Kitabı oku: «La vida es una nube azul», sayfa 3

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En la Casa Azul, en la que ahora escribo estos recuerdos, nacimos los cinco hermanos Chihuailaf Nahuelpán. Los días de lluvia solíamos jugar en el mirador del segundo piso o en un rincón del amplio comedor del primer piso, en el que a veces mi padre se reunía con sus hermanos y hermanas: Antonio, agricultor y presidente de la organización mapuche «Unión Araucana»; Jacinta, vlkantufe poeta, tejedora de hilos y palabras; Alberto, profesor y director de la escuela de Kechurewe; Andrés, profesor en la Escuela Nº 1, en Temuco; Laura, profesora en una comunidad camino a Vilcún; Ricardo, jefe de tasadores en Impuestos Internos, en Temuco; María, ñiminkafe tejedora y agricultora. A los que se agregaba mi madre y algún invitado o invitada que se encontrara de visita (familiares o amistades venidos desde Villarrica, Loncoche, Temuco, Valparaíso o Santiago)

Como mi padre, todos mis tíos y tías fueron monolingües del mapuzugun y tuvieron que aprender castellano, aunque el mayor y el menor, Antonio y Ricardo, nunca lograron una pronunciación del todo correcta. Eran múltiples las anécdotas que se contaban, pero ellos nunca se molestaron por eso, diría que –muy por el contrario– lo disfrutaban como niños; sobre todo tío Antonio, que era el más mutro. Él –con el reiterado consejo de sus padres y cuando sus hermanos menores aún no obtenían sus títulos de profesores primarios– asumió que había que acceder al sistema del invasor porque «las familias crecen, pero las tierras no estiran» y algunos / algunas tenían que ir a los pueblos y a las ciudades y quedarse un tiempo allí o quizás para siempre. Al fin y al cabo esas poblaciones fueron instaladas sobre nuestro territorio, decían

Mi abuelo, en permanente diálogo con sus hijos respecto de esas disquisiciones, en su condición de Lonko, reunió –dicen– a su comunidad, conversó con ella (estaban también ahí sus hijos, futuros profesores), y poco tiempo después comunicó su visionaria decisión: como ya no éramos un país independiente, había que construir una escuela, y una vez edificada formar una comisión que acompañaría a su Werken Mensajero, su hijo Antonio, a hacer los trámites –en Temuco y en Santiago– para oficializar la idea. Consecuentemente, donó el terreno para que se construyera ahí la primera escuelita de Kechurewe. En la misma escuela en la que nuestro tío Antonio ofició de primer profesor. Moisés, un joven chileno que fue uno de sus alumnos, ahora ya «adulto mayor», le contó a su hija Cecilia que aprendió de su maestro que «el Tierra es rezondo como un fola»

En el comedor –que ocupaba toda la mitad longitudinal de la casa– había una salamandra (estufa a leña), una mesa de madera, extendible, con diez sillas; dos sillones individuales y uno para tres personas, y una larga y angosta banqueta de madera; un aparador con vitrina de vidrio; un escritorio; dos sostenedores de madera, redondos, en los que mi mamá y mi abuelita ponían maceteros con flores. Y una mesita sobre la que estaba la victrola con cuatro o cinco sobres, cada uno de los cuales contenía varios discos de acetato: valses, rancheras y corridos mexicanos, foxtrot, cuecas, sevillanas, jazz y otros. Entre ellos había algunos que me llamaban mucho la atención: uno de la cantante lírica Rayén Quitral; uno de la hermosa morena Ester Soré, la «negra linda» (apelativo que –me parece– da cuenta del racismo de la burguesía chilena); y los dos discos que el Trío Nahuelpangui grabó para la famosa casa disquera RCA Víctor

