Kitabı oku: «Historias de mi abuela», sayfa 3

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Capítulo 4
El predicador joven y apuesto

¿Te gustaría saber cómo Elena Harmon, mi abuela, conoció a Jaime White, su esposo? Esta es la historia.

Un día, William Jordan y su hermana invitaron a Elena a hacer un viaje a Orrington, un pueblo situado a 240 kilómetros al noreste.

–Vamos a devolver un caballo y un trineo que nos prestó un joven pastor adventista, llamado Jaime White. Está teniendo problemas con algunos fanáticos. Si vienes con nosotros, podrías ayudarlo a resolverlos.

Muy pronto, los tres estaban deslizándose sobre la nieve al ritmo de los cascabeles y el compás de los cascos de los caballos. Después de un trayecto que debió de haber requerido casi dos días, llegaron a destino al final de la tarde. Cansada del largo viaje, Elena prestó poca atención al joven pastor que le presentaron esa noche.

A la mañana siguiente, después de orar juntos, los tres decidieron acompañar a Jaime White, el joven pastor, a visitar a una familia que vivía cerca del pueblo. Jaime los llevaría con el caballo y el trineo que le habían devuelto.

Cuando llegaron al lugar, vieron varios trineos en el patio y preguntaron:

–¿Están teniendo una reunión hoy?

–No –les dijeron–. Estas personas vinieron por varios recados. Parece que llegaron casi al mismo tiempo.

Elena recordó la promesa de que un ángel iría con ella. ¿El ángel habría reunido a estas personas para que pudieran oír el mensaje de Dios?

Invitaron a todos a la sala de estar, y pidieron a Elena que les hablara de sus visiones. Ella se puso en pie y comenzó a hablar, pero fue interrumpida por un fuerte grito de “¡Gloria, aleluya!” Algunos comenzaron a aplaudir, saltar y gritar. Elena dejó de contarles su historia y les habló con seriedad:

–¿Esa es la forma de actuar como cristianos? Yo no leo en la Biblia que Cristo y sus discípulos alguna vez se hayan comportado de una forma tan indecorosa. ¿No es él nuestro ejemplo?

Jaime White abrió entonces su Biblia y les leyó que Dios es un Dios de orden, no de confusión; que el Espíritu Santo habla al corazón mediante un “silbido apacible y delicado”. Dijo:

–Satanás está llevándolos a actuar de este modo, para que sus vecinos odien el nombre de adventistas y nunca más quieran oírlos hablar sobre la venida de Jesús.

Después de un rato el ruido se fue apagando, y Elena continuó relatando su historia.

Al salir de esta casa el grupo salió a visitar a otras familias, y durante las siguientes semanas celebraron reuniones en varios pueblos cercanos. A veces, se encontraban con gente que tenía ideas extrañas. Un hombre predicaba que Jesús había vuelto a la Tierra, que había resucitado muertos y los había llevado al cielo.

–¿Sabe que cuando Jesús venga en poder y gloria se oirá la trompeta de Dios alrededor de todo el mundo, los santos que duermen serán resucitados para vida, y los que estén vivos serán transformados y “arrebatados [...] con ellos [...] para recibir al Señor en el aire”? ¿Ya ha sucedido esto? Ciertamente, usted todavía no ha visto a Cristo venir con poder y gloria.

Algunos creían que era su deber hacer largas peregrinaciones a pie para obtener la salvación. Otros ayunaban, rehusando cualquier alimento durante días, e insistían en que sus amigos hicieran lo mismo. Algunos aceptaban todas las ideas que entraban en su mente como si fueran del Señor. Ni bien captaban la noción de que debían hacer determinada cosa se apresuraban para hacerla, sin detenerse a preguntarse si estaban complaciendo a Jesús y obedeciendo las instrucciones que les había dado en la Biblia.

