Kitabı oku: «La bestia humana», sayfa 5

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Clavado en la tierra, el joven seguía con sus ojos el tren, cuyo rugido se extinguía en el fondo de la paz mortal de los campos. ¿Había visto bien? Dudaba; no se atrevía a afirmar la realidad de esta visión traída y llevada en un relámpago. Ni un rasgo solo de los actores del drama se le había quedado impreso en la imaginación. La masa oscura debía ser una manta de viaje, caída sobre el cuerpo de la víctima. Y sin embargo, había creído distinguir, bajo una masa de espesos cabellos, un fino y pálido perfil. Pero todo se confundía evaporándose como un sueño. Durante un segundo, aquel perfil resurgió; luego se desvaneció definitivamente. No había sido, sin duda, más que imaginación. No obstante, la visión le dejaba helado, y todo le parecía tan extraordinario que, al fin, se decidió a creer que todo fue una alucinación nacida de la terrible crisis que acababa de atravesar.

Durante casi una hora, Jacobo continuó vagando así, abrumado por confusos ensueños. Sentía un mortal cansancio y, al mismo tiempo, un relajamiento, un frío intenso que iba extinguiendo la fiebre. Involuntariamente, sus pasos habían tomado la dirección de La Croix-de-Maufras; pero cuando, de pronto, se vio ante la casucha del guardabarreras, no tuvo el valor de entrar. Dormiría bajo el cobertizo adherido a una de las paredes delanteras. Entonces advirtió un rayo de luz que se deslizaba por debajo de la puerta y, maquinalmente, la empujó. Un espectáculo inesperado le dejó inmóvil en el umbral.

Misard, a gatas en el rincón donde estaba el tarro de mantequilla, había removido éste de su sitio, y ahora, con una linterna colocada a su lado, buscaba, examinando la pared y dando en ella ligeros golpes con el puño. El ruido de la puerta le hizo levantarse. No se turbó lo más mínimo. Sencillamente dijo, con acento natural:

—Se me cayeron las cerillas —y, devolviendo el tarro de mantequilla a su antiguo lugar, añadió—: Vine a buscar la linterna, porque he visto, hace un rato, al regresar a casa, a un individuo tendido en la vía. Creo que está muerto.

Jacobo, que aun no había salido de su asombro al sorprender a Misard en el momento en que estaba buscando el caudal de la tía Fasia, descubrimiento que convertía bruscamente en certidumbre las dudas acerca de las acusaciones de su madrina, se sintió tan violentamente conmovido por la noticia, que se olvidó del otro drama, del drama que se desarrollaba en la casa. La escena de la cabina, aquella visión tan fugaz de un hombre degollando a otro, acababa de renacer.

—¡Un hombre en la vía! ¿Dónde? —preguntó palideciendo.

Misard iba a contarle que lo había visto al venir con dos anguilas que quería ocultar en su casa. Pero ¿tenía necesidad de confiarse a este muchacho? Así, pues, se contentó con responder:

—Allí abajo, como a quinientos metros... Hay que verlo claro, para saber a qué atenerse.

En aquel momento oyó Jacobo un leve ruido sobre su cabeza. Tan ansioso estaba que se sobrecogió.

—No es nada —manifestó Misard—. Flora que se mueve.

Y el joven conoció, en efecto, el ruido de dos pies desnudos pisando el suelo. Se entendió que Flora había estado esperándolo y venía a escuchar por la rendija de la puerta.

—Le acompañaré —dijo Jacobo—. ¿Y está usted seguro de que está muerto?

—¡Caramba! Eso me parece. Con la linterna saldremos de dudas. —¿Y qué le parece a usted? Un accidente, ¿no es eso?

—Puede ser. Algún muchacho que habrá querido morir aplastado, o quizás algún viajero que se ha tirado del vagón. Jacobo se estremeció.

—¡Venga usted pronto! ¡Pronto!

Jamás le había agitado semejante fiebre de ver. Afuera, mientras que su compañero seguía tranquilo por la vía, balanceando la linterna cuyo círculo de claridad se deslizaba levemente sobre los rieles, corría él delante, irritado por tanta lentitud. Su anhelo era como un deseo físico, como el fuego interior que acelera el andar de los amantes en las horas de cita. Tenía miedo de lo que le esperaba allí abajo, y volaba, no obstante, con toda la velocidad que le permitían sus musculosas piernas. Cuando llegó, por poco choca con una negra masa tendida junto a la vía descendente. Se detuvo paralizado, sacudido de pies a cabeza por un estremecimiento nervioso. Y su agonía, al no ver nada claramente, se tradujo en juramentos contra el otro, que venía rezagado treinta pasos más atrás.