El Trío Nahuelpangui estaba formado por Efraín Nahuelpán (primera voz; sus instrumentos eran el kultrun y la pifillka), y Armando y José Nahuelpán (segunda y tercera voces; sus instrumentos eran las guitarras). Estos músicos fueron innovadores en la música mapuche y chilena. En los años sesenta / setenta se sumaron a la gira de «Chile ríe y canta» que dirigía René Largo Farías; conciertos en los que participaban Rolando Alarcón, el grupo Cuncumén (con Víctor Jara), Quilapayún, entre otros. Su canción «Kuri Wentru» –autoría de Efraín Nahuelpán– fue incluida en el segundo volumen de «Chile ríe y canta», junto con temas de Violeta Parra y de Ángel Parra, de Sofanor Tobar y de Rolando Alarcón (cantada por Quilapayún), entre los que recuerdo. Sus creaciones fueron interpretadas también por músicos chilenos, como su canción «Wecha Kona», que fue recreada por la Orquesta y Coro de Vicente Bianchi, quien –como se sabe– ha sido reconocido por su musicalización de poemas de Pablo Neruda

Las canciones del Trío Nahuelpangui (Efraín es hermano de mi madre, y Armando y José sus primos) son parte de la memoria de nuestra gente, que suele corear sus «mapuchinas», sus canciones basadas en los ritmos de nuestras danzas tradicionales: purun, mazatun y choykepurun

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También con mi abuelo compartimos muchas noches a la intemperie. Largos silencios, largos relatos que nos hablaban del origen de la gente nuestra, del Primer Espíritu Mapuche arrojado desde el Azul. De las almas que colgaban en el infinito, como estrellas. Nos enseñaba los caminos del cielo, sus ríos, sus señales. Cada primavera lo veía portando flores en sus orejas y en la solapa de su vestón, o caminando descalzo sobre el rocío de la mañana. También lo recuerdo cabalgando bajo la lluvia torrencial de un invierno entre bosques enormes. Era un hombre delgado y firme…

¿Kiñe pichipvtremtun, Malle? / ¿Una fumadita, Malle?, le decíamos a nuestro abuelito cuando hacía una pausa en su conversación y aspiraba su cachimba (su pipa) o su boquilla. Él tenía la costumbre de invitar sobre todo a Carlitos y a mí, sus dos nietos menores, a mirar las estrellas. Uno a cada lado, sentado sobre una larga basa de pellín: a veces en la que estaba delante del huerto, otras veces en la que estaba delante del jardín. La ceremonia comenzaba con su parsimonioso preparativo del tabaco para la cachimba de piedra o de liar el pitillo para la boquilla de madera que él mismo había tallado. Cuando su elegida era la boquilla, desde el bolsillo de su vestón sacaba el diminuto cuadernillo de papel que compraba a los vendedores que solían pasar cargando dos grandes cestas, una en cada brazo, llenas de las más diversas mercaderías: condimentos, yerba «argentina», espejos, piedra lumbre, fósforos, velas, peinetas, azul (producto para despercudir la ropa blanca), hojas de afeitar, etcétera. Los vendedores venían desde Cunco o desde Las Hortensias, los dos pueblitos más cercanos a nuestra comunidad

Nuestro laku abuelo –a veces en silencio, a veces emitiendo un melodioso sonido con sus labios apretados y usando su garganta como si fuera un instrumento de percusión o de viento (que nos regalaba el espíritu del baile o la visión del vuelo)– humedecía sus dedos para separar con paciente cuidado el fino papel que procedía a retirar del cuadernillo. Después, desde otro bolsillo, sacaba una pequeña bolsa de género que contenía el tabaco mezclado con las hierbas medicinales que cada verano él secaba en un cajón instalado sobre un tronco y que guardaba cada atardecer. Ponía los materiales sobre una de sus piernas o nos daba la tarea a nosotros: uno sosteniendo la boquilla y el otro la bolsita con el tabaco, mientras él acariciaba el papel hasta enroscarlo

Concluido el proceso encendía su cigarro y resoplaba hacia el cielo, levemente interrumpido por las ramas de un gran ciprés; luego hacia la tierra y hacia nosotros, llenando el ambiente con su aromático «incienso» que hacía más envolvente el perfume del jardín. Un verdadero ritual. Después comenzaba a hablar, a hablarnos pausadamente en mapuzugun (el idioma de la Tierra), porque sabía sólo unas cuantas palabras en castellano, ¿entende?, decía de vez en cuando para cerciorarse que íbamos siguiendo la ilación de su pensamiento. Kimimi ta iñche, fvcha Malle, le decíamos. No, no eran discursos como los que le oíamos cuando se reunía con la comunidad, eran –me parece ahora– como poemas mínimos, inspiraciones que destellaban como las estrellas