Una reunión había comenzado en una casa, cuando Jaime White llegó junto con Elena y sus amigos. Alguien desde adentro los vio venir, y cerró la puerta con llave. “En el nombre del Señor” Elena abrió la puerta con llave y entraron. ¡Con qué cuadro extraño se encontraron! Una mujer estaba acostada en el suelo, llorando lastimeramente y advirtiendo a los demás que no escucharan a Elena Harmon. Elena se arrodilló a su lado, y “en el nombre de Jesús” reprendió al espíritu demoníaco que la poseía. La mujer se levantó y se sentó en silencio con los demás. No volvió a molestar mientras Elena hablaba al grupo acerca de Jesús, que hace que sus seguidores sean buenos, puros y sensatos.

Día tras día, el grupo iba de casa en casa dando los mensajes de Dios y reprendiendo a los fanáticos. En muchos lugares, se encontraban con creyentes turbados por estos religiosos ruidosos. Algunos se quedaron con la impresión, por sus gritos, de que los adventistas eran alborotadores. Algunos de sus vecinos hasta se habían quejado de ellos con la policía.

En la entrada de un pueblo había centinelas apostados, para hacer volver a cualquier predicador que llegase para celebrar reuniones. Pero el trineo que llevaba a los mensajeros del cielo entró tranquilamente entre el control. Elena nuevamente recordó la promesa de que un ángel iría con ella, y agradeció a Dios porque el ángel cerrara los ojos de esos centinelas.

Las últimas reuniones que tuvieron fueron felices. Los alborotadores se habían apaciguado, y los mansos seguidores de Jesús agradecieron a Elena Harmon y a los Jordan por haber venido desde tan lejos para ayudarlos, a ellos y a su joven pastor, a poner en orden sus reuniones.

En la última reunión en Orrington, se le informó a Elena, en una corta visión, que su obra allí había terminado y que debía regresar a Portland inmediatamente.; de lo contrario, estaría en peligro. Dos espías fueron vistos asomándose a las ventanas; pero como las ventanas eran altas y los adoradores estaban arrodillados en oración, los hombres se fueron e informaron que no había nadie en la casa.

Temprano a la mañana siguiente, Jaime White, Elena y los Jordan subieron a un bote de remos con un amigo de Jaime, y navegaron río abajo hasta Belfast. Allí, Elena y los Jordan abordaron un vapor que los llevaría de regreso, mientras Jaime y su amigo regresaron remando a Orrington. Allí se enteraron de que unos agentes habían ido a la casa donde vivía el predicador y que lo estaban buscando. Jaime y su amigo fueron arrestados, azotados y arrojados a la cárcel. Pero fueron liberados cuando los agentes se enteraron de que de ningún modo ellos eran responsables por los disturbios de los cuales se quejaba la gente.

Jaime no podía evitar sentirse preocupado por Elena. ¡Era tan joven y tan frágil, y estaba rodeada de tantos peligros! ¡Cuánto necesitaba que alguien fuera con ella y la protegiera! Pero, es poco probable que se le haya ocurrido pensar en que alguna vez él sería ese legítimo protector, porque él escribió que ninguno de los dos pensó en casarse en ese momento.

Sin embargo, no parece extraño que más adelante él le haya pedido que sea la compañera de su vida. Él estaría contento de compartir sus pruebas y peligros. Él sentía que se necesitaban el uno al otro; que podían lograr más para el Señor juntos que separados.

–Y además, Elena, yo... te amo. Estuve orando al respecto.

Elena respetaba y admiraba a este joven apuesto, que además era un cristiano ferviente. Pero, antes de darle su consentimiento para casarse ella quería estar segura de que era la voluntad de Dios. Le respondió:

–Jaime, yo también voy a orar para que el Señor nos haga saber cuál es su voluntad.

Y para su alegría, sentía cada vez más que Dios quería que trabajaran juntos. La respuesta no vino mediante una visión. El Espíritu Santo le habló apaciblemente a su corazón, así como habla a todos los hijos de Dios que oran sinceramente pidiendo orientación para escoger al compañero de la vida.

Recién cuando Jaime y Elena estuvieron seguros de que esa era la voluntad de Dios, se casaron.

Entre los registros de la familia White hay un documento pequeño, pero precioso: el certificado de matrimonio de Jaime y Elena White. Nunca se halló ninguna mención a invitaciones impresas, regalos, damas de honor o ramilletes; ni siquiera de un vaporoso vestido blanco de novia ni de una luna de miel. Evidentemente, Jaime y Elena eran demasiado pobres. Además, les esperaba un trabajo importante. Cada momento posible y cada centavo disponible debía destinarse a trabajar para anunciar las buenas nuevas del regreso de Jesús.

