Kitabı oku: «Hombre Tigre», sayfa 2
Laila, la mayor de sus hijas, había heredado el atractivo sexual de su padre y su temperamento lascivo. Era hermosa y bien proporcionada y tenía un cuerpo escultural. A su rostro asomaba un poco más de arrogancia de la necesaria. Con dieciséis años era una colegiala excepcionalmente voluptuosa perseguida tanto por sus compañeros de clase como por sus profesores, hasta que un día su padre descubrió que estaba embarazada. Anwar Sadat buscó frenéticamente un chamán que se deshiciera de lo que tenía en la barriga. Su mujer se negó a ayudar y en la escuela se negaban a admitir a una alumna embarazada. En cuanto se sacó el graduado, Anwar Sadat la arrastró a ella y al compañero de clase del que se decía que era el responsable hasta un penghulu que ofició la ceremonia de matrimonio. Dos días después el joven esposo se la encontró en la cama con otro.
Fue el escándalo más sensacional de la historia del pueblo. A Anwar Sadat se le caía la cara de vergüenza a la más mínima alusión a lo sucedido y Kasia huyó unos cuantos días a casa de unos parientes. Después de aquello, tanto el marido como el amante la dejaron por imposible. La gente empezó a referirse a ella como La Viuda y al verla susurraban «esa se va con cualquiera».
Maesa Dewi, su segunda hija, y la más hermosa de las tres, era harina de otro costal. No tenía tantas curvas como su hermana mayor, pero sus modales eran misteriosamente dulces. Se comportaba con mayor respeto por el decoro, cualidad que sobrevivió a su padre muchos años. En la escuela, sus calificaciones demostraban claramente su inteligencia, logro que sus hermanas nunca consiguieron igualar. Maesa Dewi terminó los estudios sin una sola mancha en el expediente. Lo poco que a Anwar Sadat le quedaba de sentido moral lo obligó a querer y admirar a la chica, que, a diferencia de sus hermanas, no había sacado su naturaleza lasciva. Seguro de que aún era virgen, le permitió asistir a la universidad y convenció a su mujer de que vendiera una de sus parcelas para pagarle la educación, a pesar de que Kasia creía que ninguna de sus hijas estaba en sus cabales. Cuando La Dulce volvió a casa un año más tarde, no traía un diploma sino un bebé recién nacido y un novio desempleado con el que después se casó. De ella nadie decía que se iba con cualquiera. Parecía ser fiel. A pesar de todo, las historias de la primera y la segunda hija de Anwar Sadat crearon la impresión entre las personas que se consideraban morales de que las tres eran unas libertinas y que no había quien las metiera en cintura.
Apostaban entre ellos que el día menos pensado Maharani, la más joven, aparecería en casa con un recién nacido, por muchas pruebas que demostraran que aquello era algo completamente impropio de ella.
En el puesto de tortitas, después de su abrupta marcha, Anwar Sadat no podía dejar de hablar de Maharani. Hablaba de los regalos que había traído. Una navaja para su padre, un cepillo grande para el pelo rizado de su madre y una caja de música para su sobrinito. Anwar Sadat volvió a contar los chistes de su hija, aunque algunos ya los habían oído de boca de la propia Maharani durante las vacaciones. Kasia intentaba frenar aquella cháchara exagerada y las otras dos hijas no ocultaban sus celos, pero fue Margio quien le puso el punto final a todo.
Ahora Anwar Sadat yacía muerto, esperando a que cavasen su tumba y limpiaran el ataúd, y sobre todo a que su hija menor volviera y contemplara la horrible herida y rompiera a llorar más alto aún que Kasia, Laila y Maesa Dewi juntas. Cualquiera que mirara vería a Kasia más desaliñada de lo habitual, de rodillas, mordiendo la punta de un trozo de tela que tenía enrollado en el regazo. Por qué lo había traído, era un misterio. A su lado estaba Laila la Viuda intentando en vano calmar a su madre a pesar de haberse desmayado poco antes y no haber vuelto en sí hasta que alguien le salpicó la cara con agua. La más afectada era Maesa Dewi, la primera en ver la cabeza casi arrancada de Anwar Sadat. Aullaba de dolor como si tuviera el estómago lleno de agua hirviendo y abrazaba a su bebé, que gritaba casi tan alto como ella.
