Kitabı oku: «Regreso al planeta de los simios»

Yazı tipi:

Eladi Romero García

REGRESO AL PLANETA DE LOS SIMIOS

(Una novela de intriga en la España de VOX)


Had Gadya

(Una pequeña cabra, canción popular hebrea, reproducida en ladino sefardí)

Un kavretiko ke lo merko mi padre

por dos levanim, por dos levanim.

I vino el gato

i se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el perro

i modrio al gato,

ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el palo

i aharvo al perro, ke modrio al gato,

ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el fuego

i kemo al palo ke aharvo al perro,

ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino la agua

i amato al fuego ke kemo al palo, ke aharvo al perro,

ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el buey i se bevio la agua ke amato al fuego,

ke aharvo al perro, ke modrio al gato,

ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el shohet i degoyo al buey ke se bevio la agua,

ke amato al fuego, ke aharvo al perro, ke modrio al gato,

ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el mal’ah amavet i degoyo al shohet ke degoyo al buey,

ke se bevio la agua, ke amato al fuego, ke kemo al palo,

ke aharvo al perro, ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

I vino el Santo Bendicho El i degoyo al mal’ah amavet

ke degoyo al shohet, ke degoyo al buey,

ke se bevio la agua, ke amato al fuego, ke kemo al palo,

ke aharvo al perro, ke modrio al gato, ke se komio al kavretiko

ke lo merko mi padre por dos levanim.

PRIMERA PARTE
ĐORĐE MARTINOVIĆ, EL KAVRETIKO

1 de mayo de 1985, fiesta grande en la Yugoslavia comunista, el paraíso proclamado de los trabajadores que autogestionan las empresas estatales a través de los consejos obreros. El campesino serbio Đorđe Martinović, a diferencia de su familia, que ha acudido a disfrutar de la celebración en Novo Brodo, ha preferido quedarse al cuidado de sus tierras en las afueras de Gnjilane. A sus 55 años de edad, disfruta bastante más viendo crecer los frutos de su huerto que con ese tipo de conmemoraciones.

Corren tiempos turbulentos. Desde que falleció el mariscal Tito, cinco años atrás, para un serbio vivir en Kosmet (la manera serbia de mencionar a su provincia autónoma socialista de Kosovo) resulta cada vez más inquietante. Los albaneses, que hablan una lengua distinta de la eslava y son en su mayoría musulmanes, se muestran cada vez más envalentonados y pretenden expulsar a los serbios de una región de la que, en puridad, son dueños legítimos desde tiempos medievales. Una cuestión que a Đorđe le trae sin cuidado, pues ha vivido ya muchos conflictos y problemas, incluidos los derivados de las administraciones italiana y alemana durante la Guerra de Liberación Nacional. Aquellos sí que fueron malos tiempos..., la gente se mataba prácticamente por todo, por pertenecer a una u otra etnia, por ser monárquico o comunista, por estar con los fascistas o contra ellos, por rezar a Dios o a Alá... Él era un jovencito por aquel entonces, aunque le tocó ver la muerte con demasiada frecuencia.

Sin embargo, ese 1 de mayo se convertirá en un día que Đorđe no olvidará durante el resto de su vida. Completamente trastornado y confuso, hacia las dos de la tarde aparecerá junto a la carretera que conduce a Priština, la capital de la provincia, caminando con dificultad. En su rostro, un gesto de intenso dolor, un dolor que se origina en sus entrañas y que apenas le permite articular sus piernas. Por suerte, un solitario automovilista se detiene al verle agitar los brazos, y le pregunta a través de la ventanilla:

—¿Necesita usted algo?

—Por favor..., ¿va usted a Priština..., puede llevarme al hospital? —implora Đorđe al comprobar que se trata de un eslavo—. Me encuentro muy mal.

—Sí, claro —responde el conductor, un individuo de unos treinta años, pelo oscuro muy espeso y rostro amable—. Precisamente hacia allí me dirigía.

—Aunque... No me puedo sentar..., tendré que tumbarme en el asiento de atrás.

—Y eso?

—Me duelen mucho las tripas...

—De acuerdo, suba.