Jaime estaba feliz, porque verdaderamente amaba a Elena; y Elena estaba feliz, porque amaba a Jaime. Y ambos amaban a Dios.

Capítulo 5
El capitán se convenció

–Estuve pensando que es hora de que visitemos a nuestros amigos de Topsham –dijo Jaime White a su joven esposa un día.

Elena estaba contenta con la sugerencia. Temprano el viernes de mañana, Jaime enganchó el caballo al trineo de la familia y viajaron casi 50 kilómetros para estudiar la Biblia con sus amigos. El sábado se reunieron en el hogar de los Curtiss. Estaban contentos de ver entre sus viejos amigos a un capitán de barco jubilado, llamado José Bates. Este hombre había oído a Elena relatar sus visiones, pero no estaba seguro de que fuesen del Señor. No creía en las visiones modernas.

Los cristianos de aquellos días escuchaban hablar mucho acerca del “profeta” mormón José Smith, y de Ann Lee, líder de los “Shakers”. Ambos afirmaban que Dios había enviado un ángel para hablar con ellos. Pero, las visiones de ellos dos eran muy diferentes de las visiones dadas a los profetas de Dios en los tiempos bíblicos. Sus enseñanzas eran contrarias a la Palabra de Dios.

A causa de estos errores, muchos no se fiaban de nadie que profesara tener visiones. Decían que es posible que Dios haya hablado a los profetas en los tiempos bíblicos, pero que no hablaba a su pueblo de este modo en la actualidad. Los pastores decían a sus congregaciones que las visiones celestiales eran cosa del pasado.

Pero algunos estudiosos de la Biblia creían que Dios todavía hablaba a su pueblo mediante visiones, así como había prometido que lo haría en los últimos días. Por cierto, pensaban ellos, mientras Satanás envía a sus ángeles para engañar a los hombres, Dios estaría enviando mensajes del cielo para advertir y guiar a su iglesia.

Durante la reunión en el hogar de los Curtiss Elena de White recibió una visión, y José Bates la observó con atención. Era un hombre honesto, que quería conocer la verdad. Con una sonrisa radiante en su rostro, mientras caminaba por la sala aparentaba ver algo a la distancia. Luego, la escuchó hablar. ¡Pero, qué extraño! ¡Qué maravilloso! Casi no podía creer lo que veía y oía: ¡ella hablaba, pero no respiraba! En suaves tonos musicales, ella describía lo que veía.

–Veo cuatro lunas –dijo.

Decía ver varios planetas; uno rodeado con hermosos cinturones o anillos de colores.

El capitán Bates, de repente olvidó que él no creía en visiones.

–¡Está viendo Júpiter! –dijo él.

A medida que ella seguía describiendo lo que veía, él decía:

–¡Es Saturno lo que ella está describiendo!

Y luego:

–¡Ahora está viendo Urano!

Ella no había mencionado ningún planeta en particular, pero el marinero José Bates había estudiado durante años los cielos y había leído mucho acerca de las estrellas. Sabía de lo que ella estaba hablando.

Después de un rato, ella comenzó a describir los “cielos abiertos”, una entrada a la región más gloriosa del más allá, que resplandecía de luz.

El capitán Bates se paró de un salto.

–¡Cómo me gustaría que Lord William Rosse estuviese aquí!

–¿Quién es Lord William Rosse? –preguntó Jaime White.

–Es el gran astrónomo inglés –fue la respuesta entusiasta–. Me gustaría que escuchara a esta señora hablar de astronomía, y que oyera su descripción de los “cielos abiertos”. Está a la vanguardia de cualquier cosa que haya leído sobre el tema.

Desde aquel entonces, José Bates nunca dudó de que las visiones de Elena de White fuesen sobrenaturales- Mientras comparaba sus enseñanzas con la Biblia, se convenció de que los mensajes que ella daba no eran propios, sino la voz de Dios que hablaba a su pueblo.

