Kitabı oku: «Vivir en las ciudades invisibles»

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Las obras maestras, como es el caso de Las ciudades invisibles (1972) de Italo Calvino, son inagotables. Los relatos de los viajes que Marco Polo describe a Kublai Kan sirven de desencadenante para iniciar un fértil diálogo entre la arquitectura, la literatura y la filosofía. Nada puede ser más actual que hablar de aquello que habla de lo intemporal. Nada puede ser más bello que soñar a partir de un poema de amor a las ciudades, especialmente hoy, cuando cada vez es más difícil vivirlas.

Vivir en ciudades invisibles


Colección Arquitectura

Director

Carlos Pesqueira Calvo

Comité científico asesor

José María Ezquiaga Domínguez

Ignacio Vicens y Hualde

Luis Rodríguez Avial

Paloma Sobrini Sagaseta

Carlos Rubio Carvajal

Ignacio Borrego Gómez-Pallete

Felipe Samarán Saló

Marta García Carbonero

© 2020 Emilio Delgado Martos de la coordinación

© 2020 Los autores de sus textos

© 2020 Editorial UFV

Universidad Francisco de Vitoria

editorial@ufv.es // www.editorialufv.es

Ilustraciones e imagen de portada (Flammarion XVIII): Emilio Delgado Martos

Primera edición: noviembre de 2020

ISBN Editorial UFV edición papel: 978-84-18360-49-7

ISBN Editorial UFV edición digital: 978-84-18360-50-3

ISBN Editorial UFV edición ebook: 978-84-18360-69-5

Depósito legal: M-26687-2020

En coedición con Editorial Sindéresis

ISBN Editorial Sindéresis edición papel: 978-84-16262-80-9

ISBN Editorial Sindéresis edición digital: 978-84-16262-81-6

Preimpresión: MCF Textos, S. A.

Impresión: Producciones digitales Pulmen, S. L. L.

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Impreso en España - Printed in Spain

Índice

Introducción

EMILIO DELGADO MARTOS

La ciudad del yo. Reflexiones sobre Las ciudades invisibles de Italo Calvino

AURORA CONDE

¿Qué hace que las ciudades sean habitables?

ANTONIO PUERTA LÓPEZ-CÓZAR

La ciudad telaraña

ALBERTO RUBIO GARRIDO

El impacto de lo invisible. A propósito de Las ciudades invisibles de Italo Calvino

FELIPE SAMARÁN SALÓ

Los jardines invisibles

MARÍA ANTONIA FERNÁNDEZ NIETO

Las ciudades y el tiempo

MANUEL DE LARA RUIZ

Seis ciudades para el presente milenio

CARLOS PESQUEIRA CALVO

Del vuelo. El atlas incompleto o el juego de los fragmentos

PABLO RAMOS ALDERETE

El hermetismo de la forma arquitectónica y la crisis de la utilidad como principio inmanente

EMILIO DELGADO MARTOS

Introducción

EMILIO DELGADO MARTOS

Universidad Francisco de Vitoria

Pasados casi cincuenta años desde su publicación, Las ciudades invisibles de Italo Calvino mantiene vigente un mensaje que se actualiza en las nuevas generaciones. Esto es lo que tienen las grandes obras de la literatura cuando tratan temas que atañen a la persona en todas sus dimensiones.

Aprovechando este pozo inagotable, el 24 de octubre de 2018 tuvimos la oportunidad de organizar un seminario1 a propósito de la obra de Calvino en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Francisco de Vitoria. Con el título «Vivir en ciudades invisibles», pudimos escuchar a especialistas de diversos ámbitos hablar sobre la manera en que la visión de Marco Polo sobre las ciudades imaginarias descritas en la obra aterriza en diferentes áreas de conocimiento, como la literatura, la filosofía y la arquitectura. La realización de este seminario ha permitido dejar un poso en el ámbito académico, materializado en esta publicación, que, aprovechando el mismo título, es una compilación de escritos en los que han participado los ponentes del seminario y profesores de la Escuela de Arquitectura. Los diferentes enfoques permiten comprobar las sugerentes prospectivas que ofrece el texto original.