—¡Por vida de Dios! ¡Acabe usted de llegar! Si viviese todavía, podríamos ayudarle.

Misard llegó con su habitual calma, y cuando hubo paseado la linterna por encima del cuerpo, declaró:

—¡Ah! Está muerto.

El individuo, caído sin duda de un vagón, estaba boca abajo, con el rostro pegado al suelo, a unos cincuenta centímetros de los rieles. No se veía de la cabeza más que una espesa corona de cabellos blancos. Las piernas estaban abiertas y el brazo derecho yacía como desprendido, mientras que el izquierdo permanecía doblado debajo del pecho. Se hallaba muy bien vestido, llevaba un amplio paletó de paño azul, y sus pies iban calzados con unas elegantes botas. El cuerpo no presentaba señales de fuerte contusión; pero mucha sangre había salido de la garganta y manchaba el cuello de la camisa.

—Un caballero a quien han despachado —dijo tranquilamente Misard, pasados algunos segundos de silencioso examen.

Luego volviéndose hacia Jacobo, que se hallaba inmóvil, estupefacto, prosiguió:

—No hay que tocarlo. Está prohibido... Quédese usted aquí custodiándolo mientras yo voy a Barentin a dar noticia al jefe de estación.

Levantó la linterna y miró a un poste.

—¡Bueno! —dijo—. Exactamente en el poste 153.

Y dejando la linterna en el suelo, se alejó despacio.

Jacobo, sólo ya, no se movía, mirando sin cesar aquella masa inerte, que la vaga claridad rasante con el suelo hacía confusa. Y la agitación que había precipitado su marcha, el horrible atractivo que lo detenía allí, lo condujeron a este punzante pensamiento que brotaba de todo su ser: el otro, ¡el hombre de la navaja se había atrevido! ¡Había matado! ¡Ah, no ser cobarde, satisfacerse, clavar la navaja! Había en su fiebre un desprecio a sí mismo; cierta admiración por el otro y, sobre todo, el deseo de ver aquello, la inextinguible sed de satisfacer los ojos en el pingajo humano, en el muñeco en que la navaja convierte a una criatura.

El otro había realizado lo que él soñaba. Si él matase tendría aquello en tierra. Le saltaba el corazón del pecho; su prurito de asesino se exasperaba ante el espectáculo de aquella trágica muerte. Y dio un paso, y se acercó más, como un niño nervioso que se familiariza con el miedo. ¡Sí, él se atrevería! ¡Él también se atrevería!

Pero un rugido detrás de su espalda, le obligó a echarse a un lado. Llegaba un tren, que no había oído hasta entonces, absorto como estaba en la contemplación. Iba a ser triturado; el cálido aliento, el soplo formidable de la máquina acababa de advertírselo. Y el tren pasó envuelto en su huracán de ruido, de humo y de luz. Iba lleno de gente. La ola de viajeros continuaba hacia El Havre para la fiesta del día siguiente. Un niño aplastaba la nariz contra los cristales, mirando el negro campo; algunos perfiles de hombres se dibujaban, y una joven, bajando el cristal, arrojó un papel manchado de aceite y azúcar. El alegre tren se perdía a lo lejos, indiferente hacia aquel cadáver que había rozado con sus ruedas, indiferente hacia aquel cuerpo que yacía en tierra vagamente alumbrado por la linterna, única claridad que se destacaba en la inmensa paz de la noche.

Entonces experimentó Jacobo el deseo de ver la herida, mientras permanecía solo. Una sola inquietud le detenía, la idea de que, si tocaba la cabeza, lo notarían tal vez. Había calculado que Misard no podría estar de vuelta con el jefe de estación antes de tres cuartos de hora. Y dejaba pasar los minutos, pensando en Misard, en ese enteco, tan lento, tan calmoso, que se atrevía también, matando tranquilamente con drogas.

