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La muerte en la poesía de Xavier Villaurrutia

Muchos críticos y poetas, nacionales y extranjeros, se han ocupado de la poesía de Xavier Villaurrutia. Han hecho notar, sobre todo, su rigor, su disciplina, su limpieza, su profundidad y sus influencias. Entre el grupo de Contemporáneos del que este poeta formó parte, es indudable que fue uno de los más representativos. Su obra poética, aunque no muy abundante, tiene un sello muy personal y nos hace convencernos de que a pesar de sus otras actividades literarias (teatro, crítica) él fue esencialmente un poeta. A diez años de distancia de su muerte su obra crece y las nuevas generaciones, más y más, admiran su mensaje y su maestría, tratando de tomar ejemplo en la tenaz participación de la inteligencia que hizo que cada uno de sus poemas fuera un acto medido y pensado, y no un caprichoso fluir de lo que antiguamente se ha llamado inspiración. Este poeta mexicano nos enseñó que cada poema debe ser un verdadero acto de conciencia. Lo que más distingue a su poesía de la de los demás poetas de su época, es su preocupación por la muerte. No hay palabra que use sin imponerle una tarea mortal. A cada verso le infunde una temperatura helada. Nada es inmóvil en todo lo que escribe porque todo padece un continuado escalofrío.

La fuerza de su poesía está en la constante estructuración de su propia muerte. El poeta vive muriendo por sentir cómo, minuto por minuto, su muerte crece dentro de él mismo, con la fuerza de un fuego frío que busca desbordarse. Para él la vida es un indivisible cauce de pulsos que trabajan en la construcción de su salida. Se siente habitado por un ángel mortal que dirige sus pasos y, todo goce o dolor, lo piensa y lo traduce como una célula más en el fantasma voraz que teme y que desea. Desde uno de sus poemas iniciales. «Ya mi súplica es llanto», deja asomar su nostalgia mortal que después será el principal móvil de su poesía.

Yo soy un deseo, Señor

ya lo diga mi voz, ya mi concreto

silencio, ya mi supremo llanto

en el supremo dolor,

no soy sino un deseo,

Señor.

Sólo en este poema y en «Estancias nocturnas» se le escucha implorar a Dios. También en uno de sus últimos poemas: «Soneto del temor a Dios». Después de esto, aunque creyente, ya no vuelve a implorar sino a su muerte, pero ya con un amor pagano, suicida… Suple todo misticismo a la Divinidad con la ardorosa pasión de su búsqueda mortal. Podríamos afirmar que cada poeta tiene su manera personal de sentir su muerte. Santa Teresa, Quevedo, López Velarde y Supervielle (de este último es de quien Villaurrutia tuvo mayores influencias) la amaron, la temieron o la expresaron de distinto modo. En cambio, este poeta mexicano la fue labrando como Rilke, de sí mismo, como elaborada por sus propias manos, como fruto irremediable de su existencia y nos la canta con la intensa ebullición de su agonía.

En el prólogo de sus obras completas, que publicó el Fondo de Cultura Económica en la colección Letras Mexicanas, el poeta Alí Chumacero afirma: «Sin embargo, es preciso decir que, entre bromas y veras, se nota cómo, desde sus incipientes ensayos líricos, Villaurrutia se planteó un pretexto que sería el predominante: la muerte». Yo no creo que el símbolo de la muerte haya sido en este poeta un pretexto, sino una verdad intrínseca a su temperamento. El amor, el temor y el deseo que él padecía por la muerte no era de ninguna manera artificial, sino derivación de una sensibilidad atormentada que, a fuerza de consentir un frío autoanálisis en propia carne, llegó a crear en sí mismo el goce de una obsesión indominable. El desequilibrio en el poeta es su estado normal, de lo contrario sería inmóvil e indiferente a todo lo que lo rodea. Su poder no está en el ver la verdad que todos ven, sino en crear la verdad que él quiere que vean. Por eso el poema no es por el poder de su verdad sino por la verdad de su mentira que, en suma, denuncia el tentaleo de un hombre desesperado y rebelde, que lucha contra el misterio para arrancarle la careta de mentira con que nos anonada y nos castiga. ¿Qué es lo desconocido sino una mentira que puede volverse verdad? El poeta miente, sí, pero para decir su verdad, y si proclama que el silencio habla es porque él ha escuchado y entendido su lenguaje. El poeta es un loco, sí, un loco que comprende más que los cuerdos.