Las plañideras acompañaban el luto de la familia de Anwar Sadat con llantos más suaves, más contenidos, como un coro que armonizaba a diferentes niveles de dolor. Tenían los ojos hinchados y enrojecidos, visiblemente agotados por la tristeza que les producía la pérdida de aquel hombre infiel y sin corazón. Y dado que había sido Ma Soma quien en uno de sus paseos por el surau había encontrado el cadáver, se lo había llevado de la escena del crimen y lo había cubierto con una tela de batik, ninguna de las mujeres allí presentes se había ocupado del muerto como era debido. Mientras tanto, Ma Soma cogió su bicicleta y fue a buscar al kyai Jahro. Había cogido la tela del estudio del artista. La había diseñado la propia víctima. A Anwar Sadat nunca se le había pasado por la mente que un día cubriría su cadáver. Jahro y Sadrah llegaron poco después y la gente los miró con ojos que parecían suplicar piedad o ayuda. El kyai Jahro, además de profesor de Corán del pueblo, era también pariente de la viuda de Anwar Sadat, así que se hizo cargo de la situación inmediatamente.
Sadrah y él transportaron el cadáver, sin quitarle la mortaja de tela de batik, desde la casa al jardín delantero, dejando tras de si un oscuro rastro rojizo. El comandante Sadrah pensó que debía pesar ochenta kilos y que si hubiera sido un jabalí los cuones lo habrían hecho pedazos. Colocaron el cadáver sobre un banco junto al pozo, donde Ma Soma había colocado una pila de toallas, jabón de azufre, una palangana de agua, pétalos de flores y, por supuesto, bórax. Allí fue donde el kyai retiró por fin la tela, lentamente, preparándose para el shock. Con varios hombres como testigos, se desveló por fin el secreto oculto. La oración del Istighfar7 salió de la boca del kyai, suplicando el perdón de Alá una y otra vez mientras los hombres, siguiendo su ejemplo, murmuraban sin poder apartar la vista de la herida desflecada en el macilento cuello. La sangre borboteaba aún del cadáver ante sus ojos. La repugnante escena era peor que una pesadilla y más de uno tuvo que mirar hacia otro lado.
Estimulado por una curiosidad pueril, Sadrah examinó el cuerpo al detalle con la esperanza de descubrir qué había hecho Margio exactamente. Una arteria seccionada colgaba como el cable de una radio rota. Es más brutal de lo que me imaginaba, pensó al darse cuenta de que el cuello estaba prácticamente cortado en dos, como si un carnicero se hubiese dejado el trabajo sin terminar.
—Su padre murió hace unos días, y poco antes había muerto su hermana pequeña, con solo una semana de vida —dijo Jahro—. Creo que el muchacho se ha vuelto loco.
—Desde luego hay que estar loco para morder a alguien así —respondió Sadrah.
El aire se enfrió y el comandante Sadrah oyó a sus cuones aullar en la distancia, pidiendo que los metieran en su jaula, o más probablemente porque sus hocicos carnívoros habían detectado el olor de la sangre en la brisa de la tarde. Antes de que cayera la noche, Jahro pidió unos cubos de agua. Los surtidores chirriaban ruidosamente. Ma Soma reapareció con unas bolsas de bolas de algodón. Jahro limpió la herida con toda solemnidad, seguro de detener el incesante río de sangre como si el horrible tajo no fuera más que una rozadura infantil. Continuó murmurando oraciones. Sadrah, que había vivido los horrores de la guerra de guerrillas y había visto cuerpos humanos volar en pedazos por el fuego de mortero, admiraba la fría compostura de Jahro. Estuvo a punto de proponer que dejaran la herida tal y como estaba, de recordarle al kyai que al fin y al cabo el cuerpo acabaría pudriéndose en su tumba.