¡Qué fácil era matar! Se acercó otra vez; la idea de ver la herida le aguijoneaba de tal modo, que sus carnes ardían. ¡Ver cómo había sido hecho aquello! ¡Ver el agujero rojo! Volviendo a colocar con cuidado la cabeza, nadie lo notaría. Pero le quedaba otro temor que no se confesaba: en el fondo de su vacilación, había el miedo a la sangre. Siempre sentía unidos el espanto y el deseo. Pasó un cuarto de hora más y ya iba a decidirse, cuando un leve ruido, a su lado, le hizo estremecerse.

Era Flora, que se hallaba de pie, mirando como él. Tenía curiosidad de ver los accidentes: en cuanto se anunciaba el atropello de alguna persona o de cualquier animal, no había forma que Flora dejara de ir. Ahora quería ver el muerto del que Misard hablaba. Y, después de la primera ojeada, no vaciló. Bajándose y tomando la linterna con una mano, levantó y dejó caer en seguida con la otra, la cabeza del que yacía a sus pies.

—¡Aparta, que eso está prohibido! —murmuró Jacobo.

Pero ella se encogió de hombros. La cabeza se veía en la claridad amarillenta: una cabeza de anciano, con nariz grande y ojos azules y rasgados. Bajo la barbilla, manaba la herida, una profunda cuchillada que había cortado la garganta, una herida dentro de la cual debió revolverse varias veces la cuchilla. El lado derecho estaba inundado de sangre. A la izquierda, en el ojal superior del gabán, la roseta de comandante de la Legión de Honor parecía un coágulo rojo extraviado.

Flora lanzó un débil grito de sorpresa.

—¡Pero, si es el viejo!

Jacobo, inclinado como ella sobre el cadáver, se adelantó para ver, mezclando sus cabellos con los de la joven. Estaba sofocado de la excitación que le producía el espectáculo. Repetía, apenas consciente:

—¡El viejo!... ¡El viejo!

—Sí, el viejo Grandmorin... El presidente.

Flora detuvo un instante más su mirada sobre ese lívido rostro, esa boca retorcida, esos ojos llenos de espanto. Luego soltó la cabeza que la rigidez cadavérica comenzaba a helar y que volvió a caer al suelo sustrayendo la herida de la vista.

—¡Se acabaron los juegos con las muchachas! —dijo en voz baja—. Seguramente, fue a causa de alguna... ¡Pobre Luisita! ¡Ah, el cochino, bien se lo merecía!

Se produjo un largo silencio. Flora, que había depositado la linterna en el piso, esperaba, dirigiendo hacia Jacobo lentas miradas; pero éste, separado de ella por el cadáver, permaneció inmóvil y como anonadado por lo que acababa de ver. Debían ser las once. La turbación que sentía la muchacha después de la escena ocurrida en la tarde, le impedía hablar. Se oyó un ruido de voces; era su padre que llegaba con el jefe de estación. La joven, no queriendo que la vieran, decidió huir.

—¿No vienes a acostarte? —preguntó a Jacobo.

El muchacho se estremeció. Parecía luchar consigo mismo. Luego, después de un violento esfuerzo, exclamó:

—¡No, no!

Flora recibió sus palabras sin hacer un ademán, pero el movimiento de sus brazos de muchacha vigorosa expresó toda su pena.

Como impulsada por el deseo de hacerse perdonar su resistencia de poco antes, pronunció con profunda humildad:

—¿Entonces no regresas conmigo? ¿No te volveré a ver?

—¡No, no!

Las voces se aproximaban, y Flora, sin tratar de estrecharle la mano, suponiendo que parecía querer él que el cadáver quedara en medio, sin siquiera darle el familiar adiós de camaradas de infancia, se alejó, perdiéndose entre las tinieblas.

En seguida llegó el jefe de estación con Misard y dos obreros ferroviarios. El jefe también identificó el cadáver: era, en efecto, el presidente Grandmorin, a quien conocía por haberlo visto bajar en la estación, siempre que iba a casa de su hermana, la señora Bonnehon, en Doinville. El cuerpo tenía que permanecer en el sitio en que estaba, y el jefe de estación solamente mandó a que lo cubrieran con una capa que uno de los hombres traía. Un empleado había recibido la orden de salir de Barentin, en el tren de las once, para ir a poner el hecho en conocimiento del procurador general de Rouen. Pero no se podía contar con él antes de las cinco o las seis de la mañana, pues tendrían que venir también el juez de instrucción, el escribano y un médico. El jefe de estación organizó un servicio de guardia junto al muerto; durante toda la noche, mediante relevos, estaría allí constantemente un hombre vigilando con la linterna.