En una oportunidad antes de esta visión, el capitán Bates había intentado conversar de astronomía con Elena, pero descubrió que ella no estaba familiarizada con el tema. Sabía que decía la verdad cuando, posteriormente, ella dijo que nunca había abierto un libro de astronomía. Él también sintió la impresión de que Dios le había dado esta visión en presencia suya, para que él no volviera a dudar.

En su estudio de las Escrituras, el capitán Bates había aprendido que Jesús y sus discípulos no cambiaron el día de reposo cristiano del séptimo día de la semana al domingo, el primer día, sino que el cambio lo habían hecho los dirigentes eclesiásticos muchos años después de la ascensión de Cristo. Escribió un folleto explicando las razones por las que creía que todos los cristianos debían guardar el día de reposo sabático del Mandamiento, pero no tenía dinero para publicarlo.

Al retirarse del mar, vendió su barco por once mil dólares. En aquellos días, se lo consideraba un hombre rico; pero ahora era pobre, porque había gastado toda su fortuna en difundir el mensaje adventista. Sin embargo, el impresor accedió a imprimir el folleto sobre el sábado y esperar su paga. Cuando el folleto salió de la imprenta, la cuenta fue pagada por un amigo que ocultó su identidad, y el pastor Bates hizo que el folleto circulara gratuitamente. Le entregó un ejemplar a Jaime White. (A veces llamaban al ex capitán de barco “pastor Bates”, porque dedicaba mucho tiempo a predicar y a dar estudios bíblicos.)

Jaime y Elena lo leyeron con mucho cuidado. ¡Quizás el pastor Bates tuviese razón! Debían saber exactamente lo que decía la Biblia, porque sin duda querían obedecer a Dios en todas las cosas.

El folleto estaba impreso con letras tan pequeñas que la señora de White no podía leerlo. Le dolía la vista y la cabeza. Jaime leía un párrafo en voz alta, y luego buscaba los textos; porque aunque el folleto era pequeño, estaba repleto de versículos bíblicos. A menudo, mientras estudiaban, Jaime y Elena se arrodillaban y pedían a Dios que enviara su Espíritu Santo, como había prometido, para guiarlos a la verdad.

Con ese estudio se convencieron de que Jesús nunca había dicho nada acerca de cambiar el día de reposo del séptimo al primer día de la semana. Ni Jesús ni sus discípulos guardaron el domingo, ni enseñaron a los demás que debían guardarlo.

Una y otra vez leían que Dios, después de crear el mundo, bendijo el séptimo día, lo santificó y se lo dio a Adán y a Eva, y a todos los que vivirían en el mundo, a fin de recordarles su poder creador. Y leyeron textos que decían que el sábado sería la señal entre Dios y su pueblo para siempre. Cuando Jaime y Elena comprendieron la importancia del sábado, comenzaron a observarlo inmediatamente.

El frío invierno pasó, y llegó la primavera. A menudo mis abuelos se encontraban con sus amigos en Topsham. Elena había escrito acerca de una visión que tuvo al comienzo de la primavera, durante un estudio bíblico en la casa de Howland:

“Mientras orábamos, el Espíritu Santo descendió sobre nosotros. Estábamos muy felices. Pronto perdí el conocimiento de las cosas terrenas y quedé arrobada en una visión de la gloria de Dios”. Luego, dijo: “Un ángel me llevó desde la Tierra a la Santa Ciudad. Con Jesús, entré en el templo del cielo.

“Pasé al Lugar Santísimo. Allí vi el arca de oro [...] Jesús levantó la cubierta del arca, y vi las tablas de piedra en las que estaban escritos los Diez Mandamientos. Me asombré al ver una aureola luminosa que circundaba el cuarto Mandamiento, lo que me llamó poderosamente la atención, y lo hacía brillar más que cualquiera de los otros nueve”.

La señora de White estudió cuidadosamente para descubrir si el Mandamiento había sido cambiado. ¿Decía: “Acuérdate del primer día de la semana para santificarlo”? Ella estaba segura de que si Dios hubiese cambiado el día de reposo habría cambiado la leyenda en las tablas de piedra en el arca del cielo. Pero, todavía se podía leer: “El séptimo día es reposo para Jehová tu Dios”; el mismo que Dios grabara en las tablas de piedra, para que Moisés las pusiese dentro del arca sagrada.

