Kitabı oku: «Consejos sobre la salud», sayfa 9

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Poder de la voluntad

No se valora debidamente el poder de la voluntad. Mantengan despierta y encaminada con acierto la voluntad, e impartirá energía a todo el ser y se constituirá en una ayuda admirable para la conservación de la salud. La voluntad tam­bién es poderosa en el tratamiento de las enfermedades. Si se la emplea debidamente, podrá gobernar la imaginación y ser un medio potentísimo para resistir y vencer la enfermedad de la mente y del cuerpo. Al ejercitar la fuerza de voluntad para ponerse en armonía con las leyes de la vida, los pacien­tes pueden cooperar en gran manera con los esfuerzos del médico para su restablecimiento. Son miles los que pueden recuperar la salud si quieren. El Señor no desea que estén enfermos, sino que estén sanos y sean felices, y ellos mismos deberían decidirse a estar bien. Muchas veces los enfermizos pueden resistir a la enfermedad negándose sencillamente a rendirse al dolor y a permanecer inactivos. Sobrepónganse a sus dolencias y emprendan alguna ocupación provechosa adecuada a sus fuerzas. Mediante esta ocupación y el libre uso de aire y sol, muchos enfermos macilentos podrían recu­perar salud y fuerza.–El ministerio de curación, págs. 189, 190 (1905).

Debidamente ocupados

La inactividad es la mayor maldición que pueda caer so­bre la mayoría de los inválidos. Una leve ocupación en traba­jo provechoso que no recargue la mente ni el cuerpo, influye favorablemente en ambos. Fortalece los músculos, mejora la circulación y le da al inválido la satisfacción de saber que no es del todo inútil en este mundo tan atareado. Poca cosa podrá hacer al principio; pero pronto sentirá crecer sus fuerzas, y au­mentará la cantidad de trabajo que produzca.–El ministerio de curación, pág. 183 (1905).

Control de la imaginación 24

En la creación el Señor concibió que el hombre fuera activo y útil. No obstante, muchos viven en este mundo como máquinas inútiles, como si apenas existieran. No iluminan el camino de na­die ni son una bendición para nadie. Viven sólo para ser una carga para los demás. Son nulos en cuanto a su influencia en favor del bien; pero tienen peso en favor del mal. Observen de cerca la vida de esas personas y apenas encontrarán algún acto de benevolen­cia desinteresada. Cuando mueren, su recuerdo muere con ellos. Su nombre pronto perece, por cuanto no pueden vivir ni aun en el afecto de sus amigos por medio de una bondad sincera y ac­tos virtuosos. Para esas personas la vida ha sido un error. No han sido mayordomos fieles. Olvidaron que su Creador tiene derechos sobre ellos, y que desea que sean activos en hacer el bien y en bendecir a otros con su Influencia. Los intereses egoístas atraen la mente y llevan a olvidarse de Dios y del propósito de su Creador.

Todos los que profesan ser seguidores de Jesús debieran considerar que tienen el deber de preservar su cuerpo en el mejor estado de salud, con el fin de que su mente pueda estar lúcida para comprender las cosas celestiales. Es necesario con­trolar la mente porque tiene una influencia muy poderosa sobre la salud. La imaginación con frecuencia engaña y, cuando se la complace, acarrea serias enfermedades. Muchos mueren de enfermedades mayormente imaginarias. Conocí a varios que se han acarreado enfermedades reales por la influencia de la imaginación...

Algunos temen tanto al aire que envuelven su cabeza y cuerpo de modo que llegan a parecer momias. Permanecen sentados a la casa, generalmente inactivos, temiendo agotarse y enfermarse si hacen ejercicio, ya sea en el interior o al aire libre. Podrían hacer ejercicio al aire libre en los días agrada­bles, si sólo pensaran así. La continua inactividad es una de las mayores causas de debilidad del cuerpo y la mente. Muchos de los que están enfermos debieran gozar de buena salud, y poseer así una de las bendiciones más ricas que podrían disfrutar.