Y Jacobo, antes de decidirse a ir a echarse bajo algún cobertizo de la estación de Barentin, de donde no debía de salir para El Havre hasta las siete y veinte, permaneció mucho tiempo inmóvil, absorto. Después, le turbó la idea del juez de instrucción que aguardaban, cual si hubiese sido cómplice del asesinato. ¿Diría lo que había visto al pasar el expreso? En un principio resolvió hablar, puesto que, en suma, nada tenía que temer. Además, su deber no era dudoso. Pero después cambió de opinión, ya que no podía dar a conocer un solo hecho decisivo, ni se atrevería a fijar ningún detalle preciso sobre el asesino. Necia cosa sería meterse donde no le llamaban para perder el tiempo y emocionarse sin provecho de nadie. ¡No, no! No hablaría. Y se fue, volviéndose dos veces para ver el bulto negro que formaba el cuerpo sobre el suelo en medio de la redonda claridad de la linterna. Un frío intenso se dejaba sentir en aquel desierto. Habían pasado varios trenes y llegaba otro muy largo con dirección a París. Y todos, lanzados por el inexorable ímpetu mecánico hacia su lejano destino, hacia el porvenir, pasaban rozando, indiferentes, el cadáver de un hombre al que otro hombre había degollado.

Capítulo III

Al día siguiente, domingo, acababan de dar las cinco de la mañana en todos los campanarios de El Havre cuando Roubaud se apeó en la estación para volver a su servicio. Todavía era de noche. El viento que soplaba desde el mar, empujaba la niebla hacia las colinas que se extienden entre Sainte–Adresse y el fuerte de Tourneville; mientras que al Oeste, sobre el mar abierto, aparecía un claro, un pedazo de cielo en el que fulguraban las últimas estrellas.

En la estación, los mecheros de gas seguían luciendo, pálidos por el frío húmedo de la temprana hora; y allí estaba el primer tren de Montivilliers, que preparaban algunos obreros bajo las órdenes del jefe segundo de la noche. Las puertas de las salas permanecían cerradas y los andenes se hallaban desiertos en aquel perezoso despertar de la estación.

Al salir de su casa, en el piso principal, encima de las salas de espera, había encontrado Roubaud a la mujer del cajero, la señora Lebleu, acechando, inmóvil en medio del pasillo central al que daban las habitaciones de los empleados. Hacía varias semanas que esta señora se levantaba de noche para vigilar a la señorita Guichon, la estanquera, a la que suponía andaba en alguna intriga con el jefe de estación, señor Dabadie. Por lo demás nunca había sorprendido la menor cosa, ni una sombra, ni un soplo. Y aquella mañana también se volvió a su casa sin otra cosa que el asombro producido por haber visto, en casa de los Roubaud, durante los segundos empleados por el marido en abrir y cerrar la puerta, a la mujer, a la hermosa Severina, de pie en el comedor, vestida ya, peinada y calzada, cuando de ordinario se quedaba en la cama hasta las nueve. La mujer de Lebleu despertó a éste para contarle tan extraordinario acontecimiento. En la víspera no se había acostado el matrimonio sino después de la llegada del expreso de París de las once y cinco, ardiendo en deseos de saber el resultado del asunto con el subprefecto. Pero no pudieron sorprender nada en la actitud de los Roubaud, que habían vuelto con la cara de todos los días; y en vano permanecieron hasta las doce con el oído alerta: ningún ruido salió del piso de sus vecinos, los cuales debieron dormirse inmediatamente. Seguramente su viaje no había tenido buen resultado ya que Severina estaba levantada tan de mañana. Y como el cajero preguntó qué cara tenía ella, su mujer se esforzaba por pintarla muy seria y pálida, con sus grandes ojos azules tan claros bajo sus cabellos negros, y sin hacer un movimiento, presentando el aspecto de una sonámbula. En fin, ya sabrían, en el curso del día, a qué atenerse.

Abajo, se encontró Roubaud con su compañero Moulin, que había estado de servicio de noche y a quien debía relevar. Moulin, mientras paseaba algunos minutos, le puso al corriente de las pequeñeces ocurridas desde la víspera: unos vagabundos habían sido sorprendidos en el momento de introducirse en el depósito de equipajes; tres obreros fueron reprendidos por desobediencia, y un gancho de unión se había roto cuando estaban formando el tren de Montevilliers. Roubaud escuchaba en silencio, con tranquilo semblante; estaba solamente un poco pálido; sin duda por un resto de fatiga, que también sus ojos acusaban. Su compañero dejó de hablar, y él parecía interrogarlo aún como si esperara otros acontecimientos. Pero aquello era todo, y Roubaud bajó los ojos entonces, posando su mirada un instante sobre el suelo.