Jaime, Elena y los demás adventistas no habían comenzado a guardar el sábado porque José Bates lo estaba predicando, sino porque lo habían aprendido por sí mismos al estudiar la Biblia con mucho cuidado. Y ahora Dios les había dado esta visión, para asegurarles que entendían las Escrituras correctamente, y que era su deber obedecer el cuarto Mandamiento y enseñar a los demás a obedecerlo. La señora de White registró la visión y la instrucción del ángel.

Le dijo que Dios tenía muchos hijos que guardaban el primer día de la semana porque creían que Jesús y sus discípulos habían cambiado el día de reposo. En estos últimos días, cuando hay grandes conflictos sobre la Tierra, la verdad del sábado se está enseñando más plenamente. Muchos cristianos sinceros están renunciando al día de reposo producido por el hombre y están comenzando a guardar el santo día de Dios.

Pronto esto les acarreará gran persecución y sufrimiento. Los observadores del sábado serán acusados de causar los problemas del mundo. Pero, Jesús estará con su pueblo fiel; y antes de la destrucción final del mundo, vendrá a salvarlos.

Capítulo 6
Una tormenta en el mar

Una vez, un vapor en el que Jaime y Elena viajaban se topó con una tormenta. El barco se balanceaba de un lado al otro, y las olas se estrellaban contra las ventanas. De repente, una araña de luces cayó al piso. Los platos de la mesa del desayuno tintineaban en todas direcciones. Una señora se cayó de su camastro, en medio de paquetes y cajas que se deslizaban por el piso del camarote.

–Señora de White, ¿no le da terror? –le preguntó otra dama–. ¿Se da cuenta de que es probable que nunca lleguemos a tierra firme?

–No tengo nada que temer –respondió ella con tranquilidad–. Busqué refugio en Cristo. Y si terminé mi obra, bien puedo descansar en el fondo del océano, como en cualquier otro lugar. Pero, si mi obra todavía no terminó, todas las aguas del océano no bastarían para ahogarme. Mi confianza está en Dios, y él nos llevará a tierra seca, si es para su gloria.


Algunas de las mujeres confesaban sus pecados y clamaban a Dios pidiendo misericordia. Otras invocaban a la virgen María.

Algunas de las mujeres confesaban sus pecados y clamaban a Dios pidiendo misericordia. Otras, invocaban a la virgen María para que las salvara. Una clamó, aterrada: “¡Oh, Dios, si nos salvas de la muerte, te serviré para siempre!”

Pocas horas más tarde, el vapor desembarcó a salvo. Mientras los pasajeros descendían, la señora de White escuchó que una mujer exclamaba con sorna: “¡Gloria a Dios! ¡Me alegra poder pisar tierra otra vez!” Se dio vuelta para ver quién estaba hablando, y descubrió que era la misma dama que había prometido servir al Señor para siempre, si tan solo le salvaba la vida ese día.

Mirándola fijamente a los ojos, la señora de White dijo:

–Haga memoria de hace algunas horas, y recuerde sus votos.

La mujer se alejó de ella despectivamente.

En otro viaje en buque, la señora de White estaba contando a algunas jóvenes de la terrible tormenta por la cual habían pasado ella y su esposo.

–Los cristianos siempre debieran estar listos para cerrar su tiempo de prueba al morir, o en la venida de Jesús –les dijo.

–Así es exactamente como hablan los milleritas –dijo una de las jóvenes–. Son las personas más engañadas de la Tierra. Cierto día, esperaron a que Cristo viniera; hubo grupos en diferentes lugares que se pusieron túnicas para la ascensión, fueron a los cementerios, se subieron a los techos de las casas y a las colinas, y oraron y cantaron hasta que se pasó el día.

–¿Alguna vez has visto a alguna de esas personas vestidas con túnicas de ascensión? –preguntó la señora de White.

–No, yo no las vi, pero un amigo que sí las ha visto me lo contó. Y es algo tan sabido en todas partes que lo creo como si hubiese estado allí.