Villaurrutia fue un hombre que habitaba en la percepción de su fuga y no sobre la tierra. Nunca pudo olvidar que estaba en un viaje y que su vida era un partir y partir en un derrumbe universal que su pensar estimulaba. Entre zozobra y esperanza disfrutaba de su existencia que sólo era una continuada búsqueda desesperada.

¿Y quién entre las sombras de una calle desierta,

en el muro, lívido espejo de soledad,

no se ha visto pasar o venir a su encuentro

y no ha sentido miedo, angustia, duda mortal?

No hay un poema de Xavier Villaurrutia que no esté transido de un hálito fúnebre, de una espera trágica. Hasta el amor, la pasión, el goce sexual o el paisaje, los unge en no sé qué sabor de muerte que ya no son lo que son, sino espasmos nocturnos que llegan y huyen, que huyen y llegan, como rostros sin facciones que miran a través de lo oscuro con una fuerza agresiva, acariciante y esperanzada.

¡Todo!

circula en cada rama

del árbol de mis venas,

acaricia mis muslos,

inunda mis oídos,

vive en mis ojos muertos,

muere en mis labios duros.

Es una posesión sensual, sexual, física, espiritual y mística la que con obsesiva avidez descubre y exalta en todo lo que ve, lo que no ve o lo que adivina. Ama y defiende ardientemente a su muerte con el temor de no alcanzarla, y con el temor, también, de hacerla suya.

sin respirar siquiera para que nada turbe mi muerte

en esta soledad sin paredes.

A todas las palabras con que construye sus poemas, las hace que olviden su verdadero significado para imponerles un clima mortal. A la misma palabra «fuego» que extiende su poder quemante, la deshace de su poder y la transforma en un inofensivo enjambre de fuegos fatuos. Hielo, temblor, ceniza, niebla, sombra, sepulcro, espejo, sueño, miedo, duda y humo, son el material con que entreteje colores e incolores para darnos la exacta imagen de su muerte viva.

dudo sin responder

a la muda pregunta con un grito

por temor de saber que ya no existo.

El poeta, al sentirse perecedero, se excita y se duele dudando si su vida será la realidad de su muerte, o si su muerte será su verdadera vida. Un constante desconcierto lo hace perder la certidumbre de ser, y llega a pensar en que quizá él sea solamente la ajena fuerza de otras vidas.

Muda telegrafía a la que nadie responde

porque el sueño y la muerte nada tienen ya que decirse.

Xavier Villaurrutia amaba las sombras. Es en ellas en donde cosechaba sus mejores visiones. Aleccionó sus sentidos y debajo de la oscuridad y de sus párpados pudo, exactamente, percibir y dibujar las palpitantes líneas de las múltiples presencias que con atracción hambrienta lo cercaban.

Porque vida silencio piel y boca

y soledad recuerdo cielo y humo

nada son sino sombras de palabras

que nos salen al paso de la noche.

El poeta juzga su existencia como un naufragio invisible y se goza en la reflexión de que es de él mismo de donde va naciendo y creciendo su muerte. Todas sus horas no son sino un diálogo continuado con la marea de asomos, ecos y acechos que sin caras lo circundan. Nunca se siente que camina solo y, ya sea en el muro, en el horizonte o en el silencio, siempre percibe otra voz quemadura, otra voz quema y dura que agresivamente lo envuelve y lo enamora. Sus reacciones oscilan del amor al temor, del deseo a la repulsión, y es así que pasa los días y las noches clamando y huyendo, alcanzando y escondiéndose de una muerte que ya ha dejado se haga nudo en sus entrañas.

Miedo de no ser nada más que un girón de sueño

de alguien —¿de Dios?— que sueña en este mundo amargo.

Miedo de que despierte ese alguien —¿Dios?— el dueño

de un sueño cada vez más profundo y más largo.

[…]

¡Seré polvo en el polvo y olvido en el olvido!

Pero alguien, en la angustia de una noche vacía,

sin saberlo él, ni yo, alguien que no ha nacido

dirá con mis palabras su nocturna agonía.

