Kitabı oku: «Regreso al planeta de los simios», sayfa 3

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—¿Nos tomamos algo juntos?

—¿Cómo dice?

—Que si nos tomamos algo juntos. La gente ya comienza a salir, y debemos darnos prisa si no queremos que nos pille el toro.

Adrián pensó que el toro le había pillado hacía ya un buen rato, aunque, más que dolor, lo que realmente sentía en aquellos momentos era excitación. ¿Qué demonios pretendía aquella atractiva mujer coqueteando con un jubilado cuyo círculo social se reducía a dos gatos y su vecino Ramón, cuando este tenía a bien salir de su casa?

—Venga, hombre, anímate —insistió la rubia—, vamos a tomarnos un pelotazo.

—¿Un pelotazo?

—Ay, chico, quiero decir una copa. Pareces llegado de otro mundo.

«La que pareces llegada de otro mundo eres tú... ¿Qué es lo que estás buscando? Porque si es dinero, has ido a pinchar en hueso. De todas formas, voy a seguirte la corriente, a ver hasta dónde alcanza este asunto... A nadie le amarga un dulce... Aunque no sé si debería fiarme demasiado...».

—De acuerdo —aceptó Adrián—, una bebida rápida en algún lugar cercano. Luego tengo que viajar.

Abandonaron el local casi en procesión, empujados por el público asistente. En la calle la temperatura debía de rondar los cuatro o cinco grados, por lo que ambos se colocaron sus piezas de abrigo. El atribulado pensionista no dejaba de observar disimuladamente a aquella extraña mujer que parecía haberse encaprichado de él, lo cual decía más bien poco en favor de su cordura.

—¿Es usted de Burgos? —le preguntó.

—No, madrileña, estoy visitando a unos amigos.

—¿Y dónde le apetece que vayamos? Yo tampoco vivo aquí, ni conozco demasiado el ambiente de la ciudad.

—Un poco más adelante hay una cafetería que está bien. Tú déjate guiar, chico.

La insistencia en el uso del término «chico» comenzó a mosquearlo, porque Adrián, con sesenta y dos años a cuestas, precisamente estaba bien lejos de parecer un chico. En su cráneo, allí donde había pelo, primaban las canas; el clásico diseño de sus gafas le confería un aire de anciano de residencia, y en su rostro podían apreciarse ya algunas arrugas bastante notables. En justicia, llamarle «chico» sonaba más bien a burla. O aquella mujer estaba como una cabra, o definitivamente era una prostituta en busca de cliente, aunque un auditorio no fuera precisamente el lugar más adecuado para hacerlo. Decidió andar con ojo por si las cosas se torcían.

Mientras cruzaban la plaza de la Libertad, la rubia no dejó de alabar las cualidades musicales de Pablo und Destruktion. Llegados ya a la calle del Condestable, de inmediato dieron con una cafetería bastante concurrida y aparente.

—Aquí podemos tomarnos un gin-tonic —señaló por la mujer.

—Bueno, no sé si me conviene tomar alcohol, luego tengo que conducir, ya se lo he dicho. Con este frío, un café con leche me vendrá mejor.

—Toma lo que quieras, chaval, a mí me apetece un gin-tonic.

«Chico», «chaval»... Decididamente, o estaba loca de remate, o necesitaba urgentemente una visita al oculista.

La cafetería resultaba elegante, con un diseño interior bastante moderno y funcional, en el que destacaban algunas reproducciones de pinturas que en su momento fueron vanguardistas. En aquellos momentos apenas acogía a media docena de clientes. La improvisada pareja se acomodó frente a frente ante una mesa, y al instante una joven de acento eslavo les preguntó qué deseaban.

—Un gin-tonic bien cargado, a poder ser de London.

—No sé si tenemos —dijo tímidamente la camarera—, ahora le digo.

—Si no es London, de cualquier otra marca, pero bien cargado —insistió la rubia, a quien parecía importarle más la cantidad que la calidad.

—Para mí un café descafeinado con leche.

La muchacha se retiró, y lo dos quedaron solos, Adrián se sentía ciertamente incómodo en una situación en la que no sabía a qué atenerse.