–¡Ah, sí! –dijo otra del grupo–. Los milleritas de la ciudad donde vivo se pusieron túnicas de ascensión.

–¿Y los viste con las túnicas puestas? –preguntó la señora de White.

–No, no los vi; no estaban en mi ciudad. Pero, todos contaban que se hicieron túnicas de lino blanco para la ascensión y las usaron. Todos lo creen.

Entonces la primera mujer, al ver la expresión dubitativa de la señora de White, dijo en forma concluyente:

–Yo sé que fue así. Estoy tan segura como si los hubiese visto yo misma.

–Bueno, creería que si era tan común ponerse las túnicas de ascensión, sin duda podrían darme los nombres de algunos de los que lo hicieron –dijo la señora de White.

–Seguro –fue la respuesta convincente. Estaban las hermanas Harmon, de Portland. Mis amigos me contaron que ellos vieron a las hermanas saliendo del cementerio con las túnicas puestas. Como pasó el tiempo, ambas muchachas se volvieron infieles.

Una dama miembro del grupo, que había estado escuchando en silencio, no pudo evitar reírse.

–Quizá no sepan que están hablando con una de las hermanas Harmon –dijo–. La que está sentada a su lado es Elena Harmon. Ella y yo fuimos compañeras de escuela. Conozco a las hermanas Harmon de casi toda la vida, y sé que el rumor de que se hicieron túnicas de ascensión es mentira. Yo no soy millerita, pero estoy segura de que nunca pasó nada de eso.

Hubo un silencio vergonzoso.

–Probablemente, todas las historias sobre las túnicas de ascensión sean tan falsas como esta –dijo la señora de White–. La túnica que debemos llevar puesta cuando Jesús venga es la túnica de un carácter puro y sin pecado.

En sus viajes, los White con frecuencia compraban boletos que solo le daban derecho a viajar en las cubiertas inferiores. Esta forma de viajar no era cómoda, pero era más económica. Cansados de viajar y de predicar, por las noches se acostaban en los bancos duros o sobre las cajas de mercaderías o los sacos de grano, usando sus maletines como almohadas y cubiertos con sus abrigos. A veces, en las frías noches de invierno, tenían que levantarse y caminar por la cubierta para conservar la temperatura. En verano, el calor sofocante y el humo del tabaco hacían que ellos se acercaran a los bordes del barco para recibir la brisa refrescante.

Muchas veces me hubiese gustado preguntar a mi abuelo: “¿Por qué llevabas a mi abuelita de un lado a otro en esos duros viajes costeros, y en esos tediosos viajes en barcazas, cuando habría sido mucho más fácil ir en tren?”

Un día, mientras echaba un vistazo a algunas cartas viejas escritas por Jaime White, encontré la respuesta a mi pregunta:

“Generalmente, vamos de Boston a Portland en el barco de vapor. El boleto cuesta solo un dólar. Para ir directo en tren, el boleto costaría tres dólares”.

Así eran ellos, pensaba mientras leía esta suave indirecta en una carta dirigida a un hermano que estaba viniendo a una de las conferencias. Aquellos pioneros sufrían cualquier clase de privaciones, con tal de ahorrar algunos preciosos dólares para poder viajar un poco más lejos y encontrar más familias que necesitaban la bendita esperanza del Salvador pronto a venir.

Pasaban cosas asombrosas en esos viajes. Una vez, Jaime y Elena, junto al capitán Bates, pasaban por el Estado de Nueva York para asistir a una conferencia bíblica. Salieron en un barquito, pero después de un tiempo vieron que se acercaba un barco más grande. Como necesitaban hacer trasbordo a este barco, le hicieron señas para que se detuviera. Pero siguió camino. Mientras sobrepasaba a su barco, Jaime tomó a Elena de la mano, y ambos saltaron al otro barco y cayeron a salvo a bordo.

–¡Tome, este es su pago! –gritó Bates al capitán, sosteniendo un billete de un dólar.