El automovilista, impresionado por el evidente sufrimiento que denotan las palabras de aquel transeúnte, abandona su vehículo, un Yugo Zastava Koral con solo dos puertas, para abrir la correspondiente al copiloto. A continuación, abate el asiento delantero y con un gesto indica a Đorđe que ya puede pasar, fijándose en cómo este sujeta sus pantalones con las manos.

—Pero, ¿qué tiene?, ¿un cólico? —pregunta a su vez.

—No, no... Me han atacado.

—¿Quién?

—Unos albaneses.

El del cabello espeso observa inquieto a su alrededor, como percibiendo el peligro.

—No se preocupe, creo que ya se han ido —le tranquiliza Đorđe—. Este intenta tumbarse en el interior del coche, y al final lo consigue no sin grandes esfuerzos.

—Pero, ¿qué le han hecho exactamente? —pregunta el conductor.

—Algo muy doloroso..., muy doloroso.

En el hospital de Priština, de pie, y ante las preguntas de un médico albanés, Đorđe tuvo que explicar lo que realmente le había sucedido.

—Unos albaneses me han introducido una botella por el ano... Y creo que se ha roto.

El facultativo mostró un rostro de sorpresa. De inmediato comprendió por qué el recién llegado pugnaba por controlar con sus manos unos pantalones que llevaba desabrochados.

—De acuerdo, túmbese en esa camilla..., con la espalda hacia arriba, y bájese los pantalones.

Đorđe obedeció dócilmente aunque con dificultad, dejando al descubierto unas nalgas rugosas y blanquecinas, separadas por una enorme hendidura interglútea en la que se apreciaban diversas manchas de sangre reseca. El médico observó la zona y pudo comprobar que en el centro de dicha hendidura asomaban los afilados bordes de una botella rota. Sin embargo, esta se encontraba tan profundamente incrustada en el orificio anal que resultaba del todo imposible extraerla con las manos sin provocar una carnicería.

—¿Ha podido ver qué tipo de botella era, señor Martinović?

—De cerveza…

—Me refiero a la forma y al tamaño.

—De medio litro... Y creo que me la han introducido por la base. Han forzado tanto para metérmela que se ha roto... La verdad, no sé cómo ha podido ser...

—Eso parece... ¿Le duele?

—Mucho.

El médico suspiró, imaginando lo que aquel hombre debía de estar padeciendo. Por lo que pudo apreciar, al menos llevaba introducidos en su interior siete u ocho centímetros de botella, afectando probablemente al colon.

—No se preocupe... Se la vamos a sacar —aseguró, intentando con ello tranquilizar al atribulado paciente.

Una hora después, un equipo de tres cirujanos, dos albaneses y un serbio, lograban extraer una parte de la botella del interior de Đorđe. Sin embargo, la operación no pudo completarse, pues algunos pedazos quedaron incrustados en su colon, circunstancia que implicaba un alto riesgo de infección y perforación. Paralelamente, la familia del desdichado Martinović fue avisada de la presencia de su pariente en el hospital, y puesto que este trabajaba como empleado civil en el cuartel de Gnjilane, también se informó del suceso a las autoridades militares y, por supuesto, a la policía. Al conocer lo sucedido, el coronel Novak Ivanović, comandante de dicho cuartel, ordenó que no se permitiera a nadie hablar con Đorđe hasta que no lo hiciera primero él. En un día como aquel, semejante noticia podía alterar la alegría de la fiesta y el orden social que con tantas dificultades se intentaba mantener. Por tanto, Đorđe tuvo que pasar la noche solo, atendido por dos viejas enfermeras y obligado a defecar mediante una sonda. Triste y lloroso, apenas pudo dormir una media hora.

Hacia las siete de la mañana llegó al hospital el coronel Ivanović, quien, tras informarse del estado del paciente, solicitó pasar a su habitación para hablar a solas con él. Previamente, había contactado con sus superiores en Belgrado para notificar el caso y recibir instrucciones.

Đorđe se encontraba solo y medio adormilado. Gracias a la operación del día anterior, podía ya recostar su espalda sobre la cama, aunque la sonda le representaba una cierta incomodidad. La ver aparecer al militar vestido de paisano intentó incorporarse para saludar lo más marcialmente posible, aunque solo pudo levantar unos centímetros la cabeza e inclinarla en señal de sumisión.

—Coronel..., qué alegría me da verlo...