—¿Acostumbra usted a toma copas con extraños? —se le ocurrió preguntar.

—Ya lo sé, chico, ya lo sé que suena raro todo esto, pero es que el concierto me ha... emocionado, y necesitaba comentarlo con alguien. Y como tú también estás solo... —insistió la mujer recurriendo de nuevo al argumento de la soledad.

«Pero antes de que Pablo comenzara a cantar ya me habías sacado la lengua... O sea que ya venías predispuesta...».

—Yo soy muy abierta —continuó la rubia—, quizá demasiado, ya lo dice Mario, mi pareja...

—¿Y por qué no ha venido con él?

—No le va este tipo de música. Es más de Café Quijano y gente así. Por cierto, estamos aquí de cháchara y aún ni sabemos nuestros nombres. Yo me llamo Mónica, ¿y tú?

El pensionista constató que, de cerca, la tal Mónica era aún mucho más hermosa de lo que había podido apreciar en la distancia. De hecho, lo que él había percibido como arrugas no eran más que unos pequeños hoyuelos en la mejilla que resaltaban la belleza de su rostro, un rostro jovial, en absoluto propio de una prostituta. Algo que le llevó a preguntarse de nuevo qué buscaba ella realmente al empeñarse en tomar una copa con él.

—Adrián.

—Pues encantada, Adrián... ¿Y de dónde eres?

—Vivo en un pueblecito costero de Asturias que se llama Poo de Llanes.

—Ah, Llanes, lo conozco, un lugar precioso. Y como eres asturiano, has venido a ver a tu paisano Pablo a Burgos, ¿no?

—No, de hecho no soy asturiano sino catalán..., y también medio aragonés, porque he vivido mucho tiempo en Aragón. En Poo llevo solo un año escaso. Después de jubilarme, en cuanto pude me compré una casita allí, un lugar que ya conocía y que siempre me pareció paradisíaco..., incluso cuando llueve.

—¿Estás ya jubilado? Pero si pareces un chaval.

La camarera llegó con las consumiciones y las colocó sobre la mesa, rompiendo brevemente el encanto de semejantes halagos.

—Al final sí teníamos ginebra London —anunció con una sonrisa.

—Estupendo, eres toda una campeona —agradeció Mónica, que de inmediato dio un sorbo a su combinado—. Mmmm, riquísimo, y bien cargadito, como a mí me gusta. Muchas gracias.

La alegría de la mujer, que parecía consustancial a su persona, comenzó a contagiar a Adrián. Este, caballeroso, se empeñó en pagar las consumiciones, dejando incluso medio euro de propina.

—Pues sí, señora —continuó cuando la eslava los dejó de nuevo solos—, estoy jubilado y bien jubilado. A los profesores nos permiten retirarnos a los sesenta, ya ves. Entonces, tú, madrileña.

Sin percatarse de ello, el viejo profesor había pasado al tuteo, como si el gin-tonic le estuviera afectando a él.

—Madrileña, madrileña pura.

—¿Y cómo conociste a Pablo und Destruktion?

—Unos amigos de Madrid que habían asistido a uno de sus conciertos me comentaron que merecía la pena, así que, al ver que actuaba en Burgos, me dije «pues vete a verlo, Mónica, para que puedas opinar». Y no me arrepiento, la verdad. Lo he disfrutado mucho.

—Ya lo he notado, ya —dijo Adrián, recordando los gritos enfervorizados de la mujer—. En mi caso, el hecho de residir en Asturias me ha permitido acercarme más fácilmente a Pablo. Leí de él en la prensa local, lo busqué en Youtube, me gustó y me descargué sus temas. Aunque hay una de sus canciones que me chirría bastante. Es esa que se titula A veces la vida es hermosa, que la encuentro machista y, sobre todo, algo bárbara en relación con el asunto del maltrato animal.

—¿La ha tocado hoy?