Las manos de Jahro danzaban recibiendo bolas de algodón que cambiaban de color en cuanto las introducía en la herida; después aplicó una venda y la cubrió con trozo de muselina. Parecía un pequeño corte en el cuello de una persona viva que llevara una bufanda de muselina arrugada. Mientras él se afanaba con esta labor, otros hombres desvistieron el cadáver, lo lavaron, lo frotaron y lo perfumaron con flores. Un aroma de bórax se desprendía del difunto y flotaba alrededor de sus cabezas.
Ma Soma trajo un sudario del surau y allí mismo amortajaron el cuerpo.
—No es decoroso dejarlo desnudo toda la noche —dijo el kyai Jahro. Después añadió, —si la joven Maharani quiere verle la cara a su padre podemos deshacer el nudo de la mortaja. Pero si tiene la más mínima idea de su aspecto, quizá no quiera. Su madre y sus hermanas perderán el apetito durante días y tendrán pesadillas durante el resto de sus vidas.
La noche trajo frío y silencio. Tres hombres transportaron rápidamente el cadáver al surau y la gente se dispuso a celebrar los ritos fúnebres después de la oración del Maghrib.8
A pesar de su obsesión por las mujeres, Anwar Sadat iba al surau con regularidad. Incluso cuando andaba ocupado, que era a menudo, nunca se olvidaba de asistir a las cinco oraciones diarias. Normalmente se ocupaba de golpear el tambor y de recitar el azhan o la iqama. Nadie le habría confiado el papel de imán. Sus hábitos religiosos se debían en parte al hecho de que la mayoría de los parientes de su esposa eran miembros activos del surau, algunos incluso habían hecho la peregrinación a la Meca o eran kyais. Otro motivo era su sentido de la responsabilidad, pues el surau estaba en sus tierras; lo había construido su suegro muchos años antes de que él apareciera por allí vendiendo cuadros. Nadie creía, y con razón, que Anwar Sadat estuviera muy cerca de Dios.
Según la opinión popular, el asesinato sucedió exactamente a las cuatro y diez, ya que diez minutos antes Margio estaba con sus amigos y diez minutos después había vuelto con ellos en estado de shock. Se habían reunido en el campo de fútbol para ver a la gente apostar a las carreras de palomas y había mucho jaleo de gritos y silbidos. Los jóvenes competían con sus palomas, que no regresaban si se aventuraban más allá de los límites del pueblo, por lo cual solo las soltaban desde el borde del campo de fútbol para que persiguieran a una paloma hembra que otro muchacho sujetaba en la mano al otro extremo. Las mejores volaban desde pueblos cercanos detrás de veloces mototaxis, revoloteando entre las nubes y lanzándose en picado cuando veían a las hembras. Diez minutos antes del asesinato Margio había estado allí, tumbado en la hierba mirando al cielo.
Laila estaba por allí también. De hecho, incluso habló con él. Sospechaba que tenía algo que ver con la súbita partida de Maharani porque aquella semana los había visto juntos todos los días. Era él quien la había acompañado a la película patrocinada por la compañía de tónico de hierbas la noche anterior. Margio lo negó e insistió en que no tenía nada que ver con la partida de Maharani y dijo que ya era mayorcita para ir y venir cuando quisiera. Laila se dio cuenta de su expresión abatida y pesarosa. No dijo nada más; como el resto del pueblo, no tenía ni idea de que Margio fuera a matar a su padre.
—Se me ha ocurrido una idea vergonzosa —le dijo Margio bruscamente a su amigo Agung Yuda, uno de los matones locales.