Andando a lo largo del andén, habían llegado los dos hombres al final del muelle abierto, a un sitio en el que, a la derecha, había una cochera en la cual estaban estacionados los vagones que habían llegado por la noche y servirían para formar los trenes del día siguiente. Roubaud levantó la cabeza y sus miradas se fijaron en un coche de primera señalado con el número 293, al cual alumbraba precisamente en aquel momento, con su vacilante luz, un mechero de gas. Entonces exclamó el otro:

—¡Ah! Se me olvidaba...

El pálido rostro de Roubaud se coloreó; no pudo contener un movimiento involuntario.

—Se me olvidaba —repitió Moulin—. Este coche no debe salir. Tenga cuidado de que no le enganchen esta mañana al expreso de las seis y cuarenta.

Hubo un breve silencio, antes de que Roubaud preguntara en tono natural:

—¿Por qué?

—Porque han pedido que se reserve un coche para el expreso de la tarde. Y como no se sabe si habrá alguno disponible durante el día, vale más guardar éste por si acaso.

Roubaud, que no había cesado de mirarlo fijamente, contestó: —Sin duda.

Pero parecía pensar en otra cosa, pues de repente exclamó furioso:

—¡Mire cómo limpian esos cochinos! ¡Es repugnante! Me parece que no han quitado el polvo a este coche desde hace una semana. —¡Ah! —replicó Moulin—, cuando los trenes llegan después de las once, no hay peligro de que los mozos les den una limpiada... ni los miran. El otro día dejaron a un viajero dormido sobre el asiento, y no se despertó hasta la mañana siguiente.

Luego, ahogando un bostezo, dijo que se iba a dormir, pero cuando ya se alejaba, una brusca curiosidad le hizo volver.

—A propósito —dijo—, su asunto con el subprefecto, ¿quedó resuelto, eh?

—Claro, sí, ha sido un buen viaje. Estoy muy contento.

—Me alegro... Y recuerde que el 293 no debe salir.

Cuando Roubaud se encontró solo en el andén, se acercó lentamente hasta el tren de Montivilliers que esperaba listo para salir. Se abrieron las puertas de las salas y aparecieron los pasajeros: algunos cazadores con sus perros y dos o tres familias de tenderos; poca gente, en suma. Pero despachado este tren, el primero del día, Roubaud no tenía tiempo que perder; hubo que formar inmediatamente el tren omnibus de las cinco y cuarenta y cinco, con destino a Rouen y París. A esas horas de la madrugada había poco personal, y las funciones del jefe segundo se complicaban con toda clase de cuidados. Así que hubo presenciado la maniobra de los mozos, consistente en pasar de la cochera, uno por uno, todos los vagones, colocarlos sobre carretón que reemplazaba allí a la plancha giratoria y empujarlos después, llevándolos a su destino, se fue corriendo a dar un vistazo a la distribución de los billetes y al registro de los equipajes. Una disputa entre algunos soldados y un empleado reclamó su intervención. Durante media hora, exponiéndose a las corrientes de aire glaciales, en medio de un público que temblaba de frío, con los ojos hinchados todavía por el sueño y con el mal humor resultado de un exceso de trabajo, Roubaud multiplicaba su presencia, sin tener un minuto para pensar en sí mismo. Luego, como la salida del tren omnibus había dejado expedita la estación, se apresuró a dirigirse hacia el puesto del guardagujas con objetivo de asegurarse que también allí todo marchaba debidamente, pues llegaba otro tren, el directo de París que venía retrasado. Volvió a presenciar el desembarque, esperó a que la muchedumbre de viajeros devolviera los billetes, antes de asaltar los coches de los hoteles que esperaban debajo del tejado mismo de la estación, separados de la vía por una simple barda, y fue solamente entonces cuando pudo respirar un momento en la estación desierta y silenciosa.