—Sí, hacia la mitad del concierto. Viene a ser la historia de un macho ibérico que habla con su pareja. Entre otras lindezas, le dice que le dará un hijo y que, por supuesto, este será varón. Siempre había pensado que los hijos se tienen en pareja, no se dan. Y el hecho de insinuar que, siendo varón, la cosa irá mejor..., pues qué quieres que te diga.

—Visto así, suena bastante machista, sí.

—Pero luego va y le dice a su mujer que llevará a por cangrejos de río a ese varón que pretende darle, portando un martillo para romperles la concha. ¿Qué le habrán hecho los pobres cangrejos para tratarlos de esa manera? Y enseñar a su hijo a comportarse así con unos pobres animales, pues que no...

—Vaya, ¿eres vegetariano?

—Casi, aunque debo reconocer que hoy he cenado morcilla en el mismo bar donde tú te has tomado un café antes de acudir al concierto. Una casualidad, ¿no te parece?

—Ah, ¿estabas tú también allí? Pues no me he fijado.

Adrián consultó disimuladamente su reloj, que ya marcaba las diez y doce minutos. ¿Realmente debía creer que aquella mujer no se había percatado de su presencia en el bar, y que luego se hubiera sentado justamente a sus espaldas? Por muy agradable que resultara a la vista, cada vez estaba más convencido de que allí había gato encerrado. Mentalmente volvió a insistirse en no correr riesgos.

—Entonces, ¿eres o no eres vegetariano? –insistió Mónica, retomando el tema animal.

—No del todo, aunque me propongo serlo en breve, cuando reúna la suficiente fuerza de voluntad para dejar el pescado. De hecho, he renunciado a los mamíferos y a las aves, con la excepción de la morcilla de hoy. Porque la morcilla de Burgos no puede comerse todos los días, o al menos yo no voy a ir a comprarla a propósito a ninguna tienda. Ha sido un pecado del que, aunque no te lo creas, ya me he arrepentido. Y todo ello lo hago no por una cuestión de salud, sino por amor a los animales.

—¿Tienes animales?

—Sí, precisamente dos gatos.

—¿Precisamente? —inquirió la mujer ofreciendo una mirada curiosa.

—Bueno, quería decir que sí, que tengo dos gatos..., y estos no están encerrados.

—Ah, vaya, ¿los dejas sueltos acaso?

—No, no... Paseamos juntos por la calle..., mejor dicho, ellos me pasean a mí.

—¿Paseas gatos? ¿Y no se te escapan?

—Algunas veces... Sobre todo el siamés. Precisamente el otro día...

Adrián detuvo su relato, experimentando un nuevo vacío en su memoria. ¿Cuándo había escapado Chavico al jardín de una de las casas vecinas? ¿Ese jueves del que no recordaba absolutamente nada? Seguramente no, porque el hecho de poder evocar la huida de su mascota significaba que esta se había producido en un día distinto, aunque no tuviera claro cuál.

—...el otro día, —continuó—, creo que el miércoles, el siamés se metió en el terreno de un vecino.

—Qué interesante, cuenta, cuenta —exclamó Mónica dando el último trago a su gin-tonic.

—¿Te parece interesante? —preguntó incrédulo el pensionista.

—Es que a mí me encantan los gatos.

—Ah..., bueno, pues eso, que se metió en el jardín de un vecino, y tuve que saltar un muro para cogerlo. En realidad no es un jardín, sino un terreno abrupto cubierto sobre todo de hierba silvestre, musgo, helechos y unos cuantos árboles.

—¿Y qué dijo el vecino?, ¿se molestó?

Adrián quedó unos instantes meditando la respuesta. Una respuesta que al final no llegó.

—A decir verdad, no recuerdo ese detalle. Realmente no sé cómo terminó la aventura, llevo algunos días padeciendo fallos de memoria. Será cosa de la edad.

—La edad, la edad... Si estás hecho un chaval.

El pensionista, lejos de sentirse halagado, comenzaba a estar ya un poco harto de que lo tomaran por un muchacho. Tenía la percepción de que todo aquel absurdo, en el mejor de los casos, o se trataba de una broma, o bien de algo sin duda mucho más inquietante. Porque estaba plenamente convencido de que, en los anales de la historia, jamás se había producido el hecho de que una mujer de bandera como Mónica abordara a un tipo como él, que ni era rico, espía, político de alto rango o descubridor científico. Decidido a poner fin a aquella disparatada situación, le manifestó a la mujer su intención de regresar a Poo de Llanes.

