Kitabı oku: «Consejos sobre la salud», sayfa 3

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Se necesita una obra de reforma

Vivimos en medio de una “epidemia de crímenes”, frente a la cual los hombres pensadores y temerosos de Dios se sienten horrorizados. Es indescriptible la corrupción prevaleciente. Cada día nos trae nuevas revelaciones de lu­chas políticas, cohechos y fraudes. Cada día trae su registro doloroso de violencia, anarquía, indiferencia para con los padecimientos humanos, brutalidades y muertes alevosas. Cada día confirma el aumento de la locura, los asesinatos y los suicidios. ¿Quién puede dudar de que los agentes de Satanás están obrando entre los hombres con creciente ac­tividad, para distraer y corromper la mente, manchar y des­truir el cuerpo?

Y mientras abundan estos males en el mundo, es demasiado frecuente que el evangelio se predique con tanta indiferencia que sólo hace una débil impresión en la conciencia o la con­ducta de los hombres. En todas partes hay corazones que cla­man por algo que no poseen. Suspiran por un poder que les dé dominio sobre el pecado, un poder que los libre de la escla­vitud del mal, un poder que les dé salud, vida y paz. Muchos que en otro tiempo conocieron el poder de la Palabra de Dios, han vivido en lugares donde no se reconoce a Dios y ansían la presencia divina.

El mundo necesita hoy lo que necesitaba 1.900 años atrás: una revelación de Cristo. Se requiere una gran obra de refor­ma, y sólo mediante la gracia de Cristo podrá realizarse esa obra de restauración física, mental y espiritual.–El ministerio de curación, págs. 101, 102.

El panorama 3

El mundo está desquiciado. Al observar el cuadro, el pano­rama nos parece desalentador. Pero con una seguridad llena de esperanza el Señor les da la bienvenida a los mismos hom­bres y mujeres que nos causan desalientos. Descubre en ellos cualidades que los capacitarán para ocupar un lugar en su viña. Si se disponen a aprender constantemente, los transfor­mará mediante su providencia en hombres y mujeres capaces de realizar un trabajo que no está más allá del alcance de sus posibilidades; les concederá poder de expresión mediante el impartimiento del Espíritu Santo.

Hay muchos campos áridos y no trabajados que deben ser penetrados por aspirantes. El resplandor del panorama que el Salvador observa en el mundo inspirará confianza en muchos obreros, quienes, si comienzan el trabajo hu­mildemente y se entregan a él de corazón, serán idóneos para el tiempo y el lugar. Cristo observa toda la miseria y desesperación que hay en el mundo, cuya contemplación haría que algunos de nuestros obreros de gran capacidad se inclinaran agobiados por un peso tan grande de desáni­mo, que ni siquiera sabrían cómo empezar a conducir a las personas al primer peldaño de la escalera. Sus meticulosos métodos tendrían poco valor. Sería como si se pararan sobre peldaños altos de la escalera diciendo: “Suban aquí donde estamos nosotros”. Pero las pobres almas no saben dónde colocar sus pies.

El corazón de Cristo se alegra al ver a los que son pobres en todo el sentido de la palabra; Se alegra al ver a los que son mansos, a pesar de las vejaciones; se alegra por el hambre de justicia, al parecer insatisfecha, que algunos experimen­tan por no saber cómo cambiar. Él recibe con agrado, por decirlo así, el mismísimo estado de cosas que desanimaría a muchos pastores. Reprende nuestra piedad equivocada dan­do la responsabilidad del trabajo, en favor de los pobres y necesitados de los lugares difíciles de la Tierra, a hombres y a mujeres dotados de un corazón capaz de compadecerse de los ignorantes y los que andan descarriados. El Señor ense­ña a esos obreros cómo relacionarse con aquellos a quienes desea ayudar. Se sentirán estimulados al ver que delante de ellos se abren puertas para entrar en lugares donde puedan rea­lizar trabajo médico-misionero. Puesto que poseen muy poca confianza en sí mismos, le rinden toda la gloria a Dios. Puede ser que sus manos sean ásperas e inexpertas, pero poseen un co­razón susceptible a la piedad; los embarga el ferviente deseo de hacer algo para aliviar la miseria tan abundante; y Cristo se halla presente para ayudarlos. Él obra a través de quienes disciernen misericordia en la miseria, y ganancia en la pérdida de todas las cosas. Cuando la luz del mundo pasa por algún lugar se descu­bren privilegios en todas las privaciones y aparece orden en la confusión; el éxito y la sabiduría de Dios se revelan en quienes parecían ser un fracaso.