Se me ha mostrado que muchos que aparentemente son débiles, y siempre quejosos, no están tan mal como ellos se imaginan. Algunos de éstos tienen una voluntad fuerte, que ejercida correctamente, sería un potente medio para controlar la imaginación y así resistir la enfermedad. Pero con demasia­da frecuencia la voluntad se ejercita de un modo equivocado y obstinadamente se niega a entrar en razón. Esa voluntad ha decidido el asunto; son inválidos, y quieren recibir la atención que se presta a los inválidos, sin considerar la opinión de los demás.

Se me ha mostrado a madres que son gobernadas por una imaginación enferma, cuya influencia sienten el esposo y los hijos. Deben mantener las ventanas cerradas porque a la madre le molesta el aire. Si ella siente frío, y se abriga, piensa que sus niños deben ser tratados de igual modo, y así roba el vigor físico a toda la familia. Todos quedan afectados por una mente, perjudicados física y mentalmente por la imaginación enferma de una mujer que se considera a sí misma la norma para toda la familia. El cuerpo se viste de acuerdo con los caprichos de una imaginación enferma y se lo sofoca bajo una cantidad de abrigo que debilita el organismo. La piel no puede cumplir su función: el hábito de evitar el aire y el ejercicio cierra los poros, los pequeños orificios por los cuales el cuerpo respira, e imposibilita la expulsión de las impurezas a través de ese ca­nal. El peso de esta labor recae sobre el hígado, los pulmones, los riñones, etc., y esos órganos internos se ven obligados a hacer el trabajo de la piel.

Así las personas se acarrean enfermedades por causa de sus hábitos equivocados; a pesar de la luz y el conocimiento, insis­ten en su proceder. Razonan del siguiente modo: “¿No hemos probado? Y ¿no entendemos por experiencia el asunto?” Pero la experiencia de una persona cuya imaginación está errada no debiera tener mucho valor para nadie.

La estación que más debiera temer el que se allega a estos inválidos es el invierno. Es por cierto invierno, no sólo afuera sino en el interior, para los que se ven obligados a vivir en la misma casa y dormir en la misma habitación. Estas vícti­mas de una imaginación enfermiza se encierran en el interior y cierran las ventanas, porque el aire afecta sus pulmones y su cabeza. Su imaginación es activa; esperan pasar frío y por eso pasan frío. No hay modo de hacerles entender que no comprenden el principio que rige estos casos. Objetan: “¿No lo hemos comprobado?”. Es verdad que han compro­bado un aspecto de la cuestión –al insistir en su proceder–, y es verdad que pasan frío si se exponen en lo más mínimo. Son tiernos como bebés, y no pueden soportar nada. Sin em­bargo siguen viviendo, continúan cerrando las ventanas y las puertas, y manteniéndose cerca de la estufa, disfrutando de su desgracia. Por cierto, han comprobado que su proceder no les ha hecho bien sino que ha aumentado sus dificultades. ¿Por qué esas personas no permiten que la razón influya en su juicio y controle la imaginación? ¿Por qué no probar ahora un procedimiento opuesto, y de un modo razonable obtener ejercicio y aire afuera, en lugar de permanecer en la casa día tras día, más bien como un manojo de mercancías que como un ser activo?

Moderación en el trabajo

Hay muchos que para ganar más dinero arreglan sus nego­cios de tal manera que mantienen constantemente ocupados a los que trabajan al aire libre y a los miembros de su familia en sus propios hogares. Sobrecargan los huesos, los múscu­los y el cerebro hasta el extremo; se mantienen archiocupa­dos con el pretexto de que tienen que realizar todo lo que pueden, porque si no lo hacen algo se perderá y eso significa un despilfarro. Creen que todo debe ahorrarse, sin importar­les los resultados.