Es increíble cómo Villaurrutia se siente trascendido por su muerte. Toda emoción la vincula a ella y, hasta en los instantes de deleite junto al cuerpo amado, mide y capta la fuga del tiempo que, más y más, lo acerca hacia la fúnebre quietud de la carne. Con curiosa inteligencia suma y resta la inevitable marcha en el esférico camino que lentamente sabe devorarnos. Pocos poetas han saboreado el lento y amargo goce de morir a pausas.

Cuando cierro los ojos pensando inútilmente

que así estaré más lejos

de aquí, de mí, de todo

aquello que me acusa de no ser más que un muerto

[…]

Siento que estoy viviendo aquí mi muerte,

mi sola muerte presente,

mi muerte que no puedo compartir ni llorar,

mi muerte de que no me consolaré jamás.

[…]

El miedo de no ser sino un cuerpo vacío

que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar,

y la angustia de verse fuera de sí, viviendo,

y la duda de ser o no ser realidad.

Es, en su Décima muerte, donde en diez décimas acendró con inteligente esmero toda la percepción de su muerte. Cada una de ellas es como la perfecta faceta de un diamante que, al beber la luz, la devuelve transformada en la palpitación de una sola llama alcanforada y fría. Todo el poema es como el agua que, al volverse rocío, ya no es agua, sino la redondez transparente de una gota adherida al cáliz de una rosa, que resiste y refleja en su entraña la síntesis de todo el universo.

este caer sin llegar

es la angustia de pensar

que puesto que muero existo.

[…]

¿No serás, Muerte; en mi vida,

agua, fuego, polvo y viento?

[…]

pueda, sin sombra de sueño,

saber que de ti me adueño,

sentir que muero despierto.

[…]

Y será posible, acaso,

vivir después de haber muerto.

[…]

¿qué será, Muerte, de ti

cuando al salir yo del mundo,

deshecho el nudo profundo,

tengas que salir de mí?

[…]

si en vista de tu tardanza

para llenar mi esperanza

¡no hay hora en que yo me muera!

Entre sus últimos poemas, hay un «Epitafio» en que resume toda su fe en el morir. Hay en él todo el fuego de un presentimiento. Es una cuarteta que al leerla se hunde indoloramente en la carne como un delgado y filoso escalofrío.

Duerme aquí silencioso e ignorado

el que en vida vivió una y mil muertes.

Nada quieras saber de mi pasado.

Despertar es morir. ¡No me despiertes!

La Capilla. Revista del Taller de Literatura Elías Nandino, Guadalajara, Jalisco, núm. 3, octubre, 1982, pp. 16-20.

Xavier Villaurrutia Nostalgia de la muerte

En diecinueve nocturnos poemas encierra el autor una esencia de muerte en vida. La muerte, siempre la muerte, llena su esperanza, ¿no será el temor a ella lo que hace que la invoque tan amiga? Muchas veces, meditando sus poemas, yo he creído que nos habla de otra muerte, de alguna que el poeta ha inventado, cuajada de rosas congeladas y de senos de metales opacos; porque la muerte, en su poesía, no es la que nos infunde temor, sino la que nos invita a gozar instantes en coloquio amoroso.

¿Han visto los toros de la sierra plenamente nevada? ¿Han temblado de emoción al contemplar los bosques vestidos con blancos trajes nupciales? Eso es la poesía de Villaurrutia, y la muerte helada y aparente de las selvas, es como el trance de muerte en la que él mismo se goza. Gusta vencer el fuego con el hielo y en esa reacción genera su elán poético y su voz inconfundible.

Su técnica poética, medida en balanza de razón, lo hace templar, pulir y decantar hasta el sacrificio todo su material instructivo y es por eso que nos entrega versos que por su transparencia son, a veces, casi invisibles. Es un poeta químico que conoce las dosis exactas de cada sustancia para producir el poema que busca.

El esmero, la inteligencia para enhebrar sus voces, la exagerada filtración que les impone y el injerto de ingeniosos juegos de palabras, hacen, muchas veces, que su poesía padezca cierto artificio, pero es entonces cuando él recurre a una buscada refrigeración de conjunto para hacernos sentir la semblanza de la muerte y con un oportuno calosfrío hacer temblar los hilos de los nervios. Ya alguna vez, hablando de su poesía, dije: «¿acaso el hielo con la fuerza de su frío no quema tanto como el fuego? El tacto sufre tanto como la llama, como el hielo.