Mis hermanos y hermanas, acérquense a la gente al prac­ticar su ministerio. Levanten a los abatidos. Consideren a las calamidades como si fueran bendiciones disfrazadas, y a las aflicciones como misericordias. Trabajen de tal manera que en el lugar de la desesperación brote la esperanza...

Dios, la fuente de sabiduría y poder

Quiero decir a cada obrero: Avance con fe humilde, y el Señor lo acompañará. Pero vele en oración. Esta es la ciencia de su trabajo. El poder es de Dios. Trabaje dependiendo de él, y recuerde que es un colaborador suyo. Él es su Ayudador. Su fuerza depende de él. Él constituirá su sabiduría, su justicia, su santificación y su redención.

Religión y salud 4

Algunos sostienen el punto de vista de que la espiritualidad es perjudicial para la salud. Esto es un engaño de Satanás. La religión de la Biblia no es perjudicial para la salud del cuerpo ni de la mente. La influencia del Espíritu de Dios es el mejor remedio para la enfermedad. El cielo es todo salud; y mientras más profundamente se experimenten las influencias celestia­les, más segura será la recuperación del inválido creyente. Los verdaderos principios del cristianismo se abren delante de to­dos como una fuente de felicidad inestimable. La religión es un manantial inagotable, en el cual el cristiano puede beber cuanto desee sin que jamás agote la fuente.

Existe una relación muy íntima entre la mente y el cuer­po. Cuando uno se ve afectado, el otro simpatiza con él. La condición de la mente afecta la salud del sistema tísico. Si la mente es libre y feliz, como resultado de una conciencia del obrar correctamente y de un sentido de satisfacción por hacer felices a otros, eso genera una alegría que producirá un efecto positivo sobre todo el sistema, hará que la sangre circule más libremente y tonificará todo el cuerpo. La bendición de Dios es un poder sanador, y los que son amplios en beneficiar a otros experimentarán esa bendición maravillosa tanto en el corazón como en la vida entera.

Cuando las personas que han gratificado sus malos hábitos y prácticas pecaminosas se someten al poder de la verdad divina, la aplicación de esas verdades al corazón aviva las facultades morales, que parecían haberse paralizado. El receptor posee un entendimiento más enérgico y claro que antes de fijar su alma a la Roca eterna. Aun su salud física mejora al establecer su se­guridad en Cristo. La bendición especial de Dios que descansa sobre el receptor es, en sí misma, salud y vigor.

Los que caminan por el sendero de la sabiduría y la san­tidad encuentran que “la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Tim. 4:8). Pueden gozar de los verdaderos placeres de la vida y no se sienten perturbados por remordimientos inútiles acerca de las horas malgastadas, ni por presentimientos tenebrosos, como sucede muy a menudo con el mundano cuando no es distraído por diversiones estimulantes. La piedad no se halla en conflicto con las leyes de la salud; más bien está en ar­monía con ella. El temor del Señor es el fundamento de toda prosperidad real.

El amor de Cristo como poder sanador

Cuando se recibe el evangelio en su pureza y poder, es un re­medio para las enfermedades originadas por el pecado. Sale el Sol de Justicia, “y en sus alas traerá salvación” (Mal. 4:2). Todo lo que el mundo proporciona no puede sanar al corazón quebrantado, ni impartir paz de mente, ni disipar las inquietudes, ni desterrar la enfermedad. La fama, el genio y el talento son impotentes para alegrar el corazón entristecido o restaurar la vida malgastada. La vida de Dios en el alma es la única esperanza del hombre.

El amor que Cristo infunde en todo nuestro ser es un po­der vitalizador. Da salud a cada una de las partes vitales: el cerebro, el corazón y los nervios. Por su medio las energías más potentes de nuestro ser se despiertan y activan. Libra al alma de culpa y tristeza, de ansiedad y congoja, que agotan las fuerzas de la vida. Con él vienen la serenidad y la compostu­ra. Implanta en el alma un gozo que nada en la Tierra puede destruir: el gozo que hay en el Espíritu Santo, un gozo que da salud y vida.–El ministerio de curación, pág. 78.

Cómo curaba Cristo 5

Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. Él era en sí mismo la salud y la fortaleza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que quienes le pedían ayuda habían atraído la enferme­dad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El evangelio todavía posee el mismo poder, y ¿por qué no ha­bríamos de presenciar hoy los mismos resultados?

Cristo siente los males de todo sufriente. Cuando los ma­los espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan deseoso de sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la Tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. Él desea ejercer a través de ellos su poder curativo.