1 El seminario está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=eplUUSptEUs.


La ciudad del yo. Reflexiones sobre Las ciudades invisibles de Italo Calvino

AURORA CONDE

Universidad Complutense de Madrid

Esta contribución parte del tratamiento de la habitabilidad de las nuevas urbes que Italo Calvino plantea en su obra Las ciudades invisibles.1 En ella, voy a partir de algunas generalidades sobre el escritor, centradas en su relación especialísima con el espacio y más aún con la imagen, con esa realidad visual y esa idea de un mundo casi limitado a su visibilidad, que le obsesionó al menos en la fase más madura de su trabajo y que determina también su idea de ciudad.

Por ello, inicio con una constatación, que es también casi una advertencia, señalando que, pese a ser una de sus obras más conocidas, y la única que en su propio título implica el concepto urbano, Las ciudades invisibles (publicada por primera vez en 1972) no es el texto en el que Calvino volcó sus ideas más directas y estrictamente vinculadas con el urbanismo (con su idea de ciudad real). Para aproximar cuáles eran esas ideas, respecto del nuevo urbanismo y de la realidad de las metrópolis contemporáneas, sería necesario acudir, por ejemplo, a La especulación inmobiliaria de 1963 (casi diez años anterior al texto que nos ocupa), obra que contiene páginas que registran y acusan la imparable e irracional transformación de la ciudad, dictada por criterios y motivos económicos, más que sociales, y observada en su mutación más dañina e irresponsable. Como también sería necesario remitirse al imprescindible Palomar (publicada en 1983, casi diez años posterior a Las ciudades invisibles), unas de las ficciones más teorizantes y complejas de Calvino sobre el espacio, la imagen y la visibilidad, en la que se afronta la relación habitante/mundo y la posible (o imposible) reproducción de lo real; es decir, el modo en que los espacios y la percepción sensorial y visual de la realidad externa influyen en nuestras formas perceptivas y, a la postre y en un sentido muy amplio, sobre nuestra identidad. En el texto, la reivindicación de la conciencia y del filtro que esta supone respecto de toda realidad (realidad cada vez más dudosa para el escritor)2 es una declaración teórica en plena regla que abre a sugestivas posibilidades de interpretación del valor de lo urbano, subsumido en una visión casi cósmica, podría decirse, y que, pese a su interés, no desarrollaré en esta contribución:

Pero ¿cómo se hace para mirar una cosa dejando de lado el yo? ¿De quién son los ojos que miran? Por lo general se piensa que el yo es alguien que está asomado a los propios ojos como al antepecho de una ventana y mira el mundo que se extiende delante en toda su vastedad. Por lo tanto: hay una ventana que se abre al mundo. Del otro lado está el mundo, ¿y de éste? Siempre el mundo: ¿qué otra cosa va a haber? Con un pequeño esfuerzo de concentración Palomar consigue desplazar el mundo de allí delante y acomodarlo asomado al antepecho. Entonces, fuera de la ventana, ¿qué queda? También el mundo, que en esta ocasión se ha desdoblado en mundo que mira y mundo mirado. ¿Y él, llamado también “yo”, es decir, el señor Palomar? ¿No es también él un fragmento de mundo que está mirando otro fragmento de mundo? O bien, dado que está el mundo de este lado y el mundo del otro lado de la ventana, tal vez el yo no sea sino la ventana a través de la cual el mundo mira al mundo. Para mirarse a sí mismo el mundo necesita los ojos (y las gafas) del señor Palomar.3

Vuelvo ahora al tema central de mi reflexión. La cuestión de cómo ciertos espacios o, más exactamente, la interiorización y la memoria que ciertos espacios (en particular los urbanos) construyen como base más íntima y profunda de la identidad tiene probablemente mucho que ver con algunos aspectos de la biografía de Calvino. Como es muy sabido, el escritor nació en Santiago de Cuba, donde el padre había sido trasladado por cuestiones de trabajo, y volvió a Italia siendo aún muy niño. Su vinculación al espacio geográfico en el que vivió a partir de los dos años, la pequeña ciudad de San Remo, en Liguria, y el espacio de la casa familiar son determinantes en una buena parte de su obra.4