En vez de explicarle en qué consistía, se lo llevó al chiringuito de bebidas de Agus Sofyan, en una esquina del campo de fútbol. Dijo que tenía algo de dinero y le apetecía una cerveza. El chiringuito había sido anteriormente la cafetería de los lugareños y los empleados de la plantación y vendía sopa y aperitivos a las esposas demasiado holgazanas para cocinar. Pero como estaba en un lugar apartado, se había convertido en el punto de encuentro de los matones. Agus Sofyan empezó a despachar arak y cerveza a la sombra de la plantación de cacao. A veces también se podía comprar discretamente hierba y pastillas, lo cual lo convertía en el sitio perfecto para emborracharse y ligar con las mujeres. Era una versión diurna de la garita del guardián.
Laila La Viuda iba por allí a menudo y los chulos la acosaban e intentaban meterle mano. Normalmente se burlaba de ellos pero a veces, cuando se sentía generosa, se acostaba con alguno de buen grado. Había mujeres que se dejaban llevar a la plantación para follar, pero Laila no era de esas. En el chiringuito, mientras Laila miraba las carreras de palomas, Margio le pidió a Agus Sofyan una botella de cerveza fría, lo cual quería decir que Agus Sofyan tendría que meter la botella entre bloques de hielo en lugar de servirla fresca en un vaso con hielo picado. Margio se negaba a beber cerveza tibia porque según él no sabía igual. Compartió la botella con Agung Yuda. La sirvió en dos vasos, se sentó en un pequeño banco detrás del puesto y mientras la cerveza aún burbujeaba, empezó a hablar.
—En este momento, mucho me temo que me voy a cargar a alguien.
Un poco antes de que Margio desapareciera, Agung Yuda lo había oído comentar que iba a asesinar a su padre. Decía que había algo en su interior y que era capaz de matar sin vacilar. Agung Yuda no le preguntó qué era ese algo porque creía que incluso sin ello, el jefe de batidores podría matar a cualquiera sin esfuerzo. Pero por supuesto, nadie que no hubiese estado allí creería que Margio había dicho esas palabras. Era el más amable y educado de sus amigos. Todo el mundo sabía que su padre era violento, especialmente con su madre. Y sabían cuánto la quería Margio. Sin embargo, el muchacho normalmente cedía ante la brutalidad de su padre y contenía sus agresiones igual que frenaba a sus amigos cuando empezaban a pelearse.
Incluso si lo de matar a su padre iba en serio, había dejado pasar la ocasión. Komar bin Syueb estaba criando malvas. Había tan pocas posibilidades de que regresara a la vida como de que Margio se enemistase con alguien, así que no se vislumbraba una posible víctima en el horizonte. Puede que sus amigos se metieran en peleas, pero Margio nunca le ponía un dedo encima a nadie.
No hablaron más del tema porque Agung Yuda guardó silencio después de la confesión de Margio. Siguieron sentados, dando sorbos a sus cervezas y contemplando la plantación de cacao salpicada de arrozales, estanques y huertos de cacahuete. Allí ya había oscurecido y las nubes de mosquitos se habían adueñado del lugar, pero en el pantano aún había luz y se veía a la gente trabajando en sus estanques. Margio distinguió al kyai Jahro recogiendo hojas de mandioca y papaya, y un saco de cemento lleno de salvado de arroz. Su padre también había cultivado arroz allí, pero lo había abandonado porque no servía para la agricultura. En su parcela solo quedaban plantíos de mandioca, que no requieren cuidado, cuyas hojas se caían cuando los rebaños de ovejas que andurreaban por el lugar aplastaban las plantas. Margio no tenía la más mínima intención de ocuparse de ella.