En las formas de curar del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con barro los ojos de un ciego y le ordenó: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé... Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Juan 9:7). La curación sólo podía ser producida por el poder del gran Sanador; sin embargo, él hizo uso de los simples agentes naturales. Aunque no apoyó la medicación con drogas, aprobó el uso de remedios sencillos y naturales.

A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo les dijo: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (Juan 5:14). Así enseñó que la enfermedad es el resultado de violar las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. La gran miseria que impera en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador...

Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que de­ben observar todos los que quieran preservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con Dios para devolver la salud al cuerpo tanto como al alma.

Y debemos enseñar a otros a preservar y recobrar la salud. Para los enfermos debemos usar los remedios que Dios ha pro­visto en la naturaleza y debemos señalarles al único Ser que puede sanar. Nuestra obra consiste en presentar a los enfermos y dolientes a Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos en­señarles a creer en el gran Sanador. Debemos echar mano de su promesa y orar por la manifestación de su poder. La restau­ración es la misma esencia del evangelio, y el Salvador quiere que invitemos a los enfermos, a los desahuciados y a los afligidos a echar mano de su fortaleza.

El poder del amor estaba en todas las curaciones de Cristo, y sólo participando de ese amor por medio de la fe podemos ser instrumentos para su obra. Si dejamos de ponernos en co­nexión divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo luga­res donde el Salvador mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también ahora la incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y despojado de su gloria.

El médico cristiano como misionero 6

Los que tienen a Cristo morando en su corazón amarán a las almas por quienes él murió. Los que en verdad le aman tendrán un fervoroso deseo de hacer que su amor sea comprendido por otros.

Me entristece ver cuán pocos tienen interés real de ayu­dar a los que viven en la oscuridad. Que ningún creyente verdaderamente convertido se conforme con vivir ociosa­mente en la viña del Maestro. A Cristo le fue dado todo poder, en el cielo y en la Tierra, y él impartirá fortaleza a sus seguidores para realizar la magna tarea de acercar a los hombres a él. Él anima constantemente a sus instrumentos humanos para que realicen la obra del cielo en todo el mun­do, y les promete estar con ellos todos los días hasta el fin del mundo. Las inteligencias celestiales –que son “millones de millones” (Apoc. 5:11)– son enviadas como mensajeros al mundo para unirse con los agentes humanos en la salva­ción de las almas. ¿Por qué la fe en las grandes verdades que predicamos no enciende un fuego ardiente en el altar de nuestro corazón? ¿Por qué, me pregunto, en vista de la grandeza de esas verdades, no todos los que profesan creer en ellas se sienten inspirados con un celo misionero, un celo que debe caracterizar a todos los que trabajan juntamente con Dios?

¿Quién dirá: “Envíame a mí”?

Debe hacerse el trabajo de Cristo. Que las personas que creen en la verdad se consagren a Dios. Debería haber cientos de feligreses empeñados en la obra misionera allí donde ahora hay unos pocos. ¿Quién sentirá la importancia y la grandeza divina de la obra? ¿Quién se negará a sí mismo? Cuando el Salvador llame a los obreros, ¿quién responderá: “Heme aquí, envíame a mí” [Isa. 6:8]?

Se necesitan misioneros tanto en el propio país como en el extranjero. Existe una obra apropiada y a mano que mu­chos descuidan extrañamente. Todos los que han gustado “la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero” (Heb. 6:5) tienen un trabajo que hacer en sus propios ho­gares y entre sus vecinos. Debe proclamarse el evangelio de salvación a otros. Toda persona que ha sentido el po­der convertidor de Cristo en su corazón se transforma, en cierto sentido, en un misionero. Debe hablarse del amor de Dios a los amigos. Cada uno puede anunciar dentro de su propia iglesia lo que el Señor significa para él: su Salvador personal; este testimonio, presentado con sencillez, será de mayor provecho que el más elocuente discurso. Además hay una gran obra que hacer: tratar a los demás con justi­cia y caminar humildemente con Dios. Los que trabajan en su círculo de influencia están ganando una experiencia que los capacitará para una esfera de mayor utilidad. El trabajo misionero que se hace en el país donde uno vive prepara al cristiano para la realización de una obra mayor en el ex­tranjero.