—Bueno, Mónica, si no te importa, vamos a dejarlo aquí. Tengo que ponerme cuanto antes en marcha porque me esperan más de 200 kilómetros hasta Poo de Llanes. Ha sido un verdadero placer conocerte, de verdad.

—Que lástima, con lo a gusto que estábamos... En fin, otra vez será. Espero que coincidamos en otro concierto de nuestro Pablo.

—En eso confío.

Se abrigaron, y una vez en la calle, Adrián preguntó:

—¿En qué dirección vas?

—En esa.

—Una pena, tengo el coche en dirección contraria —mintió el viejo profesor, deseoso de llegar cuanto antes a su casita asturiana para meterse en la cama. Cuanto antes se separara de Mónica, antes podría encontrarse con sus gatos—. Adiós, Mónica.

La mujer se despidió dándole dos suaves besos en las mejillas que le dejaron el rostro con sabor a mandarina.

Una vez solo, y tras comprobar que la mujer se había perdido ya entre las calles burgalesas, Adrián varió el rumbo para dirigirse directamente al lugar donde había aparcado su coche. Pese al frío reinante, caminaba sonriente, preguntándose de nuevo qué habría visto aquella mujer en él para incitarlo a tomar una copa sin conocerse de nada. Copa que, por cierto, había sido pagada de su bolsillo.

«Quizá solo deseaba tomar un gin-tonic de gorra. Me habrá visto cara de primo y se habrá dicho, “este panoli me va a invitar”. En fin, no hay que darle más vueltas, cuando se lo cuente a los gatos me van a tomar por un fanfarrón».

Estaba a punto de abrir su coche cuando, de repente, surgió de la nada un hombre alto, afeitado al ras y bien vestido, que lo abordó bajo una farola rota.

—¿Qué le has hecho a Mónica, cabrón de mierda? —le preguntó mientras le lanzaba un derechazo a la mandíbula que le hizo saltar las gafas. El viejo profesor se inclinó, aunque en el último instante logró evitar empotrarse contra el suelo.

—Pero..., ¿a qué viene esto? —fue lo único que se le ocurrió decir.

—Calla y dime qué le has hecho a Mónica —insistió el agresor, agarrándole violentamente por la solapa de la parka.

—En qué quedamos, en que me calle o en que le explique lo de Mónica.

Un nuevo sopapo en el rostro le hizo comprender que aquel tipo, aunque se expresara contradictoriamente, no estaba para bromas.

—¿Qué le has hecho a Mónica?

—Nada, de verdad, nada...

Un segundo sujeto apareció de entre la oscuridad y le regaló un par de patadas que, ahora sí, le hicieron perder el escaso equilibrio que mantenía y dieron con él en el gélido pavimento.

—Habla, hijoputa.

—A... Mónica..., la he dejado hace cinco... minutos —intentó explicar Adrián, cada vez más asustado. Un simple robo podía saldarse entregando la cartera, pero ante un novio celoso y despechado, cabía temer lo peor. Y todo hacía suponer que semejante tunda era consecuencia de eso, de un ataque de celos en el que Adrián iba a pagar todos los platos rotos.

—Pues escucha bien lo que voy a decirte, hijoputa. Tú, a Mónica, no la vuelves a ver más. Y de esto, ni de ninguna otra cosa, ni una palabra a nadie, ¿entendido? Porque sé muy bien cómo te llamas, Adrián Moler Romasanta. Y también sé dónde vives. ¿Lo has entendido?

Mientras hablaba, el atacante seguía lanzando golpes con su izquierda mientras sujetaba la parka con la derecha. A Adrián solo se le ocurrió pensar que debía de ser zurdo.

—Sí, sí, no me pegue más por favor.

—Entonces, ¿lo has entendido?

—Sí, lo he entendido.

—Pues repítelo.