Dieron las seis. Roubaud salió con paso perezoso de la sala de andenes. Una vez fuera, al aire libre, levantó la cabeza y respiró viendo que, al fin, comenzaba a nacer el día. El viento del mar había terminado de barrer la niebla y la mañana anunciaba un día claro. Roubaud, dirigiendo la mirada hacia el Norte, observó cómo la playa de Ingouville, hasta los árboles del cementerio, dibujaba sobre el pálido cielo una violácea raya. Luego, volteando hacia el Mediodía y el Oeste, contempló, por encima del mar, el último vuelo de ligeras nubes blancas que bogaban lentamente por los espacios, mientras la inmensa abertura del Sena comenzaba a incendiarse con los rayos precursores de la salida del sol. Con un movimiento maquinal, Roubaud se quitó la gorra bordada de plata, como para refrescarse la frente al aire puro del amanecer. Aquel horizonte familiar —el conjunto de las dependencias de la estación: a la izquierda la sala de llegada, después el depósito de locomotoras y, a la derecha, la sala de salida; toda una ciudad, en fin—, parecía apaciguarle devolviéndole la calma de su cotidiano trabajo, el mismo eternamente. Por encima de la muralla de la calle Charles–Lafitte se levantaban enormes columnas de humo que salían de las chimeneas de las fábricas. A lo largo de la cuenca de Vauban, se veían extendidos grandes montones de carbón. Los silbidos de los trenes de mercancías, el olor de la marea, traído por el viento y que anunciaba el despertar de las aguas, le hicieron pensar en la festividad del día, en el navío que iba a ser botado al agua en presencia de una apiñada muchedumbre.

Al entrar Roubaud en el muelle cubierto, encontró a los muchachos que comenzaban a formar el expreso de las seis y cuarenta. Creyó que iban a enganchar el vagón 293, y toda la calma, que le proporcionó la apacible mañana, huyó de él en un violento acceso de cólera.

—¡Qué diablos!... ¡Ese coche no! ¡Déjenlo en paz! No sale hasta la noche.

El jefe de la cuadrilla le dijo que no hacían más que empujar aquel coche para sacar otro que estaba detrás; pero él no oía, trastornado como estaba por la vehemencia de su irascible carácter.

—¡Animales!... ¡Cuando se les dice que no lo toquen!

Así que, habiendo comprendido al fin lo que le decían, siguió furioso, maldiciendo de las condiciones de la estación, en la que apenas se podía maniobrar. Efectivamente, la estación, que fue una de las primeras construidas en la línea, era indigna de El Havre, con su cochera de maderas viejas, su techumbre de tablas y de zinc, cuajada de pequeños vidrios y sus caserones desnudos y agrietados por todas partes.

—Es una vergüenza —dijo—. No sé cómo la Compañía no ha derribado ya todo esto.

Los trabajadores lo miraban sorprendidos, oyendo hablar en tales términos a él, habitualmente tan disciplinado. Notó esto Roubaud y se detuvo de repente, vigilando en silencio la maniobra. Una arruga de descontento surcaba su frente, mientras su sonrosada faz, erizada de barba rubia, adquiría un aspecto resignado.

Desde entonces conservó toda su sangre fría, atendiendo cuidadosamente a la formación del expreso. Habiéndole parecido que unos enganches estaban mal hechos, ordenó que los ejecutaran de nuevo en presencia suya. Una madre con dos hijos, que solía visitar a Severina, quiso que la colocaran en el departamento de señoras solas. Luego, antes de dar con el silbato la señal de marcha, Roubaud se aseguró, una vez más, de la buena disposición del tren. Y lo miró alejarse despacio, con el ojo avizor de un hombre cuya más insignificante distracción podría costar la vida a muchas personas. En seguida tuvo que atravesar la vía para recibir un tren de Rouen, que entraba en la estación. Encontró allí a un empleado de correos con quien todos los días se comunicaba las noticias. Esto constituía, en sus mañanas tan ocupadas, un corto reposo, cerca de un cuarto de hora durante el cual podía respirar en libertad, porque ningún trabajo inmediato reclamaba su vigilancia. Y aquella mañana, como de costumbre, armó un cigarrillo y estuvo hablando alegremente. Ya era día claro; habían acabado de apagar las luces de gas del muelle cubierto, en el cual reinaba todavía cierta sombra gris a causa de los pocos vidrios que tenía su techumbre; pero el cielo se presentba como una ascua de oro. El horizonte se tornaba sonrosado en medio del ambiente puro de aquella mañana de invierno.