—Tranquilo, Đorđe, no te muevas... Descansa. He venido a saludarte y a charlar un poco contigo. ¿Cómo te encuentras? ¿Te tratan bien?

—Bueno... Me encuentro mejor..., dentro de lo que cabe. Todos han sido muy amables y atentos..., incluso los médicos albaneses. Pero aún no he podido ver a mi familia...

—Bien, bien... Más tarde... primero tenemos que hablar muy seriamente —manifestó el militar, matizando el tono amable inicial.

—Sí... claro..., entiendo. Lo que me hicieron fue muy grave...

—De eso vamos a hablar precisamente. ¿Qué sucedió realmente? Desde el hospital me informaron de que tú habías denunciado el ataque de unos albaneses...

—Así es..., coronel —la voz de Đorđe parecía cada vez más débil.

—Cuenta pues, cuenta —le instó Ivanović.

—Me atacaron dos tipos mientras yo cuidaba mi huerto. Me bajaron los pantalones, hincaron un palo en el suelo, metieron la botella en la parte superior y me obligaron a sentarme sobre ella... Como la base era muy ancha, tuvieron que hacer mucha fuerza. Eran jóvenes, y no paraban de decir que debía abandonar mi tierra, venderla a algún albanés y marchar a Serbia... O si no, le harían lo mismo a mi familia...

—¿Y tú no te resististe?

—Es que eran muy fuertes, mi coronel, y además me golpearon en la cabeza. Casi pierdo el sentido.

—Ya... —el militar no parecía muy convencido de lo que estaba escuchando—. Mira, Đorđe, los médicos me han informado de que necesitas de una nueva operación para extraerte lo que queda de la botella en tu estómago. Yo te prometo que ordenaré tu traslado a Belgrado, al hospital de la Academia Médica Militar..., allí te operarán los mejores especialistas... Pero debes decir la verdad...

Đorđe, desde sus pequeños ojos, mostró cierta sorpresa.

—¿La verdad? Si acabo de decírsela... Fueron dos albaneses..., me atacaron por sorpresa...

—Mira, Đorđe. Los médicos creen que lo que te sucedió solo pudiste provocarlo tú mismo.

Ahora, los ojos del paciente se abrieron un poco más. Era evidente que no esperaba aquella apreciación de parte de un militar que, como él, también era serbio.

—¿Que me lo hice yo? Pero esa gente está loca... ¿Cómo voy a hacérmelo yo?

—Muy sencillo... Querías provocarte..., cierto placer..., y la cosa se te fue de las manos.

Đorđe se mantuvo en silencio durante unos cuantos segundos, intentando digerir lo que el militar acababa de insinuar.

—No, mi coronel... No... Yo no soy un maricón que va por ahí metiéndose cosas por el culo... No..., eso me lo hicieron unos albaneses..., ¿o acaso no me cree?

—Mira, Đorđe, voy a serte muy sincero. O dices la verdad, o te quedas aquí incomunicado hasta nueva orden y no te llevamos a operar a Belgrado...

Estaba claro que, al objeto de no empeorar la tensa situación que se vivía entre la mayoría albanesa de Kosovo y la minoría serbia que residía en dicha provincia, las autoridades militares habían optado por no echar más leña al fuego rechazando la tesis del supuesto ataque sufrido por Đorđe. Según las instrucciones recibidas de sus superiores por Ivanović, el asunto debía pasar oficialmente como un simple episodio de masturbación homosexual fallida por parte de un hombre..., de 55 años, casado y con hijos.

Al final, Đorđe acabó admitiendo la tesis de los militares, pasando a ser el hazmerreír de todos los serbios y albaneses de la Yugoslavia entera.

Sin embargo, el caso no terminó ahí. Contrariamente a lo que pretendían las autoridades yugoslavas, integradas por serbios, eslovenos, croatas, macedonios, bosnios, montenegrinos y otras etnias, el suceso acabó convirtiéndose en una causa célebre, en una metáfora del sufrimiento secular de los serbios frente a sus siempre crueles enemigos.