Xavier Villaurrutia escribe con el cerebro sufriendo y no con el corazón sangrando. Disciplina su angustia para salvarla del grito y ajustarla a la pura voz. Reflexiona la emoción y la sujeta al dibujo y a la medida. Anula todos los colores para pintar todo con el solo color de la nieve. Se vuelve sordo al sonido para escuchar el silencio y así, como de materias incorpóreas y de transparencias unidas, hace sus poemas.

¿La poesía de Villaurrutia es sensual? Yo me atrevería a sugerirlo. Los cuerpos fríos en relación con los seres vivos despiertan reacciones de calor. Los seres de naturaleza helada exacerban el amor de los seres ardientes. Es bajo el hielo donde forman sus casas los exploradores polares para aprovechar el calor de las entrañas del hielo y guarecerse del viento y del frío. ¿Por qué de los helados poemas de un poeta polar no había de nacer la sensación ardiente que conmueva la carne? La poesía sensual pura sensualiza por contagio; la poesía de Villaurrutia por reacción contraria. El roce del hielo produce una vasoconstricción periférica que desvía la sangre ardiente a los mundos sumergidos golpeados por la sangre donde se inicia el demonio del sexo.

Viva llama de fuego helado, tránsito de espejos infinitos, calles de soledades nevadas, calosfríos filosos sin descanso, agonía inmóvil, dolor del pensamiento, eso es toda la poesía de Xavier Villaurrutia, que pesca su muerte, para gozarla, de sus propios mares submarinos y de su «sábana nieve de hospital invierno».

Letras de México; núm. 30, México, DF, 1 de agosto, 1938, p. 7.

Textos autobiográficos
Cuando los poetas nos volvimos cancioneros

En noviembre de 1929 regresé de los Estados Unidos de Norteamérica. Fui a hacer mi tesis en un hospital y volví a fin de preparar mi examen final para titularme de médico cirujano. Al volver me instalé en la misma casa de asistencia donde antes vivía. Era una casa antigua, enorme, situada en las calles de Guatemala, exactamente enfrente de donde ahora se están haciendo excavaciones para desenterrar la Plaza Mayor y los templos aztecas. Esa casa en la que vivimos gran parte del tiempo durante nuestro estudiantado y yo hasta después de dos años de recibirme, la bautizamos con el nombre de «La Casa de la Troya», título de una novela muy en boga, editada en España, cuyo autor no recuerdo de momento, y que describe precisamente una casa de asistencia con toda la vida alegre, pícara y alucinada del grupo de estudiantes que en ella se hospedaban.

Nuestra casa de asistencia era propiedad de una gran señora, Guadalupe Vallejo de Navarro, esposa del doctor Manuel Navarro, que tenía tres hermosas hijas y dos simpáticos muchachos. En la parte de enfrente de la casa vivían ellos y en la casa de atrás, dividida por la escalera que servía a ambas, vivíamos los asistidos: dos señoritas maduras, solteras, y diez o doce estudiantes, inclusive Roberto Rivera, condiscípulo mío, y sus hermanas, todos sobrinos carnales de la dueña de la casa.

Describir cómo vivíamos sería imposible. Nos trataban con verdadera familiaridad y cariño. Éramos libres, comíamos hasta hartarnos. Además, si no teníamos para pagar la mesada, nos esperaba la señora y hasta nos prestaba dinero.

Todos comíamos juntos en un comedor muy grande con mesas separadas, siendo la mayor para la familia propietaria, pero eso sí, después de la cena, se levantaba el doctor y la señora y la familia se iba a su casa habitación y nos dejaban. Quizás querían evitar cohibirnos o evitar a sus hijos la contaminación de la muchachez indómita de todos nosotros, porque realmente todos los demás que vivíamos allí, éramos verdaderos demonios.

En esa casa vivíamos la familia Rivera, todos alegres y jaladores, Gabriel Ruiz, Jorge Piñó Sandoval; y nos visitaban sinnúmero de estudiantes, y a nosotros, es decir, a mí por principio y a Roberto Rivera y después a Gabriel Ruiz, que tocaba el piano maravillosamente y estudiaba en el Conservatorio de Música, los que formaban apenas un grupo sin grupo: Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Gilberto Owen y Roberto Montenegro, en cuyo estudio nos reuníamos también muchas veces y tratamos a Moisés Sáenz, al Doctor Atl, Diego Rivera, Jorge Enciso, María Izquierdo, Dolores Álvarez Bravo… y seguiría una lista interminable.

