Kitabı oku: «Un Helado Para Henry», sayfa 3
âCAPÃTULO 8
Ted Burton dejó el taller de Jim sobre el mediodÃa conduciendo su viejo Wrangler y en menos de una hora llegó a la ciudad de Jersey para ir a visitar a sus amigos de la Firearms Academy. En la entrada encontró, como siempre, a Leland Wright, que estaba sentado al sol como si fuese una lagartija, sin ni siquiera sentir calor. Leland habÃa pasado los sesenta, pero la piel seca y su look le hacÃan parecer quince años más joven. Llevaba un gorro de los marines sobre el pelo canoso y cortÃsimo, una camiseta azul que llevaba escrito âmi novia es mi fusilâ, pantalones de camuflaje grises y unas botas militares negras.
«¡Pensaba que ya no ibas a venir!» dijo Leland cuando vio a Ted.
«No iba a renunciar a desafiarte con la M4» respondió Burton con una sonrisa juvenil.
Leland comenzó a reirse mirando al amigo y se levantó de la silla de plástico.
«Viejo hijo de putaâ¦espera que le digo a Charlie que me sustituya en la puerta» respondió Leland cogiendo el walkie-talkie del bolsillo de los pantalones para contactar a su amigo.
Dentro de la Firearms Academy no habÃa tanta gente como en los fines de semana, asà que se podrÃa disparar al polÃgono sin hacer demasiada cola. La cara de Wayne LaPierre, el vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle, estaba bien expuesta en un póster cerca de la mesa donde estaban las armas automáticas.
«¿Quieres palitos de mozzarella?» le preguntó Leland a Ted.
«No, jefe. Si eso más tarde. He desayunado hace una hora» respondió Ted que estaba deseando empuñar la M4 de asalto.
«Haz lo que te dé la gana, yo voy a comer algunos» le dijo Leland acercándose a la barra del bar. Todos saludaban a Leland con respeto y todos, como habÃa hecho Ted, le llamaban âjefeâ, quizás por eso su camiseta preferida tenÃa la palabra âchiefâ escrita en amarillo y en grande. Esa era la camiseta que Leland llevaba los fines de semana, cuando en la Firearms llegaban cientos de americanos amantes de las armas con la familia a cuestas. No todos venÃan a disparar o a hacer cursos para un uso correcto de las armas de fuego, venÃan porque la academia era uno de los lugares de encuentro preferidos por los fanáticos de la segunda enmienda. Los domingos la Firearms era el sitio donde se reunÃa un público multiétnico y heterogéneo, un campeonato humano variopinto y formado por personas que no estaban de acuerdo con la idea de que Obama propusiese en el Congreso un ley para impedir el uso y la compra de las armas automáticas.
«¡Venga, Comandante! ¡Ven a beberte una cerveza conmigo!» le gritó Leland a Ted mientras este ansiaba coger la M4A1.
«¡A una cerveza nunca le digo que no!» respondió Ted mientras iba hacia el bar.
Leland comÃa mozzarella frita todavÃa caliente, y su paladar y su lengua no parecÃan sufrir tanto.
«Va, coge unaâ¦Â» le dijo el jefe Wright a Ted, que no se lo hizo repetir dos veces y se comió una de esas mozzarellas teniendo cuidado de no quemarse la boca.
«El domingo pasado vino un periodista italiano, sabes, uno de esos pesados de cojones sin disciplina que han nacido con el don de la sabidurÃa y que piensan que son más inteligentes que los demás. Le puse en su sitio enseguida. ¡ParecÃa un pez fuera del agua!»
«¿Y qué querÃa?» preguntó Ted.
«Ya sabes cómo son los europeos, siempre democráticos en busca de entrevistas para saber qué es lo que nos mueve a comprar armas.»
«¿Y te entrevistó?»
«Pues claro, y si hubieses estado tú, también te habrÃa entrevistado.» replicó Leland.
«¿Qué te preguntó?»
«La mierda habitual que asocia la posesión de armas con los atentados en los colegios y cosas asÃâ¦Las armas no se disparan solas, le dijeâ¦Y si él hubiese pensado un instante en cuántos americanos tienen armas, según su teorÃa, los Estados Unidos serÃa una tierra poblada por los fantasmas de las personas que se han disparado a ellos mismos por diversión. Me hierve la sangre cuando oigo comparaciones entre personas como nosotros, que respetamos la segunda enmienda, y algún jodido loco. ¡Tenemos más de trescientos millones de armas por ahà y quiere ir de persona ética! ¡Qué se jodan, ellos y sus viejas piedras!» Dijo rojo de rabia el jefe Wright.