¿Qué habrán ganado esas personas? Tal vez puedan mantener su capital, o logren aumentarlo. Pero, si consideramos el asunto desde otro punto de vista, ¿qué han perdido con esto? El capital de la salud, que es de un valor incalculable tanto para el rico como para el pobre, se ha ido perdiendo imperceptiblemente. A menudo las madres y los hijos toman prestado de los fondos de la salud, pensando que ese capital no se agotará jamás; pero para sorpresa suya se dan cuenta de que, con el correr del tiempo, el vigor de su vida ha disminuido hasta agotarse. A esas personas no les queda reserva alguna para un caso de emergencia. La dul­zura y la felicidad de la vida se ven amargadas por los dolores insoportables y las noches de insomnio. Desaparecen la fortaleza física y el vigor mental. El marido y padre que, por amor a las ga­nancias, hizo un arreglo insensato de sus negocios, aunque fuera con el consentimiento de la esposa, corre el riesgo de tener que sepultar a la esposa, y a uno o más de sus hijos, como resultado de su comportamiento. Se ha sacrificado la salud y la vida misma por el amor al dinero [1 Tim. 6:10].–Testimonios para la iglesia, t. 1, págs. 420, 421 (1865).

Temperancia en el trabajo 25

Por todas partes se ve la intemperancia en el comer, el be­ber, el trabajar y casi cualquier cosa. Las personas que se es­fuerzan por realizar una gran cantidad de trabajo en un tiempo limitado y continúan trabajando cuando su mejor criterio les indica que deben descansar, nunca son ganadoras. Viven con capital prestado; gastan en el presente las fuerzas vitales que necesitarán en el futuro. Y cuando quieran echar mano de la energía que gastaron tan irresponsablemente, fracasarán en su intento porque no la hallarán. La fuerza física ha desaparecido y ya no existen energías mentales. Entonces se dan cuenta de su pérdida, aunque no comprenden su verdadera naturaleza. Ha llegado el momento de necesidad, pero sus fuerzas vitales se han agotado. Todo el que viola las leyes de la salud, tarde o temprano experimentará sufrimientos en mayor o menor gra­do. Dios ha dotado a nuestras constituciones con energías que necesitaremos en diversos períodos de nuestra vida. Pero si las agotamos imprudentemente en los excesos de nuestro trabajo, el tiempo nos declarará perdedores. Nuestra utilidad disminui­rá y nuestra vida misma correrá el peligro de destruirse.

Como norma, el trabajo del día no debe extenderse hasta las horas de la noche Si se trabaja a conciencia durante todo el día, el trabajo extra que se haga en la noche constituirá una carga adicional impuesta al organismo y por la cual se pagará las consecuencias. Se me ha mostrado que los que se compor­tan a menudo de esta manera pierden más de lo que ganan, porque agotan sus energías y trabajan a partir de nervios so­breexitados. Tal vez no se percaten de consecuencias negativas inmediatas, pero con toda seguridad están menoscabando su organismo.

Que los padres dediquen las noches a sus familias. Dejen en el trabajo sus preocupaciones y perplejidades. Al padre de familia le sería muy provechoso establecer la regla de no me­noscabar la felicidad familiar por traer a casa los problemas del trabajo para enfadarse y preocuparse por ellos. Es cierto que a veces puede necesitar el consejo de su esposa con re­ferencia a problemas difíciles, y que ambos obtengan alivio de sus perplejidades al buscar unidos la sabiduría divina; pero cuando se mantiene la mente en constante tensión debido a asuntos de negocio, se perjudicará la salud tanto del cuerpo como de la mente.