Los primeros en dudar de la segunda versión de Đorđe, la que hacía referencia a un peligroso juego de autoerotismo con botellas demasiado anchas, fueron los propios médicos de Belgrado, serbios por más señas. No lo curaron, pero sí difundieron la idea de que el desgraciado serbokosovar no había podido ser capaz, por sí solo, de provocar semejante estropicio. El ministro del Interior de Yugoslavia, el obeso comunista esloveno Stane Dolan, puso el grito en el cielo al conocer el diagnóstico y ordenó a su policía que no buscara a ningún culpable del empalamiento. Los medios nacionalistas serbios convirtieron a Đorđe en un mártir de su patriótica causa, un ejemplo más del sufrimiento secular padecido por el pueblo serbio desde que en 1389, en la batalla de Kosovo Polje, fuera derrotado por los turcos. A partir de entonces, el Islam se había apoderado de la tierra que los había visto nacer, oprimiendo, expulsando y asesinando a miles de eslavos. Como en tiempos de los señores otomanos, Đorđe había sufrido el típico castigo que estos solían aplicar a sus subordinados más díscolos, es decir, el empalamiento. Incluso se compusieron poesías dedicadas a su persona: «Como si de un cordero se tratara, al igual que en los tiempos pasados de los turcos, traspasaron a Đorđe con una estaca...».

El pintor académico serbio Mića Popović, en honor del nuevo santo nacional, realizó un cuadro titulado Crucifixión de Đorđe Martinović (en realidad una recreación del Martirio de San Felipe, del setabense José de Ribera). En él podía verse al involuntario protagonista en el momento de ser izado para su empalamiento por varios individuos ataviados con quelshe (el típico gorro albanés), bajo la indiferente mirada de un policía yugoslavo. Todo un símbolo de lo que en realidad sin duda había sucedido.

La policía nunca investigó la supuesta tortura padecida por Đorđe. El ministro Dolan llegó incluso a declarar que el serbokosovar venía a ser una suerte de samurái que se había aplicado el harakiri. Y entonces, Đorđe, animado por algunos nacionalistas serbios que pretendían aprovechar su caso para estimular su causa, demandó al Estado yugoslavo por no haberle sabido proteger. Un tribunal de Belgrado falló en su favor el pago de una fuerte indemnización, dinero que, no obstante, el demandante nunca llegaría a cobrar.

A la vez que andaba de escándalo en escándalo, Đorđe entraba y salía de los quirófanos buscando ser curado del todo. Sus nuevos protectores serbios de la prensa le facilitaron el traslado nada menos que a Londres, donde fue tratado por un eminente especialista británico. Una vez que su estómago quedó libre de vidrios, regresó a su pueblo, donde definitivamente tuvo que vender su campo a unos albaneses.

Un calvario que caló en el corazón de muchos serbios, temerosos de que, en una Yugoslavia cada vez más débil, croatas y musulmanes bosnios o albaneses acabaran convirtiéndose en los nuevos opresores. Entre aquellos se encontraba Darko Mrđa, un adolescente serbio nacido en Zagreb que entonces habitaba en la localidad bosnia de Prijedor, trabajando en una mina cercana. Las ideas nacionalistas, basadas en tópicos étnicos e históricos, le llegaban a borbotones, desordenadas y sin demasiado criterio.

—Si no hacemos algo pronto, los turcos volverán a jodernos como siempre lo han hecho —solía comentar a todo aquel serbio que quisiera escucharle—. Fíjate lo que hicieron con el pobre Martinović... Y los mandamases comunistas dejándolos hacer. O nos defendemos, o nadie lo hará por nosotros...

EL MUERTO DE BRIHUEGA

El viernes, 15 de febrero de 2019, Juan García Valladares, considerado por casi todo el mundo como una buena persona, afable y un tanto ingenuo, encontró el cadáver desnudo de un varón en la carretera autonómica CM-9203, a escasos trescientos metros en línea recta del casco urbano de Brihuega. A pesar de la niebla, pudo verlo tirado en paralelo a la cuneta mientras circulaba a reducida velocidad en su achacosa furgoneta, que en su tiempo fue blanca y ahora presentaba diversas manchas de herrumbre. Más por comprobar que no había sufrido una visión que por ánimo de socorrer a nadie, detuvo su vehículo junto a unas matas y salió de él para constatar que sí, que efectivamente se trataba de un cuerpo humano sin vida. O al menos así lo creyó entender en un primer momento, cuando comprobó que ni se movía ni respiraba. Un cadáver cuya piel blanquecina contrastaba con el verde color de los arbustos que delimitaban la carretera, y que en su momento debió acoger el alma de un individuo de sexo masculino de entre cuarenta y setenta años aproximadamente, García Valladares tampoco era muy práctico a la hora de calcular edades.