A esos lugares y espacios, de manera más o menos explícita, se refirió el escritor en innumerables textos y entrevistas, y tal vez su mención más obvia queda recogida en «El barón rampante», ambientado precisamente en una villa significativamente llamada Ombrosa, rodeada por un parque en el que Cosimo, su protagonista, vive cobijado en un árbol, que lo protege y a su vez lo define como personaje. En el texto, el parque que rodeaba la villa de los Calvino emerge sin duda, como se ha dicho, de forma explícita, revelando su importancia en el imaginario más profundo del escritor (que lo utilizará en muchas otras variantes en otras ficciones), del mismo modo que la perspectiva de Cosimo, que observa el entorno desde una posición elevada y en cierto modo alejada, transforma el parque, la villa y los detalles que las definen en una pura imagen: abstracta y distanciada, fusión entre la visión real, el recuerdo, la memoria y la función metatextual que el escritor otorga a ese espacio en el texto y que funde un ideal luminoso y utópico con lo que podríamos definir la cotidianidad y lo real:

Descubrieron el agujero en el barril y comprendieron de inmediato que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a atraparnos en la cama con el látigo del cochero. Acabamos cubiertos de estrías violeta en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en el mísero cuartito que nos servía de prisión. […] Ese mediodía del 15 de junio […]. [Cosimo] estaba vestido y peinado con gran propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus doce años […]. Ya he dicho que pasábamos horas y horas en los árboles, y no por motivos prácticos como hacen muchos niños, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos, sino por el placer de superar difíciles protuberancias del tronco y horcaduras, y llegar lo más alto que podíamos, y encontrar buenos sitios donde pararnos a mirar el mundo allá abajo, a gastar bromas y decir cosas a quien pasaba. Me pareció, pues, natural que la primera idea de Cosimo, ante aquel injusto ensañamiento contra él, hubiera sido trepar la encina, árbol que nos era familiar y que al extender sus ramas a la altura de las ventanas de la sala imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia. […] Cosimo estaba en la encina. Las ramas se desplegaban, altos puentes sobre la tierra. Soplaba un viento ligero; hacía sol. El sol estaba entre las hojas, y nosotros, para ver a Cosimo, teníamos que protegernos con la mano. Cosimo miraba el mundo desde el árbol; todo, visto desde allá arriba, era distinto, y eso era ya una diversión. La avenida ofrecía una perspectiva muy distinta, como los arriates, las hortensias, las camelias, la mesita de hierro para tomar el café en el jardín. Más allá las copas de los árboles eran menos frondosas y la huerta descendía en pequeños campos escalonados, sujetos por muros de piedra; la loma era oscura por los olivares y, detrás, la población de Ombrosa asomaba con sus tejados de ladrillo descolorido y pizarra, y se divisaban vergas de barcos allá abajo, donde estaba el puerto. Al fondo se extendía el mar, alto de horizonte, y un lento velero lo surcaba.5

He reproducido esta larga cita, ya que creo importante resaltar el hecho de que Calvino fue plenamente consciente, desde sus inicios como escritor, del impacto que los espacios que interfieren en los años de formación tienen sobre el sujeto; para él, fue sin duda el de esa casa de la niñez y ese reducido paisaje de su región, veteado por el simbolismo de la luz y el sol, dominado por una vegetación que se cuela, sin excepciones, en toda su ficción. Esa imagen fuertemente connotada, simbólica y abstracta de una textura, casi podría decirse, más que de un lugar, se sumará en los años de madurez a la experiencia de las ciudades que el escritor amó y habitó (como veremos, París y Nueva York, pero también Turín o Roma). El resultado es el uso, a lo largo de todos sus textos de creación, de un concepto de ciudad cada vez más complejo y a la vez más depurado de connotaciones reales, y más especular respecto de la identidad del escritor. Una imagen absoluta de ciudad, podría decirse, que constituye ese lugar de origen, ese espacio interior que justamente Calvino definió como esencial en la identidad de un artista.