Margio solía pasar el rato por los alrededores de un gran edificio colonial en uno de los lados del campo de fútbol. Iba allí con sus amigos cuando se saltaban una clase aburrida. Se escondían entre los árboles de cacao a fumar cigarrillos y una vez mezclaron el tabaco con semillas de estramonio para colocarse. Leían fotocopias de las novelas pornográficas de Enny Arrow o las «sexcapadas» de Nick Carter. Las noveluchas y los tebeos estaban prohibidos en el colegio y en clase nadie se atrevía ni a mencionar cómics como El ciego de la cueva embrujada o Panji la calavera, que trataba de un héroe que cargaba con el ataúd de su amada por todas partes. Esas cosas solo podían leerlas en la plantación de cacao.
Otras veces servía para darse de puñetazos con alguien o enrollarse con una chica y de cuando en cuando los delincuentes locales venían a matarse. Los capataces de la plantación eran el enemigo común, siempre acusaban a los jóvenes de robar semillas de cacao, y la verdad era que a veces tenían razón. Los capataces los perseguían en sus bicicletas. Si atrapaban a alguno lo llevaban de la oreja al profesor de educación física, que era muy severo. Algunas noches la plantación cambiaba de función, cuando la gente que no tenía baño en casa iba allí a cagar. Margio observaba el lugar como si viera lo peor de su propio pasado.
Agung Yuda había sido uno de los testigos de la enorme felicidad de Margio al volver a casa y encontrarse a su padre muerto. Pensaba que los problemas de la familia acabarían con la muerte de Komar bin Syueb. Ahora se daba cuenta de que aquello era una sandez. Agung Yuda pensaba que Margio estaba un poco deprimido y que toda aquella charla sobre ideas vergonzosas y matar a alguien no eran más que pamplinas. Lo decía, sencillamente, porque no se le ocurría nada mejor que decir.
«Laksmana Raja di Di Laut», una canción dangdut, sonaba en la radio de dos bandas de Agus Sofyan que, colgada de la puerta del chiringuito, amenizaba a todo volumen las mañanas, las tardes y las noches. Era una vieja Panasonic de pilas, enchufada torpemente con cables a la red eléctrica. Un cliente había cogido la carcasa para usarla como abanico y nunca la había devuelto, así que el cacharro medio difunto tenía las tripas colgando por fuera en un revoltijo. Sin embargo, aún hacía suficiente ruido como para ser audible a medio campo de fútbol de distancia. En determinadas ocasiones la gente se apiñaba en torno a la radio para escuchar los partidos de liga, pero el resto del tiempo tenía sintonizada una emisora especializada en dangdut y otros estilos de música pop. El estruendo del aparato se sumaba al griterío de los que apostaban en las carreras de palomas y animaban a los pájaros.
Agung Yuda se sacó medio paquete de Marlboro del bolsillo y le ofreció un cigarro a Margio, que se lo deslizó entre los dedos sin encenderlo. Era muy bueno con este truco, lo había aprendido practicando con un bolígrafo cuando se aburría en clase. Algunos de sus amigos lo imitaban e intentaban hacerlo con un cigarrillo encendido. Margio apuró la cerveza y se puso en pie para irse.
—Olvidaba que tengo que ir a ver a Anwar Sadat —dijo, sin explicar el motivo de su visita.
Encendió el cigarrillo antes de marcharse. Agung Yuda seguía sin tener la más mínima sospecha de que Margio fuera a matar a Anwar Sadat. Lo vio alejarse con pasos inseguros en los que se notaba que no sabía si irse o quedarse con él en el banco. Finalmente volvió la cabeza para mirar a su amigo un momento y se fue con el cigarrillo apretado entre los labios. El cigarrillo chisporroteaba y brillaba en la brisa del atardecer, las volutas de humo flotaban alrededor de su cabeza.
Veinte minutos más tarde, Agung Yuda lamentaba haberlo dejado marchar. Seguía despatarrado en el banco convencido de que no era necesario seguir a Margio porque no tenía problemas con Anwar Sadat. Le quedaba aún medio vaso de cerveza. Tenían la costumbre de saborear cada sorbo, un solo vaso les duraba horas de conversación. Pero Margio se había ido, así que era mejor que se la terminase. Se limpió con la costura de la camisa unas gotas que le corrían por el mentón, tiró la colilla al suelo y la aplastó con la sandalia. Una mujer se puso a coquetear con él. Agung Yuda le pasó el brazo por encima del hombro y ella río a carcajadas hasta que empezó a meterle mano por debajo del sujetador.