Como buen ciudadano, lo primero que hizo, después de comprobar que no había nadie en los alrededores, fue utilizar su móvil para llamar al 112 y advertir de la presencia de un muerto. Luego, sintiendo un ligero temor a lo desconocido, regresó a la furgoneta y desde su interior aligeró la espera observando el cuerpo, que no presentaba evidencia alguna de sangre o cualquier tipo de herida. «Habrá muerto de un ataque al corazón», pensó. Idea que descartó de inmediato, porque nadie, ni siquiera un exhibicionista, pasea desnudo por un paraje tan poco estimulante.

A los cinco minutos escasos apareció un pequeño camión, que ante la estrechez de la carretera y el obstáculo de la furgoneta, tuvo que situarse en el carril contrario para seguir su camino. Como con todos los camiones, su conductor tenía un horario que cumplir y desde luego no era su intención detenerse.

—¡Vaya sitio para pararse, so cabrón! —gritó este dando muestra de su irritación.

—¿No ves que hay un muerto ahí tirado? —le respondió García Valladares desde el interior de su vehículo. Pero el camionero ya había acelerado y no atendía a razones, más que nada porque no las podía oír.

«¿Y quién será el pobrecillo? Mira que dejarlo en pelotas..., hay que ser muy hijoputa para tratar así a la gente... No parece del pueblo... Espero que no tarden mucho... Quizá no debería haber avisado, porque ahora me harán perder un montón de tiempo..., igual me llevan al cuartel para interrogarme, con la faena que tengo... Pobre hombre..., si no se le ve el cuello...».

Dos minutos después, apareció un Peugeot de la Guardia Civil, que se detuvo junto a la furgoneta.

—¿Es usted quien ha avisado al 112 del hallazgo de un cadáver? —le preguntó desde la ventanilla el agente que viajaba en el asiento del copiloto.

—Sí, yo mismo.

—No se mueva, vamos a aparcar.

El coche policial se situó delante del coche de García Valladares y su conductor paró el motor. Sus dos ocupantes descendieron con determinación, para dar inicio a las diligencias pertinentes.

Lo primero que hicieron fue observar el cadáver, que descubrieron sin necesidad de que Díaz Valladares les indicara su posición. A pesar de pertenecer a un discreto puesto de pueblo, parecían acostumbrados a este tipo de situaciones, aunque en realidad ninguno de los dos jóvenes agentes se hubiera enfrentado a un hecho parecido.

—¿Ha tocado usted algo? —le preguntó a continuación el que portaba barba al conductor de la furgoneta.

—Nada... He aprendido de las películas...

—Muy bien, ¿y usted se llama...?

—Juan García Valladares...

El guardia civil lo tenía visto de alguna otra ocasión anterior, aunque prefirió asegurarse.

—¿Vive usted en Brihuega?

— Sí, tengo una pequeña tienda... Precisamente iba en busca de género a Guadalajara.

—Entonces —insistió el guardia—, no ha tocado usted nada.

—No, se lo aseguro. Al verlo ahí, tirado, sin respirar, he supuesto que estaba muerto y he llamado al 112. Luego me he metido en el coche a esperar.

—¿Y no conoce al... difunto?

—No... Tampoco me he fijado mucho en la cara, pero no me suena.

—Muy bien... Pues ahora, mi compañero le va a tomar los datos para que haga una declaración más completa en el puesto. Seguramente le llamaremos a media mañana. ¿Estará usted en Brihuega?

—Espero que sí. Solo tengo que recoger unos productos... Supongo que antes de las once estaré de vuelta...

—Muy bien..., pues esté pendiente del móvil. Lo ha hecho usted bien..., y se lo agradecemos.

—Nada, a mandar.

—Ah, y no diga nada a nadie hasta que no haga su declaración.

—¿Ni a mi mujer?

—A ella menos, porque si se ha quedado en la tienda, seguro que se lo casca a todo el mundo.