¿Ka kiñe pifurpvtrem, Malle? / ¿Otra fumadita, Malle?, decíamos prontamente nosotros, y él nos pasaba la cachimba / la boquilla o la sostenía en nuestras bocas, mientras lanzábamos al aire la humareda. ¡Kurache …! Gente de Piedra, me decía con tanto cariño que mi corazón aún atesora el timbre de su voz que me sigue nombrando. Abuelo querido. Inchiñ ta Antv ka Kvyen femgeyiñ, decía; umagtukeyiñ, welu wilvfkvlewekeyiñ ta petu repele welu ñi lonko mew fey tukulgepakeyiñ. Somos como el Sol y la Luna, decía; nos dormimos, pero seguimos brillando en la memoria de los que están despiertos y nos recuerdan

Ta inchiñ ka fey mew mvleyiñ. También nosotros somos de allí, nos decía mirando la Luna y las estrellas (que aquí en Kechurewe se ven tan cercanas). Fey mew ragiñkonkvley ta ñi pvllv ta iñ pu zoykim Kuyfikeche. Entre ellas están los espíritus de nuestros antepasados más sabios, decía. Feychi Kallfvpvle wiñotualu inchiñ. Hacia ese Azul regresaremos, decía, nombrando las constelaciones y sus estrellas: Wenuleufv el Río del Cielo, la Vía Láctea; Pvnon Choyke Rastro del Avestruz, la Cruz del Sur; Wvñelfe Lucero del amanecer, Venus; Yepun Estrella del anochecer, Júpiter; Kvyen Luna (Apon Kvyen Luna Llena; Newe Kvyen Luna Menguante; Llag ragiñ apon Kvyen Cuarto creciente; We Kvyen Luna Nueva); Gaw Waglen / Gulu Poñi Estrellas amontonadas como si fueran papas, Pléyades; cherufe meteorito; afogkvlen el brillo final de una estrella que ha muerto… La Luna es la hermana mayor de la Tierra por eso está siempre cuidándola, incluso de día a veces, como si fuera una madre para nuestra Madre Tierra

Sin duda Carlitos miraba al abuelo con la misma admiración que yo. Estas conversaciones a la intemperie eran un gran regocijo y aprendizaje para ambos. Por eso, siempre repito que mi abuelo –como Lonko y, por lo mismo, profundo conocedor de nuestra cultura– era un filósofo, un astrónomo, un verdadero poeta. Quizás, ¿quién lo sabe?, si hubiese accedido a la cultura occidental habría buscado la posibilidad de ingresar a la universidad para indagar con nuevos instrumentos el conocimiento del espíritu humano, es decir, el conocimiento de nuestro universo y de otros universos que se asoman –asombrándonos– desde el Azul que nos habita

Sí, porque el espíritu mapuche –nuestra energía de vida– vino desde el Azul, mas no de cualquier azul, sino desde el Azul del oriente, desde donde se levantan la Luna y el Sol –decían mi abuelo, mi abuela y mis padres–. El Azul profundo y prístino que se produce en el lugar en que se reúnen a dialogar el brillo de las últimas sombras de la noche y la primera luz de la mañana (antes que asomen los rayos del Sol). Es un lugar que parece una línea de separación / de frontera, pero es en realidad un río, su abrazo; el universo que se abraza a sí mismo, en su dualidad. ¿No es acaso lo que sucede con nuestro espíritu y nuestro corazón en los instantes en que la oscuridad de la tristeza se consume en el lento rielar de la alegría?