La mujer dio un respingo y lo insultó mientras se lo quitaba de encima, y Agung Yuda la dejó allí muerto de risa. Echó una meada contra un poste de electricidad y se fue hacia el campo de fútbol al mismo tiempo que, sin que él lo supiera, se aproximaba la hora en que Margio mataría a Anwar Sadat.
En ese preciso instante, Anwar Sadat les daba a sus pavos un plato de arroz que había sobrado de la cocina. Los estaba engordando para matarlos en la fiesta de Lebaran.9 Cerca de allí, Ma Soma barría el jardín del surau, es decir el jardín de Anwar Sadat, y recogía las hojas amarillas del carambolo y las frutas podridas, llenas de gusanos, blanduzcas por efecto de las fuertes lluvias. Cuando terminó, se fue a limpiar de musgo y helechos los depósitos de agua del surau y Anwar Sadat volvió a la cocina para dejar el plato sucio.
En la casa solo estaban él y Maesa Dewi, hecha un ovillo en la cama con su hijo, que dormía la siesta. Su hija no hacía gran cosa desde que había vuelto a casa con su bebé y su por entonces futuro marido. Se dedicaba sobre todo a quedarse en la cama con el bebé y a comerse los restos de arroz que hubiera en la alacena de la cocina. El marido, al que Kasia había mandado a buscarse un empleo, se había colocado de gerente en un cine medio en bancarrota lejos del pueblo y solo volvía una vez al mes con algo de dinero, que Maesa Dewi se gastaba en una semana. Kasia no se molestaba en prestarles atención y Anwar Sadat no podía ayudarles mientras la principal fuente de financiación de la pareja fuera su esposa, así que, igual que a Laila, simplemente les había permitido convertirse en parásitos.
Anwar Sadat no vio al joven pálido y tremendamente nervioso que merodeaba por el jardín. Margio se apoyó en el carambolo y observó el interior de la casa, donde Anwar Sadat aparecía de vez en cuando. Nadie habría pensado que tuviera verdaderamente intención de matarle. Varias personas lo vieron desde el campo de fútbol y Ma Soma, que salió a tirar un cubo de musgo y helechos en el sumidero del jardín, lo descubrió y observó que no llevaba armas. Nadie habría podido sospechar que estaba a punto de cometer un asesinato, pues para ello habría necesitado un puñal, un cuchillo de carnicero o una cuerda. ¿Quién habría podido predecir que acabaría con la vida de un hombre a mordiscos? Cuando Ma Soma pasó por allí de nuevo tampoco se dirigieron la palabra. Margio estaba dando patadas lánguidamente a la rueda que hacía las veces de columpio y por un momento pareció que iba a marcharse. Sin embargo, permaneció allí como un ladrón buscando un hueco por donde colarse, pensando que quizá alguien lo vigilaba. Sin duda, los que estaban en el campo de fútbol lo vieron, pero todos lo conocían demasiado bien para andarse con sospechas. A nadie le importaba un pimiento, y seguramente Ma Soma no volvería a aparecer porque estaba bombeando agua para llenar los depósitos del surau. La puerta delantera estaba abierta y parecía que Anwar Sadat iba a salir a dar una vuelta. Margio se puso en marcha.