«Hiciste bien en cantarle las cuarenta, jefe. Me estoy imaginando a ese periodista mientras te hace las preguntas con el intento de moralizarte. Además, ¿quiénes son los europeos? ¿Piensas que alguno de ellos cree en esa bandera azul con estrellitas? ¡No entiendo a qué esperan los ingleses para darles su merecido! Esos pueblos apenas se soportan entre ellos y encima no hablan ni el mismo idioma, les unen solamente esa estúpida moneda, que para empezar deberÃa estar por debajo del dólarâ¦Â¡Qué se queden sin armas y se preparen para que algún gobierno enfermo les joda! Parece que ya se han olvidado de ese jodido dictador suyo, pero, de todas formas, seguirán sin entender la importancia de la segunda enmienda y seguirán viéndonos solo como cowboys, y cuando llegue algún fanático loco para joderles, se verán obligados a implorar nuestra ayudaâ¦Â»
«Ya, ¡silban y llega la caballerÃa!»
«Y te voy a decir una cosa, estoy seguro de que se hacen las pajas viendo a Obama en la televisión; ya les estoy viendo quejarse por cualquier gilipollez en el mundo y culpando a los Estados Unidos.»
«¡Exacto, Ted!» dijo el jefe Wright dando un puño sobre la barra de madera del bar.
«Hombre, no te niego que a mi edad yo también estoy empezando a pensar que quizás sea justo limitar la venta de armas a los civiles. Me refiero a las automáticas. Esas solamente las tendrÃan que tener las personas sensatas y con todos los tornillos. Mejor aún, serÃa mejor venderlas a la gente que ha prestado su vida a un uniforme y que ha hecho un juramento: gente fiable, gente que ama a este paÃs y a su bandera, gente como nosotros, Lelandâ¦Â» dijo Burton antes de dar un sorbo a su cerveza.
«SÃ, pero hay que estar siempre preparados para protegerse con los mejores modosâ¦Â»
«Para protegerse, una pistola es más que suficiente y algunas armas solo sirven para la guerra.» respondió Burton, todavÃa conmovido por el arrebato anterior de Wright.
«Depende del enemigo, Ted. ¿Cómo se llamaba esa pelÃcula de western italiana en la que Clint Eastwook dice: âCuando un hombre con una 45 se enfrenta a otro con rifle, el hombre de la 45 es hombre muertoâ?»
«¡No sabÃa que los italianos hiciesen pelÃculas!» respondió Ted riendo a carcajadas junto con Leland y el camarero que les habÃa escuchado hablar.
«Eres un canalla, Ted Burton, y siempre me has gustado por eso, pero esa es una gran pelÃcula, ¡te lo aseguro!»
Ted y el jefe Wright terminaron su cerveza rápidamente para ir a recoger sus fusiles de asalto y desafiarse en el polÃgono.
«Hoy invita la casa, pero para ti vale lo que está escrito en ese cartel.» le dijo Leland a Ted, señalando el cartel que decÃa: âlos niños disparan gratisâ.
«Gracias viejo, pero no hacÃa falta el cartel: con solo mirarte ya me siento más joven, aunque sea un oficial jubilado» dijo irónicamente Burton.
«Te sentirás como un bebé cuando veamos el resultado de tiro con la M4. ¡Me apuesto diez cervezas, amigo!» dijo Leland a Ted.
«Lo veo, viejo. Te venceré solamente para no tener que llevarte a casa en brazos después de haberte bebido todas las cervezas de golpeâ¦Â» respondió Burton riendo y siguiendo al amigo hasta la zona de tiro con el fusil en el hombro y la caja de las municiones en la mano.
âCAPÃTULO 9
Henry, en el intervalo de una clase a otra, se relajó y se olvidó enseguida de ese ejercicio de clase, cuando, de repente, oyó por la ventana la música inconfundible del camión de helados, bueno, en realidad no era la canción de siempre, pero se parecÃa mucho. Henry se asomó y vio que el camión no era el de siempre.