A las ocho solía bajar el señor Dabadie, jefe de estación, y entonces el jefe segundo iba a presentarle su informe. Dabadie era un hombre guapo y muy moreno; vestía bien y ostentaba modales de gran negociante. Ordinariamente, desatendía la estación de viajeros, dedicando su atención al inmenso movimiento de mercancías, que le permitía sostener constantes relaciones con el gran comercio y, en cierto modo, con el mundo entero. Aquel día se retrasaba, y dos veces había Roubaud abierto la puerta del despacho sin encontrarlo allí. Sobre la mesa esperaba el correo, cerrado aún. Los ojos del jefe segundo se fijaron en un telegrama que aparecía entre las cartas y, como si estuviese fascinado, ya no se alejó de la puerta, lanzando rápidas miradas hacia la mesa.

Por fin, a las ocho y diez, se presentó el señor Dabadie. Roubaud, que se había sentado, esperó silencioso para darle tiempo a que abriera el telegrama. Pero Dabadie no tenía prisa; deseaba, sobre todo, mostrarse amable hacia su subordinado, al que estimaba.

—¿Y qué, en París, todo ha marchado bien, por supuesto? —Sí, señor, muchas gracias.

El jefe había abierto al fin el despacho, pero no leía todavía la correspondencia; continuaba charlando sonriente con Roubaud, quien sentía que su voz se hacía ronca con el violento esfuerzo que le costaba dominar una contracción nerviosa de la barbilla.

—Nos causa gran placer tenerlo con nosotros —prosiguió el señor Dabadie.

—Y yo, por mi parte, me siento muy contento de seguir al lado de usted —respondió Roubaud.

Y como el señor Dabadie se disponía a recorrer con la vista el telegrama, Roubaud le observó inquieto, con el rostro húmedo de sudor. Pero la emoción que esperaba no se produjo: el jefe terminó tranquilo la lectura del despacho y luego lo dejó sobre la mesa; evidentemente no se trataba más que de un simple detalle del servicio. En seguida continuó abriendo el correo, al tiempo que el segundo jefe, como de costumbre, le daba parte verbal de los acontecimientos de la noche y la mañana; pero esta vez Roubaud tuvo que buscar en su memoria antes de acordarse de lo que le había dicho su colega a propósito de los vagabundos sorprendidos en el depósito de equipajes. Se cambiaron algunas palabras más, y el jefe lo estaba despidiendo con un ademán, cuando entraron los dos jefes adjuntos, el de los almacenes y el del transporte de mercancías, para presentar sus informes. Roubaud vio que traían otro telegrama, que un empleado acaba de entregarles en el andén.

—Puede usted retirarse —dijo el señor Dabadie, viendo que Roubaud se detenía en la puerta.

Pero el jefe segundo no se fue hasta que vio caer sobre la mesa aquel pedazo de papel, que fue apartado con el mismo movimiento de indiferencia. Durante algunos instantes, Roubaud erró por el muelle en un estado de perplejidad y de aturdimiento. El cuadrante del reloj marcaba las ocho y treinta y cinco. Ningún tren saldría antes del mixto de las nueve y cincuenta. Roubaud tenía la costumbre de emplear este tiempo en dar una vuelta por la estación. Anduvo durante algunos minutos, sin saber adónde le conducían sus pasos, hasta que, al levantar la cabeza, de pronto se vio ante el coche número 293. Entonces, bruscamente, dio un rodeo y se dirigió hacia el depósito de locomotoras, aunque nada tenía que hacer allí. El sol subía esplendoroso por el horizonte y una lluvia de dorado polvo atravesaba la pálida atmósfera. Ya no gozaba de aquella deliciosa mañana: apretaba el paso, con aire atareado, tratando de dominar la terrible tensión de la espera.

Una voz le detuvo repentinamente.

—¡Señor Roubaud, buenos días! ¿Ha visto usted a mi mujer? Era Pecqueux, el fogonero, un hombre alto, de unos cuarenta

y tres años, flaco de carnes, pero de esqueleto robusto y con un rostro curtido por el fuego y el humo. Sus ojos grises que miraban bajo de una frente aplastada, y su rasgada boca de mandíbula saliente, sonreían constantemente con la sonrisa característica del hombre jaranero.

—¡Cómo! ¡Usted por aquí! —dijo Roubaud y se detuvo asombrado—. ¡Ah! sí, tuvo un accidente de máquina... se me había olvidado. ¿Y no sale usted hasta la noche? ¿Buena ganga, eh? Una licencia de veinticuatro horas.

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