Cuando daban las cuatro y diez, Anwar Sadat salió de casa a buscar alguien con quien hablar en el campo de fútbol. No le gustaban demasiado las peleas de gallos y tampoco las palomas, pero de vez en cuando asistía a una carrera y apostaba algo de dinero solo para alternar con la gente. Aún vestía los shorts blancos y la camiseta de tirantes de la joyería abc que llevaba en el puesto de tortitas por la mañana y con los que habría de morir. Cuando vio a Margio caminando hacia él, se detuvo en seco, no llegó a cruzar la puerta, y se quedó esperándolo con la sensación de que algo no marchaba bien. Pensaba en Maharani. Al igual que Laila, sabía que la noche anterior su hija había ido con Margio a la película de la compañía de tónico de hierbas. Tenía la esperanza de enterarse del porqué de su súbita marcha. Se quedó allí hasta que Margio entró y se le paró delante, pero no dijo nada sobre Maharani. Anwar Sadat tenía la cara pálida y sus labios temblaban como si fuera él quien iba a armar algún lío.
Tal y como Margio confesó más tarde a la policía, sí, lo mató mordiéndole una arteria del cuello. No tenía más armas a su disposición, dijo. Había pensado en matarlo a golpes, pues sabía que Anwar Sadat se había vuelto débil y no tendría fuerzas para defenderse. Pero no creía que sus puños pudieran acabar con la vida de un hombre. Tampoco se veía capaz de estrangularlo. Con una silla tan solo conseguiría romperle unos cuantos huesos y además el ruido despertaría a Maesa Dewi. No la había visto, pero sabía que estaba en su habitación como siempre.
La idea le vino de pronto, como un fogonazo de luz en el cerebro. Dijo que había algo dentro de su cuerpo, algo más que tripas y entrañas. Salió de él y lo poseyó y lo obligó a matar. Tenía tanta fuerza, le dijo a la policía, que no había necesitado armas. Agarró fuertemente a Anwar Sadat. Asombrado, el hombre se resistió un poco, pero la presión que le atenazaba los brazos era tremenda. Margio le cogió del pelo, le echó la cabeza hacia atrás y se la inmovilizó. Entonces le hundió los dientes en el lado izquierdo del cuello como el que besa bruscamente a su amante por debajo de la oreja, pasión y gruñidos incluidos. La víctima estaba demasiado confusa para comprender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, el penetrante dolor y la sensación de sorpresa en el pecho lo hicieron resistirse y derribó una silla de una patada. El ruido despertó a Maesa Dewi, que se levantó de la cama.
—Papá, ¿qué ha sido eso? —preguntó desde su habitación.
Anwar Sadat solo pudo contestar con un aullido agónico. Margio respondió con un mordisco mortal que le arrancó a Anwar Sadat un trozo de carne y le hizo un agujero en el cuello. De la herida sobresalían venas delicadas y tendones y manaba la sangre. Margio se quedó con el desabrido trozo de carne en la boca hasta que por fin lo escupió al suelo, donde rebotó por aquí y por allá. Anwar Sadat agitaba los brazos, de su garganta salían ruidos grotescos mientras los borbotones de sangre teñían la cara de Margio.
—Papá, ¿qué ha sido eso? —preguntó de nuevo Maesa Dewi.
Anwar Sadat movía los brazos mientras caía en la inconsciencia. Margio lo tenía aún bien agarrado. Cuando oyó el agudo tono de la voz asustada de Maesa Dewi, el roce de una sábana, el crujido de una cama y el sonido de unos pies en el suelo, hundió los dientes de nuevo en la húmeda herida de color rojo oscuro, un segundo beso más mortífero que el anterior y poseído de un deseo brutal. Apretó más las mandíbulas, arrancó otro trozo de carne y lo escupió. Mordió una y otra vez, abriendo la herida y destrozando el cuello de Anwar Sadat como si un hambre insaciable lo dominara. Chorros y burbujas de sangre salpicaban el suelo en todas direcciones.
Siguió mordiendo hasta casi arrancarle la cabeza. La tráquea asomaba por la herida, un destello de marfil entre la riada de sangre roja. En la puerta del dormitorio se abrió una rendija y apareció Maesa Dewi con un pijama de satén blanco estampado con peonías y marcas de almohada en la mejilla. Se le abrieron de par en par los ojos medio dormidos y levantó la esbelta mano para taparse la boca con los dedos, incapaz de articular palabra.