—Sí, lo he entendido.

El asaltante, manteniendo a su víctima tumbada en el suelo, repartió cuatro o cinco puñetazos más por todo su cuerpo.

—Que lo repitas, joder.

—No volveré a ver más a Mónica.

—¿Y qué más?

—Y no diré nada a nadie, nada de nada.

—Eso es, muy bien, ¿ves como hablando se entiende la gente? Y ahora, a casita, que los gatos te esperan.

Los dos violentos matones abandonaron rápidamente el lugar, dejando al desdichado pensionista tumbado en el suelo, humillado y a punto de llorar. Durante los escasos cuatro minutos que había durado la paliza, nadie se había aproximado para ver lo que estaba sucediendo. Y concluida la tunda, tampoco nadie se acercó a atenderlo. En cuanto comprobó que el peligro parecía haber pasado, Adrián recogió sus gafas, se incorporó y se metió en el coche, donde dedicó un tiempo a recomponerse. En ningún momento le pasó por la cabeza denunciar la agresión, no fuera a darse el caso de que lo estuvieran vigilando.

Durante el viaje de regreso, mientras escuchaba la voz de Pablo und Destruktion reafirmando sus intenciones de cascar con un martillo las conchas de los cangrejos, intentó buscar una explicación a lo sucedido. Lógicamente, no la encontró. Desde que Mónica le sacara la lengua en el auditorio, todo se había convertido en un sinsentido.

DARKO MRĐA, EL GATO

El 21 de agosto de 1992, Darko Mrđa, en su afán por salvaguardar a la Madre Patria Serbia de musulmanes bosnios y croatas vaticanistas, dirigió una de las típicas operaciones que por aquellos días tenían lugar en Bosnia y Herzegovina. Desde que conociera el caso de Đorđe Martinović, se había prometido a sí mismo hacer algo por los suyos, sus compatriotas serbios, aunque esa oportunidad no llegaría hasta abril de 1992, momento en que se inició su guerra de independencia frente al gobierno turco-separatista de Sarajevo, empeñado en desvincularse de Yugoslavia para oprimir a sus compatriotas.

De inmediato, Darko se integró en las fuerzas de seguridad de Prijedor, la nueva policía serbia encargada de controlar dicha localidad y sus alrededores. A sus veinticinco años, se sentía fuerte, vigoroso y, sobre todo, ansioso por luchar. Sin embargo, no fue en el campo de batalla donde llevó a cabo su tarea en favor de la patria, sino en la propia localidad de Prijedor, asesinando, robando y violando a gentes de religión musulmana o etnia croata. Su consagración como gran héroe serbio tuvo lugar ese 21 de agosto, cuando formaba parte de las unidades policiales encargadas de trasladar a unos 1.200 prisioneros hasta territorio controlado por el gobierno de Sarajevo. El plan era canjearlos por población serbia retenida en manos de los musulmanes.

Los detenidos habían estado encerrados durante varios meses en el vecino campo de Trnopolje, una antigua escuela primaria donde padecieron todo tipo de sevicias y humillaciones. Amontonados en varios autobuses y camiones, partieron en dirección a Travnik, una localidad del centro de Bosnia defendida por musulmanes y croatas. Sin embargo, no todos llegarían a su destino.

Darko, a pesar de haber contraído matrimonio pocos días antes, fue instado por sus superiores a participar en la operación, orden que aceptó sin excesivos reparos. Cuando avanzaban por las serpenteantes carreteras que rodean el monte Vlasić, los vehículos se detuvieron, y los policías serbios, vestidos con uniformes verde oliva y de camuflaje, fueron recorriendo cada uno de ellos para separar a unos doscientos varones y reinstalarlos en dos de los autobuses, argumentando que su canje iba a producirse en un paraje vecino. Al frente de un grupo de agentes tocados con boinas rojas, Darko se subió en el primero de los transportes y ordenó dirigirse hasta los acantilados llamados de Korićani. Durante el trayecto, que duró unos quince minutos, los prisioneros fueron despojados de sus escasas pertenencias. Llegados al lugar, buena parte de los policías descendió de los vehículos y formó dos hileras que terminaban al borde del precipicio, entre las que fueron pasando, al principio uno a uno, los prisioneros del primer autobús. Una vez situados junto al borde del barranco, eran obligados a arrodillarse y recibían un disparo en el cráneo. Algunas caían directamente al abismo; otros, en cambio, tenían que ser empujados a patadas.