Precisamente en Las ciudades invisibles, en uno de los diálogos más intensamente autoficcionales y metatextuales, Calvino pone en boca de Marco Polo una declaración abierta al respecto:

—Sire, ya te he hablado de todas las ciudades que conozco.

—Queda una de la que no hablas jamás.

Marco Polo inclinó la cabeza.

—Venecia —dijo el Kan.

Marco sonrió.

—¿Y de qué crees que te hablaba? […] Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia […]. Para distinguir las cualidades de las otras he de partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia.6

Esa Venecia de Marco Polo que recoge la cita corresponde precisamente a ese espacio interior que para el escritor tiene una estrecha relación con la memoria; es decir, con la conciencia y, por tanto, con el propio acto escritural.7 De hecho, en la aceptación del impacto que los espacios de formación tienen sobre el sujeto, el escritor señaló en varias ocasiones cómo estos influyen en la psicología, el imaginario y el propio lenguaje. En su vertiente como creador, a la búsqueda de esa adecuación del lenguaje a aquello que realmente se quiere expresar,8 Calvino transformó esos lugares interiores en abstracciones ya no coincidentes con un espacio concreto imitable, sino con una dimensión espaciotemporal (volveré inmediatamente sobre ello) que deja de existir en su concreción e identidad para abrir un inmenso y mutable abanico de metáforas y símbolos, como Las ciudades invisibles ejemplifican en su forma más elaborada y madura. Para el Calvino escritor, los espacios reales deben desaparecer para ser recuperados en la escritura, convertidos en materia nueva:

Como ambiente natural, lo que no se puede rechazar u ocultar es el paisaje natal y familiar. San Remo sigue saliendo en mis libros en los más variados escorzos y perspectivas, sobre todo visto desde arriba y sobre todo está presente en muchas de las ciudades invisibles […]. Toda búsqueda no puede partir más que de ese núcleo del que se desarrollan la imaginación, la psicología, el lenguaje. Esta persistencia es tan fuerte en mí como lo fue en mi juventud el impulso centrípeto que pronto se reveló sin retorno porque rápidamente los lugares han dejado de existir.9

Relacionado con la materia ficcional de Las ciudades invisibles, y ocupando un lugar central en la personalidad estética de Calvino, hay que añadir, como se ha adelantado, al menos otros dos espacios que, junto con los de la niñez, acompañaron al escritor e influyeron poderosamente en su identidad intelectual más madura. Su incorporación en cuanto materia enmascarada y ficcionalizada en sus obras y su mención casi confesional en infinitas entrevistas dan la medida de la importancia que tuvieron para el escritor Nueva York y París, las dos ciudades a las que me refiero, sobre las que Calvino reflexionó con singular agudeza a lo largo de toda su vida y cuya influencia en Las ciudades invisibles no solo fue explícitamente reconocida por él mismo, sino que justifica la conclusión de esta comunicación a la que llegaré ya en breve.

La ciudad de Nueva York, que Calvino visitó en varias ocasiones y en la que vivió brevemente, es definida en toda su importancia en uno de los textos más importantes (del que he extraído la cita anterior y que citaré de nuevo) y más esclarecedores de la visión teórica que Calvino tiene de la ciudad: Ermitaño en París. Considerado un texto capital para la comprensión de muchas de las facetas de la personalidad calviniana, en este texto, que tiene el importante subtítulo de Páginas autobiográficas, se recoge una larga (y célebre) entrevista que el escritor concedió a la crítica Maria Corti. En ella se lee:

La ciudad que he sentido como mi ciudad más que cualquier otra es Nueva York. Incluso una vez, imitando a Stendhal, escribí que quería que en mi tumba se escribiera “neoyorquino”. Eso era en 1960. No he cambiado de idea, aunque de entonces acá haya vivido la mayor parte del tiempo en París, ciudad de la que no me separo más que durante breves períodos y donde, tal vez, si pudiera elegir, moriré. Pero cada vez que voy a Nueva York la encuentro más bella y más cerca de una forma de ciudad ideal. Será porque es una ciudad geométrica, cristalina, sin pasado, sin profundidad, aparentemente sin secretos. Por eso es la ciudad que menos miedo da, la ciudad que me puede dar la ilusión de apoderarme de ella con la mente, de pensarla toda entera en el mismo instante.10

Si Nueva York es, pues, para el escritor esa ciudad en parte perfecta porque su carencia de espesor y pasado la hace imaginable y aprehensible como totalidad inmediata, París se coloca en las antípodas y se revela, además, como el lugar que define un punto de inflexión en la maduración de Calvino, hasta el punto de poder afirmarse que los años parisinos y su experiencia de la ciudad y en la ciudad cambiaron significativamente no solo su estética, sino sus concepciones teóricas y dieron lugar a la que podríamos definir como su nueva visión del mundo y de la realidad.11 La experiencia parisina fija dos aspectos esenciales por lo que respecta a la relación del escritor con la ciudad en general y que se reflejarán en algunas de sus obras de madurez, de forma destacada en Las ciudades invisibles.

El primero se refiere a esa experiencia de la ciudad que colocábamos en las antípodas de la de Nueva York. Para Calvino, la capital francesa es ante todo un texto complejo, lleno de una espesura y de un pasado que impide su visión total e inmediata. Es, por lo tanto, un lugar de elección intelectual, resultado de un doble trayecto: el de la vivencia, que compone la imagen subjetiva y experimentada, de alguna forma real, de esa ciudad y el de las lecturas previas, la de una París preconstituida en el imaginario, lo que le permite cumplir una función escenográfica de especial intensidad y valor:

Si es cierto que son los escenarios de los primeros años de nuestra vida los que dan forma a nuestro mundo imaginario y no los lugares de la madurez. Diré más: es necesario que un lugar llegue a ser un paisaje interior para que la imaginación empiece a habitar ese lugar, a hacer de él su teatro. Ahora bien, París ya ha sido el paisaje interior de gran parte de la literatura mundial y de muchos libros que todos hemos leído y que tanto han contado en nuestras vidas. Ante que una ciudad del mundo real, París, para mí como para millones de otras personas de todos los países, ha sido una ciudad imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo.12

La apropiación (o interiorización) que Calvino fue haciendo de París dio pie, por otra parte, a la reflexión más importante a fines de esta contribución; es decir, entender el poder que esa ciudad tiene en cuanto ciudad-enciclopedia: un espacio en el que lo particular (sea este un monumento, una plaza, una biblioteca, la propia calle en la que se vive…) adquiere una relación referencial y establece un lazo explicativo (memorial, por tanto, y repito de nuevo este concepto) de carácter espaciotemporal con el pasado y el presente del sujeto que la habita y la observa:

Entonces podría decir que París […] es una gigantesca obra de consulta, una ciudad que se consulta como una enciclopedia; se abre una página y te da toda una serie de informaciones de una riqueza como ninguna otra ciudad. […] Esta idea de la ciudad como discurso enciclopédico, como memoria colectiva, tiene toda una tradición. Pensemos en las catedrales góticas en las que todo detalle arquitectónico u ornamental, todo lugar y elemento se remitía a cogniciones de un saber global y era una señal que hallaba su correspondencia en otros contextos. Del mismo modo, podemos “leer” la ciudad como una obra de consulta, como “leemos” Notre Dame […]. Y al mismo tiempo podemos leer la ciudad como inconsciente colectivo: el inconsciente colectivo es un gran catálogo, un gran bestiario. Podemos interpretar París como un libro de los sueños, como un álbum de nuestro inconsciente, como un catálogo de monstruos.13