Procuremos que las noches sean tan dichosas como sea po­sible. Hagamos del hogar un sitio donde moren la alegría, la cortesía y el amor. De este modo se transformará en un lugar atractivo para los niños. Pero si los padres se mantienen en constantes problemas, y se muestran irritables y criticones, los niños adoptarán el mismo espíritu de desconformidad y contienda, y el hogar llegará a ser el sitio más miserable de la Tierra. Entonces los niños experimentarán mayor placer entre los extraños, en malas compañías o la calle, que en el hogar. Se podría evitar todo esto si se practicara la temperancia en todas las cosas y se cultivara la paciencia. La práctica de la autodisciplina por parte de todos los miembros de la familia transformará el hogar en un verdadero paraíso. Procuremos que los cuartos sean tan alegres como se pueda, y que los niños encuentren que el hogar es el sitio más atractivo de la Tierra. Rodeémoslos de una influencia tan hermosa que no se interesen por buscar la compañía de la calle y que no piensen en los antros del vicio sino con horror. Si la vida hogareña es lo que debiera ser, los hábitos allí formados constituirán una poderosa barrera contra los asaltos de la tentación cuando el joven tenga que abandonar el refugio del hogar paterno.

Orden y limpieza 26

El orden es la primera ley del cielo, y el Señor desea que su pueblo revele en sus hogares el orden y la armonía que prevalecen en las cortes celestiales. La verdad nunca posa sus delicados pies en un camino de suciedad o impureza. La verdad no produce hombres o mujeres rudos y desordenados. Eleva a todos los que la aceptan a un nivel superior. Bajo la influencia de Cristo se lleva a cabo una obra de constante pulimento.

A los ejércitos de Israel les fueron dadas instrucciones espe­ciales acerca de la limpieza y el orden que debían caracterizar todas las cosas, dentro de sus carpas y alrededor del campa­mento, para que el ángel del Señor al pasar por el campamento no viera sus inmundicias. ¿Acaso el Señor prestaría atención a esos pequeños detalles? Ciertamente; porque el registro decla­ra que no fuera que al ver inmundicia, él no pudiera acompa­ñarlos al campo de batalla.

Aquel que se preocupó tanto para que los hijos de Israel cul­tivaran hábitos de limpieza no aprobará ninguna suciedad en los hogares de su pueblo en la actualidad. Dios desaprueba la su­ciedad de cualquier clase. ¿Cómo podemos invitarlo a nuestros hogares a menos que todo esté ordenado, limpio y puro?

Una señal externa de pureza interior

Debiera enseñarse a los creyentes que aunque sean po­bres no deben ser sucios en su apariencia personal ni en sus hogares. Debe ayudarse a los que aparentan no compren­der el significado ni la importancia de la limpieza. Hay que enseñarles que quienes representan al Dios alto y sublime deben mantener su alma pura y limpia, y que esta pureza debe extenderse a su forma de vestir y todo lo concerniente a su hogar, de tal manera que los ángeles ministradores vean las evidencias de que la verdad ha operado un cambio en su vida, purificando el alma y refinando los gustos. Después de haber recibido la verdad, los que no cambian su forma de expresarse, o su atuendo o su conducta, viven para sí mis­mos, no para Cristo. No han sido creados de nuevo en Cristo Jesús, tanto para purificación como para santidad.

Algunos son muy descuidados en su apariencia. Necesitan ser guiados por el Espíritu Santo en su preparación para un cielo puro y santo. Dios instruyó a los hijos de Israel que cuando vinieran al monte a escuchar la proclamación de la ley debían hacerlo con cuerpos y ropas limpios. Hoy día su pueblo debe honrarlo con hábitos de pulcritud y escrupulosa pureza.

Los cristianos serán juzgados por sus frutos. El verda­dero hijo de Dios será ordenado y limpio. Si bien debemos evitar la ostentación y los adornos innecesarios, de ninguna manera hemos de ser descuidados e indiferentes tocante a nuestra apariencia externa. Todo lo concerniente a nuestras personas y hogares debe ser ordenado y atractivo. Debe enseñársele a la juventud la importancia de presentar una apariencia irreprochable, una apariencia que honre a Dios y la verdad.