Debo en gran parte a mi abuelo (mas también a mi abuela y a mis padres) mi interés por la lectura de todo libro que tenga relación con la astronomía; desde cuentos para niños como Para atrapar la Luna, de Dinie Akkerman y Paul van Loom, hasta las obras del reconocido físico inglés Stephen Hawking, su fascinante teoría acerca de los denominados «agujeros negros»: Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros, La teoría del todo, La clave secreta del universo, El tesoro cósmico, El gran diseño. También mi lectura de un par de manuales de astronomía y de algunos otros libros como el de María Teresa Ruiz, cuyo título me atrajo inmediatamente por lo que había escuchado siempre de nuestros y nuestras Mayores: Somos hijas e hijos de la Madre Tierra; hermanos y hermanas de las estrellas. Bueno, ese libro de la astrónoma chilena se llama «Hijos de las estrellas. La astronomía y nuestro lugar en el Universo». También «Nebulosas planetarias: la hermosa muerte de las estrellas» de Silvia Torres y Julieta Fierro

El gesto, el sonido, la música, el trazo infinito, el inconmensurable movimiento de vida del Universo. Cómo no conmoverme leyendo «Mundos lejanos. Sistemas planetarios y vida en el Universo» de Dante Minniti, o «Supernovas. El explosivo final de una estrella» de Mario Hamuy y José Maza: «El cielo estrellado en una noche sin Luna es un espectáculo que no ha dejado indiferente a ningún pueblo. Desde tiempos inmemoriales, el hombre aprendió a distinguir, entre miles de estrellas visibles, es a simple vista, un grupo de cinco «vagabundos» o planetas; el Sol y la Luna completaban el cielo, que giraba en torno a la Tierra en 24 horas. Los otros puntos luminosos en el firmamento fueron situados en la «esfera de las estrellas fijas», que no se mueven ni cambian en modo alguno, salvo su rotación diaria»

En un diálogo2 entre el científico chileno Claudio Teitelboim y mi gran amigo –escritor y poeta– Jaime Valdivieso, dicen:

«C.T.: El hombre siempre ha tendido a ser un visionario (…).hay dos grandes misterios que en el fondo son el mismo, que es el comienzo del universo y el porqué de la existencia humana

«J.V.: A propósito de grandes físicos, hemos mencionado varias veces a Hawking. Este físico hace tres preguntas con respecto al origen y enigmas del universo. Me gustaría saber con cuál de esas interrogantes se queda usted. Son las siguientes: a) ¿Existe realmente una teoría unificada que descubriremos algún día si somos lo suficientemente inteligentes? b) No existe ninguna teoría definitiva del universo, sino una sucesión infinita de teorías que describen el universo cada vez con mayor precisión.

c) No hay ninguna teoría del universo, los acontecimientos no pueden predecirse más allá de un cierto punto, ya que ocurren de manera aleatoria y arbitraria

«C.T.: Lo que pasa es que la elección entre las tres es una falacia, yo creo que las tres pueden darse simultáneamente. Porque allí hay una serie de reglas del juego que están implícitas. Yo creo que no va a ser ninguna de las tres. De pronto uno se va a dar cuenta que una de las llamadas teorías era un pedazo de otra cosa, es decir va a haber armonía, va a ver una cosa con muchas posibilidades»

Venimos del Azul infinito. En nuestro espíritu hay un sendero de estrellas. Pero así como a las estrellas no las vemos en el día (¿Chew amukeiñ ta waglen mew? /¿Adónde se van?, decía mi abuelo), la pálida luz de la cotidianidad no nos deja ver nuestra constelación interior; por eso necesitamos de la penumbra del silencio y de la contemplación para visualizar nuestro derrotero, en el que también nacen y mueren esas estrellas llamadas ensueños o ilusiones. En lo visible e invisible la vida es un misterio, por eso la muerte es un misterio, nos están diciendo. Esta dualidad es el gran movimiento universal de lo que conocemos y desconocemos, y de lo que hoy apenas sospechamos. Es una verdad que se sigue reiterando en todos los tiempos y en todas las culturas del mundo: inspiramos y espiramos; respiramos y dejamos de respirar. Ese era el sentido de la conversación de mi abuelo, y es lo que nos siguen diciendo nuestras Ancianas, nuestros Ancianos