París era pues para Calvino, ante todo, un enorme símbolo, una compleja elaboración intelectual hecha de capas superpuestas derivadas de una formación electiva; como tal es esa enciclopedia, esa ciudad-mapa (en la doble acepción de trazado interior e íntimo e intelectual y racional) en la que el sujeto encuentra las rutas para el esclarecimiento de lo que Jung llamaría los arquetipos, los colectivos de los que se nutre que el imaginario subjetivo. Un catálogo, como afirma el escritor, de imágenes icónicas que representan un trazado interior, de nuevo un espacio-tiempo, que coincide con la evolución intelectual y maduración del sujeto, la suma de su racionalidad analítica («la ciudad como obra de consulta») y de su incontrolable imaginario («interpretar París como un libro de los sueños»).

Creo que Las ciudades invisibles traza a niveles ficcionales este recorrido biográfico e intelectual que el escritor experimentó en París y, más aún, que el texto subraya no solo la idea de mapa, de trazado y de enciclopedia (narra las ciudades suspendidas entre la realidad y el sueño), sino que además fuerza la importancia de la construcción del espacio imaginario con base en una primera narración, que es externa. Marco Polo cuenta al kan las ciudades que ha visitado y que conoce estableciendo su función como voz y testigo externo a la conciencia del otro, pero hacedor de esa misma conciencia. Esa intervención de la otredad en la determinación de la propia identidad es lo que otorga el inmenso valor de la experiencia parisina para Calvino, de esa París «imaginada a través de los libros, una ciudad de la que uno se apropia leyendo», que probablemente generó su más elaborada y madura reflexión sobre la relación entre el yo y sus contextos y realidades. Tal vez por ello también Calvino se nos revela cada vez más en su extraordinaria actualidad reflejada en la complejidad de sus ficciones y de forma muy singular en Las ciudades invisibles, sobre las que vuelvo ahora para concluir.

No cabe duda de que la necesidad de escribir un texto que tuviera como eje, al menos aparente, la ciudad debió de ser una tentación irrefrenable para Calvino, como ya se ha dicho atento observador también de su entorno intelectual y que, justamente en los años parisinos, descubre una nueva literatura alejada radicalmente de la tendencia neorrealista que dominaba por entonces la producción italiana.

La integración de la ciudad como elemento esencial de la narración se debe indudablemente a los autores que marcan la transición entre modernidad y posmodernidad. Por ejemplo, a Baudelaire o Joyce, por recurrir solo a dos de las innegables y más admitidas fuentes hipotextuales, con su intencionado y errático deambular a través de esas ciudades que son ya en ellos más que otra cosa espacios (y tiempos) inseparables de la identidad de quien los habita, experimenta, sufre, observa o, tal vez más apropiadamente, los construye como reflejo de su propia identidad y de los caprichos (pathos) y voluntad (razón e intelecto) de su conciencia.

Fueron tal vez estos escritores de transición los primeros en intuir que, desde una perspectiva literaria, la ciudad era un formidable entramado simbólico, además de ser la nueva realidad del sujeto, en plena y casi tautológica sustitución de la naturaleza romántica. La importancia de este hecho desborda obviamente hasta ocupar un lugar central en la literaria posterior (posmoderna si se quiere), que diluye las identidades propias de cualquier ciudad hasta transformarla en un espacio anónimo, intercambiable. Las ciudades de la nueva narrativa son lugares no marcados, despojados de cualquier singularidad tópica (turística podría decirse), que acogen los estados mentales de los protagonistas de los textos, fundiéndose con ellos. Dejan de ser, por tanto, como lo fueron en la literatura anterior, una u otra ciudad (con todo lo que ello implica en literatura) para revelarse como construcciones subjetivas, resultado de la proyección de los estados vivenciales contemporáneos y, como tales, yuxtaposiciones de fragmentos que reflejan y a la vez definen a sus a menudo dolidos y casi siempre perdidos habitantes. La ciudad deja de ser un lugar para transformarse en el espacio/tiempo que la debilitada identidad del sujeto establece como la topografía y cronotopía de sus vivencias.