La mayoría de los desdichados cautivos comenzaron a lamentarse y suplicar por sus vidas. Algunos, en cambio, comprendiendo que su final había llegado, se dedicaron a rezar. Los verdugos, en lugar de apiadarse, se reían y los increpaban, «¡Esto es lo que merecéis, turcos!», también gritaban, creyendo vengar así la histórica derrota de su rey Lazar frente al Imperio otomano. O la más próxima en el tiempo humillación de Đorđe Martinović a manos de musulmanes albaneses. Uno de los policías, Damir Ivanković, impresionado ante tanta sangre y sesos desparramados, le preguntó a Darko si aquella matanza era realmente necesaria.

—Mira, Damir —le respondió el jefe de la operación—. Si no estás de acuerdo, deja tu fusil y arrodíllate tú también.

A partir de entonces, Ivanković permaneció callado y continuó disparando, aunque sin apuntar a ninguna de las víctimas. Para acelerar la masacre, los prisioneros del segundo autobús fueron bajados en grupos de ocho o diez y ametrallados de forma imprecisa antes de colocarse ante el barranco. Varios quedaron solamente heridos, aunque igualmente fueron lanzados al vacío y acabaron despeñándose contra las rocas. Concluida la operación, Darko se asomó al barranco, y al escuchar todavía diversos gemidos, ordenó lanzar unas cuantas granadas contra los supervivientes. Sin embargo, no satisfecho todavía decidió mandar a varios hombres para comprobar que no quedaba nadie vivo.

—Damir, baja tú también, y que no me entere yo de que incumples mis órdenes. No quiero que quede ningún turco para contarlo.

Seis agentes descendieron no sin cierta dificultad los ciento cincuenta metros del desnivel que separaba a los serbios de los cadáveres. Desde lo alto, Darko aún pudo escuchar algunos disparos destinados a rematar a unos heridos que, en su estado, hubieran fallecido pocas horas después. Ivanković, desoyendo las órdenes recibidas, fue incapaz de rematar a un joven que, con los miembros destrozados, imploraba una muerte rápida. Sin embargo, sintiendo una enorme compasión por el muchacho, le entregó su propia pistola para que acabara él mismo con su sufrimiento, como así hizo de inmediato. Cuando los serbios se hubieron retirado del lugar de la masacre, solo quedó un escenario dantesco de cadáveres sanguinolentos y desfigurados. Sin embargo, a pesar de la implacable minuciosidad con la que actuaron contra sus víctimas, doce personas sobrevivieron. Uno de ellos, de nombre Midhat Mujkanović, que había podido saltar al abismo sin recibir ni un solo disparo, logró cubrirse bajo un cadáver salvando de esta forma la vida.

Los policías serbios regresarían dos días después al lugar de la matanza para quemar los cadáveres y enterrar los restos. Darko pretendía evitar que alguien acabara descubriendo la masacre no por un tardío sentimiento de vergüenza ante el vil acto cometido, sino para no incrementar la mala prensa que su causa estaba recibiendo en diversos medios internacionales. En el mundo se conocían ya las matanzas de Bijeljina o Sanski Most, la existencia de campos de prisioneros donde los musulmanes sufrían todo tipo de vejaciones o las sistemáticas violaciones de mujeres practicadas por los serbios. Sin embargo, la medida no logró evitar el escándalo. En cuanto se sintieron a salvo en manos de otros serbios menos crueles, los supervivientes tuvieron el valor de denunciar lo sucedido, añadiendo un nuevo episodio de brutalidad a la ya abultada lista de crímenes cometidos por los nacionalistas serbios en Bosnia.