âEl señor Smith habrá cambiado de camiónâ¦â pensó el chico, dándose cuenta de que al bueno de Smith no le tenÃan que ir muy bien las cosas, ya que el gran camión pintado de rosa y que llevaba sobre el techo un cono de helado enorme de plástico, habÃa sido sustituido por una vieja furgoneta gris que tenÃa alguna que otra abolladura en un lado. ParecÃa haber salido de una de las tantas fotografÃas que aparecÃan en los grandes volúmenes de historia sobre la Segunda Guerra Mundial, que el padre de Henry tenÃa a la vista en la estanterÃa del salón y que Bet habÃa comprado en un rastro cuando estaba embarazada.
â¡Claro! Habrá sido por culpa de la lluviaâ¦el verano pasado duró prácticamente un mes y el señor Smith no hizo mucho negocio, asà que habrá vendido el camión y lo habrá sustituido por eso!â
«¿En qué piensas, Henry?» le preguntó Nicolas metiéndole el dedo entre las costillas.
«En nada, estaba mirando por la ventana. Me han entrado ganas de helado.»
«¿Por qué?» le preguntó Nicolas mirándole a los ojos.
«¡Porque acaba de pasar el señor Smith con su nueva furgoneta!»
Nicolas dirigió la mirada hacia la ventana, dio dos pasos adelante y sacó la cabeza, girándola a derecha e izquierda, luego, se giró hacia Henry y le clavó los dos dedos Ãndices en las costillas, justo debajo del pecho. Henry hizo un extraño sonido de dolor y soltó todo el aire fuera de los pulmones y se inclinó hacia adelante.
«¡QuerÃas engañarme Henry Lewis, pero al final te he engañado yo!» dijo el niño pelirrojo riendo.
«Sentaos, niños» ordenó el viejo maestro Johnson mientras entraba en clase con su habitual caminar indeciso, la gorra de béisbol de los NY Yankees y el New York Times bajo el brazo.
«Hoy vamos a hablar del Presidente Kennedy y ¡estoy seguro de que os va a gustar!»
Mientras Johnson se sentaba y colocaba, primero, el periódico y, después, la gorra sobre la mesa, Henry, recuperado ya del doble golpe fatal de Nicolas, antes de sentarse volvió a mirar por la ventana para ver si estaba todavÃa el camión del señor Smith, pero no vio nada.
âA lo mejor tenÃa prisaâ, pensó Henry mientras volvÃa a su sitio para sentarse y mientras miraba al señor Johnson intentando abrir el periódico para mostrarlo a la clase.
Henry comprendió que la historia de aquel Presidente no solo le harÃa olvidar inmediatamente a la profesora Anderson y a su ejercicio de matemáticas, sino que le quitarÃa las ganas de helado que la visión de aquella furgoneta le habÃa hecho tener.
KENNEDY ASESINADO POR UN FRANCOTIRADOR
Era el tÃtulo de aquella edición del periódico. La clase serÃa interesante y se podÃa saber por las miradas absortas de los estudiantes por el tÃtulo de aquel viejo periódico. Nicolas estaba tan sorprendido que no tuvo el tiempo de sacarse el meñique de la nariz con la intención de excavar a fondo entre las piedras poco preciosas de su nariz pecosa.
«Sácate ese dedo de la nariz, Nicolas. Vivo o muerto, siempre tenemos que tener respeto cuando se habla de un Presidente de los Estados Unidos de América; no hay moco que valga. Si no puedes sonarte, te aguantas. Lo tienes que soportar.» Le regañó el maestro Johnson.
Ninguno se rio; la mirada del viejo maestro era penetrante y el timbre de su voz era profundo y calmado, lo que se espera siempre de un sabio.
âCAPÃTULO 10
Barbara Harrison, sin quererlo, era guapÃsima y cuando iba femenina era una de esas mujeres que hacen perder la cabeza a cualquier hombre. Estaba tan acostumbrada a que la cortejasen que ya en la Universidad se aburrÃa de los continuos piropos de los chicos y le disgustaban los de los adultos, que buscaban descaradamente montársela a pesar de que todavÃa era menor de edad. Entre estos habÃa un amigo de la infancia de su padre, Donald Coleman, que durante unas vacaciones en Florida tuvo la genial idea de colarse en el cuarto de Barbara cuando ella no tenÃa ni quince años. Lo hizo al tercer dÃa de las vacaciones, medio borracho y en medio de la noche, aprovechando que su mujer y los padres de Barbara se habÃan quedado a bailar la música hawaiana en una rumorosa fiesta en la playa, organizada cerca de la casa que las dos parejas habÃan alquilado juntas.