Después, y hasta hoy, yo he seguido mirando el cielo, preguntando, leyendo, observando el firmamento: Melipal Estrellas los Cuatro Azadones / los Cuatro Lados, Estrellas de Escorpión; Tranalvkay las Boleadoras Tendidas, Estrellas de Centauro; Malal Ufisa Corral de Ovejas, Corona Austral… Sí, abuelo Malle, aún recuerdo que Papay y nuestra ñaña / pariente mayor Florinda Kaniulaf también decían que «la Madre Luna es la hermana mayor de nuestra Madre Tierra, por eso la cuida y le regala femineidad, ternura y fertilidad para su abrazo con la luz del Padre Sol»

2 Jaime Valdivieso: Ciencia y poesía. Santiago: Lom, 1995

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«A veces pasan los días sin lluvia. De repente se asoman nubarrones y empieza a soplar viento cordillerano o corre norte. Entonces se forman las nubes sobre el mar, suben hacia el firmamento y llegan a tapar todo el cielo. Noches y días enteros sigue lloviendo a veces, así que se forman charcos y aguazales sobre la tierra

«A veces aparece el sol mientras que está lloviendo; «anchv mawvn lluvia con sol» se llama este fenómeno. Cuando pasa eso, hay relmu arco iris, que se extiende en forma arqueada por el firmamento. Algunas veces se halla acompañado de un segundo arco iris, llamado «lawv mollfvñ, sombra de sangre»; no tiene colores tan pronunciados ni sube tan alto en el cielo». Leo estos fragmentos en las Memorias del Lonko Pascual Koña, antes que se extinga la débil luz de la vela que se derrite finalmente sobre la palmatoria

Llueve. El resplandor de la Luna Llena acrecienta el misterio de la noche. En este otoño la lluvia es un recuerdo que abraza a nuestra casa. Abril: lluvias y recuerdos mil, escuché decir a alguien en el pueblo… Recuerda porque recordar es vivir dos veces, pero no añores porque añorar es entristecerse, escuché también decir. Pienso en este instante en las iwiñkofke, las sopaipillas dorándose en la olla de fierro, su sonido repartiendo alegría a toda la familia. Pienso en la trutruka, instrumento de música tradicional de nuestro pueblo que, junto con el lolkiñ (ambos de viento), sigue siendo mi predilecto. Las recuerdo afirmadas en las paredes de nuestra ruka. Eran lineales y medían entre dos y tres metros (las trutruka actuales son circulares y de plástico) y las fabricaban de un coligüe que era partido en todo su largo para ahuecarlo sacando desde su interior el material algodonoso; se forraba con intestino de animal y se amarraba con un cordón también de intestino o con un cordón vegetal que iba en espiral en toda la extensión del coligüe. En el extremo contrario al que se soplaba iba un cuerno de vacuno (antaño era un entramado vegetal, dicen)

Me agradaba mucho el ritual de humedecerlas cada vez que se iban a utilizar. Este consistía en llenar el cacho con agua y levantar muy lentamente la trutruka, evitando que el reservorio se girara obligando a un nuevo llenado. Después venía el gorgoreo del agua bajando hasta el boquete, que tapábamos con el dedo pulgar, levantando y bajando tres o cuatro veces el instrumento –con la misma agua– según la calidez o el frío del tiempo. Para un niño, como yo entonces, era todo un desafío que exigía cierta fuerza y equilibrio. El siguiente desafío era tocar, en lo posible, cada vez mejor, porque –considerando la potencia de su sonido– no sólo toda la familia escuchaba, sino también el vecindario. Hasta hoy día, cuando mi barba y bigote se han tornado casi blancos, frecuentemente al atardecer interpreto una breve melodía con mi trutruka, para comunicarme con mi familia y con la gente de mi comunidad; para comunicarme con la naturaleza y con el universo