—Vaya, parece como si la conociera de toda la vida.

—No sé si la conozco o no..., pero usted lo sabrá ya... Es en las tiendas de pueblo donde se entera uno de todo.

El segundo agente apuntó en una libreta el teléfono, la dirección y el DNI de García Valladares, y a continuación le indicó que ya podía seguir su camino. Mientras, el que parecía llevar la voz cantante, tras colocarse unos guantes elásticos se había dedicado a comprobar con sumo cuidado que el cuerpo estaba realmente muerto. Hecho que confirmó prácticamente de inmediato al constatar que el cuello del cadáver parecía haber sido oprimido hasta quedar reducido a unos tres centímetros de diámetro, poco más que un macarrón de los gordos. Sus ojos enrojecidos y una lengua morada y muy hinchada asomando por la boca sirvieron para evidenciar aún más el fallecimiento de aquel desdichado.

«Joder... A este le han apretado literalmente las tuercas hasta estrujarlo del todo», pensó, sinceramente sorprendido ante lo que acababa de contemplar.

Cumplieron el protocolo con estricta precisión, informando en primer lugar al sargento del puesto de Brihuega para que este diera aviso a la comandancia de Guadalajara y al juzgado. Mientras aguardaban la llegada de la comisión judicial y de los agentes especializados, procuraron controlar el tráfico, no demasiado fluido en aquel tramo, a la vez que realizaban la pertinente inspección ocular por la zona donde se ubicaba el cadáver. Sabían que cualquier resto, huella o indicio podía resultar clave para determinar las circunstancias de la muerte.

—Santi, creo que a este pobre se las han hecho pasar putas. ¿Te has fijado en cómo tiene el cuello? Se lo han dejado más estrecho que una flauta.

—Eso parece... La mueca del rostro indica mucho sufrimiento, como si le hubieran estado apretando durante un buen rato.

—Se trata de un asesinato..., seguro.

—El primero que veo...

—Y yo...

Cuarenta y cinco minutos más tarde hacían acto de presencia en el lugar una ambulancia, el vehículo que transportaba al juez, al secretario judicial y al forense, y un Jeep Grand Cherokee de la Guardia Civil. A pesar de la discreción de García Valladares, que había mantenido el silencio exigido, en Brihuega corrían ya rumores de que algo singular debía de haber sucedido en la carretera de acceso al pueblo por el oeste, pues en ese tiempo eran ya varios conductores los que se habían topado con el Peugeot de la Guardia Civil. Alguno de ellos incluso conocía a los agentes y había intentado informarse, aunque estos supieron mantener en todo momento el secreto que el caso parecía exigir. Y fue precisamente la ausencia de información la que provocó todo tipo de habladurías, a cual más extravagante.

En torno al cadáver, aparte de los dos agentes que habían llegado en el Peugeot, acabaron concentrándose un total de doce personas entre sanitarios, guardias adscritos a la policía judicial de Guadalajara, representantes de la judicatura (juez y secretario) y el preceptivo médico forense. Una vez informados de las circunstancias relativas al hallazgo del cadáver, fue este el primero en actuar, declarando oficialmente la muerte del finado tras realizar las observaciones pertinentes.

—¿Considera que nos encontramos ante una muerte violenta? —inquirió el juez de guardia a continuación.

Se trataba de un funcionario relativamente joven, que había insistido en presentarse personalmente en el lugar del suceso cuando perfectamente hubiera podido dejar el trámite en manos del secretario. La casi total seguridad, indicada por los agentes que habían custodiado el cuerpo, de que se apreciaban indicios de criminalidad, le había empujado a personarse en tan escabroso escenario.

—No me cabe la menor duda, señor juez. Pese a no presentar grandes heridas, este hombre parece que murió estrangulado..., aunque de una forma un tanto... particular. Tiene el cuello roto, como si se lo hubieran apretado con algo extremadamente contundente..., no sé, alguna cuerda... o quizá más bien con alguna pieza metálica, porque semejante destrozo difícilmente pudo realizarse solo con las manos. Y además se ha tenido que ejercer una gran fuerza... He observado señales de marcas bastante regulares en las partes anterior y posterior el cuello, marcas de lo que bien pudo ser alguna pieza metálica que alguien cerró en torno a la garganta de este infeliz..., provocando incluso pequeñas heridas que han llegado a sangrar. Nunca había visto nada igual... No sé, si no fuera porque suena absurdo, yo diría que este hombre ha sido agarrotado..., como cuando existía la pena de muerte. Por supuesto yo jamás he visto el cadáver de un agarrotado, aunque algo he leído de la forma en que la gente moría cuando era condenada a dicha pena... En fin, después de la autopsia tendrá usted datos más precisos.