La escena se le quedó grabada en las retinas para siempre, fija durante años, imborrable durante décadas, una imagen más brutal que todas las películas de terror. Vio la cabeza medio cortada; ni los cuellos de las vacas sacrificadas durante el Lebaran tenían un aspecto tan espantoso. Había trozos de carne esparcidos por todo el suelo como salsa de espaguetis derramada. Las baldosas blancas y las franjas de sangre roja parecían la bandera nacional. Y allí estaba Margio, con el rostro casi irreconocible como una máscara sanguinolenta, y las manos y la camisa igual de repugnantes. Se miraron un segundo en el más extraño umbral de la conciencia, en un estado en el que ambos comprendían el horror de lo que acababa de suceder.
Maesa Dewi percibió un extraño olor acre, como de ajo, que flotaba por el aire en nubes grises girando alrededor de su cabello rizado y rondando por sus hombros, tan intenso que la mareaba. La asaltaron otras sensaciones confusas: un sabor de boca rancio y agrio, un clamor de insectos que zumbaban, sus tripas revolviéndose. Vio una mancha brillante e irreconocible de la que irradiaba un resplandor que la hizo entornar los ojos y retroceder hasta que su cabeza chocó con la puerta, lo cual la despabiló por un instante antes de caer al suelo. Su cuerpo se desplomó no como el de alguien que duerme pacíficamente sino más bien como el de una princesa convertida de pronto en piedra. Se olvidó de gritar, olvidó dónde estaba. El ruido despertó a su bebé, que se sentó en la cama llorando con la boca desencajada, meándose encima, reclamando a su madre de la única forma que conocía. Maesa Dewi estaba dormida en el suelo, desmayada y sin una manta.
Margio soltó a Anwar Sadat, se alejó de él y descubrió un mechón de sus cabellos que se le desprendía de entre los dedos. El cuerpo de la víctima bailó un segundo sin ritmo antes de resbalar y chocar con el suelo. Margio lo observó atentamente hasta asegurarse de que estaba muerto. Si el mordisco en la yugular no hubiera sido suficiente para presentarle a Anwar Sadat al Ángel de la Muerte, el golpe en la cabeza había completado las formalidades. Allí estaba, con el ombligo al aire y la camiseta de tirantes de la joyería abc, como un viejo indefenso tras el ataque de un cuón rabioso. Así lo encontraron Ma Soma y los demás.
Margio estaba fascinado con su obra maestra, más espiritualmente arrebatadora que las copias baratas de los cuadros de Raden Saleh que colgaban por encima de la televisión. La cabeza le daba vueltas. Era incapaz de recordar dónde estaba la puerta, y echó a andar torpemente mientras todo se ponía negro de pronto. Como Anwar Sadat, bailó un instante, girando sin caerse antes de enfilar hacia la parte trasera del sofá dejando detrás un rastro de huellas sangrientas. Consiguió arrastrarse palmo a palmo hasta el exterior y se derrumbó en el porche.
El sabor de la sangre lo hizo recordar la carnicería que había cometido y el instinto animal lo obligó a huir de allí. Se puso de pie, no completamente derecho, y trastabilló hasta el carambolo, donde escupió el último trozo del cuello de Anwar Sadat. Lo vio golpear el suelo; era del tamaño de un trozo de tofu y al verlo, el contenido de su estómago salió disparado invadiéndole la garganta con su sabor amargo y agrio. Apoyado contra el árbol, el joven vomitó los fideos que había comido en el desayuno. Transcurrió algún tiempo antes de que cesara la agitación que reinaba en sus tripas. Seguía dando arcadas, aunque ya no le quedaba nada que vomitar. Se apartó del carambolo y se dirigió hacia el griterío de los apostadores y los silbidos de las colas de las palomas que cortaban el aire.
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