El ejemplo de la madre

El vestido de la madre debe ser sencillo, pero aseado y de buen gusto. La madre que viste ropas rasgadas y desaseadas, que piensa que cualquier vestido es apropiado para el hogar, sin importarle cuán sucio o descuidado esté, da a sus hijos un ejemplo que los hará ser desaliñados. Y sobre todo, perderá su influencia sobre ellos. Sus hijos no pueden evitar notar la dife­rencia entre ella y quienes visten apropiadamente; y su respeto por ella se debilita. Madres, háganse atractivas, sin necesidad de usar atuendos elaborados sino vestidos apropiados y que les queden bien. Dejen que su apariencia enseñe una lección de buen gusto. Ustedes no deben perder el respeto de sus hijos.

A los niños se les deben enseñar lecciones de pureza des­de su infancia. A temprana edad las madres deben empezar a llenar la mente de sus hijos con pensamientos puros y san­tos. Y una manera efectiva de hacerlo es manteniendo limpio y puro todo lo que hay alrededor de ellos. Madres, si ustedes desean que los pensamientos de sus hijos sean puros, dejen que el ambiente que los rodea sea limpio. Permitan que sus recámaras se mantengan escrupulosamente ordenadas y lim­pias. Enséñenles a cuidar su ropa. Cada niño debiera tener un lugar propio donde guardar su ropa. Pocos padres son tan pobres que no puedan proveer una caja grande para este fin, que puede acondicionarse con gavetas y cubrirse atractiva­mente.

Enséñense verdades espirituales

Para enseñar a los niños hábitos de orden se necesitará ocu­par un poco de tiempo cada día; pero éste no es tiempo perdi­do. En el futuro la madre verá recompensados con creces sus esfuerzos.

Hay que asegurarse que los niños tomen un baño diario y luego frotar su cuerpo vigorosamente hasta que parezca relucir. Dígaseles que a Dios no le gusta ver a sus hijos con cuerpos sucios y ropas raídas. Luego hábleseles de la pureza interior. Haga la madre un esfuerzo constante por elevar y ennoblecer a sus hijos.

Vivimos en los últimos días. Pronto Cristo vendrá para lle­var a su pueblo a las mansiones que está preparando para ellos. Pero en esas mansiones no puede entrar nada que contamine. El cielo es puro y santo, y los que pasen por las puertas de la ciudad de Dios deben revestirse aquí de pureza interior y ex­terior.

Baños frecuentes

Las personas saludables no deberían por ningún motivo des­cuidar el baño personal. Deben bañarse por lo menos dos veces por semana. Los enfermos tienen impurezas en la sangre y su piel no es saludable. La multitud de poros de la piel, a través de los cuales el cuerpo respira, se tapan y se llenan de desperdicios. La piel necesita ser limpiada cuidadosa y cabalmente con el fin de que los poros cumplan su función de librar al cuerpo de im­purezas. Por esta razón las personas enfermas necesitan las ven­tajas y bendiciones del baño, al menos dos veces por semana, y en algunos casos es necesario hacerlo más frecuentemente. Ya sea que la persona esté enferma o sana, la respiración será más fácil si se practica el baño. Gracias a él los músculos se vuelven más flexibles, se vigorizan la mente y el cuerpo, el intelecto se aviva y se despierta cada facultad. El baño relaja los nervios, promueve la transpiración general, acelera la circulación, ayuda a librar de obstrucciones el organismo, y actúa beneficiosamente sobre los riñones y el sistema urinario. El baño también forta­lece las funciones de los intestinos, el estómago y el hígado, dando energía y nueva vida a cada uno de ellos. También pro­mueve la digestión y, en vez de debilitar el sistema, lo vigoriza. En lugar de aumentar la sensibilidad al frío, un baño tomado apropiadamente fortalece al cuerpo contra el frío porque mejora la circulación; y los órganos internos, que a veces están conges­tionados, experimentan alivio porque la sangre afluye a la superficie, produciéndose así una circulación más regular a través de todos los vasos sanguíneos.–Testimonios para la iglesia, t. 3, págs. 80, 81 (1871).

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