Ajeno a la mala prensa que tenía su causa, Darko continuó ejerciendo de policía en Prijedor hasta que, a finales de 1995, la guerra concluyó mediante un acuerdo del que no quedó para nada satisfecho. La injerencia norteamericana y la amenaza de una intervención masiva de la OTAN obligaron a los políticos serbobosnios, presionados asimismo por un cansado Slobodan Milosević, presidente de Serbia y su antiguo mentor, a aceptar un tratado de paz que los obligaba a ceder una parte del territorio conquistado. A pesar de todo, se reconoció la existencia de una república serbia autónoma dentro de la República de Bosnia y Herzegovina. Algo que para Darko no era más que una concesión a los «turcos», una resolución que impedía integrar a los serbobosnios en la Madre Patria Serbia con capital en Belgrado.

En los años sucesivos, Darko continuó en su puesto de policía en Prijedor, donde se consideraba a salvo a pesar de que el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia había dictado una orden de detención contra él, acusado de crímenes contra Humanidad y violación de las leyes y costumbres de guerra.

El 12 de junio de 2002 se presentó en su domicilio una unidad de tropas británicas integradas en las fuerzas de pacificación de la OTAN desplazadas en Bosnia, que procedió a su arresto y lo trasladó de inmediato a La Haya donde sería juzgado por aquellos crímenes. Atrás dejaba a su esposa y dos hijos, temiendo que nunca más volvería a verlos.

El 31 de marzo de 2004, Darko tuvo que escuchar de labios del juez holandés Alphonsus Martinus Maria Orie, presidente del tribunal que vio su causa, la sentencia que lo condenaba a diecisiete años de cárcel. Dura pena que, no obstante, habría podido ser más elevada de no ser porque el procesado reconoció los hechos imputados, mostró arrepentimiento y declaró haber actuado en cumplimiento de órdenes superiores.

Ante la falta de plazas en Holanda para tanto serbobosnio condenado o en prisión preventiva, el ex-policía sería trasladado, en noviembre, a la prisión Madrid IV, ubicada en el municipio de Navalcarnero. Allí dispondría de tiempo suficiente para aprender a hablar español con fluidez, y para mostrarse ante todo aquel que se prestara a escucharle, orgulloso por su actuación en la guerra de Bosnia.

Cierto día coincidió en el comedor de la cárcel con un joven recién llegado, en tránsito desde la prisión de Cádiz a la de Asturias, que se presentó como Josué Estébanez de la Hija.

—¿Y tú por qué estás aquí? —le preguntó el serbobosnio.

—Por matar en defensa propia a un antifascista que pretendía agredirme en el metro de Madrid.

—¿Por matar a un antifascista? ¿Y eso?

—El tío y su cuadrilla pretendían reventar una manifestación de los nuestros y al final todo se lio.

—Chico —le indicó Darko—, equivocaste el objetivo. Los enemigos de España, como también lo son los de mi patria serbia, son los musulmanes, los turcos. Yo maté unos cuantos durante la guerra, y vosotros deberíais hacer lo mismo. Los antifascistas, en definitiva, no tienen ni media hostia, no representan peligro alguno.

Durante el traslado a la prisión asturiana de Villabona, Josué no hizo sino meditar sobre las palabras de aquel tipo. Quizá tuviera razón, quizá tendría que haber liquidado a dos o tres malditos terroristas islámicos en lugar de a un chaval alocado cuyo único pecado había sido el de meterse con él. Posiblemente, de haber actuado de esa forma, hubiera salido mejor parado en el juicio.

El 25 de octubre de 2013, Darko abandonó su prisión española y pudo regresar a Prijedor, tras haber recibido la libertad condicional del tribunal que lo juzgó en La Haya. Sin embargo, en Bosnia lo aguardaban, además de su esposa y sus hijos, nuevos problemas con la justicia, pues dos años más tarde el alto tribunal de Sarajevo volvió a condenarlo a quince años más de prisión por otros asesinatos cometidos durante la guerra mientras ejerció como policía en Prijedor. Los cerdos musulmanes, así lo pensó, se estaban saliendo con la suya.

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254 s. 8 illüstrasyon
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9788418292057
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