Solamente la larga amistad con el padre de Barbara salvó a Donald de una denuncia por intento de agresión sexual a una menor, pero eso no lo salvó de la ira de Barbara, que en aquella época tenÃa un gran talento para las artes marciales, precisamente el taekwondo, que practicaba desde hace cuatro años.
Colleman, esa noche, habÃa vivido una horrible pesadilla: primero se habÃa hecho ilusiones con que la joven chica estuviese dispuesta a echar un polvo con él, cuando ella se levantó solo con bragas después de sentir los dedos hambrientos del hombre tocar sus nalgas, y unos minutos después, él se encontró con un ojo morado y una costilla rota, tirado en el suelo. En vez de un beso, se llevó un puñetazo y una patada que ni siquiera vio venir porque, en la oscuridad de la habitación, los movimientos de la joven Barbara Harrison fueron rapidÃsimos.
Barbara le dio que no dirÃa nada a sus padres, que él tendrÃa que inventarse una excusa por esos golpes, pero que si volvÃa a intentarlo de nuevo, primero le matarÃa y luego le denunciarÃa.
Donald Coleman le dijo a su mujer y a los padres de Barbara que unos ladrones habÃan intentado robarle el monedero y que cuando intentó defenderse, él se llevó la peor parte. Las vacaciones en Florida para él y para su mujer terminaron al dÃa siguiente, unas horas después de salir del hospital. Durante los años siguientes, los encuentros entre los Colemans y los Harrison disminuyeron drásticamente y Barbara no estuvo jamás presente en esas ocasiones. Donald se avergonzaba de haber hecho lo que habÃa hecho y siempre buscaba excusas para declinar la invitación de su amigo Antony Harrison, hasta que el padre de Barbara se cansó y decidió no llamarle más.
âHaces bien en no seguir llamándole, papá, siempre he considerado a ese amigo tuyo un baboso y un idiotaâ¦y, además, su mujer tenÃa celos de la belleza de mamáâ, eso es lo que Barbara siempre decÃa cuando salÃa el tema: â¿qué es de los Coleman?â, hasta que, con el tiempo, en casa de los Harrison se dejó de hablar de ellos.
Volviendo a casa después de la hora corriendo en Central Park, el portero del edificio paró a Barbara para entregarle un paquete.
«¿Quién lo envÃa?» preguntó curiosa Barbara.
«Viene de un atelier italiano, señorita Harrison, no sabrÃa decirle más» respondió el portero sonriéndole.
Ya en el cuarto piso del edificio en Upper East Side, Barbara cerró la puerta de su apartamento empujándola con un pie y se apresuró a poner el paquete sobre la mesa de la luminosa sala de estar.
Estaba indecisa; no sabÃa si abrirlo enseguida o después de ducharse, aunque tenÃa mucha curiosidad, como cuando de pequeña se levantaba la primera en Navidad y sin hacer ruido, caminando de puntillas, iba a mirar, a través de los cristales polarizados de la puerta corredera del salón, los regalos y a fantasear con Papá Noel y después volver, siempre en silencio, a su habitación y fingir dormir, antes de que se despertaran sus padres y su hermano. Como entonces, prevaleció su paciencia y su fuerza de voluntad, y racionalmente llegó a la conclusión de que enfriarse, todavÃa sudada, no era la mejor idea.
Bajo el agua caliente, envuelta en vapor, pensaba en quién podrÃa haberle enviado un regalo desde Italia; estaba segura de que habÃa sido Robert, aunque su madre le habÃa prometido que le enviarÃa un regalo especial por su cumpleaños, que serÃa en unas semanas; sin embargo, su instinto no la engañó: Robert habÃa enviado el paquete. Barbara abrió el paquete solamente después de haber metido las últimas cosas en la maleta que cogerÃa más tarde, antes de irse con Robert a Maine para su fin de semana.