El cuidado del enfermo

¿Cómo puede realizarse el trabajo del Señor? ¿Cómo po­dría alcanzarse a esas almas que se pierden en la medianoche de las tinieblas? Tenemos que hacerle frente al prejuicio; es difícil lidiar con una religión corrompida. Los mejores mé­todos y formas de trabajo deben considerarse con oración. Hay una forma en que muchas puertas se abrirán ante el mi­sionero. Aprenda él a trabajar inteligentemente en favor de los enfermos como enfermero o enfermera; o aprenda, como médico, a tratar las enfermedades; y si está lleno del espíritu de Cristo, ¡cuán vasto campo de servicio se abrirá delante de él!

Cristo es el Salvador del mundo. Durante su ministerio terrenal los enfermos y los afligidos fueron el objeto espe­cial de su compasión. Cuando envió a sus discípulos, los co­misionó para que sanaran al enfermo tanto como a predicar el evangelio. Cuando envió a los 70, también les ordenó que curaran a los enfermos, mientras predicaban que el reino de Dios estaba cerca. Primero debían atender la salud física, para así abrir el camino y luego la verdad llegar a su mente.

El método de evangelismo de Cristo

El Salvador dedicó más tiempo y labores a la curación de los afligidos por enfermedades que a la predicación del evan­gelio. El último encargo que les dio a los apóstoles –sus repre­sentantes en la Tierra– fue que impusieran las manos sobre los enfermos para sanarlos. Y cuando el Maestro vuelva, recom­pensará a los que hayan visitado a los enfermos y aliviado las necesidades de los afligidos.

Nuestro Salvador experimentaba una tierna simpatía por la humanidad caída y sufriente [Mat. 14:14]. Y si seremos seguidores de Cristo, también debemos cultivar la compa­sión y la simpatía. Un interés vivo por el sufrimiento de otros debe reemplazar a la indiferencia por la aflicción hu­mana. La viuda, el huérfano, el enfermo y el moribundo siempre necesitarán ayuda. Entre ellos existe una oportu­nidad para proclamar el evangelio: levantar a Jesús, espe­ranza y consolación de todos los seres humanos. Cuando el cuerpo sufriente obtiene sanidad, y se ha mostrado un interés viviente por el afligido, entonces el corazón se abre y podemos derramar el bálsamo celestial dentro de él. Si acudimos a Jesús, y obtenemos de él conocimiento, forta­leza y gracia, podremos impartir su consuelo a los demás, porque el Consolador está con nosotros.

Habrá que vérselas con una gran cantidad de prejuicios, celo falso y piedad fingida, pero tanto en el propio país como en el extranjero hay más almas que Dios ha estado preparan­do para recibir la semilla de la verdad de lo que nos podemos imaginar. Estas recibirán gozosamente el mensaje que se les presente.

No debe existir duplicidad ni doblez en la vida del obre­ro. Aunque el error es peligroso para cualquiera, aunque se cometa por equivocación, la no sinceridad en la verdad es fatal.

Trabájese con fervor y entusiasmo

No debemos ser espectadores ociosos de las escenas impre­sionantes que prepararán el camino de la segunda venida del Señor. Debemos desplegar el valor y el entusiasmo del soldado cristiano. El que no está con Cristo es su enemigo. “El que conmigo no recoge, desparrama” (Mat. 12:30). En los libros del cielo la inactividad se considera como una obra contraria al trabajo de Cristo, porque produce el mismo fruto de hostilidad abierta. Dios llama a obreros activos.

Cuanto más claramente observen nuestros ojos las maravillas del mundo futuro, más profunda será nuestra solicitud por los habitantes de este mundo. No podemos ser egoístas. Vivimos en una época especial de conflicto entre los poderes de la luz y las tinieblas. Sigamos adelante; dejemos que brille nuestra luz; difundamos sus rayos a todo el mundo. Cristo y sus mensajeros celestiales, cooperando con los agentes humanos, unirán en un todo perfecto las partes fragmentadas. Dejamos de brillar cuan­do abandonamos nuestro puesto y no demostramos interés por los demás, porque nos gusta la comodidad y preferimos no inco­modarnos. Si nos portamos de esta manera, ¡qué tremenda será la culpa y cuán terribles las consecuencias!

Algunas personas deben prepararse para llegar a ser médi­cos y enfermeras misioneros cristianos. Las puertas se abrirán y estos fieles hijos de Dios podrán trabajar entre las clases altas y las bajas. Toda influencia que podamos tener debe consagrar­se a esta tarea. De la obra misionera que se realice aquí debe surgir una cadena de luces ardientes y vivientes que circun­den la Tierra; toda voz e influencia debe hacerse eco de: “El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga: y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apoc. 22:17).

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