Él también saltó a la barcaza más grande. Pero, a esta altura estaba casi fuera de su alcance. Tocó el borde con el pie, pero se cayó al agua. Sujetando la billetera en una mano y el dólar en la otra, comenzó a nadar detrás de la barcaza. Se le cayó el sombrero, y por tratar de salvarlo perdió el dólar, pero todavía seguía aferrado a su billetera. Finalmente, la barcaza grande se detuvo y subieron a Bates a bordo. El agua barrosa le chorreaba de la ropa y le rebalsaba por los zapatos.

Al desembarcar del barco, fueron a la casa de una familia adventista de nombre Harris, para que el pastor Bates pudiese secarse. Allí, encontraron a la señora Harris en cama con un terrible dolor de cabeza, una dolencia que acarreaba por años. Les pidió que oraran por ella, y así lo hicieron. También le dijeron que consumir tabaco de mascar le acarreaba problemas.

–¡Me alegra tanto que me lo hayan dicho! –dijo–. Nunca más lo volveré a usar. ¡Me alegro por el accidente, que los trajo hasta aquí!

Todos estaban contentos, incluso el capitán Bates. Ese fue el final de los fuertes dolores de cabeza.

Al abordar la siguiente barcaza, Jaime White dijo:

–No llegamos a nuestra cita programada para el sábado, pero conozco a una familia adventista cercana. Pasemos el sábado con ellos.

A última hora del viernes de tarde llegaron a la casa. Un niñito corrió al campo para llamar a su padre, que les dio una calurosa bienvenida cuando supo que guardaban el sábado. Pasaron un sábado agradable, estudiando la Biblia juntos. La caída en el canal fue positiva para dos familias.

Esta no fue la única vez que un aparente desastre terminó poniendo a estos fervorosos obreros en contacto con gente que, de lo contrario, quizá nunca hubiesen conocido. Jaime y Elena White tuvieron muchas de estas experiencias. Años más tarde, mientras viajaban por Míchigan en coche con otros obreros, se perdieron. El conductor, aunque conocía bien el camino, se confundió y se salió de la ruta por la cual viajaban. Era viernes, y la distancia hasta Vergennes, donde planificaban celebrar reuniones sabáticas, estaba a solo 24 kilómetros; sin embargo, aquel día viajaron 65 kilómetros antes de llegar a destino. Durante horas viajaron por densos bosques, siguiendo huellas de ruedas apenas visibles; que, con frecuencia, estaban bloqueadas por troncos y árboles caídos. Entretanto, prestaban atención para encontrar una casa donde pudieran recibir indicaciones.

Hacía calor, no tenían comida y no encontraban agua por ninguna parte. Al pasar al lado de algunas vacas que pastaban, los sedientos viajeros trataron de acercarse lo suficiente como para conseguir algo de leche. Pero, las vacas no dejaban que se les acercaran extraños. Dos veces la señora de White se desmayó, y su esposo oró por ella.

Finalmente, divisaron una cabaña de troncos en un claro, donde fueron bien recibidos y les ofrecieron refrescos. Mientras se quedaron un rato a descansar, a comer y a averiguar el camino, conversaron con la familia. Antes de irse, Elena les dio un ejemplar del librito Experience and Views [Experiencia y visiones].

Durante años, se preguntaban por qué les habría tocado pasar por ese cansador traqueteo, especialmente en viernes, antes de sus importantes encuentros sabáticos. Veintidós años después, en una reunión campestre de Míchigan, lo descubrieron.

Al final de un culto, una mujer pasó al frente y sujetó, ansiosa, la mano de la señora de White.

–¿Recuerda cuando se perdió hace muchos años y se detuvo en una cabaña de troncos en los bosques? –le preguntó–. Les dimos refrescos. Y usted nos habló acerca de Jesús y de las bellezas del cielo. Habló con tanto fervor que quedé encantada, y nunca me olvidé de sus palabras.

–Nos dejó un librito. Se lo prestábamos a los vecinos a medida que se asentaban cerca de nosotros, y lo leímos hasta que ya casi no quedaba nada de él. Desde aquel entonces, el Señor ha enviado pastores a que nos prediquen; y ahora hay un lindo grupo que guarda el sábado, que data su primera experiencia en la influencia de ese librito.

Entonces fue fácil comprender que la providencia de Dios los había guiado, incluso en ese día agotador.

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