En la nota que encontró abriendo la caja estaba escrito: âpara tiâ¦â, firmado con las iniciales de Robert Brown: âRBâ. Robert no era uno de esos hombres que se extendÃa al escribir, preferÃa hablar las cosas, se le daba mejor. Barbara deshizo el lazo de seda rosa que envolvÃa la elegante caja blanca y en la que estaba escrito âAtelier Livia Risiâ.
Dentro habÃa un espléndido vestido, un único ejemplar llamado âPizzo Jersey BuyByâ, diseñado y creado por una estilista italiana. El vestido estaba cortado al bies y esto hacÃa mucho más complicado el proceso de costura, ya que se necesitaba una gran cantidad de tejidos, pero solamente un vestido con corte al bies puede encajar perfectamente con el caminar de una mujer. Era de color fucsia, con escote en V negro que llegaba hasta el esternón; se podÃa incluso llevar sin sujetador gracias a la goma negra bordada, que iba por la parte del pecho y por debajo. Ese vestido era especial para la estilista italiana; era un vestido que estaba perennemente presente en cada colección primavera-verano. Era de encaje y bordado con diferentes capas: doble capa por delante, donde debÃa cubrir más y una única capa donde se podÃa dejar entrever con elegancia y sensualidad la belleza armónica de un cuerpo femenino como el de Harrison, que sin duda ese vestido resaltarÃa aún más.
«¡Wow!» exclamó Barbara cuando extendió el vestido sobre la cama para admirarlo.
Harrison no estaba acostumbrada a vestir muy femenina, en su interior latÃa el corazón de un macho e intentaba evitar ropa femenina o sugerente. Obviamente, cualquier cosa que se metiese le quedarÃa divinamente, pero ella querÃa ser valorada por los hombres y por las mujeres por otras cualidades, esas que van más allá de la apariencia fÃsica y que al final, de una manera u otra, todos le reconocÃan. En el trabajo no aceptaba las miradas de aquellos que intentaban hacerle una radiografÃa con la mirada.
âSi no quieres tener problemas conmigo, concéntrate y no te pierdas en inútiles imaginaciones. ¿He sido clara?â Era la frase que repetÃa siempre cuando conocÃa a alguien por primera vez y se quedaba mirándola durante el trabajo. Llevaba sus cuarenta y dos años con el esplendor de una magia que habÃa parado el tiempo desde hace ya diez años. Cuando Barbara se miró al espejo con el vestido puesto, su refinada belleza y su innata elegancia resaltaron hasta el punto de sorprenderla. Robert aceptaba el lado masculino y, a veces, descuidado de Barbara, pero la querÃa ver también asÃ: fascinante y femenina; una mujer celestial e inalcanzable y capaz, con la simplicidad de cualquier movimiento de su cuerpo, de hipnotizarle y hacerle enamorarse de nuevo. Ese dÃa Barbara le contentarÃa, después de pintarse la raya de los ojos y de haber encontrado los zapatos perfectos que conjuntasen con ese magnÃfico vestido, salió de casa para ir al restaurante en el que él la esperaba. Harrison estaba feliz por haber aclarado las cosas por teléfono el dÃa anterior y por cómo Robert consiguió sorprenderla. Algunas semanas sin él habÃan alargado esa insoportable sensación de vacÃo que Barbara sentÃa desde que era una niña; perdió a su hermano mayor por un repentino e inexplicable fallo cardiaco mientras dormÃa. A partir de ese dÃa, la dulce y sensible niña cambió su carácter y adoptó las caracterÃsticas que recordaba más evidentes en el hermano: la fuerza y el coraje, convirtiéndose asà en la Barbara Harrison capaz de superar las expectativas que su familia habÃa inicialmente puesto en ambos hijos, con la intención de aliviar aquel tremendo dolor que sus padres llevaban en el corazón desde la muerte de su hermano Richard. Harrison habÃa tenido alguna que otra aventura con diferentes hombres, pero solo con Robert habÃa saboreado esa sensación familiar, una sensación llena de calidez y protección, y que le hacÃa diferente a los otros. Ãl la querÃa con locura, ella lo sabÃa y a su manera, bajo su coraza, le correspondÃa. Ese hombre solamente le pedÃa que estuviese con él, que viviese el presente para no condicionar el futuro y que recorriesen juntos el camino de su existencia, al menos hasta que el amor les uniese, y él no querÃa otra cosa que no fuese jurarle amor eterno
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