Es en el contexto de esa nueva tendencia literaria14 y desde esta perspectiva que hay que leer Las ciudades invisibles, que, como ya he dicho, fue publicada en noviembre de 1972 y que, pese a ello, el autor valoró, casi hasta su muerte, como su último libro, un texto al que otorgó un carácter singular que va más allá de la metaficción y autoficción que caracterizan su obra completa. Las partes, o capítulos, que componen la obra fueron, además, concebidas casi como fragmentos líricos, poesías según el propio autor que requieren una lectura también fragmentada, mucho más exigente que la que Calvino planteó en otras obras, al ser una síntesis de las convicciones más amplias y complejas de la escritura calviniana. En la presentación a la edición de 1983, es el propio Calvino quien revela estas claves: «El libro en que creo haber dicho más cosas sigue siendo Las ciudades invisibles, porque pude concentrar en un único símbolo todas mis reflexiones, mis experiencias, mis conjeturas»;15 «El libro nació trocito a trocito, con intervalos a veces largos, como poesías que ponía sobre el papel»;16 «En suma, me gustaría que se leyera un poco como lo escribí: como un diario».17

Hay que volver ahora de nuevo al contexto cultural e intelectual parisino en el que Calvino vivió para encontrar la que, para quien escribe, es la verdadera clave interpretativa de Las ciudades invisibles, derivada de los planteamientos generales que he señalado hasta este momento y a la que debe sumarse este cariz fuertemente testimonial y esa estructura confesional y diarística que el propio autor le otorga.18 Como se recordará, en los mismos años en los que Calvino vive en París, va tomando cuerpo (especialmente gracias a la obra del filósofo Foucault) la teoría que analiza la función que las heterotopías y cronotopías tienen en la vida del sujeto contemporáneo.

Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla […]. Las descripciones de los fenomenólogos nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizás por fantasmas; el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas; espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado: es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal. Estos análisis […] hacen referencia sobre todo al espacio interior.19

Asumiendo que las observaciones de Foucault, más allá de la cuestión de si Calvino tuviera acceso o no a su literalidad, supusieron un intento de transformación de la percepción del espacio y han tenido, junto con tantas otras aportaciones y reflexiones, una innegable vigencia. Lo interesante es la coincidencia que estas observaciones, tan lejanas del texto, tienen con Las ciudades invisibles. Estas son en efecto:

La narración de la percepción que el sujeto tiene no solo del espacio que habita, sino del tiempo y las relaciones que en ese espacio y a través de ambos, constituyen su vida: el relato de una vida y de los cambios, repeticiones, “re-visitaciones” podría decirse, que el narrador va ofreciendo a su poderoso receptor es decir a su Yo más objetivo y “externo” y que dependen de su maduración y evolución (de la “erosión” como quería Foucault). El espacio “invisible” del texto, es la complicada relación del sujeto consigo mismo: con sus mutaciones, transformaciones, certezas y falsas certezas, convicciones, formación, conciencia de otredad… hasta alcanzar la visión multiforme no ya de sí mismo, sino del proceso de esa evolución. Creo que no es casual que en la obra, Calvino haga aparecer justo en el centro de la narración […] la Ciudad y los Muertos, la metáfora del alcanzamiento de una conciencia de fin que se da en la madurez: en la “mitad de la vida”, como el libro parece insinuar, y representa un espacio terminal del que no puede haber retorno y por tanto, tampoco narración. En este mismo sentido […] las supresiones y ampliaciones de las series, arrojan una posibilidad verosímil de interpretación basada en esta interpretación “ontológica”, como si Las ciudades invisibles fueran una paráfrasis imaginaria de las fases de la propia vida. A unos comienzos más tangibles, sensoriales y aparentemente “ordenables” (las ciudades del deseo, de los signos, de los intercambios, de los ojos, los nombres…), sucede una parte cada vez más abstracta (aparecen, como se ha dicho, las ciudades de los muertos y del cielo) y una conclusiva dominada por las ciudades continuas y escondidas.20

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