—Vaya... Todo eso suena a algo muy... complicado —estimó el juez—. Desnudo, abandonado en una cuneta y, encima..., agarrotado. Alguien se ha tomado mucho interés en que la muerte de este hombre no pasara desapercibida. El problema es que de momento desconocemos su identidad... En fin, sargento —dijo a continuación, dirigiéndose a uno de los guardias llegados en la misma comitiva—, la cosa queda ahora en sus manos. Por mí, pueden llevarse el cadáver cuando ustedes hayan terminado su tarea. Ramón, encárgate de los trámites, por favor.

El aludido, que no era otro que el secretario judicial, asintió con un gesto. Los guardias de la judicial, cuatro en total, pasaron a estudiar el cadáver, fotografiar su posición y buscar por el entorno alguna huella o indicio que permitiera entender un tanto las circunstancias de aquella muerte. Las formalidades se alargaron durante cerca de hora y media, lapso en el que se embolsaron diversas muestras como colillas, pequeños papeles e incluso un clavo diminuto. Durante todo ese tiempo, el tráfico fue desviado hacia la calle de Quiñones, paralela a la carretera ahora controlada por la Guardia Civil. Concluidas las formalidades, todo el mundo regresó a Guadalajara, excepto los dos agentes del puesto de Brihuega, que ya se habían retirado una hora antes a instancias del sargento de la judicial.

Los dos sanitarios fueron los encargados de depositar el cadáver en la ambulancia para trasladarlo al instituto de medicina legal de los juzgados de Guadalajara. Durante la maniobra, la cabeza del muerto se ladeó de forma exagerada, como si estuviera atada al tronco con una simple cuerda.

—Un poco de cuidado —les reprendió el forense, temiendo que el cuerpo acabara decapitado.

En ese momento, prácticamente todo el mundo en el pueblo estaba ya al corriente del hallazgo de un cadáver en su término municipal. Incluso un vecino con contactos había telefoneado ya a La Crónica de Guadalajara para informar del suceso.

Por la tarde, mientras se practicaba la autopsia al cadáver, el sargento Tomás Santamaría, de la judicial de Guadalajara, coordinaba las tareas de identificación del cadáver. Al haber aparecido desnudo, sin ni siquiera llevar un anillo que pudiera aportar algún dato (aunque un círculo blanquecino en la piel evidenciaba que probablemente alguien se lo había quitado), todo se hacía más complicado. Tuvo que consultar la base de datos de desaparecidos del Ministerio del Interior, por si descubría algún caso que, por edad y características, encajara con el cuerpo descubierto en Brihuega.

Al final, su equipo logró elaborar una lista de cuatro posibles candidatos, desaparecidos en la última semana a una distancia máxima de cien kilómetros de Brihuega. Lógicamente, Madrid fue la localidad que aportó tres de los cuatro nombres denunciados por sus correspondientes familiares. El siguiente paso fue contactar con las comisarías donde se habían presentado dichas denuncias, a las que se remitieron además varias fotografías del rostro del cadáver y sus huellas dactilares, confiando en que se tratara de una desaparición documentada. Porque en el caso de que nadie se hubiera preocupado por encontrar al finado, el asunto se complicaría notablemente.

Sin embargo, la suerte sonrió al equipo investigador.

La comisaría de la Policía Nacional del distrito de Madrid-Chamartín respondió de inmediato y afirmativamente sobre la consulta realizada, constatando que aquel muerto era suyo, es decir, que la desaparición de la persona a la que pertenecía el cuerpo hallado en Brihuega había sido denunciada en sus oficinas. Su nombre, Francisco Rodríguez García, de 59 años de edad, desaparecido en Madrid tres días antes del hallazgo de su cadáver, según denuncia interpuesta por su esposa y uno de sus hijos.

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