impulsado por el príncipe de Metternich, con el fin de replantear el mapa de Europa, y buscar el equilibrio de poder en el continente. Allí destacaron, además del ministro austriaco, el zar Alejandro I, el ministro francés Tayllerand, superviviente de tantas situaciones, y el británico vizconde de Castlereagh, aunque hubo representantes de muchos más Estados, pero sin el poder de decisión de los nombrados, además de Prusia. Por su parte, España estuvo también representada, pero sin ningún peso y no consiguió ninguno de sus propósitos, dada su debilidad.

El Congreso se desarrolló de una manera peculiar, sin grandes reuniones plenarias. La diplomacia funcionó más en fiestas, banquetes, cenas de galas, bailes y recepciones, para después concretarse los asuntos en reuniones de pequeños grupos.

Las deliberaciones se interrumpieron de forma abrupta cuando Napoleón volvió a irrumpir con su regreso a Francia, inaugurando su Imperio de los Cien Días.

Al final, el Congreso se cerró el 9 de junio de 1815. La Batalla de Waterloo tuvo lugar el 18 de ese mismo mes de junio, con la derrota total de Napoleón.

La nueva situación internacional obligó a una segunda Paz de París, firmada el 20 de noviembre de 1815, y que estableció unas condiciones mucho más duras para Francia. En primer lugar, esta vez sí se impuso una indemnización de guerra, cifrada en 700 millones de francos, además de que Francia tendría que devolver los tesoros artísticos que sus tropas habían sustraído de algunas naciones. En este sentido, debemos recordar el saqueo producido en España, aunque no se devolvieron todas las obras, como la famosa Inmaculada Soult. Territorialmente, Francia perdía el Sarre, que pasaría a Prusia. Además, el país tiene que aceptar la presencia de un potente ejército durante un plazo de tres años.

Las Alianzas y los principios rectores

En 1815 se firmaron dos importantes alianzas que marcarían la política internacional posterior. En primer lugar, el 26 de septiembre en París, las tres grandes potencias absolutistas, Rusia, Austria y Prusia sellaron una alianza para la defensa de los principios cristianos frente a los que se habían propagado por la Revolución francesa. Los monarcas se comprometieron a tratar los problemas internacionales y a intervenir donde se cuestionase la legitimidad monárquica y el absolutismo. Inglaterra se negó a firmar este acuerdo. Dos meses después, el 20 de noviembre de ese mismo año, en el mismo momento que se firmaba de la segunda Paz de París nacía la Cuádruple Alianza entre Rusia, Austria, Prusia e Inglaterra. Este tratado venía a ser una especie de pacto de seguridad contra Francia. Las potencias se obligaban a sostener a Luis XVIII, y a evitar una nueva guerra europea. Se estableció la necesidad de celebrar Congresos periódicos con el fin de llegar a acuerdos.

Se puede decir que mientras la Santa Alianza estableció los principios doctrinales de la época de la Restauración, los aspectos prácticos tendrían que ver con la Cuádruple Alianza y sus Congresos, donde, por otro lado, se terminarían por poner de manifiesto los conflictos entre las cuatro potencias, y después de la Francia incorporada al grupo, fundamentalmente porque el sistema unía a tres Estados abiertamente absolutistas (Rusia, Austria y Prusia) con otras dos que no lo eran realmente, uno por su parlamentarismo (Inglaterra), y el otro por su régimen mixto de Carta Otorgada (Francia).

Los Congresos de la Europa de la Restauración guiaron sus actuaciones siguiendo un conjunto de principios. El primero de ellos, del que derivaría el resto, tiene que ver con la idea de que los Estados debían estar regidos por sus reyes legítimos. El concepto de legitimidad es histórico, es decir, que cambia y ha cambiado en el transcurso del tiempo. En la Europa de la Restauración la legitimidad tenía que ver con la propia dinastía real, que debía ser la histórica, no aceptándose los cambios introducidos por Napoleón. Pero, sobre todo, un régimen era legítimo cuando esa Monarquía ejercía su poder de forma absoluta por derecho divino sin Constitución alguna que limitara sus prerrogativas. La soberanía nacional era un peligro a abortar. La Monarquía como estaba diseñada desde la Historia era considerada como garantía del orden interior e internacional.

En segundo lugar, se estableció, por vez primera, que las grandes potencias tenían una responsabilidad a la hora de mantener el orden internacional. Las fronteras de los Estados europeos debían establecerse respetando los derechos históricos de sus gobernantes, sin tener en cuenta los derechos de los pueblos. Se pretendía un equilibro en el concierto europeo, intentando contener a las dos grandes potencias territoriales europeas —Francia y Rusia—, fortaleciendo a los países vecinos. Gran Bretaña estaba muy interesada en la aplicación de este principio, ya que no deseaba la existencia de ninguna potencia europea demasiado fuerte. Por su parte, Austria pretendía seguir ejerciendo influencia sobre los Estados alemanes y el norte de Italia. Conseguir ese equilibrio costó complicadas negociaciones, como tendremos oportunidad de comprobar en el capítulo dedicado al estudio del nuevo mapa europeo.

El orden debía, por fin, garantizarse en el interior de los Estados porque el desencadenamiento de una Revolución podía contagiarse con facilidad y alterar el orden internacional; de ahí que se formulase otro principio, el de la intervención.

Los conflictos entre las grandes potencias y las decisiones sobre la intervención en aquellos países en los que se desposeyera a los monarcas de sus prerrogativas debían estudiarse y tratarse en Congresos, como hemos apuntado anteriormente. Este principio abogaba por evitar, especialmente en relación con los problemas entre las principales potencias, que se desencadenasen guerras, habida cuenta de la experiencia previa de casi veinte años de conflictos. La idea de discutir en reuniones internacionales los conflictos tiene una importancia histórica evidente porque sentó un principio que posteriormente se desarrollaría, aunque bajo principios distintos.

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