Pienso por eso ahora en los días en que empezaba la agitación de los preparativos previos a la celebración del Gillatun, nuestra ceremonia principal de agradecimiento y petición a la energía universal, Genechen Espíritu Sostenedor de la Gente y Genmapun Espíritu Sostenedor de la Tierra. Mi abuelo, como Lonko –Cabeza, Jefe– de nuestra comunidad, era el encargado de dirigir el gran ceremonial acordado por todos –como parte de nuestra Az Mapu, la cultura / las Costumbres de la Tierra– y que se efectuaba en general cada cuatro años (cada dos era el Pvchigillatun pequeña celebración preparatoria de la principal). Aunque sabíamos que se aproximaba la realización de esta gran rogativa comunitaria, lo primero que nos llamaba la atención eran las banderas azul y blanca que se plantaban en el frontis –aunque algo distante– de la casa

Cada vez –y con bastante antelación– nuestro abuelo enviaba a su Werken Mensajero para invitar a otros Lonko y a sus respectivas comunidades a que vinieran a acompañarnos en el Gillatun; en algunos casos especiales él mismo preparaba su caballo y, después de conversar –a veces largamente– con nuestra abuela, salía a cumplir con tan significativa misión. A la espera de su regreso nosotros reanudábamos nuestros juegos o cumplíamos con pequeñas tareas que nos habían asignado, como ir a recoger ramitas de hualle que había botado el viento o traer un balde de agua desde el estero o recorrer la huerta para cerciorarnos de que ni los cerdos ni las ovejas hubieran decidido entrar allí a disfrutar de su verdor

En esos días de quehaceres cargados de espíritu de Gillatun empezaba a ser más frecuente el eco de las trutruka y de las cornetas en la brisa de la comunidad, sonidos lejanos que –poco a poco– llenaban de expectación nuestras mentes deseosas de vida. En las zarandas cerca del fogón, rodeadas de humo, el negror de las carnes charquedas daba cuenta de que ya estaban en su punto para el consumo. En el extremo más fresco de la ruka había dos zarandas con quesos que solíamos cortar en rebanadas o en cubos y ensartado en palillo de maqui lo acercábamos a las brasas. Una vez dorado y aún gorgoreando –me regocija recordarlo otra vez– lo comenzábamos a saborear en su mismo soporte o sobre un trozo de pan cocido en el rescoldo o sobre un mvltrvn. Y el mate, como de costumbre, de mano en mano girando en torno al fuego, animando el habla y su silencio: el arte de la Conversación

A unos cuantos días del Gillatun mi padre y mis tíos –con la ayuda de algunos vecinos– procedían al sacrificio de al menos dos animales que, con bastante anterioridad, habían elegido y apartado con tal fin. Recuerdo este hecho porque que mis hermanos y yo solíamos participar de esta tarea que no siempre resultaba fácil, pues los escogidos eran siempre vacunos o caballares jóvenes. Sobre un largo mesón dejaban extendidos los cúmulos de carne. Mis tías, mi mamá y algunas vecinas, observadas por las cabezas de los animales, se afanaban en trocear la carne que iban colgando sobre los coligües que habían sido instalados a la sombra de los maquis. Los corderos y aves era lo último que se sacrificaba

En la penumbra de nuestra ruka estaban listas las tinajas con muday, contenido también en varias damajuanas (envases de vidrio de cinco o diez litros cada una). Las barricas colmadas de harina cruda. Sobre una pequeña mesa se ordenaban los mates y las bolsas de yerba, y afirmadas contra sus patas las grandes bolsas de azúcar y de sal que mi padre había ido a buscar –en carreta viajera– al pueblo. Había además un inusual ajetreo de personas que iban y venían, para hablar con nuestro abuelo (que solía estar a veces secundado por su hijo Antonio) por asuntos relativos al ceremonial; con mi padre, a cargo de la coordinación de los medios para cumplir con las actividades asignadas a nuestra familia; o también con nuestra abuela o con nuestra madre. Era un ambiente de espiritualidad y de fiesta

Carlitos y yo solíamos sentarnos en el pasto, a poca distancia de las banderas que flameaban y a veces restallaban en el viento. Cuánta ensoñación de la niñez que aún me conmueve. En el círculo de la vida somos presente porque somos pasado (tenemos memoria) y sólo por eso somos futuro, nos dijeron, y nos sigue diciendo nuestra gente

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