En Guatemala 44, que ya no existe y no se atina el sitio exacto donde estuvo, fue donde Gabriel Ruiz comenzó a inventar sus melodías, en donde yo fui el primero que les puso letra; después de nuestro grupo, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia mayormente, Salvador Novo y yo, con más número, por el trato continuo con el compositor, pues vivíamos pared de por medio.

Así fue pues como Gabriel, con gran tino, consiguió unir su creación magistral y romántica con bellas letras de los entonces jóvenes poetas más notables.

Proceso. Semanario de Información y Análisis, núm. 209, México, DF, 3 de noviembre, 1980, p. 44.

Mi relación con los Contemporáneos

Los conocí en 1923 y los traté desde entonces hasta la muerte de cada uno, excepto Novo, Torres Bodet y Carlos Pellicer, que murieron cuando yo había regresado ya a mi tierra natal, Cocula, Jalisco.

Con amistad y confianza tuve trato con Xavier Villaurrutia principalmente, con Novo, Gilberto Owen, Jorge Cuesta. Con los demás, mi trato fue menor, con excepción de Pepe Gorostiza, y se redujo a las actividades literarias a que concurríamos juntos: teatros, exposiciones, conferencias, banquetes y a las lecturas que con frecuencia hacíamos de nuestros propios trabajos.

Mi trato con el grupo fue de 1923 a 1928, tiempo en el que se gestaron sus proyectos; pero a finales del 28 tuve que salir de la capital rumbo a Estados Unidos de Norteamérica para preparar mi tesis médica. En este tiempo ellos publicaron las revistas Ulises y luego Contemporáneos que fue la que les dio el nombre y que yo recibía en Los Ángeles, California. Por esta razón yo no publiqué en la citada revista.

El grupo lo componían Bernardo Ortiz de Montellano, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Elías Nandino, Jorge Cuesta y Gilberto Owen. La actuación de Enrique González Rojo fue muy corta porque falleció muy al principio de afirmarse el grupo.

El auge de los Contemporáneos abarca de 1928 a 1930. Yo regresé de Los Ángeles a principios del 30 a recibirme de médico cirujano. Reanudamos y estrechamos nuestra amistad con más fuerza y también el intercambio de lecturas y críticas de nuestros trabajos literarios.

A los Contemporáneos les debo mi orientación en la lectura, mi ejercicio crítico y mi autocrítica. Con ellos adquirí agilidad mental para la respuesta instantánea y la fina ironía para el epigrama. Con Villaurrutia cruzamos influencias mutuas y creo que hasta contagio mental. Compartió mi vida médica y mis guardias en los hospitales, de donde le vino mayor responsabilidad humanitaria.

Es indudable que los Contemporáneos, aprovechando el impulso velardiano, dieron nuevo camino a las letras literarias, especialmente a la poesía, aunque infectado de tendencias preciosistas.

Muchas veces pecamos olvidando la significación del poema, por exagerar la delicadeza y la selección del lenguaje. Esta observación la crítica futura la dilucidará.

Yo fui amigo de los Contemporáneos, fui también su médico. Pero en el terreno literario yo tenía mis reservas: la provincia hervía en mi sangre y no podía aceptar del todo esa terca búsqueda de la originalidad. Ahora todos han muerto, sólo yo tengo vida, y esto me ha servido para ratificar o rectificar mi poesía. Más todavía, pertenecía a su grupo; pero yo no quiero ser poeta de grupo, sino poeta que valga por su soledad y su personalidad propia, yo, pese a lo que digan, soy Contemporáneo y ellos son «subterráneos». Agradezco a la vida estos años más en los que he trabajado con mayor oficio, con mayor responsabilidad y, por qué no decirlo: con más experiencia y mayor amor a mi poesía. Yo no escribo para poetas, sino para todos los que me lean.

Cocula, Jalisco, 9 de abril, 1980

Proceso. Semanario de Información y Análisis, núm. 180, México, DF, 14 de abril, 1980, pp. 46.

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